Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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al

recibir

una

lluvia

de

proyectilesdevolvía como cosecha matorrales de cruces.

La guerra se mostró á los ojos de Desnoyers con toda su cruel fealdad.Había hablado de ella hasta entonces como hablamos de la muerte en plenasalud, sabiendo que existe y que es horrible, pero viéndola tan lejos...¡tan lejos! que no infunde una verdadera emoción. Las explosiones de losobuses acompañaban su brutalidad destructora con una burla feroz,desfigurando grotescamente el cuerpo humano. Vió heridos que empezaban árecobrar su fuerza vital y sólo eran esbozos de hombres, espantosascaricaturas, andrajos humanos salvados de la tumba por las audacias dela ciencia: troncos con cabeza que se arrastraban por el suelo sobre unzócalo de ruedas, cráneos incompletos cuyo cerebro latía bajo unacubierta artificial, seres sin brazos y sin piernas que descansaban enel fondo de un carretoncillo como bocetos escultóricos ó piezas dedisección, caras sin nariz que mostraban, lo mismo que las calaveras, lanegra cavidad de sus fosas nasales. Y estos medio hombres hablaban,fumaban, reían, satisfechos de ver el cielo, de sentir la caricia delsol, de haber vuelto á la existencia, animados por la soberana voluntadde vivir, que olvida confiada la miseria presente en espera de algomejor.

Fué tal su impresión, que olvidó por algún tiempo el motivo que le habíaarrastrado hasta allí... ¡Si los que provocan la guerra desde losgabinetes diplomáticos ó las mesas de un Estado Mayor pudiesencontemplarla, no en los campos de batalla, con el entusiasmo queperturba los sentidos, sino en frío, tal como se aprecia en hospitales ycementerios por los restos que deja tras de su paso!... El joven vió ensu imaginación el globo terráqueo como un buque enorme que navegaba porla inmensidad. Sus tripulantes, los pobres humanos, llevaban siglos ysiglos exterminándose sobre la cubierta. Ni siquiera sabían lo queexistía debajo de sus pies, en las profundidades de la nave.

Ocupar lamayor superficie á la luz del sol era el deseo de cada grupo. Hombrestenidos por superiores empujaban estas masas al exterminio, para escalarel último puente y empuñar el timón, dando al buque un rumbodeterminado. Y todos los que sentían estas ambiciones por el mandoabsoluto sabían lo mismo...

¡nada! Ninguno de ellos podía decir concerteza qué había más allá del horizonte visible, ni adonde se dirigíala nave. La sorda hostilidad del misterio los rodeaba á todos; su vidaera frágil, necesitaba de incesantes cuidados para mantenerse; y á pesarde esto, la tripulación, durante siglos y siglos, no había tenido uninstante de acuerdo, de obra común, de razón clara.

Periódicamente, unamitad de ella chocaba con la otra mitad; se mataban por esclavizarse enla cubierta movediza, flotante sobre el abismo; pugnaban por echarseunos á otros fuera del buque; la estela de la nave se cubría decadáveres. Y de la muchedumbre en completa demencia todavía surgíanlóbregos sofistas para declarar que este era el estado perfecto, que asídebían seguir todos eternamente, y que era un mal ensueño desear que lostripulantes se mirasen como hermanos que siguen un destino común y venen torno de ellos las asechanzas de un misterio agresivo... ¡Ah, miseriahumana!

Julio se sintió alejado de sus reflexiones por la alegría pueril quemostraban algunos convalecientes. Eran musulmanes, tiradores de Argeliay de Marruecos. Estaban en Lourdes como podían estar en otra parte,atentos únicamente á los obsequios de la gente civil, que los seguía conpatriótica ternura. Todos ellos miraban con indiferencia la basílicahabitada por la «señora blanca». Su única preocupación era pedircigarros y dulces.

Al verse agasajados por la raza dominadora de sus países, seenorgullecían, atreviéndose á todo, como niños revoltosos. Su mayorplacer era que las damas les diesen la mano. ¡Bendita guerra que lespermitía acercarse y tocar á estas mujeres blancas, perfumadas ysonrientes, tal como aparecen en los ensueños las hembras

paradisíacasreservadas

á

los

bienaventurados!

«Madama... Madama», suspiraban,poblándose al mismo tiempo de llamaradas sus pupilas de tinta. Y nocontentos con la mano, sus garras obscuras se aventuraban á lo largo delbrazo, mientras las señoras reían de esta adoración trémula. Otrosavanzaban entre el

gentío

ofreciendo

su

diestra

á

todas

las

mujeres.«Toquemos mano.» Y se alejaban satisfechos luego de recibir el apretón.

Vagó mucho tiempo Desnoyers por los alrededores de la basílica. Alamparo de los árboles se formaban en hileras las carretillas ocupadaspor los heridos. Oficiales y soldados permanecían largas horas en lasombra azul viendo cómo pasaban otros camaradas que podían valerse desus piernas. La santa gruta resplandecía con el llamear de centenares decirios.

La muchedumbre devota, arrodillada al aire libre, fijaba susojos suplicantes

en

las

sagradas

piedras,

mientras

su

pensamientovolaba, lejos, á los campos de batalla, con la confianza en la divinidadque acompaña á toda inquietud. De la masa arrodillada surgían soldadoscon vendajes en la cabeza, el kepis en una mano y los ojos lacrimosos.

Por la doble escalinata de la basílica subían y descendían mujeresvestidas de blanco, con un temblor de tocas que les daba de lejos elaspecto de palomas aleteantes. Eran enfermeras, damas de la Caridadguiando los pasos de los heridos. Desnoyers creyó reconocer á Margaritaen cada una de ellas. Pero la desilusión que seguía á talesdescubrimientos le hizo dudar del éxito de su viaje. Tampoco estaba enLourdes. Nunca la encontraría en esta Francia agrandada desmesuradamentepor la guerra, que había convertido cada población en un hospital.

Por la tarde, sus averiguaciones no obtuvieron mejor éxito.

Losempleados escucharon sus preguntas con aire distraído: podía volverluego. Estaban preocupados por el anuncio de un nuevo tren sanitario.Continuaba la gran batalla cerca de París.

Tenían que improvisaralojamientos para la nueva remesa de carne destrozada.

Desnoyers volvió á los jardines cercanos á la gruta. Su paseo era paraentretener el tiempo. Pensaba regresar á Pau aquella noche: nada lequedaba que hacer en Lourdes. ¿Adonde dirigiría luego susinvestigaciones?...

Sintió de pronto un estremecimiento á lo largo de su espalda: la mismasensación indefinible que le avisaba la presencia de ella cuando sereunían en un jardín de París. Margarita iba á presentarse de repentecomo las otras veces, sin que él supiera ciertamente de dónde salía,como si emergiese de la tierra ó descendiese de las nubes.

Después de pensar esto sonrió con amargura. ¡Mentiras del deseo!¡Ilusiones!... Al volver la cabeza reconoció la falsedad de suesperanza. Nadie seguía sus pasos: él era el único que marchaba por elcentro de la avenida. En un banco inmediato descansaba un oficial conlos ojos vendados. Junto á él, con la diáfana blancura de los ángelescustodios, estaba una enfermera.

¡Pobre ciego!... Desnoyers iba á seguiradelante; pero un movimiento rápido de la mujer vestida de blanco, undeseo visible de pasar inadvertida, de ocultar la cara volviendo losojos hacia las plantas, atrajeron su atención. Tardó en reconocerla.

Dosrizos asomados al borde de la toca le hicieron adivinar la cabelleraoculta; los pies calzados de blanco fueron indicios para reconstituir elcuerpo algo desfigurado por un uniforme sin coquetería. El rostro erapálido, grave. Nada quedaba en él de los antiguos afeites, que le dabanuna belleza pueril de muñeca. Sus ojos parecían reflejar lo existentecon nuevas formas en el fondo de unas aureolas obscuras de cansancio...¡Margarita!

Se miraron largamente, como hipnotizados por la sorpresa.

Ella mostróinquietud al ver que Desnoyers adelantaba un paso.

No... no. Sus ojos,sus manos, todo su cuerpo, parecieron protestar, repelerle en su avance,fijarlo en su inmovilidad. El miedo á que se aproximase la hizo marcharhacia él. Dijo unas palabras al militar, que continuó en el bancorecibiendo sobre el vendaje de su rostro un rayo de sol que parecía nosentir. Luego se levantó, yendo al encuentro de Julio, y siguióadelante, indicándole con un gesto que se situase más lejos, donde elherido no pudiera escucharles.

Detuvo su paso en un sendero lateral. Desde allí podía ver al ciegoconfiado á su custodia. Quedaron inmóviles frente á frente.

Desnoyersquiso decir muchas cosas, ¡muchas! pero vaciló, no sabiendo cómorevestir de palabras sus quejas, sus súplicas, sus halagos. Por encimade esta avalancha de pensamientos emergió uno, fatal, dominante ycolérico.

—¿Quién es ese hombre?...

El acento rencoroso, la voz dura con que dijo estas palabras, lesorprendieron, como si procediesen de otra boca.

La enfermera lo miró con sus ojos límpidos, agrandados, serenos, unosojos que parecían libres para siempre de las contracciones de lasorpresa y del miedo. La respuesta se deslizó con la misma limpieza quela mirada.

—Es Laurier... Es mi marido.

¡Laurier!... Los ojos de Julio examinaron con larga duda al militarantes de convencerse. ¡Laurier este oficial ciego que permanecía inmóvilen el banco como un símbolo de dolor heroico!... Estaba aviejado, con latez curtida y de un color de bronce surcada de grietas que convergíancomo rayos en torno de todas las aberturas de su rostro. Los cabellosempezaban á blanquear en las sienes y en la barba que cubría ahora susmejillas. Había vivido veinte años en un mes... Al mismo tiempo parecíamás joven, con una juventud que irradiaba vigorosa de su interior, conla fuerza de un alma que ha sufrido las emociones más violentas y nopuede ya conocer el miedo, con la satisfacción firme y serena del debercumplido.

Contemplándole sintió al mismo tiempo admiración y celos.

Se avergonzóal darse cuenta de la aversión que le inspiraba este hombre en plenadesgracia y que no podía ver lo que le rodeaba.

Su odio era unacobardía; pero insistió en él, como si en su interior se hubiesedespertado otra alma, una segunda personalidad que le causaba espanto.¡Cómo recordaba los ojos de Margarita al alejarse del herido por unosinstantes!... A él no lo había mirado así nunca. Conocía todas lasgradaciones amorosas de sus párpados, pero su mirada al herido era algodiferente, algo que él no había visto hasta entonces.

Habló con la furia del enamorado que descubre una infidelidad.

—¡Y por eso te fuiste sin un aviso, sin una palabra!... Me abandonastepara venir en busca de él... Di, ¿por qué has venido?

¿por qué hasvenido?...

Ella no se inmutó ante su acento colérico y sus miradas hostiles.

—He venido porque aquí estaba mi deber.

Luego habló como una madre que aprovecha un paréntesis de sorpresa en elniño irascible para aconsejarle cordura. Explicaba sus actos. Habíarecibido la noticia de la herida de Laurier cuando ella y su madre sepreparaban á salir de París. No vaciló un instante: su obligación eracorrer al lado de este hombre.

Había reflexionado mucho en las últimassemanas. La guerra le había hecho meditar sobre el valor de la vida. Susojos contemplaban nuevos horizontes; nuestro destino no está en elplacer y las satisfacciones egoístas: nos debemos al dolor y alsacrificio.

Deseaba trabajar por su patria, cargar con una parte del dolor común,servir como las otras mujeres; y estando dispuesta á dar todos suscuidados á los desconocidos, ¿no era natural que prefiriese á estehombre al que había causado tanto daño?...

Vivía aún en su memoria elmomento en que le vió llegar á la estación completamente solo entretantos que tenían el consuelo de unos brazos amantes al partir en buscade la muerte. Su lástima había sido aún más intensa al enterarse de suinfortunio.

Un obús había estallado junto á él, matando á los que lerodeaban. De sus varias heridas, la única grave era la del rostro. Habíaperdido un ojo por completo; el otro lo mantenían los médicos sinvisión, esperando salvarlo. Pero ella dudaba; era casi seguro queLaurier quedaría ciego.

La voz de Margarita temblaba al decir esto, como si fuese á llorar; perosus ojos permanecieron secos. No sentían la irresistible necesidad delas lágrimas. El llanto era ahora algo superfluo, como otras muchascosas de los tiempos de paz.

¡Habían visto sus ojos tanto en pocosdías!...

—¡Cómo le amas!—exclamó Julio.

Ella le había tratado de usted hasta este momento, por miedo á ser oíday por mantenerle á distancia, como si hablase con un amigo. Pero latristeza de su amante acabó con su frialdad.

—No; yo te quiero á ti... yo te querré siempre.

La sencillez con que dijo esto y su repentino tuteo infundieronconfianza á Desnoyers.

—¿Y el otro?—preguntó con ansiedad.

Al escuchar su respuesta creyó que algo acababa de pasar ante el sol,velando momentáneamente su luz. Fué como una nube que se deslizaba sobrela tierra y sobre su pensamiento esparciendo una sensación de frío.

—A él también le quiero.

Lo dijo mirándole como si implorase su perdón, con la sinceridaddolorosa de un alma que ha reñido con la mentira y llora al adivinar losdaños que causa.

El sintió que su cólera dura se desmoronaba de golpe, lo mismo que unamontaña que se agrieta. «¡Ah, Margarita!» Su voz sonó trémula y humilde.¿Podía terminar todo entre los dos con esta sencillez? ¿Eran acasomentiras sus antiguos juramentos?... Se habían buscado con afinidadirresistible, para compenetrarse, para ser uno solo... y ahora,súbitamente endurecidos por la indiferencia, ¿iban á chocar como doscuerpos hostiles que se repelen?... ¿Qué significaba este absurdo deamarle á él como siempre y amar al mismo tiempo á su antiguo esposo?

Margarita bajó la cabeza, murmurando con desesperación:

—Tú eres un hombre, yo soy una mujer. No me entenderás por más quehable. Los hombres no pueden alcanzar ciertos misterios nuestros... Unamujer me comprendería mejor.

Desnoyers quiso conocer su infortunio con toda su crueldad.

Podía hablarella sin miedo. Se sentía con fuerzas para sobrellevar los golpes...¿Qué decía Laurier al verse cuidado y acariciado por Margarita?...

—Ignora quién soy... Me cree una enfermera igual á las otras, que seapiada de él viéndole solo y ciego, sin parientes que le escriban y levisiten... En ciertos momentos he llegado á sospechar si adivina laverdad. Mi voz, el contacto de mis manos, le crispaban al principio conun gesto de extrañeza. Le he dicho que soy una dama belga que ha perdidoá los suyos y está sola en el mundo. El me ha contado su vida anteriorligeramente, como el que desea olvidar un pasado odioso... Ni unapalabra molesta para su antigua mujer. Hay noches en que sospecho que meconoce, que se vale de su ceguera para prolongar la fingida ignorancia,y esto me atormenta... Deseo que recobre la vista, que los médicossalven uno de sus ojos, y al mismo tiempo siento miedo. ¿Qué dirá alreconocerme?... Pero no: mejor es que vea, y ocurra lo que ocurra. Tú nopuedes comprender estas preocupaciones, tú no sabes lo que yo sufro.

Calló un instante para reconcentrarse, apreciando una vez más lasinquietudes de su alma.

—¡Oh, la guerra!—siguió diciendo—. ¡Qué de cambios en nuestra vida!Hace dos meses, mi situación me hubiese parecido extraordinaria,inverosímil... Yo cuidando á mi marido, temiendo que me descubra y sealeje de mí, deseando al mismo tiempo que me reconozca y me perdone...Sólo hace una semana que vivo á su lado. Desfiguro mi voz cuanto puedo,evito frases que le revelen quién soy... Pero esto no se puedeprolongar. Únicamente en las novelas resultan aceptables estassituaciones.

La duda ensombrecía de pronto su resolución.

—Yo creo—continuó—que me ha reconocido desde el primer momento...Calla y finge ignorancia porque me desprecia...

porque jamás llegará áperdonarme. ¡He sido tan mala!... ¡Le he hecho tanto daño!...

Se acordaba de los largos y reflexivos mutismos del herido después dealgunas palabras imprudentes. A los dos días de recibir sus cuidadoshabía tenido un movimiento de rebeldía, evitando el salir con ella ápaseo. Pero, falto de vista, comprendiendo la inutilidad de suresistencia, había acabado por entregarse con una pasividad silenciosa.

—Que piense lo que quiera—concluyó Margarita animosamente—, que medesprecie. Yo estoy aquí; donde debo estar. Necesito su perdón; y si nome perdona lo mismo seguiré á su lado... Hay momentos en que deseo queno recobre la vista.

Así, me necesitaría siempre, podría pasar toda míexistencia á su lado sacrificándome por él...

—¿Y yo?—dijo Desnoyers.

Margarita le miró con ojos asombrados, como si despertase.

Era verdad;¿y el otro?... Enardecida por su sacrificio, que representaba unaexpiación, había olvidado al hombre que tenía delante.

—¡Tú!—dijo tras de una larga pausa—; tú debes dejarme... La vida noes como la habíamos concebido. Sin la guerra, tal vez hubiésemosrealizado nuestros ensueños, pero ¡ahora!... Fíjate bien. Yo llevo parael resto de mi existencia una carga pesadísima y al mismo tiempo dulce,pues cuanto más me abruma, más grata me parece. Nunca me separaré de esehombre al que he ofendido tanto, que se ve solo en el mundo y necesitade protección como un niño. ¿Por qué vas tú á participar de mi suerte?¿Cómo vivir en amores con una eterna enfermera, al lado de un hombrebueno y ciego, al que ultrajaríamos continuamente con nuestra pasión?...No; mejor es que te alejes.

Sigue tu camino solo y desembarazado.Déjame: tú encontrarás otras mujeres que te harán más dichoso que yo. Túeres de los destinados á encontrar una nueva felicidad á cada paso.

Insistió en sus elogios. Su voz era calmosa, pero en el fondo de ellatemblaba la emoción del último adiós á la alegría que se aleja parasiempre. El hombre amado sería de otras; ¡y ella misma lo entregaba!...Pero la noble tristeza del sacrificio le infundió serenidad. Era unarenuncia más para expiar sus culpas.

Julio bajó los ojos, perplejo y vencido. Le aterraba la imagen delporvenir esbozada por Margarita. El viviendo al lado de la enfermera,aprovechándose de la ignorancia del ciego para inferirle todos los díascon sus amores un nuevo insulto, ¡ah, no!

Era una villanía. Se acordabaahora con vergüenza de la malignidad con que había mirado poco antes áesta hombre desgraciado y bueno. Se reconocía sin fuerzas para lucharcon él.

Débil é impotente en aquel banco de jardín, era más grande yrespetable que Julio Desnoyers con toda su juventud y sus gallardías.Había servido en su vida para algo; había hecho lo que él no osabahacer.

Esta convicción de su inferioridad le hizo gemir como un niñoabandonado:

—¡Qué será de mí!...

Margarita, considerando el amor que se iba para siempre, las esperanzasdesvanecidas,

el

porvenir

iluminado

por

la

satisfacción de un debercumplido, pero monótono y doloroso, murmuró igualmente:

—¿Y yo?... ¡Qué será de mí!...

Desnoyers pareció reanimarse, como si hubiese encontrado de pronto unasolución.

—Escucha, Margarita: yo leo en tu alma. Amas á ese hombre, y hacesbien. Es superior á mí, y las mujeres se sienten atraídas por todasuperioridad... Yo soy un cobarde. Sí, no protestes; soy un cobarde, contoda mi juventud, con todas mis fuerzas. ¿Cómo no habías de sentirteimpresionada por la conducta de ese hombre?... Pero yo recuperaré loperdido... Este país es el tuyo, Margarita; yo me batiré por él. Nodigas que no...

Y enardecido por su repentino entusiasmo, trazaba un plan de heroísmos.Iba á hacerse soldado. Pronto oiría hablar de él. Su propósito eraquedar tendido en el campo al primer encuentro ó asombrar al mundo consus hazañas. De un modo ú otro resolvería su vergonzosa situación: elolvido de la muerte ó la gloria.

—¡No!—exclamó ella interrumpiéndole con angustia—. Tú, no. Bastantehay con el otro... ¡Qué horror! Tú también herido, mutilado parasiempre, tal vez muerto... No; vive. Prefiero que vivas, aunque seas deotra. Que yo sepa que existes, que te vea alguna vez aunque me hayasolvidado, aunque pases indiferente como si no me conocieses.

En su protesta gritaba el amor ardoroso, el amor irreflexivo y heroico,que acepta todas las penas á cambio de que el ser preferido sigaexistiendo.

Pero á continuación, para que Julio no sintiese el engaño de una falsaesperanza, añadió:

—Vive; tú no debes morir; sería para mí un nuevo tormento...

Pero vivesin mí. Olvídame. Es inútil cuanto hablemos: mi destino está marcadopara siempre al lado del otro.

Desnoyers volvió á entregarse al desaliento, adivinando la ineficacia deruegos y protestas.

—¡Ah, cómo le amas!... ¡Cómo me engañaste!

Ella, como suprema explicación, volvió á repetir lo dicho al principiode la entrevista. Amaba á Julio... y amaba á su marido.

Eran amoresdistintos. No quería decir cuál resultaba más ardiente, pero ladesgracia la impelía á escoger entre los dos, y aceptaba al másdoloroso, el de mayores sacrificios.

—Tú eres hombre y no podrás entenderme nunca... Una mujer mecomprendería.

Julio, al lanzar una mirada en torno de él, creyó que la tarde habíasufrido los efectos de un fenómeno celeste. El jardín seguía iluminadopor el sol, pero el verde de los árboles, el amarillo del suelo, el azuldel espacio, las espumas blancas del río, todo le pareció obscuro ydifuso, como si cayese una lluvia de ceniza.

—Entonces... ¿todo ha terminado entre nosotros?

Su voz temblorosa, suplicante, cargada de lágrimas, hizo que ellavolviese la cabeza para ocultar su emoción.

Luego, en el penoso silencio, las dos desesperaciones formularon lamisma pregunta, como si interrogasen á las sombras del futuro. «¿Quéserá de mí?», murmuró el hombre. Y

como un eco, los labios de ellarepitieron: «¿Qué será de mí?»

Todo estaba dicho. Palabras irreparables se alzaban entre los dos comoun obstáculo que había de ensancharse por momentos, impeliéndoles enopuestas direcciones. ¿Para qué prolongar la entrevista dolorosa?...Margarita mostró la resolución pronta y enérgica de toda mujer cuandodesea cortar una escena:

«¡Adiós!» Su rostro había tomado una palidezamarillenta, sus pupilas estaban mortecinas, humosas, como los vidriosde una linterna cuya luz se apaga. «¡Adiós!» Debía volver al lado de suherido.

Se marchó sin mirarle, y Desnoyers, por instinto, caminó en direcciónopuesta. Cuando al serenarse quiso volver sobre sus pasos, vió cómo sealejaba dando el brazo al ciego, sin volver la cabeza una sola vez.

Tuvo la convicción de que ya no la vería más, y una angustia de asfixiaoprimió su garganta. ¿Y con esta facilidad podían separarse eternamentedos seres que días antes contemplaban el universo concretado en suspersonas?...

Su desesperación al quedar solo le hizo acusarse de torpeza.

Ahoraacudían sus pensamientos en tropel, y cada uno de ellos le pareciósuficiente para convencer á Margarita. Indudablemente no había sabidoexpresarse: necesitaba hablar con ella otra vez...

Y decidió permaneceren Lourdes.

Pasó una noche de tortura en el hotel, escuchando el rebullir del ríoentre las piedras. El insomnio le tuvo entre sus mandíbulas feroces,royéndolo con un suplicio interminable.

Encendió la luz varias veces,pero no pudo leer. Sus ojos miraron con estúpida fijeza los dibujos delempapelado, las láminas piadosas de este cuarto que había servido dealbergue á los peregrinos ricos. Permaneció inmóvil y abstraído como losorientales, que piensan en su carencia absoluta de pensamientos. Unaidea única danzaba en el vacío de su cráneo:

«Y no la veré más... ¿esesto posible?»

Se adormeció algunos instantes, para despertar con la sensación de unestallido horroroso que le enviaba por los aires.

Y siguió desvelado,con sudores de angustia, hasta que en la sombra de la habitación se fuédestacando un cuadrado de luz láctea. El amanecer empezaba á reflejarseen las cortinas de la ventana.

La caricia aterciopelada del día pudo al fin cerrar sus ojos.

Aldespertar, bien entrada la mañana, corrió á los jardines de la gruta...¡Las horas de espera temblorosa é inútil, creyendo reconocer á Margaritaen toda dama blanca que avanzaba guiando á un herido!

Por la tarde, después de un almuerzo cuyos platos desfilaron intactos,volvió al jardín en busca de ella. Al reconocerla dando el brazo aloficial ciego, experimentó una sensación de desaliento. Parecía másalta, más delgada, con el rostro afilado, dos oquedades de sombra en lasmejillas, los ojos brillantes de fiebre, los párpados contraídos por elcansancio. Adivinó una noche de suplicio, de pensamientos escasos ytenaces, de estupefacción dolorosa igual á la suya en el cuarto delhotel.

Sintió de pronto todo el peso del insomnio y la inapetencia, todala emoción deprimente de las sensaciones crueles experimentadas en lasúltimas horas. ¡Cuán desgraciados eran los dos!...

Ella avanzaba con precaución, mirando á un lado y á otro, como el quepresiente un peligro. Al descubrirle se apretó contra el ciego, lanzandoá su antiguo amante una mirada de súplica, de desesperación, implorandomisericordia... ¡Ay, esta mirada!

Sintió vergüenza; su personalidad parecía haberse desdoblado: secontempló á si mismo con ojos de juez. ¿Qué hacía allí el llamado JulioDesnoyers, hombre seductor é inútil, atormentando con su presencia á unapobre mujer, queriendo desviarla de su noble arrepentimiento,insistiendo en sus egoístas y pequeños deseos, cuando la humanidadentera pensaba en otras cosas?... Su cobardía le irritó. Como el ladrónque se aprovecha del sueño de su víctima, él rondaba en torno de unhombre bueno y valeroso que no podía verle, que no podía defenderse,para robarle el único afecto que tenía en el mundo y que milagrosamentevolvía hacia él. ¡Muy bien, señor Desnoyers!... ¡Ah, canalla!

Estos insultos exteriores le hicieron erguirse, altivo, cruel,inexorable, contra aquel otro yo digno de su desprecio.

Ladeó la cabeza: no quiso encontrar los ojos suplicantes de Margarita;tuvo miedo á su mudo reproche. Tampoco se atrevió á mirar al ciego, consu uniforme rapado y heroico, con su rostro envejecido por el deber y lagloria. Le temía como á un remordimiento.

Volvió la espalda al grupo: se alejó. ¡Adiós, amor!

¡Adiós,felicidad!... Marchaba ahora con paso firme; un milagro acababa derealizarse en su interior: había encontrado su camino.

¡A París!... Una ilusión nueva iba á poblar el inmenso vacío de suexistencia sin objeto.

V

La invasión