Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Desnoyers aprobó, con el entusiasmociego que le inspiraban las personas cuando depositaba en ellas suconfianza. ¡Joffre!... El caudillo serio y tranquilo lo arreglaría todofinalmente. Nadie debía dudar de su fortuna: era de los hombres quedicen siempre la última palabra.

Al amanecer abandonó el vagón. «Buena suerte.» Y estrechó las manos deaquellos jóvenes animosos, que iban á morir tal vez en breve plazo. Eltren pudo seguir su camino inmediatamente al encontrar por casualidad lavía libre, y don Marcelo se vió solo en una estación. En tiempo normalsalía de ella un ferrocarril secundario que pasaba por Villeblanche;pero el servicio estaba suspendido por falta de personal. Los empleadoshabían pasado á las grandes líneas, abarrotadas por los transportes deguerra.

Inútilmente buscó, con los más generosos ofrecimientos, un caballo, unsimple carretón tirado por una bestia cualquiera, para continuar suviaje. La movilización acaparaba lo mejor, y los demás medios detransporte habían desaparecido con la fuga de los medrosos. Había quehacer á pie una marcha de quince kilómetros. El viejo no vaciló:¡adelante! Y empezó á caminar por una carretera blanca, recta,polvorienta, entre tierras llanas é iguales que se sucedían hasta elinfinito. Algunos grupos de árboles, algunos setos verdes y lastechumbres de varias granjas alteraban la monotonía del paisaje. Loscampos estaban cubiertos de rastrojos de la cosecha reciente. Lospajares abullonaban el suelo con sus conos amarillentos, que empezaban áobscurecerse tomando un tono de oro oxidado. En las vallas aleteaban lospájaros sacudiendo el rocío del amanecer.

Los primeros rayos del sol anunciaron un día caluroso. En torno de lospajares vió Desnoyers una agitación de personas que se levantaban,sacudiendo sus ropas y despertando á otras todavía dormidas. Eranfugitivos que habían acampado en las inmediaciones de la estación,esperando un tren que les llevase lejos, sin saber con certeza adóndedeseaban ir. Unos procedían de lejanos departamentos: habían oído elcañón, habían visto aproximarse la guerra, y llevaban varios días demarcha á la ventura. Otros, al sentir el contagio de este pánico, habíanhuído igualmente, temiendo conocer los mismos horrores... Vió madres consus pequeños en los brazos; ancianos doloridos que sólo podían avanzarcon una mano en el bastón y otra en el brazo de alguno de su familia;viejas arrugadas é inmóviles como momias, que dormían y viajabantendidas en una carretilla. Al despertar el sol á este tropel miserablese buscaban unos á otros con paso torpe, entumecidos aún por la noche,reconstituyendo los mismos grupos del día anterior. Muchos avanzabanhacia la estación con la esperanza de un tren que nunca llegaba áformarse, creyendo ser más dichosos en el día que acababa de nacer.Algunos seguían su camino á lo largo de los rieles, pensando que lasuerte les sería más propicia en otro lugar.

Don Marcelo anduvo toda la mañana. La cinta blanca y rectilínea delcamino estaba moteada de grupos que venían hacia él, semejantes enlontananza á un rosario de hormigas. No vió un solo caminante quesiguiese su misma dirección. Todos huían hacia el Sur; y al encontrar áeste señor de la ciudad, que marchaba bien calzado, con bastón de paseoy sombrero de paja, hacían un gesto de extrañeza. Le creían tal vez unfuncionario, un personaje, alguien del gobierno, al verle avanzar solohacia el país que abandonaban á impulsos del terror.

A mediodía pudo encontrar un pedazo de pan, un poco de queso y unabotella de vino blanco en una taberna inmediata al camino. El dueñoestaba en la guerra, la mujer gemía en la cama.

La madre, una vieja algosorda, rodeada de sus nietos, seguía desde la puerta este desfile defugitivos que duraba tres días.

«¿Por qué huyen, señor?—dijo alcaminante—. La guerra sólo interesa á los soldados. Nosotros, gentesdel campo, no hacemos mal á nadie y nada debemos temer.»

Cuatro horas después, al bajar una de las pendientes que forman el valledel Marne, vió á lo lejos los tejados de Villeblanche en torno de suiglesia, y emergiendo de una arboleda las caperuzas de pizarra queremataban los torreones de su castillo.

Las calles del pueblo estaban desiertas. Sólo en los alrededores de laplaza vió sentadas algunas mujeres, como en las tardes plácidas de otrosveranos. La mitad del vecindario había huído; la otra mitad permanecíaen sus hogares, por rutina sedentaria, engañándose con un ciegooptimismo. Si llegaban los prusianos,

¿qué podían hacerles?...Obedecerían sus órdenes sin intentar ninguna resistencia, y á un puebloque obedece no es posible castigarlo... Todo era preferible antes queperder unas viviendas levantadas por sus antepasados y de las que nuncahabían salido.

En la plaza vió, formando un grupo, al alcalde y los principaleshabitantes. Todos ellos, así como las mujeres, miraron con asombro aldueño del castillo. Era la más inesperada de las apariciones. Cuandotantos huían hacia París, este parisién venía á juntarse con ellos,participando de su suerte. Una sonrisa de afecto, una mirada desimpatía, parecieron atravesar su áspera corteza de rústicosdesconfiados. Hacía mucho tiempo que Desnoyers vivía en malas relacionescon el pueblo entero.

Sostenía ásperamente sus derechos, sin admitirtolerancias en asuntos de propiedad. Habló muchas veces de procesar alalcalde y enviar á la cárcel á la mitad del vecindario, y sus enemigosle contestaban invadiendo traidoramente sus tierras, matando su caza,abrumándolo con reclamaciones judiciales y pleitos incoherentes... Suodio al municipio le había aproximado al cura, por vivir éste en francahostilidad contra el alcalde. Pero sus relaciones con la Iglesia fuerontan infructuosas como sus luchas con el Estado. El cura era un bonachón,al que encontraba cierto parecido físico con Renán, y que únicamente sepreocupaba de sacarle

limosnas

para

los

pobres,

llevando

su

atrevimientobondadoso hasta excusar á los merodeadores de su propiedad.

¡Cuán lejanas le parecían ahora las luchas sostenidas hasta un mesantes!... El millonario experimentó una gran sorpresa al ver cómo elsacerdote, saliendo de su casa para entrar en la iglesia, saludaba alpasar al alcalde con una sonrisa amistosa.

Después de largos años de mutismo hostil se habían encontrado en latarde del 1.º de Agosto al pie de la torre de la iglesia. La campanasonaba á rebato para anunciar la movilización á los hombres que estabanen los campos. Y los dos enemigos, instintivamente, se habían estrechadola mano. ¡Todos franceses! Esta unanimidad afectuosa salía también alencuentro del odiado señor del castillo. Tuvo que saludar á un lado y áotro, apretando manos duras. Las gentes prorrumpían á sus espaldas encariñosas rectificaciones. «Un hombre bueno, sin más defecto que laviolencia de su carácter...» Y el señor Desnoyers conoció por unosminutos el grato ambiente de la popularidad.

Al verse en el castillo dió por bien empleada la fatiga de la marcha,que hacía temblar sus piernas. Nunca le había parecido tan grande ymajestuoso su parque como en este atardecer de verano; nunca tan blancoslos cisnes que se deslizaban, dobles por el reflejo, sobre las aguasmuertas; nunca tan señorial el edificio, cuya imagen repetía invertidael verde espejo de los fosos. Sintió necesidad de ver inmediatamente losestablos con sus animales vacunos; luego echó una ojeada á las cuadrasvacías. La movilización se había llevado sus mejores caballos de labor.Igualmente había desaparecido su personal. El encargado de los trabajosy varios mozos estaban en el ejército.

En todo el castillo sólo quedabael conserje, un hombre de más de cincuenta años, enfermo del pecho, consu familia, compuesta de su mujer y una hija. Los tres cuidaban dellenar los pesebres de las vacas, ordeñando de tarde en tarde sus ubresolvidadas.

En el interior del edificio volvió á congratularse de la resolución quele había arrastrado hasta allí. ¡Cómo abandonar tales riquezas!...Contempló los cuadros, las vitrinas, los muebles, los cortinajes, todobañado en oro por el resplandor moribundo del día, y sintió el orgullode la posesión. Este orgullo le infundió un valor absurdo, inverosímil,como si fuese un ser gigantesco procedente de otro planeta y toda lahumanidad que le rodeaba un simple hormiguero que podía borrar con lospies.

¡Que viniesen los enemigos! Se consideraba con fuerzas paradefenderse de todos ellos... Luego, al arrancarle la razón de su delirioheroico, intentó tranquilizarse con un optimismo falto igualmente desolidez. No vendrían. El no sabía por qué, pero le anunciaba el corazónque los enemigos no llegarían hasta allí.

La mañana siguiente la pasó recorriendo los prados artificiales quehabía formado detrás del parque, lamentando el abandono en que estabanpor la marcha de sus hombres, intentando abrir las compuertas para darun riego al pasto, que empezaba á secarse.

Las viñas alineaban sus masasde pámpanos á lo largo de los alambrados que las servían de sostén. Losracimos repletos, próximos á la madurez, asomaban entre las hojas sustriángulos granulados. ¡Ay, quién recogería esta riqueza!...

Por la tarde notó un movimiento extraordinario en el pueblo.

Georgette,la hija del conserje, trajo la noticia de que empezaban á pasar por lacalle principal automóviles enormes, muchos automóviles, y soldadosfranceses, muchos soldados. Al poco rato se inició el desfile por unacarretera inmediata al castillo, que conducía al puente sobre el Marne.Eran camiones cerrados ó abiertos que aún conservaban sus antiguosrótulos comerciales bajo la capa de polvo endurecido y las salpicadurasde barro.

Muchos de ellos ostentaban títulos de empresas de París; otrosel nombre social de establecimientos de provincias. Y juntos con estosvehículos industriales requisados por la movilización pasaron otrosprocedentes del servicio público, que causaban en Desnoyers el mismoefecto que unos rostros amigos entrevistos en una muchedumbredesconocida. Eran ómnibus de París que aún mantenían en su parte altalos nombres indicadores de sus antiguos trayectos: Madeleine-Bastille,Passy-Bourse, etc. Tal vez había viajado él muchas veces en estosmismos vehículos, despintados, aviejados por veinte días de actividadintensa, con las planchas abolladas, los hierros torcidos, sonando ádesvencijamiento y perforados como cribas.

Unos carruajes ostentaban redondeles blancos con el centro cortado porla cruz roja; otros tenían como marca letras y cifras que sólo podíanentender los iniciados en los secretos de la administración militar. Yen todos estos vehículos, que únicamente conservaban nuevos y vigorosossus motores, vió soldados, muchos soldados, pero todos heridos, con lacabeza y las piernas entrapajadas, rostros pálidos que una barba crecidahacía aún más trágicos, ojos de fiebre que miraban fijamente, bocasdilatadas como si se hubiese solidificado en ellas el gemido del dolor.Médicos y enfermeros ocupaban varios carruajes de este convoy. Algunospelotones de jinetes lo escoltaban. Y entre la lenta marcha de monturasy automóviles pasaban grupos de soldados á pie, con el capotedesabrochado ó pendiente de las espaldas lo mismo que una capa; heridosque podían caminar y bromeaban y cantaban, unos con un brazo fajadosobre el pecho, otros con la cabeza vendada, transparentándose á travésde la tela el rezumamiento interior de la sangre.

El millonario quiso hacer algo por ellos; pero apenas intentó distribuirunas botellas de vino, unos panes, lo primero que encontró á mano, seinterpuso un médico, apostrofándole como si cometiese un delito. Susregalos podían resultar fatales. Y tuvo que permanecer al borde delcamino, impotente y triste, siguiendo con ojos sombríos el convoydoloroso... Al cerrar la noche ya no fueron vehículos cargados dehombres enfermos los que desfilaban. Vió centenares de camiones, unoscerrados herméticamente,

con

la

prudencia

que

imponen

las

materiasexplosivas; otros con fardos y cajas que esparcían un olor mohoso devíveres. Luego avanzaron grandes manadas de bueyes, que se arremolinabanen las angosturas del camino, siguiendo adelante bajo el palo y losgritos de los pastores con kepis.

Pasó la noche desvelado por sus pensamientos. Era la retirada de quehablaban las gentes en París, pero que muchos no querían creer; laretirada llegando hasta allí y continuando su retroceso indefinido, puesnadie sabía cual iba á ser su límite. El optimismo le sugirió unaesperanza inverosímil. Tal vez esta retirada comprendía únicamente loshospitales, los almacenes, todo lo que se estaciona á espaldas de unejército. Las tropas querían estar libres de impedimenta, para moversecon más agilidad, y la enviaban lejos por ferrocarriles y carreteras.Así debía ser. Y en los ruidos que persistieron durante toda la nochesólo quiso adivinar el paso de vehículos llenos de heridos, demuniciones, de víveres, iguales á los que habían desfilado por la tarde.

Cerca del amanecer, el cansancio le hizo dormirse, y despertó bienentrado el día. Su primera mirada fué para el camino. Lo vió lleno dehombres y de caballos que tiraban de objetos rodantes.

Pero los hombresllevaban fusiles y formaban batallones, regimientos. Las bestiasarrastraban piezas de artillería. Era un ejército... era la retirada.

Desnoyers corrió al borde del camino para convencerse mejor de laverdad.

¡Ay! Eran regimientos como los que él había visto partir de lasestaciones de París... pero con aspecto muy distinto. Los capotes azulesse habían convertido en vestiduras andrajosas y amarillentas; lospantalones rojos blanqueaban con un color de ladrillo mal cocido; loszapatos eran bolas de barro. Los rostros tenían una expresión feroz, conregueros de polvo y sudor en todas sus grietas y oquedades, con barbasrecién crecidas, agudas como púas, con un gesto de cansancio querevelaba el deseo de hacer alto, de quedarse allí mismo para siempre,matando ó muriendo, pero sin dar un paso más. Caminaban...

caminaban...caminaban. Algunas marchas habían durado treinta horas. El enemigo ibasobre sus huellas, y la orden era de andar y no combatir, librándose porligereza de pies de los movimientos envolventes intentados por elinvasor. Los jefes adivinaban el estado de ánimo de sus hombres. Podíanexigir el sacrificio de su vida, ¡pero ordenarles que marchasen día ynoche, siempre huyendo del enemigo, cuando no se considerabanderrotados, cuando sentían gruñir en su interior la cólera feroz, madredel heroísmo!... Las miradas de desesperación buscaban al oficialinmediato, á los jefes, al mismo coronel. ¡No podían más!

Una marchaenorme, anonadadora, en tan pocos días, ¿y para qué?... Los superiores,que sabían lo mismo que ellos, parecían contestar con los ojos, como siposeyesen un secreto: «¡Animo!

Otro esfuerzo... Esto va á terminar muypronto.»

Las bestias, vigorosas, pero desprovistas de imaginación, resistíanmenos que los hombres. Su aspecto era deplorable.

¿Cómo podían ser losmismos caballos fuertes y de pelo lustroso que él había visto en losdesfiles de París á principios del mes anterior? Una campaña de veintedías los había envejecido y agotado. Su mirada opaca parecía implorarpiedad. Estaban flacos, con una delgadez que hacía sobresalir lasaristas de su osamenta y aumentaba el abultamiento de sus ojos. Losarneses, al moverse, descubrían su piel con los pelos arrancados ysangrientas desolladuras. Avanzaban con un tirón supremo, concentrandosus últimas fuerzas, como si la razón de los hombres obrase sobre susobscuros instintos. Algunos no podían más y se desplomaban de pronto,abandonando á sus compañeros de fatiga. Desnoyers presenció cómo losartilleros los despojaban rápidamente de sus arneses, volteándolos hastasacarlos del camino para que no estorbasen la circulación. Allíquedaban, mostrando

su

esquelética

desnudez,

disimulada

hasta

entoncespor los correajes, con las patas rígidas y los ojos vidriosos y fijos,como si espiasen el revoloteo de las primeras moscas atraídas por sutriste carroña.

Los cañones pintados de gris, las cureñas, los armones, todo lo habíavisto don Marcelo limpio y brillante, con ese frote amoroso que elhombre ha dedicado á las armas desde épocas remotas, más tenaz que el dela mujer con los objetos del hogar. Ahora todo parecía sucio, con lapátina del uso sin medida, con el desgaste de un inevitable abandono:las ruedas estaban deformadas exteriormente por el barro, el metalobscurecido por los vapores de la explosión, la pintura gris manchadapor el musgo de la humedad.

En los espacios libres de este desfile, en los paréntesis abiertos entreuna batería y un regimiento, corrían pelotones de paisanos: gruposmiserables que la invasión echaba por delante; poblaciones enteras quese habían disgregado siguiendo al ejército en su retirada. El avance deuna nueva unidad los hacía salir del camino, continuando su marcha átravés de los campos.

Luego, al menor claro en la masa de tropas,volvían á deslizarse por la superficie blanca é igual de la carretera.Eran madres que empujaban carretones con pirámides de muebles ychiquillos; enfermos que casi se arrastraban; octogenarios llevados enhombros por sus nietos; abuelos que sostenían niños en sus brazos;ancianas con pequeños agarrados á sus faldas como una nidada silenciosa.

Nadie se opuso ahora á la liberalidad del dueño del castillo.

Toda subodega pareció desbordarse hacia la carretera. Rodaban los toneles de laúltima cosecha, y los soldados llenaban en el chorro rojo el cazo demetal pendiente de su cintura. Luego, el vino embotellado iba saliendo áluz por orden de fechas, perdiéndose instantáneamente en este río dehombres que pasaba y pasaba. Desnoyers contempló con orgullo los efectosde su munificencia. La sonrisa reaparecía en los rostros fieros; labroma francesa saltaba de fila en fila; al alejarse los grupos iniciabanuna canción.

Luego se vió en la plaza del pueblo entre varios oficiales que daban uncorto descanso á sus caballos antes de reincorporarse á la columna. Conla frente contraída y los ojos sombríos, hablaban de esta retiradainexplicable para ellos. Días antes, en Guisa, habían infligido unaderrota á sus perseguidores. Y sin embargo, continuaban retrocediendo,obedientes á una orden terminante y severa. «Nocomprendemos...—decían—. No comprendemos.» La marea ordenada ymetódica arrastraba á estos hombres que deseaban batirse y tenían queretirarse. Todos sufrían la misma duda cruel: «No comprendemos.» Y sududa hacía aún más dolorosa la marcha incesante, una marcha que durabadía y noche con sólo breves descansos, alarmados los jefes de cuerpo átodas horas por el temor de verse cortados y separados del resto delejército. «Un esfuerzo más, hijos míos.

¡Animo! Pronto descansaremos.»Las columnas, en su retirada, cubrían centenares de kilómetros.Desnoyers sólo veía una de ellas. Otras y otras efectuaban idénticoretroceso á la misma hora, abarcando una mitad de la anchura de Francia.Todas iban hacia atrás con igual obediencia desalentada, y sus hombresrepetían indudablemente lo mismo que los oficiales:

«No comprendemos...No comprendemos.»

Don Marcelo experimentó de pronto la tristeza y la desorientación deestos militares. Tampoco él comprendía. Vió lo inmediato, lo que todospodían ver: el territorio invadido sin que

los

alemanes

encontrasen

unaresistencia

tenaz;

departamentos

enteros,

ciudades,

pueblos,muchedumbres

quedando en poder del enemigo á espaldas de un ejército queretrocedía incesantemente. Su entusiasmo cayó de golpe como un globo quese deshincha. Reapareció su antiguo pesimismo. Las tropas mostrabanenergía y disciplina; pero ¿de qué podía servir esto si se retirabancasi sin combatir, imposibilitadas, por una orden severa, de defender elterreno?

«Lo mismo que en el 70», pensó. Exteriormente había más orden,pero el resultado iba á ser el mismo.

Como un eco que respondiese negativamente á su tristeza, oyó la voz deun soldado hablando con un campesino:

—Nos retiramos, pero es para saltar con más fuerza sobre los boches.El abuelo Joffre se los meterá en el bolsillo á la hora y en el sitioque escoja.

Se reanimó Desnoyers al oir el nombre del general. Tal vez este soldado,que mantenía intacta su fe á través de las marchas interminables ydesmoralizantes, presentía la verdad mejor que los oficiales razonadoresy estudiosos.

El resto del día lo pasó haciendo regalos á los últimos grupos de lacolumna. Su bodega se iba vaciando. Por orden de fechas continuabanesparciéndose los miles de botellas almacenadas en los subterráneos delcastillo. Al cerrar la noche fueron botellas cubiertas por el polvo demuchos años lo que entregó á los hombres que le parecían débiles. Asícomo la columna desfilaba iba ofreciendo un aspecto más triste decansancio y desgaste.

Pasaban los rezagados, arrastrando con desalientolos pies en carne viva dentro de sus zapatos. Algunos se habían libradode este encierro torturante y marchaban descalzos, con los pesadosborceguíes pendientes de un hombro, dejando en el suelo manchas desangre. Pero todos, abrumados por una fatiga mortal, conservaban susarmas y sus equipos, pensando en el enemigo que estaba cerca.

La liberalidad de Desnoyers produjo estupefacción en muchos de ellos.Estaban acostumbrados á atravesar el suelo patrio teniendo que lucharcon el egoísmo del cultivador. Nadie ofrecía nada. El miedo al peligrohacía que los habitantes de los campos escondiesen sus víveres,negándose á facilitar el menor socorro á los compatriotas que se batíanpor ellos.

El millonario durmió mal esta segunda noche en su cama aparatosa decolumnas y penachos que había pertenecido á Enrique IV, segúndeclaración de los vendedores. Ya no era continuo el tránsito de tropas.De tarde en tarde pasaba un batallón suelto, una batería, un grupo dejinetes, las últimas fuerzas de la retaguardia que habían tomadoposición en las cercanías del pueblo para cubrir el movimiento deretroceso. El profundo silencio que seguía á estos desfiles ruidososdespertó en su ánimo una sensación de duda é inquietud. ¿Qué hacía allícuando la muchedumbre en armas se retiraba? ¿No era una locuraquedarse?... Pero inmediatamente galopaban por su memoria todas lasriquezas conservadas en el castillo. ¡Si él pudiese llevárselas!... Eraimposible, por falta de medios y de tiempo. Además, su tenacidadconsideraba esta huída como algo vergonzoso. «Hay que terminar lo que seempieza», repitió mentalmente. El había hecho el viaje para guardar losuyo, y no debía huír al iniciarse el peligro...

Cuando en la mañana siguiente bajó al pueblo, apenas vió soldados. Sóloun escuadrón de dragones estaba en las afueras para cubrir los últimosrestos de la retirada. Los jinetes corrían en pelotones por los bosques,empujando á los rezagados y haciendo frente á las avanzadas enemigas.Desnoyers fué basta la salida de la población. Los dragones habíanobstruido la calle con una barricada de carros y muebles. Pie á tierra ycarabina en mano, vigilaban detrás de este obstáculo la faja blanca delcamino que se elevaba solitario entre dos colinas cubiertas de árboles.De tarde en tarde sonaban disparos sueltos, como chasquidos de tralla.«Los nuestros», decían los dragones. Eran los últimos destacamentos quetiroteaban á las avanzadas de hulanos. La caballería tenía la misión demantener á retaguardia el contacto con el enemigo, de oponerle unacontinua resistencia, repeliendo á los destacamentos alemanes queintentaban filtrarse á lo largo de las columnas.

Vió cómo iban llegando por la carretera los últimos rezagados deinfantería. No marchaban; más bien parecían arrastrarse, con una firmevoluntad de avanzar, pero traicionados en sus deseos por las piernasanquilosadas, por los pies en sangre. Se habían sentado un momento alborde del camino, agonizantes de cansancio, para respirar sin el peso dela mochila, para sacar sus pies del encierro de los zapatos, paralimpiarse el sudor, y al querer reanudar la marcha les era imposiblelevantarse. Su cuerpo parecía de piedra. La fatiga los sumía en unestado semejante á la catalepsia. Veían pasar como un desfile fantásticotodo el resto del ejército: batallones y más batallones, baterías,tropeles de caballos. Luego, el silencio, la noche, un sueño sobre elpolvo y las piedras, sacudido por terribles pesadillas. Al amanecer erandespertados por los pelotones de jinetes que exploraban el terrenorecogiendo los residuos de la retirada. ¡Ay! ¡imposible moverse! Losdragones, revólver en mano, tenían que apelar á la amenaza parareanimarlos. Sólo la certeza de que el enemigo estaba cerca y podíahacerles prisioneros les infundía un vigor momentáneo. Y se levantabantambaleantes, arrastrando las piernas, apoyándose en el fusil como sifuese un bastón.

Muchos de estos hombres eran jóvenes que habían envejecido en una hora ycaminaban como valetudinarios. ¡Infelices! No irían muy lejos. Suvoluntad era seguir, incorporarse á la columna; pero al entrar en elpueblo examinaban las casas con ojos suplicantes, deseando entrar enellas, sintiendo un ansia de descanso inmediato que les hacía olvidar laproximidad del enemigo.

Villeblanche estaba más solitario que antes de la llegada de las tropas.En la noche anterior, una parte de sus habitantes había huído,contagiada por el pavor de la muchedumbre que seguía la retirada delejército. El alcalde y el cura se quedaban.

Reconciliado con el dueñodel castillo por su inesperada presencia y admirado de susliberalidades, el funcionario municipal se acercó á él para darle unanoticia. Los ingenieros estaban minando el puente sobre el Mame. Sóloesperaban para hacerlo saltar á que se retirasen los dragones. Si queríamarcharse, aún era tiempo.

Otra vez dudó Desnoyers. Era una locura permanecer allí. Pero una ojeadaá la arboleda, sobre cuyo ramaje asomaban los torreones del castillo,finalizó sus dudas. No, no... «Hay que terminar lo que se empieza.»

Se presentaban los últimos grupos de dragones saliendo á la carreterapor diversos puntos del bosque. Llevaban sus caballos al paso, como siles doliese este retroceso. Volvían la vista atrás, con la carabina enuna mano, prontos á hacer alto y disparar. Los otros que ocupaban labarricada estaban ya sobre sus monturas.

Se rehizo el escuadrón,sonaron las voces de los oficiales, y un trote vivo con acompañamientode choques metálicos se fué alejando á espaldas de don Marcelo.

Quedó éste junto á la barricada, en una soledad de intenso silencio,como

si

el

mundo

se

hubiese

despoblado

repentinamente. Dos perrosabandonados por la fuga de sus amos rondaban y oliscaban en torno de él,implorando su protección.

No podían encontrar el rastro deseado enaquella tierra pisoteada y desfigurada por el tránsito de miles dehombres. Un gato famélico espiaba á los pájaros que empezaban á invadireste lugar. Con tímidos revuelos picoteaban los residuos alimenticiosexpelidos por los caballos de los dragones. Una gallina sin dueñoapareció igualmente para disputar su festín á la granujería alada,oculta hasta entonces en árboles y aleros. El silencio hacía renacer elmurmullo de la hojarasca, el zumbido de los insectos, la respiraciónveraniega del suelo ardiente de sol, todos los ruidos de la Naturaleza,que parecía haberse contraído temerosamente bajo el peso de los hombresen armas.

No se daba cuenta exacta Desnoyers del paso de