Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Una brusca detención del carruaje le hizo mirar. Esta vez los cadáveresestaban en medio de la calle: eran dos hombres y una mujer. Tal vezhabían caído bajo las balas de la ametralladora automóvil que atravesóel pueblo precediendo á la invasión. Un poco más allá, vueltos deespalda á los muertos, como si ignorasen su presencia, varios soldadoscomían sentados en el suelo. El chauffeur les gritó para quedesembarazasen el paso.

Con los fusiles y los pies empujaron loscadáveres, todavía calientes, que dejaban á cada volteo un rastro desangre. Apenas quedó abierto algo de espacio entre ellos y el muro, pasóadelante el vehículo... Un crujido, un salto. Las ruedas de atrás habíanaplastado un obstáculo frágil.

Desnoyers continuaba en su asiento, encogido, estupefacto, cerrando losojos. El horror le hizo pensar en su propio destino.

¿Adónde le llevabaaquel teniente?...

En la plaza vió la casa municipal que ardía; la iglesia no era mas queun cascarón de piedra erizado de lenguas de fuego. Las casas de losvecinos acomodados tenían las puertas y ventanas rotas á hachazos. En suinterior se agitaban los soldados, siguiendo un metódico vaivén.Entraban con las manos vacías y surgían cargados de muebles y ropas.Otros, desde los pisos superiores, arrojaban objetos, acompañando susenvíos con bromas y carcajadas. De pronto tenían que salir huyendo.

Elincendio estallaba instantáneamente, con la violencia y la rapidez deuna explosión. Seguía los pasos de un grupo de hombres que llevabancajones y cilindros de metal. Alguien que iba al frente designaba losedificios, y al penetrar por sus rotas ventanas pastillas y chorros delíquido, se producía la catástrofe de un modo fulminante.

Vió surgir de un edificio en llamas dos hombres que parecían dosmontones de harapos, llevados á rastras por varios alemanes.

Sobre lamancha azul de sus capotes distinguió unas caras pálidas, unos ojosdesmesuradamente abiertos por el martirio.

Sus piernas arrastraban porel suelo, asomando entre las tiras de los pantalones rojos destrozados.Uno de ellos aún conservaba el kepis. Expelían sangre por diversaspartes de sus cuerpos: iban dejando atrás el blanco serpenteo de losvendajes deshechos.

Eran heridos franceses, rezagados que se habíanquedado en el pueblo, sin fuerzas para continuar la retirada. Tal vezpertenecían al grupo que, al verse cortado, intentó una resistencialoca.

Deseando restablecer la verdad, miró al oficial que tenía al lado yquiso hablar. Pero éste le contuvo: «Franco-tiradores disfrazados, quevan á recibir su castigo.» Las bayonetas alemanas se hundieron en suscuerpos. Después, una culata cayó sobre la cabeza de uno de ellos... Ylos golpes se repitieron con sordo martilleo sobre las cápsulas óseas,que crujían al romperse.

Otra vez pensó el viejo en su propia suerte. ¿Adonde le llevaba esteteniente á través de tantas visiones de horror?...

Llegaron á las afueras del pueblo, donde los dragones habían establecidosu barricada. Las carretas estaban aún allí, pero á un lado del camino.Bajaron del automóvil. Vió un grupo de oficiales vestidos de gris, conel casco enfundado, iguales en todo á los otros. El que le habíaconducido hasta este sitio quedó inmóvil, rígido, con una mano en lavisera, hablando á un militar que estaba unos cuantos pasos al frentedel grupo. Miró á este hombre y él también le miró con unos ojillosazules y duros que perforaban su rostro enjuto surcado de arrugas.Debía ser el general. La mirada arrogante y escudriñadora le abarcó depies á cabeza. Don Marcelo tuvo el presentimiento de que su vidadependía de este examen. Una mala idea que cruzase por su cerebro, uncapricho cruel de su imaginación, y estaba perdido.

Movió los hombros elgeneral y dijo unas palabras con gesto desdeñoso. Luego montó en unautomóvil con dos de sus ayudantes, y el grupo se deshizo.

La cruel incertidumbre del viejo encontró interminables los momentos quetardó el oficial en volver á su lado.

—Su Excelencia es muy bueno—dijo—. Podía fusilarle, pero le perdona.¡Y aún dicen ustedes que somos unos salvajes!...

Con la inconsciencia de su menosprecio, explicó que lo había traídohasta allí convencido de que le fusilarían. El general deseaba castigará los vecinos principales de Villeblanche, y él había considerado por supropia iniciativa que el dueño del castillo debía ser uno de ellos.

—El deber militar, señor... Así lo exige la guerra.

Después de esta excusa reanudó los elogios á Su Excelencia.

Iba áalojarse en la propiedad de don Marcelo, y por esto le perdonaba lavida. Debía darle las gracias... Luego volvieron á temblar de cólera susmejillas. Señalaba unos cuerpos tendidos junto al camino. Eran loscadáveres de los cuatro hulanos, cubiertos con unos capotes y mostrandopor debajo de ellos las suelas enormes de sus botas.

—¡Un asesinato!—exclamó—. ¡Un crimen que van á pagar caro losculpables!

Su indignación le hacía considerar como un hecho inaudito y monstruosola muerte de los cuatro soldados, como si en la guerra sólo debierancaer los enemigos, manteniéndose incólume la vida de sus compatriotas.

Llegó un grupo de infantería mandado por un oficial. Al abrirse susfilas vió Desnoyers entre los uniformes grises varios paisanos empujadosrudamente. Iban con las ropas desgarradas.

Algunos tenían sangre en elrostro y en las manos. Los fué reconociendo uno por uno mientras losalineaban junto á una tapia, á veinte pasos del piquete: el alcalde, elcura, el guardia forestal, algunos vecinos ricos cuyas casas había vistoarder.

Iban á fusilarlos... Para evitarle toda duda, el teniente continuó susexplicaciones.

—He querido que vea usted esto. Conviene aprender. Así agradecerá mejorlas bondades de Su Excelencia.

Ninguno de los prisioneros hablaba. Habían agotado sus voces en unaprotesta inútil. Toda su vida la concentraban en sus ojos, mirando entorno con estupefacción... ¡Y era posible que los matasen friamente, sinoir sus protestas, sin admitir las pruebas de su inocencia!

La certidumbre de la muerte dió de pronto á casi todos ellos una nobleserenidad. Inútil quejarse. Sólo un campesino rico, famoso en el pueblopor su avaricia, lloriqueaba desesperado, repitiendo: «Yo no quieromorir... yo no quiero morir.»

Trémulo y con los ojos cargados de lágrimas, Desnoyers se ocultó detrásde su implacable acompañante. A todos los conocía, con todos habíabatallado, arrepintiéndose ahora de sus antiguas querellas. El alcaldetenía en la frente la mancha roja de una gran desolladura. Sobre supecho se agitaba un harapo tricolor: la banda municipal, que se habíapuesto para recibir á los invasores y que éstos le habían arrancado. Elcura erguía su cuerpo pequeño y redondo, queriendo abarcar en una miradade resignación las víctimas, los verdugos, la tierra entera, el cielo.Parecía más grueso. El negro ceñidor, roto por las violencias de lossoldados, dejaba libre su abdomen y flotante su sotana. Las melenasplateadas chorreaban sangre, salpicando de gotas rojas el blancoalzacuello.

Al verle avanzar por el campo de la ejecución con paso vacilante á causade su obesidad, una risotada salvaje cortó el trágico silencio. Losgrupos de soldados sin armas que habían acudido á presenciar el supliciosaludaron con carcajadas al anciano. «¡A muerte el cura!...» Elfanatismo de las guerras religiosas vibraba en su burla. Casi todosellos eran católicos ó protestantes fervorosos; pero sólo creían en lossacerdotes de su país. Fuera de Alemania, todo resultaba despreciable,hasta la propia religión.

El alcalde y el sacerdote cambiaron de lugar en la fila, buscándose. Seofrecían mutuamente, el centro del grupo con una cortesía solemne.

—Aquí, señor alcalde; este es su sitio: á la cabeza de todos.

—No; después de usted, señor cura.

Discutían por última vez, pero en este momento supremo era para cederseel paso, queriendo cada uno humillarse ante el otro.

Habían unido sus manos por instinto, mirando de frente al piquete deejecución, que bajaba sus fusiles en rígida fila horizontal. A susespaldas sonaron lamentos. «Adiós, hijos míos... Adiós, vida... Yo noquiero morir... ¡no quiero morir!...»

Los dos hombres sintieron la necesidad de decir algo, de cerrar lapágina de su existencia con una afirmación.

—¡Viva la República!—gritó el alcalde.

—¡Viva Francia!—dijo el cura.

Desnoyers creyó que ambos habían gritado lo mismo.

Se alzaron dos verticales sobre las cabezas: el brazo del sacerdotetrazó en el aire un signo, el sable del jefe del piquete relampagueó almismo tiempo lívidamente... Un trueno seco, rotundo, seguido de variasexplosiones tardías.

Sintió lástima don Marcelo por la pobre humanidad al ver las formasgrotescas que adopta en el momento de morir. Unos se desplomaron comosacos medio vacíos; otros rebotaron en el suelo lo mismo que pelotas;algunos dieron un salto de gimnasta, con los brazos en alto, cayendo deespaldas ó de bruces, en una actitud de nadador. Vió cómo salían delmontón humano piernas contorsionadas por los estremecimientos de laagonía... Unos soldados avanzaron con el mismo gesto de los cazadoresque van á cobrar sus piezas. De la palpitación de los miembros revueltosse elevaron unas melenas blancas y una mano débil que se esforzaba porrepetir su signo. Varios tiros y culatazos en el lívido montónchorreante de sangre... Y los últimos temblores de vida quedaronborrados para siempre.

El oficial había encendido un cigarro.

—Cuando usted guste—dijo á Desnoyers con irónica cortesía.

Montaron en el automóvil para atravesar Villeblanche, regresando alcastillo. Los incendios cada vez más numerosos y los cadáveres tendidosen las calles ya no impresionaron al viejo.

¡Había visto tanto! ¿Quépodía alterar ya su sensibilidad?...

Deseaba salir del pueblo cuantoantes, en busca de la paz de los campos. Pero los campos habíandesaparecido bajo la invasión: por todas partes soldados, caballos,cañones. Los grupos en descanso destruían con su contacto lo que lesrodeaba. Los batallones

en

marcha

habían

invadido

todos

los

caminos,rumorosos y automáticos como una máquina, precedidos por los pífanos ylos tambores, lanzando de vez en cuando, para animarse, su grito dealegría: « ¡Nach París! »

El castillo también estaba desfigurado por la invasión. Había aumentadomucho el número de sus guardianes durante la ausencia del dueño. Viótodo un regimiento de infantería acampado en el parque. Miles de hombresse agitaban bajo les árboles preparando su comida en las cocinasrodantes. Los arriates

de

su

jardín,

las

plantas

exóticas,

las

avenidascuidadosamente enarenadas y barridas, todo roto y ajado por la avalanchade hombres, bestias y vehículos.

Un jefe ostentando en una manga el brazal distintivo de laAdministración militar daba órdenes como si fuese el propietario. Ni sedignó fijar sus ojos en este civil que marchaba al lado de un tenientecon encogimiento de prisionero. Los establos estaban vacíos. Desnoyersvió sus últimas vacas que salían conducidas á palos por los pastores concasco. Los reproductores costosos eran degollados todos en el parquecomo simples bestias de carnicería. En los gallineros y palomares noquedaba una sola ave. Las cuadras estaban llenas de caballos enjutos quese daban un hartazgo ante el pesebre repleto. El pasto almacenado seesparcía pródigamente por las avenidas, perdiéndose en gran parte antesde ser aprovechado. La caballada de varios escuadrones iba suelta porlos prados, destruyendo bajo su pateo los canales, los bordes de lostaludes, el alisamiento del suelo, todo un trabajo de largos meses. Laleña seca ardía en el parque con un llameo inútil. Por descuido ó pormaldad, alguien había aplicado el fuego á sus montones. Los árboles, conla corteza reseca por los ardores del verano, crujían al ser lamidos porlas llamas.

El edificio estaba ocupado igualmente por una multitud de hombres queobedecían á este jefe. Sus ventanas abiertas dejaban ver un continuotránsito por las habitaciones. Desnoyers oyó golpes que resonaron dentrode su pecho. ¡Ay, su mansión histórica!... El general iba á instalarseen ella, luego de haber examinado en la orilla del Marne los trabajos delos pontoneros, que establecían varios pasos para las tropas. Su miedode propietario le hizo hablar. Temía que rompiesen las puertas de lashabitaciones cerradas; quiso ir en busca de las llaves para entregarlas.El comisario no le escuchó: seguía ignorando su existencia. El tenienterepuso con una amabilidad cortante:

—No es necesario; no se moleste.

Y se fué para incorporarse á su regimiento. Pero antes de que Desnoyersle perdiese de vista quiso el oficial darle un consejo.

Quieto en sucastillo; fuera de él podían tomarle por un espía, y ya estaba enteradode la prontitud con que solucionaban sus asuntos los soldados delemperador.

No pudo permanecer en el jardín contemplando de lejos su vivienda. Losalemanes que iban y venían se burlaban de él.

Algunos marchaban á suencuentro en línea recta, como si no le viesen, y tenía que apartarsepara no ser volteado por este avance mecánico y rígido.

Al fin se refugió en el pabellón del conserje. La mujer le veía conasombro, caído en un asiento de su cocina, desalentado, la mirada en elsuelo, súbitamente envejecido al perder las energías que animaban surobusta ancianidad.

—¡Ah, señor!... ¡Pobre señor!

De todos los atentados de la invasión, el más inaudito para la pobremujer era contemplar al dueño refugiado en su vivienda.

—¡Qué va á ser de nosotros!—gemía.

Su marido era llamado con frecuencia por los invasores. Los asistentesde Su Excelencia, instalados en los sótanos del castillo, lo reclamabanpara inquirir el paradero de las cosas que no podían encontrar. De estosviajes volvía humillado, con los ojos llenos de lágrimas. Tenía en lafrente la huella negra de un golpe; su chaqueta estaba desgarrada. Eranrastros de un débil intento de oposición durante la ausencia del dueñoal iniciar los alemanes el despojo de establos y salones.

El millonario se sintió ligado por el infortunio á unas gentesconsideradas hasta entonces con indiferencia. Agradecía mucho lafidelidad de este hombre enfermo y humilde. Le conmovió el interés de lapobre mujer, que miraba el castillo como si fuese propio. La presenciade la hija trajo á su memoria la imagen de Chichí. Había pasado junto áella sin fijarse en su transformación, viéndola lo mismo que cuandoacompañaba, con trote de gozquecillo, á la señorita Desnoyers en susexcursiones por el parque y los alrededores. Ahora era una mujer, con ladelgadez del último crecimiento, apuntando las primeras graciasfemeniles en su cuerpo de catorce años. La madre no la dejaba salir delpabellón, temiendo á la soldadesca, que lo invadía todo con su corrientedesbordada, filtrándose en los lugares abiertos, rompiendo losobstáculos que estorbaban su paso.

Desnoyers abandonó su desesperado mutismo para confesar que sentíahambre. Le avergonzaba esta exigencia material, pero las emociones deldía, la muerte vista de cerca, el peligro todavía amenazante,despertaron en él un apetito nervioso. La consideración de que era unmiserable en medio de sus riquezas y no podía disponer de nada en sudominio aumentó todavía más su necesidad.

—¡Pobre señor!—dijo otra vez la mujer.

Y contempló con asombro al millonario devorando un pedazo de pan y untriángulo de queso, lo único que pudo encontrar en su vivienda. Lacerteza de que no conseguiría otro alimento por más que buscase, hizoque don Marcelo siguiese atormentado por su apetito. ¡Haber conquistadouna fortuna enorme, para sufrir hambre al final de su existencia!... Lamujer, como si adivinase sus pensamientos, gemía, elevando los ojos.Desde las primeras horas de la mañana el mundo había cambiado su curso:todas las cosas parecían al revés. ¡Ay, la guerra!...

En el resto de la tarde y una parte de la noche fué recibiendo elpropietario las noticias que le traía el conserje después de sus visitasal castillo. El general y numerosos oficiales ocupaban las habitaciones.No quedaba cerrada una sola puerta: todas estaban de par en par, áculatazos y hachazos. Habían desaparecido muchas cosas; el portero nosabía cómo, pero habían desaparecido, tal vez rotas, tal vez arrebatadaspor los que entraban y salían. El jefe del brazal iba de habitación enhabitación examinándolo todo, dictando en alemán á un soldado queescribía. Mientras tanto, el general y los suyos estaban en el comedor.Bebían abundantemente y consultaban mapas extendidos en el suelo. Elpobre hombre había tenido que bajar á las cuevas en busca de los mejoresvinos.

Al anochecer se marcó un movimiento de flujo en aquella marea humana quecubría los campos hasta perderse de vista.

Habían quedado establecidosvarios puentes sobre el Marne y la invasión reanudó su avance. Losregimientos se ponían en marcha lanzando su grito de entusiasmo: «¡NachParis!» Los que se quedaban para continuar al día siguiente ibaninstalándose en las casas arruinadas ó al aire libre. Desnoyers oyócánticos.

Bajo el fulgor de las primeras estrellas los soldados seagrupaban como orfeonistas, formando con sus voces un coral solemne ydulce, de religiosa gravedad. Encima de los árboles flotaba una nuberoja que la sombra hacía más intensa. Era el reflejo del pueblo, que aúnllameaba. A lo lejos, otras hogueras de granjas y caseríos cortaban lanoche con sus parpadeos sangrientos.

El viejo acabó por dormirse en la cama de sus conserjes, con el sueñopesado y embrutecedor del cansancio, sin sobresaltos ni pesadillas. Caíay caía en un agujero lóbrego y sin término. Al despertar, se imaginó quesólo había dormido unos minutos. El sol coloreaba de naranja lascortinillas de la ventana. A través de su tejido vió unas ramas de árboly pájaros que saltaban piando entre las hojas. Sintió la misma alegríade los frescos amaneceres del verano. ¡Hermosa mañana! Pero ¿quéhabitación era aquella?... Miró con extrañeza el lecho y cuanto lerodeaba. De pronto la realidad asaltó su cerebro, paralizado dulcementepor los primeros esplendores del día. Fué surgiendo de esta bruma mentalla larga escalera de su memoria, con un último peldaño negro y rojo: elbloque de emociones que representaba el día anterior. ¡Y él habíadormido tranquilamente rodeado de enemigos, sometido á una fuerzaarbitraria que podía destruirle en uno de sus caprichos!...

Al entrar en la cocina, su conserje le dió noticias. Los alemanes seiban. El regimiento acampado en el parque había salido al amanecer, ytras de él, otros y otros. En el pueblo quedaba un batallón, ocupandolas pocas casas enteras y las ruinas de las incendiadas. El generalhabía partido también con su numeroso Estado Mayor. Sólo quedaba en elcastillo el jefe de una brigada, al que llamaban sus asistentes «elconde», y varios oficiales.

Después de estas noticias se atrevió á salir del pabellón. Vió su jardíndestrozado, pero hermoso. Los árboles guardaban impasibles los ultrajessufridos en sus troncos. Los pájaros aleteaban con sorpresa y regocijoal verse dueños otra vez del espacio abandonado por la inundaciónhumana.

Pronto se arrepintió Desnoyers de su salida. Cinco camiones estabanformados junto á los fosos, ante el puente del castillo.

Varios gruposde soldados salían llevando á hombros muebles enormes, como peones queefectúan una mudanza. Un objeto voluminoso envuelto en cortinas de seda,que suplían á la lona de embalaje, era empujado por cuatro hombres hastauno de los automóviles. El propietario adivinó. ¡Su baño: la famosa tinade oro!... Luego, con un brusco cambio de opinión, no sintió dolor poresta pérdida. Odiaba ahora la ostentosa pieza, atribuyéndole unainfluencia fatal. Por su culpa se veía él allí. Pero ¡ay!... ¡los otrosmuebles amontonados en los camiones!... En este momento pudo abarcartoda la extensión de su miseria y su impotencia. Le era imposibledefender su propiedad; no podía discutir con aquel jefe que saqueaba elcastillo tranquilamente, ignorando la presencia del dueño. «¡Ladrones!¡ladrones!» Y volvió á meterse en el pabellón.

Pasó toda la mañana con el codo en una mesa y la mandíbula apoyada en lamano, lo mismo que el día anterior, dejando que las horas se desgranasenlentamente, no queriendo oir el sordo rodar de los vehículos que sellevaban las muestras de su opulencia.

Cerca de mediodía le anunció el conserje que un oficial llegado una horaantes en automóvil deseaba verle.

Al salir del pabellón encontró á un capitán igual á los otros, con elcasco puntiagudo y enfundado, el uniforme color de mostaza, botas decuero rojo, sable, revólver, gemelos y la carta geográfica en un estuchependiente del cinturón. Parecía joven; ostentaba en una manga el brazaldel Estado Mayor.

—¿Me conoce?... No he querido pasar por aquí sin verle.

Dijo esto en castellano, y Desnoyers experimentó una sorpresa más grandeque todas las que había sentido en sus largas horas de angustia á partirde la mañana anterior.

—¿De veras que no me conoce?—prosiguió el alemán, siempre enespañol—. Soy Otto... el capitán Otto von Hartrott.

El viejo descendió, ó más bien rodó por la escalera de su memoria, paradetenerse en un peldaño lejano. Vió la estancia, vió á sus cuñados quetenían el segundo hijo. «Le pondré el nombre de Bismarck», decía Karl.Luego, remontando muchos escalones, se veía en Berlín durante su visitaá los Hartrott.

Hablaban con orgullo de Otto, casi tan sabio como elhermano mayor, pero que aplicaba su talento á la guerra. Era teniente ycontinuaba sus estudios para ingresar en el Estado Mayor.

«¿Quién sabesi llegará á ser otro Moltke?», decía el padre. Y la bulliciosa Chichílo bautizó con un apodo, aceptado por la familia. Otto fué en adelante Moltkecito para sus parientes de París.

Desnoyers se admiró de las transformaciones realizadas por los años.Aquel capitán vigoroso y de aire insolente, que podía fusilarle, era elmismo pequeñín que había visto corretear en la estancia, el Moltkecito imberbe del que reía su hija...

Mientras tanto, el militar explicaba su presencia allí.

Pertenecía áotra división. Eran muchas... ¡muchas! las que avanzaban formando unmuro extenso y profundo desde Verdún á París. Su general le habíaenviado para mantener el contacto con la división inmediata, pero alverse en las cercanías del castillo, había querido visitarlo. La familiano es una simple palabra. El se acordaba de los días que había pasado enVilleblanche, cuando la familia Hartrott fué á vivir por algún tiempocon sus parientes de Francia. Los oficiales que ocupaban el edificio lehabían retenido para que almorzase en su compañía.

Uno de ellos mencionócasualmente al dueño de la propiedad, dando á entender que andaba cerca,aunque nadie se fijaba en su persona. Una gran sorpresa para el capitánvon Hartrott. Y había hecho averiguaciones hasta dar con él, doliéndosede verle refugiado en la habitación de sus porteros.

—Debe usted salir de ahí: usted es mi tío—dijo con orgullo—.

Vuelva ásu casa, donde le corresponde estar. Mis camaradas tendrán mucho gustoen conocerle; son hombres muy distinguidos.

Se lamentó luego de lo que el viejo hubiese podido sufrir. No sabía concerteza en qué consistían tales sufrimientos, pero adivinaba que losprimeros instantes de la invasión habrían sido crueles para él.

—¡Qué quiere usted!—repitió varias veces—. Es la guerra.

Al mismo tiempo celebraba que hubiese permanecido en su propiedad.Tenían la orden de castigar con predilección los bienes de losfugitivos. Alemania deseaba que los habitantes permaneciesen en susviviendas, como si no ocurriese nada extraordinario. Desnoyersprotestó... ¡Pero si los invasores fusilaban á los inocentes y quemabansus casas!... El sobrino se opuso á que siguiese hablando. Palideció,como si detrás de su epidermis se esparciese una ola de ceniza; lebrillaron los ojos, le temblaron las mejillas, lo mismo que al tenienteque se había posesionado del castillo.

—Se refiere usted al fusilamiento del alcalde y los otros... Me loacaban de contar los camaradas. Aún ha sido flojo el castigo; debíanhaber arrasado el pueblo entero: debían haber matado hasta á los niñosy las mujeres. Hay que acabar con los franco-tiradores.

El viejo le miró con asombro. Su Moltkecito era tan peligroso y ferozcomo los otros... Pero el capitán cortó la conversación, repitiendo unavez más la eterna y monstruosa excusa:

—Muy horrible, pero ¡qué quiere usted!... Así es la guerra.

Luego pidió noticias de su madre, alegrándose al saber que estaba en elSur. Le había inquietado mucho la idea de que permaneciese en París.¡Con las revoluciones que habían ocurrido allá en los últimostiempos!... Desnoyers quedó dudando, como si hubiese oído mal. ¿Quérevoluciones eran esas?... Pero el oficial había pasado sin másexplicación á hablar de los suyos, creyendo que Desnoyers sentiríaimpaciencia por conocer la suerte de la parentela germánica.

Todos estaban en una situación magnífica. Su ilustre padre erapresidente de varias sociedades patrióticas—ya que sus años no lepermitían ir á la guerra—y organizaba además futuras empresasindustriales para explotar los países conquistados. Su hermano «elsabio» daba conferencias acerca de los pueblos que debía anexionarse elImperio victorioso, tronando contra los malos patriotas que se mostrabandébiles y mezquinos en sus pretensiones. Los tres hermanos restantesfiguraban en el ejército: á uno de ellos lo habían condecorado enLorena. Las dos hermanas, algo tristes por la ausencia de susprometidos, tenientes de húsares, se entretenían en visitar loshospitales y pedir á Dios que castigase á la traidora Inglaterra.

El capitán von Hartrott llevó lentamente á su tío hacia el castillo. Lossoldados grises y rígidos, que habían ignorado hasta entonces laexistencia de don Marcelo, le seguían con interés viéndole en amistosaconversación con un oficial del Estado Mayor. Adivinó que estos hombresiban á humanizarse para él, perdiendo su automatismo inexorable yagresivo.

Al entrar en el edificio, algo se contrajo en su pecho conestremecimientos de angustia. Vió por todas partes dolorosos vacíos quele hicieron recordar los objetos que ocupaban antes el mismo espacio.Manchas rectangulares de color más fuerte delataban en el empapelado elemplazamiento de los muebles y cuadros desaparecidos. ¡Con qué prontitudy buen método trabajaba aquel señor del brazal en la manga!... A latristeza que le produjo el despojo frío y ordenado vino á unirse suindignación de hombre económico, viendo cortinas con desgarrones,alfombras manchadas, objetos rotos de porcelana y cristal, todos losvestigios de una ocupación ruda y sin escrúpulos.

El sobrino, adivinando lo que pensaba, repitió la eterna excusa: «¡Quéhacer!... Es la guerra.»

Pero con Moltkecito no tenía por qué guardar los miramientos delmiedo.

—Esto no es guerra—dijo con acento rencoroso—. Es una expedición debandidos... Tus camaradas son unos ladrones.

El capitán von Hartrott creció de pronto con violento estirón.

Se separódel viejo, mirándole fijamente, mientras hablaba en voz baja, algosilbante p