Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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sinembargo, éramos muchos los que veíamos llegar la catástrofe.Forzosamente debía sobrevenir un día ú otro. El capitalismo: el malditocapitalismo tiene la culpa.

El suboficial era socialista. No ocultaba su participación en actos delpartido que le habían originado persecuciones y retrasos en su carrera.Pero la Social-Democracia se veía ahora aceptada por el emperador yhalagada por los junkers más reaccionarios. Todos eran unos. Losdiputados del partido formaban en el Reichstag el grupo más obediente algobierno...

El sólo guardaba de su pasado cierto fervor paraanatematizar al capitalismo, culpable de la guerra.

Desnoyers se atrevió á discutir con este enemigo que parecía de carácterdulce y tolerante. «¿No sería el verdadero responsable el militarismoalemán? ¿No habría buscado y preparado el conflicto, impidiendo todoarreglo con sus arrogancias?...»

Negó rotundamente el socialista. Sus diputados apoyaban la guerra, ypara hacer esto sus motivos tendrían. Se notaba en él la supeditación ála disciplina, la eterna disciplina germánica, ciega y obediente, quegobierna hasta los partidos avanzados. En vano el francés repitióargumentos y hechos, todo cuanto había leído desde el principio de laguerra. Sus palabras resbalaron sobre la dureza de este revolucionarioacostumbrado á delegar las funciones del pensamiento.

—¡Quién sabe!—acabó por decir—. Tal vez nos hayamos equivocado. Peroen el instante actual todo está confuso: faltan elementos de juicio paraformar una opinión exacta. Cuando termine el conflicto conoceremos á losverdaderos culpables; y si son los nuestros, les exigiremosresponsabilidad.

Sintió ganas de reír Desnoyers ante esta candidez. ¡Esperar el final dela guerra para saber quién era el culpable!... Y si el Imperio resultabavencedor, ¿qué responsabilidad iban á exigirle en pleno orgullo de lavictoria, ellos que se habían limitado siempre á las batallaselectorales, sin el más leve intento de rebeldía?

—Sea quien sea el autor—continuó el suboficial—, esta guerra estriste. ¡Cuántos hombres muertos!... Yo estuve en Charleroi.

Hay que verde cerca la guerra moderna... Venceremos; vamos á entrar en París, segúndicen, pero caerán muchos de los nuestros antes de obtener la últimavictoria...

Y para alejar las visiones de muerte fijas en su pensamiento, siguió conlos ojos la marcha de los cisnes, ofreciéndoles pedazos de pan que leshacían torcer el curso de su natación lenta y majestuosa.

El conserje y su familia pasaban el puente con frecuentes entradas ysalidas. Al ver á su señor en buenas relaciones con los invasores,habían perdido el miedo que los mantenía recluídos en su vivienda. A lamujer le parecía natural que don Marcelo viese reconocida su autoridadpor aquella gente: el amo siempre es el amo. Y como si hubiese recibidouna parte de esta autoridad, entraba sin temor en el castillo, seguidade su hija, para poner en orden el dormitorio del dueño. Querían pasarla noche cerca de él, para que no se viese solo entre los alemanes.

Las dos mujeres trasladaron ropas y colchones desde el pabellón alúltimo piso. El conserje estaba ocupado en calentar el segundo baño deSu Excelencia. Su esposa lamentaba con gestos desesperados el saqueo delcastillo. ¡Qué de cosas ricas desaparecidas!... Deseosa de salvar losúltimos restos, buscaba al dueño para hacerle denuncias, como si éstepudiese impedir el robo individual y cauteloso. Los ordenanzas yescribientes del conde se metían en los bolsillos todo lo que resultabafácil de ocultar. Decían sonriendo que eran recuerdos. Luego se aproximócon aire misterioso para hacerle una nueva revelación.

Había visto á unjefe forzar los cajones donde guardaba la señora la ropa blanca, y cómoformaba un paquete con las prendas más finas y gran cantidad de blondas.

—Ese es, señor—dijo de pronto, señalando á un alemán que escribía enel jardín, recibiendo sobre la mesa un rayo oblicuo de sol que sefiltraba entre las ramas.

Don Marcelo lo reconoció con sorpresa. ¡También el comandanteBlumhardt!... Pero inmediatamente excusó su acto.

Encontraba natural quese llevase algo de su casa, después que el comisario había dado elejemplo. Además tuvo en cuenta la calidad de los objetos que seapropiaba. No eran para él: eran para la esposa, para las niñas... Unbuen padre de familia. Más de una hora llevaba ante la mesa escribiendosin cesar, conversando pluma en mano con su Augusta, con toda la familiaque vivía en Cassel. Mejor era que se llevase lo suyo este hombre bueno,que los otros oficiales altivos, de voz cortante é insolente tiesura...

Vió cómo levantaba la cabeza cada vez que pasaba Georgette, la hija delconserje, siguiéndola con los ojos. ¡Pobre padre!...

Indudablemente seacordaba de las dos señoritas que vivían en Alemania con el pensamientoocupado por los peligros de la guerra. El también se acordaba de Chichí,temiendo no verla más. En uno de sus viajes desde el castillo alpabellón, la muchacha fué llamada por el alemán. Permaneció erguida antesu mesa, tímida, como si presintiese un peligro, pero haciendo esfuerzospara sonreir. Mientras tanto, Blumhardt le hablaba acariciándole lasmejillas con sus manazas de hombre de pelea. A Desnoyers le conmovióesta visión. Los recuerdos de una vida pacífica y virtuosa resurgían átravés de los horrores de la guerra. Decididamente, este enemigo era unbuen hombre.

Por eso sonrió con amabilidad cuando el comandante, abandonando la mesa,fué hacia él. Entregó su carta y un paquete voluminoso á un soldado paraque los llevase al pueblo, donde estaba la estafeta del batallón.

—Es para mi familia—dijo—. No dejo pasar un día de descanso sinenviar carta. ¡Las suyas son tan preciosas para mí!...

También envíounos pequeños recuerdos.

Desnoyers estuvo próximo á protestar. ¡Pequeños, no!... Pero con ungesto de indiferencia dió á entender que aceptaba los regalos hechos ácosta suya. El comandante siguió hablando de la dulce Augusta y de sushijos, mientras tronaba la tempestad invisible en el horizonte serenodel atardecer. Cada vez era más intenso el cañoneo.

—La batalla—continuó Blumhardt—. ¡Siempre la batalla!...

Seguramentees la última y la ganaremos. Antes de una semana vamos á entrar enParís... Pero ¡cuántos no llegarán á verlo! ¡Qué de muertos!... Creo quemañana ya no estaremos aquí. Todas las reservas tendrán que atacar paravencer la suprema resistencia...

¡Con tal que yo no caiga!...

La posibilidad de morir al día siguiente contrajo su rostro con un gestode rencor. Una arruga vertical partía sus cejas. Miró á Desnoyers conferocidad, como si le hiciese responsable de su muerte y de la desgraciade su familia. Durante unos minutos, don Marcelo no reconoció alBlumhardt dulce y familiar de poco antes, dándose cuenta de lastransformaciones que la guerra realiza en los hombres.

Empezaba el ocaso, cuando un suboficial—el mismo de laSocial-Democracia—llegó

corriendo

en

busca

del

comandante. Desnoyers nopodía entenderle por hablar en alemán, pero siguiendo las indicacionesde su mano, vió en la entrada del castillo, más allá de la verja, ungrupo de gente campesina

y

unos

cuantos

soldados

con

fusiles.

Blumhardt,después de corta reflexión, emprendió la marcha hacia el grupo y donMarcelo fué tras de él.

Vió á un muchacho del pueblo entre dos alemanes que le apuntaban alpecho con sus bayonetas. Estaba pálido, con una palidez de cera. Sucamisa, sucia de hollín, aparecía desgarrada de un modo trágico,denunciando los manotones de la lucha. En una sien tenía una desolladuraque manaba sangre. A corta distancia una mujer con el pelo suelto,rodeada de cuatro niñas y un pequeñuelo, todos manchados de negro, comosi surgiesen de un depósito de carbón.

La mujer hablaba elevando las manos, dando gemidos que interrumpían surelato, dirigiéndose inútilmente á los soldados, incapaces deentenderla. El suboficial que mandaba la escolta habló en alemán con elcomandante, y mientras tanto la mujer se dirigió á Desnoyers. Mostrabauna repentina serenidad al reconocer al dueño del castillo, como si éstepudiese salvarla.

Aquel mocetón era hijo suyo. Estaban refugiados desde el día anterior enla cueva de su casa incendiada. El hambre les había hecho salir, luegode librarse de una muerte por asfixia. Los alemanes, al ver á su hijo,lo habían golpeado y querían fusilarlo, como fusilaban á todos losmozos. Creían que el muchacho tenía veinte años: lo consideraban en edadde ser soldado, y para que no se incorporase al ejército francés, loiban á matar.

—¡Es mentira!—gritó la mujer—. No tiene mas que diez y ocho...Tampoco diez y ocho... menos aún: sólo tiene diez y siete.

Se volvía á otras mujeres que iban detrás de ella, para invocar sutestimonio; tristes hembras, igualmente sucias, con el rostroennegrecido y las ropas desgarradas, oliendo á incendio, á miseria, ácadáver. Todas asentían, agregando sus gritos á los de la madre. Algunasextremaban sus declaraciones, atribuyendo al muchacho diez y seisaños... quince. Y á este coro de femeniles vociferaciones se unían losgemidos de los pequeños, que contemplaban á su hermano con los ojosagrandados por el terror.

El comandante examinó al prisionero mientras escuchaba al suboficial. Unempleado del Municipio había confesado aturdidamente que tenía veinteaños, sin pensar que con esto causaba su muerte.

—¡Mentira!—repitió la madre, adivinando por instinto lo quehablaban—. Ese hombre se equivoca... Mi hijo es robusto, parece de másedad, pero no tiene veinte años... El señor, que lo conoce, puededecirlo. ¿No es verdad, señor Desnoyers?

Al ver reclamado su auxilio por la desesperación maternal, creyó donMarcelo que debía intervenir, y habló al comandante.

Conocía mucho áeste mozo—no recordaba haberlo visto nunca—y le creía menor de veinteaños.

—Y aunque los tuviera—añadió—, ¿es eso un delito para fusilar á unhombre?

Blumhardt no contestaba. Desde que había recobrado sus funciones demando parecía ignorar la existencia de don Marcelo. Fué á decir algo, ádar una orden, pero vaciló. Era mejor consultar á Su Excelencia. Yviendo que se dirigía al castillo, Desnoyers marchó á su lado.

—Comandante, esto no puede ser—comenzó diciendo—. Esto carece desentido. ¡Fusilar á un hombre por la sospecha de que pueda tener veinteaños!...

Pero el comandante callaba y seguía caminando. Al pasar el puente oyeronlos sonidos del piano. Esto pareció de buen augurio á Desnoyers. Aquelartista que le conmovía con su voz apasionada iba á decir la palabrasalvadora.

Al entrar en el salón tardó en reconocer á Su Excelencia. Vió un hombreante el piano llevando por toda vestidura una bata japonesa, un kimonofemenil de color rosa, con pájaros de oro, perteneciente á su Chichí.En otra ocasión hubiese lanzado una carcajada al contemplar á esteguerrero, enjuto, huesoso, de ojos crueles, sacando por las mangassueltas unos brazos nervudos, en una de cuyas muñecas seguía brillandola pulsera de oro. Había tomado el baño y retardaba el momento derecobrar su uniforme, deleitándose con el sedoso contacto de la túnicafemenina, igual á sus vestiduras orientales de Berlín. Blumhardt nomanifestó la más leve extrañeza ante el aspecto de su general.

Erguidomilitarmente habló en su idioma, mientras el conde le escuchaba con aireaburrido, pasando sus dedos sobre las teclas.

Una ventana próxima dejaba visible la puesta del sol, envolviendo en unnimbo de oro al piano y al ejecutante. La poesía del ocaso entraba porella: susurros del ramaje, cantos moribundos de pájaros, zumbidos deinsectos que brillaban como chispas bajo el último rayo solar. SuExcelencia, viendo interrumpido su ensueño melancólico por la inoportunavisita, cortó el relato del comandante con un gesto de mando y unapalabra... una sola. No dijo más. Dió dos chupadas á un cigarrillo turcoque chamuscaba lentamente la madera del piano, y sus manos volvieron ácaer sobre el marfil, reanudando la improvisación vaga y tiernainspirada por el crepúsculo.

—Gracias, Excelencia—dijo el viejo, adivinando su magnánima respuesta.

El comandante había desaparecido. Tampoco le encontró fuera de la casa.Un soldado trotaba cerca de la verja para transmitir la orden. Vió cómola escolta repelía con las culatas al grupo vociferante de mujeres ychiquillos. Quedó limpia la entrada.

Todos se alejaban indudablementehacia el pueblo después del perdón del general... Estaba en mitad de laavenida, cuando sonó un aullido compuesto de muchas voces, un gritoespeluznante como sólo puede lanzarlo la desesperación femenil. Al mismotiempo conmovieron el aire fuertes trallazos, un crepitamiento queconocía desde el día anterior. ¡Tiros!...

Adivinó al otro lado de laverja un rudo vaivén de personas, unas retorciéndose contenidas porfuertes brazos, otras huyendo con el galope del miedo. Vió correr haciaél una mujer despavorida, con las manos en la cabeza, lanzando gemidos.Era la esposa del conserje, que se había agregado poco antes al grupo demujeres.

—¡No vaya, señor!—gritó, cortándole el paso—. Lo han matado... acabande fusilarle.

Don Marcelo quedó inmóvil por la sorpresa. ¡Fusilado!... ¿Y la palabradel general?... Corrió hacia el castillo sin darse cuenta de lo quehacía, y se vió de pronto en el salón. Su Excelencia continuaba ante elpiano. Ahora cantaba á media voz, con los ojos húmedos por la poesía desus recuerdos. Pero el viejo no podía escucharle.

—Excelencia: lo han fusilado... Acaban de matarle, á pesar de la orden.

La sonrisa del jefe le hizo comprender de pronto su engaño.

—Es la guerra, querido señor—dijo, cesando de tocar—. La guerra consus crueles necesidades... Siempre es prudente suprimir al enemigo demañana.

Y con aire pedantesco, como si diese una lección, habló de losorientales, grandes maestros en el arte de saber vivir. Uno de lospersonajes más admirados por él era cierto sultán de la conquista turca,que estrangulaba con sus propias manos á los hijos de los adversarios.«Nuestros enemigos no vienen al mundo á caballo y empuñando lalanza—decía el héroe—. Nacen niños como todos, y es oportunosuprimirlos antes de que crezcan.»

Desnoyers le escuchaba sin entenderle. Una idea única ocupaba supensamiento. ¡Y aquel hombre que él creía bueno, aquel sentimental quese enternecía cantando, había dado fríamente, entre dos arpegios, suorden de muerte!...

El conde hizo un gesto de impaciencia. Podía retirarse, y le aconsejabaque en adelante fuese discreto, evitando el inmiscuirse en los asuntosdel servicio. Luego le volvió la espalda é hizo correr las manos sobreel piano, entregándose á su melancolía armoniosa.

Empezó para don Marcelo una vida absurda que iba á durar cuatro días,durante los cuales se sucedieron los más extraordinariosacontecimientos. Este período representó en su historia un largoparéntesis de estupefacción, cortado por horribles visiones.

No quiso encontrarse más con aquellos hombres, y huyó de su propiodormitorio, refugiándose en el último piso, en un cuarto de doméstico,cerca del que había escogido la familia del conserje. En vano la buenamujer le ofreció comida al cerrar la noche: no sentía apetito. Estabatendido en la cama. Prefería la obscuridad y el verse á solas con suspensamientos. ¡Cuándo terminaría esta angustia!...

Se acordó de un viaje que había hecho á Londres años antes.

Veía con laimaginación el Museo Británico y ciertos relieves asirios que le habíanllenado de pavor, como restos de una humanidad bestial. Los guerrerosincendiaban las poblaciones, los prisioneros eran degollados en montón,la muchedumbre campesina y pacífica marchaba en filas con la cadena alcuello, formando ristras de esclavos. Nunca había reconocido como enaquel momento la grandeza de la civilización presente.

Todavía surgíanguerras de vez en cuando, pero habían sido reglamentadas por elprogreso. La vida de los prisioneros resultaba sagrada, los pueblosdebían ser respetados, existía todo un cuerpo de leyes internacionalespara reglamentar cómo deben matarse los hombres y combatirse lasnaciones, causándose el menor daño posible... Pero ahora acababa de verla realidad de la guerra. ¡Lo mismo que miles de años antes! Los hombrescon casco procedían de igual modo que los sátrapas perfumados y ferocesde mitra azul y barba anillada. El adversario era fusilado aunque notuviese armas; el prisionero moría á culatazos; las poblaciones civilesemprendían en masa el camino de Alemania, como los cautivos de otrossiglos. ¿De qué había servido el llamado progreso? ¿Dónde estaba lacivilización?...

Despertó al recibir en sus ojos la luz de una bujía. La mujer delconserje había subido otra vez para preguntarle si necesitaba algo.

—¡Qué noche!... Oígalos cómo gritan y cantan. ¡Las botellas que llevanbebidas!... Están en el comedor. Es preferible que usted no los vea...Ahora se divierten rompiendo los muebles.

Hasta el conde está borracho;borracho también ese jefe que hablaba con usted, y los demás. Algunos deellos bailan medio desnudos.

Deseaba callarse ciertos detalles, pero su verbosidad femenil saltó porencima de estos propósitos discretos. Algunos oficiales jóvenes sehabían disfrazado con sombreros y vestidos de las señoras y danzabandando gritos é imitando los contoneos femeniles. Uno de ellos erasaludado con un rugido de entusiasmo al presentarse sin otro traje queuna «combinación»

interior de la señorita Chichí... Muchos gozaban unplacer maligno al depositar los residuos digestivos sobre las alfombrasó en los cajones de los muebles, empleando para limpiarse los lienzosfinos que encontraban á mano.

El dueño la hizo callar. ¿Para qué enterarle de todo esto?...

—¡Y nosotros obligados á servirles!...—continuó gimiendo la mujer—.Están locos: parecen otros hombres. Los soldados dicen que se marchan alamanecer. Hay una gran batalla, van á ganarla, pero todos necesitanpelear en ella... Mi pobre marido ya no puede más. Tantashumillaciones... Y mi hija... ¡mi hija!...

Esta era su mayor preocupación. La tenía oculta, pero seguía coninquietud las idas y venidas de algunos de estos hombres enfurecidos porel alcohol. De todos, el más temible era aquel jefe que acariciabapaternalmente á Georgette.

El miedo por la seguridad de su hija le hizo marcharse después de lanzarnuevos lamentos.

—Dios no se acuerda del mundo... ¡Ay, qué será de nosotros!

Ahora permaneció desvelado don Marcelo. Por la ventana abierta entrabala luz tenue de una noche serena. Seguía el cañoneo, prolongándose elcombate en la obscuridad. Al pie del castillo entonaban los soldados uncántico lento y melódico que parecía un salmo. Del interior del edificiosubió hasta él un estrépito de carcajadas brutales, ruido de muebles quese rompían, correteos de regocijada persecución. ¿Cuándo podría salirde este infierno?... Transcurrió mucho tiempo; no llegó á dormirse, perofué perdiendo poco á poco la noción de lo que le rodeaba. De pronto seincorporó. Cerca de él, en el mismo piso, una puerta se había rajado consordo crujido, no pudiendo resistir varios empujones formidables.Sonaron gritos de mujer, llantos, súplicas desesperadas, ruido de lucha,pasos vacilantes, choques de cuerpos contra las paredes. Tuvo elpresentimiento de que era Georgette la que gritaba y se defendía. Antesde poner los pies en el suelo oyó una voz de hombre, la de su conserje;estaba seguro.

—¡Ah, bandido!...

Luego el estrépito de una segunda lucha... un tiro... silencio.

Al salir al amplio corredor que terminaba en la escalera, vió luces ymuchos hombres que subían en tropel saltando los peldaños. Casi cayó altropezar con un cuerpo del que se escapaba un rugido de agonía. Elconserje estaba á sus pies, agitando el pecho con movimiento de fuelle.Tenía los ojos vidriosos y desmesuradamente abiertos; su boca se cubríade sangre... Junto á él brillaba un cuchillo de cocina. Después vió á unhombre con un revólver en la diestra, conteniendo al mismo tiempo con laotra mano una puerta rota que alguien intentaba abrir desde dentro. Loreconoció á pesar de su palidez verdosa y del extravío de su mirada. EraBlumhardt, un Blumhardt nuevo, con una expresión bestial de orgullo y deinsolencia que infundía espanto.

Se lo imaginó recorriendo el castillo en busca de la presa deseada, lainquietud del padre siguiendo sus pasos, los gritos de la muchacha, lalucha desigual entre el enfermo con su arma de ocasión y aquel hombre deguerra sostenido por la victoria. La cólera de los años juvenilesdespertó en él audaz y arrolladora.

¿Qué le importaba morir?...

—¡Ah, bandido!—rugió como el otro.

Y con los puños cerrados marchó contra el alemán. Este le puso elrevólver ante los ojos, sonriendo fríamente. Iba á disparar... Pero enel mismo instante Desnoyers cayó al suelo, derribado por los queacababan de subir. Recibió varios golpes; las pesadas botas de losinvasores le martillearon con su taconeo.

Sintió en su rostro un chorrocaliente. ¡Sangre!... No sabía si era suya ó de aquel cuerpo en el quese iba apagando el jadeo mortal.

Luego se vió elevado del suelo porvarias manos que le empujaban ante un hombre. Era Su Excelencia, con eluniforme desabrochado y oliendo á vino. Sus ojos temblaban lo mismo quesu voz.

—Mi querido señor—dijo intentando recobrar su ironía mortificante—:le aconsejé que no interviniese en nuestras cosas, y no me ha hechocaso. Sufra las consecuencias de su falta de discreción.

Dió una orden, y el viejo se sintió impelido escalera abajo hasta lascuevas. Los que le conducían eran soldados al mando de un suboficial.Reconoció al socialista. El joven profesor era el único que no estabaebrio, pero se mantenía erguido, inabordable, con la ferocidad de ladisciplina.

Lo introdujo en una pieza abovedada sin otro respiradero que unventanuco á ras del suelo. Muchas botellas rotas y dos cajones conalguna paja era todo lo que había en la cueva.

—Ha insultado usted á un jefe—dijo el suboficial rudamente—, y esindudable que lo fusilarán al amanecer... Su única salvación consiste enque siga la fiesta y le olviden.

Como la puerta estaba rota, lo mismo que todas las del castillo, hizocolocar ante ella un montón de muebles y cajones.

Don Marcelo pasó el resto de la noche atormentado por el frío.

Era loúnico que le preocupaba en aquel momento. Había renunciado á la vida:hasta la imagen de los suyos se fué borrando de su memoria. Trabajó enla obscuridad para acomodarse sobre los dos cajones, buscando el calorde la paja.

Cuando empezaba á soplar por el ventanillo la brisa del albacayó lentamente en un sueño pesado, un sueño embrutecedor, igual al delos condenados á muerte ó al que precede á una mañana de desafío. Lepareció oir gritos en alemán, trotes de caballos, un rumor lejano deredobles y silbidos semejante al que producían los batallones invasorescon sus pífanos y sus tambores planos... Luego perdió por completo, lasensación de lo que le rodeaba.

Al abrir otra vez sus ojos, un rayo de sol deslizándose por el ventanucotrazaba un cuadrilátero de oro en la pared, dando un regio esplendor álas telarañas colgantes. Alguien removía la barricada de la puerta. Unavoz de mujer, tímida y angustiada, le llamó repetidas veces.

—Señor, ¿está usted ahí?

Levantándose de un salto, quiso prestar ayuda á este trabajo exterior, yempujó la puerta vigorosamente. Pensó que los invasores se habían ido.No comprendía de otro modo que la esposa del conserje se atreviese ásacarle de su encierro.

—Sí, se han marchado—dijo ella—. No queda nadie en el castillo.

Al encontrar libre la salida vió don Marcelo á la pobre mujer con losojos enrojecidos, la faz huesosa, el pelo en desorden. La noche habíagravitado sobre su existencia con un peso de muchos años. Toda suenergía se desvaneció de golpe al reconocer al dueño. «¡Señor...señor!», gimió convulsivamente.

Y se arrojó en sus brazos derramandolágrimas.

Don Marcelo no deseaba saber nada: tenía miedo á la verdad.

Sin embargo,preguntó por el conserje. Ahora que estaba despierto y libre, acaricióla esperanza momentánea de que todo lo visto por él en la noche anteriorfuese una pesadilla. Tal vez vivía aún el pobre hombre...

—Lo mataron, señor... Lo asesinó aquel hombre que parecía bueno... Y nosé dónde está su cuerpo: nadie ha querido decírmelo.

Tenía la sospecha de que el cadáver estaba en el foso. Las aguas verdesy tranquilas se habían cerrado misteriosamente sobre esta ofrenda de lanoche... Desnoyers adivinó que otra desgracia preocupaba aún más á lamadre, pero se mantuvo en púdico silencio. Fué ella la que habló, entreexclamaciones de dolor... Georgette estaba en el pabellón: había huídohorrorizada del castillo al marcharse los invasores. Estos la habíanguardado en su poder hasta el último momento.

—Señor, no la vea... Tiembla y llora al pensar que usted puedehablarle luego de lo ocurrido. Está loca; quiere morir. ¡Ay, mi hija!...¿Y no habrá quien castigue á esos monstruos?...

Habían salido del subterráneo y atravesaron el puente. La mujer miró confijeza las aguas verdes y unidas. El cadáver de un cisne flotaba sobreellas. Antes de partir, mientras ensillaban sus caballos, dos oficialesse habían entretenido cazando á tiros de revólver los habitantes de lalaguna. Las plantas acuáticas tenían sangre; entre sus hojas flotabanunos bullones blancos y flácidos, como lienzos escapados de las manos deuna lavandera.

Don Marcelo y la mujer cambiaron una mirada de lástima. Se compadecieronmutuamente al contemplar á la luz del sol su miseria y suenvejecimiento.

Ella sintió renacer sus energías al pensar en la hija. El paso deaquellas gentes lo había destruído todo; no quedaba en el castillo otroalimento que unos pedazos de pan duro olvidados en la cocina. «Y hay quevivir, señor... Hay que vivir, aunque sólo sea para ver cómo los castigaDios...» El viejo levantó los hombros con desaliento: ¿Dios?... Peroaquella mujer tenía razón: había que vivir.

Con la audacia de su primera juventud, cuando navegaba por los maresinfinitos de tierra del nuevo mundo guiando tropas de reses, se lanzófuera de su parque. Vió el valle, rubio y verde, sonriendo bajo el sol;los grupos de árboles; los cuadrados de tierra amarillenta, con lasbarbas duras del rastrojo; los setos, en los que cantaban pájaros; todoel esplendor veraniego de una campiña cultivada y peinada durante quincesiglos por docenas y docenas de generaciones. Y sin embargo, seconsideró solo, á merced del destino, expuesto á perecer de hambre; mássolo que cuando atravesaba las horrendas alturas de los Andes, lastortuosas cumbres de roca y nieve envueltas en un silencio mortal,interrumpido de tarde en tarde por el aleteo del cóndor.

Nadie... Suvista no distinguió un solo punto movible: todo fijo, inmóvil,cristalizado, como si se contrajese de pavor ante el trueno que seguíarodando en el horizonte.

Se encaminó al pueblo, masa de paredones negros de la que emergíanvarias casuchas intactas y un campanario sin tejas, con la cruz torcidapor el fuego. Nadie tampoco en sus calles sembradas de botellas, demaderos chamuscados, de cascotes cubiertos de hollín. Los cad