Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Don Marcelo no tuvo tiempo para reponerse de su sorpresa: una segundaexplosión más cerca de la tapia... una tercera en el interior delparque. Le pareció que había saltado de repente á otro mundo. Vió loshombres y las cosas á través de una atmósfera fantástica que rugía,destruyéndolo todo con la violencia cortante de sus ondulaciones. Habíaquedado inmóvil por el terror, y sin embargo no tenía miedo. El se habíaimaginado hasta entonces el miedo en distinta forma.

Sentía en elestómago un vacío angustioso. Vaciló repetidas veces sobre sus pies,como si alguien le empujase dándole un golpe en el pecho paraenderezarlo acto seguido con un nuevo golpe en la espalda. Un olor deácidos se esparció en el ambiente, dificultando la respiración, haciendosubir á los ojos el escozor de las lágrimas. En cambio, los ruidoscesaron de molestarle: no existían para él. Los adivinaba en el oleajedel aire, en las sacudidas de las cosas, en el torbellino que encorvabaá los hombres, pero no repercutían en su interior.

Había perdido lafacultad auditiva: toda la fuerza de sus sentidos se concentró en lamirada. Sus ojos parecieron adquirir múltiples facetas, como los deciertos insectos. Vió lo que ocurría delante de su persona, á sus lados,detrás de él. Y presenció cosas maravillosas, instantáneas, como sitodas las reglas de la vida acabasen de sufrir un trastorno caprichoso.

Un oficial que estaba á pocos pasos emprendió un vuelo inexplicable.Empezó á elevarse, sin perder su tiesura militar, con el casco en lacabeza, el entrecejo fruncido, el bigote rubio y corto, y más abajo elpecho color de mostaza, las manos enguantadas que sostenían unos gemelosy un papel. Pero aquí terminaba su individualidad. Las piernas grisescon sus polainas habían quedado en el suelo, inánimes, como fundasvacías, expeliendo al deshincharse su rojo contenido. El tronco, en laviolenta ascensión, se desfondaba como un cántaro, soltando su contenidode vísceras. Más allá, unos artilleros que estaban derechos

aparecíansúbitamente

tendidos

é

inmóviles,

embadurnados de púrpura.

La línea de infantería se aplastó en el suelo. Los hombres se contraían,para hacerse menos visibles, junto á las aspilleras por las que asomabansus fusiles. Muchos se habían colocado la mochila sobre la cabeza ó laespalda para que les defendiese de los cascos de obús. Si se movían, erapara amoldarse mejor en la tierra, buscando excavarla con su vientre.Varios de ellos habían cambiado de postura con una rapidez inexplicable.Ahora estaban tendidos de espaldas y parecían dormir. Uno tenía abiertoel uniforme sobre el abdomen, mostrando entre los desgarrones de la telacarnes sueltas, azules y rojas, que surgían y se hinchaban con burbujeosde expansión. Otro había quedado sin piernas. Vió también ojosagrandados por la sorpresa y el dolor, bocas redondas y negras queparecían agitar los labios con un aullido. Pero no gritaban: al menos élno oía sus gritos.

Había perdido la noción del tiempo. No sabía si llevaba en estainmovilidad varias horas ó un minuto. Lo único que le molestaba era eltemblor de las piernas, que se resistían á sostenerle... Algo cayó á susespaldas. Llovían escombros. Al volver la cabeza vió su castillotransformado. Acababan de robarle medio torreón. Las pizarras seesparcían en menudos fragmentos; los sillares se desmoronaban; el cuadrode piedra de un ventanal se mantenía suelto y en equilibrio como unbastidor.

Los maderos viejos de la caperuza empezaron á arder comoantorchas.

La vista de este cambio instantáneo de su propiedad le impresionó másque los estragos causados por la muerte. Se dió cuenta del horror de lasfuerzas ciegas é implacables que rugían en torno de él. La vidaconcentrada en sus ojos se esparció, descendiendo hasta sus pies... Yechó á correr, sin saber adónde ir,

sintiendo

la

misma

necesidad

deocultarse

que

experimentaban aquellos hombres encadenados por ladisciplina, obligados á aplastarse

en

el suelo, á

envidiar

la

blandainvisibilidad de los reptiles.

Su instinto le empujaba hacia el pabellón, pero en mitad de la avenidale cortó el paso otra de las asombrosas mutaciones. Una mano invisibleacababa de arrancar de un revés la mitad de la techumbre. Todo un lienzode pared se dobló, formando una cascada de ladrillos y polvo. Quedaronal descubierto las piezas interiores lo mismo que una decoración deteatro; la cocina donde él había comido; el piso superior con eldormitorio, que aún conservaba deshecha su cama. ¡Pobres mujeres!...

Retrocedió, corriendo hacia el castillo. Se acordaba de la cueva dondehabía pasado encerrado una noche. Y cuando se vió bajo su bóveda sombríala tuvo por el mejor de los salones, alabando la prudencia de susconstructores.

El silencio subterráneo fué devolviéndole la sensibilidad auditiva.Escuchó como una tormenta amortiguada por la distancia el cañoneo de losalemanes y el estallido de los proyectiles franceses. Vinieron á sumemoria los elogios que había prodigado al cañón de 75 sin conocerle masque por referencias. Ya había presenciado sus efectos. «Tira demasiadobien», murmuró. En poco tiempo iba á destrozar su castillo; encontrabaexcesiva tanta perfección... Pero no tardó en arrepentirse de estaslamentaciones de su egoísmo. Una idea tenaz como un remordimiento sehabía aferrado á su cerebro. Le pareció que todo lo que sufría era unaexpiación, por la falta cometida en su juventud. Había evitado elservir á su patria, y ahora se encontraba envuelto en los horrores de laguerra, con la humildad de un ser pasivo é indefenso, sin lassatisfacciones del soldado, que puede devolver los golpes. Iba á morir,estaba seguro de ello, con una muerte vergonzosa, sin gloria alguna,anónimamente. Los escombros de su propiedad le servirían de sepulcro. Yla certidumbre de la muerte en las tinieblas, como un roedor que veobstruídos los orificios de su madriguera, comenzó á hacerle intolerableeste refugio.

Arriba continuaba la tempestad. Un trueno pareció estallar sobre sucabeza, y á continuación el estrépito de un derrumbamiento. Un nuevoproyectil había caído sobre el edificio. Oyó rugidos de agonía, gritos,carreras precipitadas en el techo. Tal vez el obús, con su furia ciega,había despedazado á muchos de los moribundos que ocupaban los salones.

Temió quedar enterrado en su refugio, y subió á saltos la escalera delos subterráneos. Al pasar por el piso bajo vió el cielo á través de lostechos rotos. De los bordes pendían trozos de madera, pedazosbamboleantes de pavimento, muebles detenidos en mitad de su caída. Pisócascotes al atravesar el hall, donde antes había alfombras; tropezócon hierros rotos y retorcidos, fragmentos de camas llovidas de lo másalto del edificio; creyó distinguir miembros convulsos entre losmontones de escombros; escuchó voces angustiosas que no podíacomprender.

Salió corriendo, con la misma ansia de luz y de aire libre que empuja alnáufrago á la cubierta desde las entrañas del buque...

Habíatranscurrido más tiempo del que él se imaginaba desde que se refugió enla obscuridad. El sol estaba muy alto. Vió en el jardín nuevos cadáveresen actitudes trágicas y grotescas. Los heridos gemían encorvados ópermanecían en el suelo, apoyada la espalda en un árbol, con un mutismodoloroso. Algunos habían abierto la mochila para sacar su bolsa desanidad y atendían á la curación de los desgarrones de su carne.

Lainfantería disparaba ahora sus fusiles incesantemente. El número detiradores había aumentado. Nuevos grupos de soldados entraban en elparque: unos con su sargento al frente, otros seguidos por un oficialque llevaba el revólver apoyado en el pecho, como si con él guiase á loshombres. Era la infantería expulsada de sus posiciones junto al río, quevenía á reforzar la segunda línea de defensa. Las ametralladoras uníansu tac-tac de telar en movimiento al chasquido de la fusilería.

Silbaba el espacio, rayado incesantemente por el abejorreo de unenjambre invisible. Millares de moscardones pegajosos se movían en tornode Desnoyers sin que alcanzase á verlos. Las cortezas de los árbolessaltaban, empujadas por uñas ocultas; llovían

hojas;

se

agitaban

lasramas

con

balanceos

contradictorios; partían las piedras del suelo,impelidas por un pie misterioso. Todos los objetos inanimados parecíanadquirir una vida fantástica. Los cazos de cinc de los soldados, laspiezas metálicas de su equipo, los cubos de la artillería, repiqueteabansolos,

como

si

recibiesen una

granizada

impalpable. Vió un cañónacostado, con las ruedas rotas y en alto, entre muchos hombres queparecían dormir; vió soldados que se tendían y doblaban la cabeza sin ungrito, sin una contracción, como si los dominase el sueñoinstantáneamente.

Otros aullaban arrastrándose ó caminaban con las manosen el vientre y las posaderas rozando el suelo.

El viejo experimentó una sensación aguda de calor. Un perfume punzantede drogas explosivas le hizo llorar y arañó su garganta. Al mismo tiempotuvo frío: sintió su frente helada por un sudor glacial.

Tuvo que apartarse del puente. Varios soldados pasaban con heridos parameterlos en el edificio, á pesar de que éste caía en ruinas. De prontorecibió una rociada líquida de cabeza á pies, como si se abriese latierra dando paso á un torrente. Un obús había caído en el foso,levantando una enorme columna de agua, haciendo volar en fragmentos lascarpas que dormían en el barro, rompiendo una parte de los bordes,convirtiendo en polvo la balaustrada blanca con sus jarrones de flores.

Se lanzó á correr con la ceguera del terror, viéndose de pronto ante unpequeño redondel de cristal que le examinaba fríamente.

Era el junker, el oficial del monóculo. Volvía á caer en sus manos... Leseñaló con el extremo de su revólver dos cubos que estaban á cortadistancia. Debía llenarlos en la laguna y dar de beber á sus hombres,sofocados por el sol. El tono imperioso no admitía réplica, pero donMarcelo intentó resistirse. ¿El sirviendo de criado á los alemanes?...Su extrañeza fué corta.

Recibió un golpe de la culata del revólver enmedio del pecho y al mismo tiempo la otra mano del teniente cayó cerradasobre su rostro. El viejo se encorvó: quería llorar, quería perecer.Pero ni derramó lágrimas ni la vida se escapó de su cuerpo ante estaafrenta, como era su deseo... Se vió con los dos cubos en las manosllenándolos en el foso, yendo luego á lo largo de la fila de hombres,que abandonaban el fusil para sorber el líquido con una avidez debestias jadeantes.

Ya no le causaba miedo la estridencia de los cuerpos invisibles. Sudeseo era morir; sabía que forzosamente iba á morir. Eran demasiados sussufrimientos: en el mundo no quedaba espacio para él. Tuvo que pasarante brechas abiertas en el muro por el estallido de los obuses. Ningúnobstáculo impedía su visión por estas roturas. Vallas y arboledas sehabían modificado ó borrado con el fuego de la artillería. Distinguió alpie de la cuesta que ocupaba su castillo varias columnas de ataque quehabían pasado el Marne. Los asaltantes estaban inmovilizados por elfuego nutrido de los alemanes. Avanzaban á saltos, por compañías,tendiéndose después al abrigo de los repliegues del terreno para dejarpasar las ráfagas de muerte.

El viejo se sintió animado por una resolución desesperada: ya que habíade morir, que lo matase una bala francesa. Y avanzó erguido, con sus doscubos, entre aquellos hombres acostados que disparaban. Luego, consúbito pavor, quedó inmóvil, hundiendo la cabeza entre los hombros,pensando que la bala que él recibiese representaba un peligro menos parael enemigo. Era mejor que lo matasen los alemanes... Y empezó áacariciar mentalmente la idea de recoger un arma de cualquiera de losmuertos, cayendo sobre el junker que le había abofeteado.

Estaba llenando por tercera vez los cubos y contemplaba de espaldas alteniente, cuando ocurrió una cosa inverosímil, absurda, algo que le hizorecordar las fantásticas mutaciones del cinematógrafo. Desapareció depronto la cabeza del oficial: dos surtidores de sangre saltaron de sucuello y el cuerpo se desplomó como un saco vacío. Al mismo tiempo unciclón pasaba á lo largo de la pared, entre ésta y el edificio,derribando árboles, volcando cañones, llevándose las personas enremolino como si fuesen hojas secas. Adivinó que la muerte soplaba enuna nueva dirección. Hasta entonces había llegado de frente, por laparte del río, batiendo la línea enemiga parapetada en la muralla.Ahora, con la brusquedad de un cambio atmosférico, venía del fondo delparque. Un movimiento hábil de los agresores, el uso de un caminoapartado, tal vez un repliegue de la línea alemana, había permitido álos franceses colocar sus cañones en una nueva posición, batiendo deflanco á los ocupantes del castillo.

Fué una fortuna para don Marcelo el retardarse unos minutos al borde delfoso, abrigado por la masa del edificio. La rociada de la batería ocultapasó á lo largo de la avenida, barriendo los vivos, destrozando porsegunda vez á los muertos, matando los caballos, rompiendo las ruedas delas piezas, haciendo volar un armón con llamaradas de volcán, en cuyofondo rojo y azulado saltaban cuerpos negros. Vió centenares de hombrescaídos; vió caballos que corrían pisándose las tripas. La siega de lamuerte no había sido por gavillas: todo un campo quedaba liso con soloun golpe de hoz. Y como si las baterías de enfrente adivinasen lacatástrofe, redoblaron por su parte el fuego, enviando una lluvia deobuses. Caían por todos lados. Más allá del castillo, en el fondo delparque, se abrían cráteres en la arboleda que vomitaban troncos enteros.Los proyectiles sacaban de sus fosas á los muertos enterrados lavíspera.

Los que no habían caído siguieron tirando por las aberturas del muro.Luego se levantaron con precipitación. Unos armaban la bayoneta,pálidos, con los labios apretados y un brillo de locura en los ojos;otros volvían la espalda, corriendo hacia la salida del parque, sinprestar atención á los gritos de los oficiales y á los disparos derevólver que hacían contra los fugitivos.

Todo esto ocurrió con vertiginosa rapidez, como una escena de pesadilla.Al otro lado del muro sonaba un zumbido ascendente igual al de la marea.Oyó gritos, le pareció que unas voces roncas y discordantes cantaban la Marsellesa. Las ametralladoras funcionaban con velocidad, comomáquinas de coser. El ataque iba á quedar inmovilizado de nuevo por estaresistencia furiosa.

Los alemanes, locos de rabia, tiraban y tiraban. Enuna brecha aparecieron

kepis

rojos,

piernas

del

mismo

color

intentandopasar sobre los escombros. Pero la visión se borró instantáneamente bajola rociada de las ametralladoras. Los asaltantes debían caer á montonesal otro lado de la pared.

Desnoyers no supo con certeza cómo se realizó la mutación.

De pronto viólos pantalones rojos dentro del parque. Pasaban con un saltoirresistible sobre el muro, se deslizaban por las brechas, venían delfondo de la arboleda por entradas invisibles.

Eran soldados pequeños,cuadrados, sudorosos, con el capote desabrochado. Y revueltos con ellos,en el desorden de la carga, tiradores africanos con ojos de diablo ybocas espumeantes, zuavos de amplios calzones, cazadores de uniformeazul.

Los oficiales alemanes querían morir. Con el sable en alto, después dehaber agotado los tiros de sus revólveres, avanzaban contra losasaltantes, seguidos de los soldados que aún les obedecían. Hubo unchoque, una mezcolanza. Al viejo le pareció que el mundo había caído enprofundo silencio. Los gritos de los combatientes, el encontrón de loscuerpos, la estridencia de las armas, no representaban nada después quelos cañones habían enmudecido. Vió hombres clavados por el vientre en elextremo de un fusil, mientras una punta enrojecida asomaba por susriñones; culatas en alto cayendo como martillos; adversarios que seabrazaban rodando por el suelo, pretendiendo dominarse con patadas ymordiscos. Desaparecieron los pechos de color de mostaza; sólo vióespaldas de este color huyendo hacia la salida del parque, filtrándoseentre los árboles, cayendo en mitad de su carrera alcanzadas por lasbalas. Muchos de los asaltantes deseaban perseguir á los fugitivos y nopodían, ocupados en desprender con rudos tirones su bayoneta de uncuerpo que la sujetaba en sus espasmos agónicos.

Se encontró de pronto don Marcelo en medio de estos choques mortales,saltando como un niño, agitando las manos, profiriendo gritos. Luegovolvió á despertar, teniendo entre sus brazos la cabeza polvorienta deun oficial joven que le miraba con asombro. Tal vez le creía un loco alrecibir sus besos, al escuchar sus palabras incoherentes, al recibir ensus mejillas una lluvia de lágrimas. Siguió llorando cuando el oficialse desprendió de él con rudo empujón... necesitaba desahogarse despuésde tantos días de angustia silenciosa: ¡Viva Francia!

Los suyos estaban ya en la entrada del parque. Corrían con la bayonetapor delante en seguimiento de los últimos restos del batallón alemán queescapaba hacia el pueblo. Un grupo de jinetes pasó por el camino. Erandragones que llegaban para extremar la persecución. Pero sus caballosestaban fatigados; únicamente la fiebre de la victoria, que parecíatransmitirse de los hombres á las bestias, sostenía su trote forzado ydoloroso.

Uno de estos jinetes se detuvo junto á la entrada del parque.El caballo devoró con avidez unos hierbajos, mientras el hombrepermanecía encogido en la silla como si durmiese.

Desnoyers lo tocó enuna cadera, quiso despertarlo, é inmediatamente rodó por el ladoopuesto. Estaba muerto; las entrañas colgaban fuera de su abdomen. Asíhabía avanzado sobre su corcel, trotando confundido con los demás.

Empezaron á caer en las inmediaciones enormes peonzas de hierro y humo.La artillería alemana hacía fuego contra sus posiciones perdidas.Continuó el avance. Pasaron batallones, escuadrones, baterías, condirección al Norte, fatigados, sucios, cubiertos de polvo y barro, perocon un enardecimiento que galvanizaba sus fuerzas casi agotadas. Loscañones franceses empezaron á tronar por la parte del pueblo.

Grupos de soldados exploraban el castillo y las arboledas inmediatas.De las habitaciones en ruinas, de las profundidades de las cuevas, delos matorrales del parque, de los establos y garages incendiados, ibansurgiendo hombres verdosos con la cabeza terminada en punta. Todoselevaban los brazos, exhibiendo las manos bien abiertas: « Kamarades...kamarades, non

kaput. »

Temían,

con

la

intranquilidad

del

remordimiento,que los matasen inmediatamente. Habían perdido de golpe toda su fierezaal verse lejos del oficial y libres de la disciplina. Algunos que sabíanun poco de francés hablaban de su mujer y de sus hijos, para enternecerá los enemigos que les amenazaban con las bayonetas. Un alemán marchabajunto á Desnoyers, pegándose á sus espaldas. Era el sanitario barbudo.Se golpeaba el pecho y luego le señalaba á él.

« Franzosen... granamigo de Franzosen.» Y sonreía á su protector.

Permaneció en su castillo hasta la mañana siguiente. Vió la inesperadasalida de Georgette y su madre de las profundidades del pabellónarruinado. Lloraban al contemplar los uniformes franceses.

—Esto no podía seguir—gimió la viuda—. ¡Dios no muere!

Las dos empezaban á dudar de la realidad de los días anteriores.

Después de una mala noche pasada entre escombros, don Marcelo decidiómarcharse. ¿Qué le quedaba que hacer en este castillo destrozado?... Leestorbaba la presencia de tanto muerto.

Eran cientos, eran miles. Lossoldados y los campesinos iban enterrando los cadáveres á montones allídonde los encontraban.

Fosas junto al edificio, en todas las avenidasdel parque, en los arriates de los jardines, dentro de las dependencias.Hasta en el fondo de la laguna circular había muertos. ¿Cómo vivir átodas horas con esta vecindad trágica, compuesta en su mayor parte deenemigos?... ¡Adiós, castillo de Villeblanche!

Emprendió el camino de París; se proponía llegar á él fuese como fuese.Encontró cadáveres por todas partes: pero éstos no vestían el uniformeverdoso. Habían caído muchos de los suyos en la ofensiva salvadora.Muchos caerían aún en las últimas convulsiones de la batalla quecontinuaba á sus espaldas, agitando con un trueno incesante la línea delhorizonte... Vió pantalones de grana que emergían de los rastrojos,suelas claveteadas que brillaban en posición vertical junto al camino,cabezas lívidas, cuerpos amputados, vientres abiertos que dejabanescapar hígados enormes y azules, troncos separados, piernas sueltas. Ydesprendiéndose de esta amalgama fúnebre, kepis rojos y obscuros, gorrosorientales, cascos con melenas de crines, sables retorcidos, bayonetasrotas, fusiles, montones

de

cartuchos

de

cañón.

Los

caballos

muertosabullonaban la llanura con sus costillares hinchados.

Vehículos deartillería con las maderas consumidas y el armazón de hierro retorcidorevelaban el trágico momento de la voladura.

Rectángulos de tierraapisonada marcaban el emplazamiento de las baterías enemigas antes deretirarse. Encontró cañones volcados con las ruedas rotas, armones deproyectiles convertidos en madejas retorcidas de barras de acero, conosde materia carbonizada, que eran residuos de hombres y caballos quemadospor los alemanes en la noche anterior á su retroceso.

A pesar de estas incineraciones bárbaras, los cadáveres de una y otraparte eran infinitos, no tenían límite. Parecía que la tierra hubiesevomitado todos los cuerpos que llevaba recibidos desde los primerostiempos de la humanidad. El sol, impasible, poblaba de puntos de luz, defulgores amarillentos, los campos de muerte.

Los pedazos de bayoneta,las chapas metálicas, las cápsulas de fusil, centelleaban como pedazosde espejo. La noche húmeda, la lluvia, el tiempo oxidador, no habíanmodificado aún con su acción corrosiva estos residuos del combate,borrando su brillo.

La carne empezaba á descomponerse. Un hedor decementerio acompañaba al caminante, siendo cada vez más intenso así comoavanzaba hacia París. Cada media hora le hacía pasar á un nuevo círculode podredumbre creciente, descender un peldaño en la descomposiciónanimal. Al principio, los muertos eran del día anterior: estabanfrescos. Los que encontró al otro lado del río llevaban dos días sobreel terreno; luego tres, luego cuatro.

Bandas de cuervos se levantabancon perezoso aleteo al oir sus pasos; pero volvían á posarse en tierra,repletos pero no ahitos, habiendo perdido todo miedo al hombre.

De tarde en tarde encontraba grupos vivientes. Eran pelotones decaballería, gendarmes, zuavos, cazadores. Vivaqueaban en torno de lasgranjas arruinadas, explorando el terreno para cazar á los fugitivosalemanes. Desnoyers tenía que explicar su historia, mostrando elpasaporte que le había dado Lacour para hacer su viaje en el trenmilitar. Sólo así pudo seguir adelante.

Estos soldados—muchos de ellosheridos levemente—estaban aún bajo la impresión de la victoria. Reían,contaban sus hazañas, los grandes peligros arrostrados en los díasanteriores.

«Los vamos á llevar á puntapiés hasta la frontera...»

Suindignación renacía al mirar entorno de ellos. Los pueblos, las granjas,las casas aisladas, todo quemado. Como esqueletos de bestiasprehistóricas, se destacaban sobre la llanura muchos armazones de aceroretorcidos por el incendio. Las chimeneas de ladrillo de las fábricasestaban cortadas casi á ras de tierra ó mostraban en sus cilindrosvarios orificios de obús limpios y redondos. Parecían flautas pastorilesclavadas en el suelo.

Junto á los pueblos en ruinas, las mujeres removían la tierra abriendofosas. Este trabajo resultaba insignificante. Se necesitaba un esfuerzoinmenso para hacer desaparecer tanto muerto. «Vamos á morir después dela victoria—pensó don Marcelo—. La peste va á cebarse en nosotros.»

El agua de los arroyos no se había librado de este contagio. La sed lehizo beber en una laguna, y al levantar la cabeza vió unas piernasverdes que emergían de la superficie líquida, hundiendo sus botas en elbarro de la orilla. La cabeza de un alemán estaba en el fondo delcharco.

Llevaba varias horas de marcha, cuando se detuvo, creyendo reconocer unacasa en ruinas. Era la taberna donde había almorzado días antes, aldirigirse á su castillo. Penetró entre los muros hollinados, y unenjambre de moscas pegajosas vino á zumbar en torno de su cara. Un hedorde grasa descompuesta por la muerte arañó su olfato. Una pierna queparecía de cartón chamuscado asomaba entre los escombros. Creyó verotra vez á la vieja con los nietos agarrados á sus faldas. «Señor, ¿porqué huyen las gentes? La guerra es asunto de soldados. Nosotros nohacemos mal á nadie y nada debemos temer.»

Media hora después, al bajar una cuesta, tuvo el más inesperado de losencuentros. Vió un automóvil de alquiler, un automóvil de París, con sutaxímetro en el pescante. El chauffeur se paseaba tranquilamente juntoal vehículo, como si estuviese en su punto de parada.

No tardó en entablar conversación con este señor que se le aparecía rotoy sucio como un vagabundo, con media cara lívida por la huella de ungolpe. Había traído á unos parisienses que deseaban ver el campo delcombate. Eran de los que escriben en los periódicos; los aguardaba allípara regresar al anochecer.

Don Marcelo hundió la diestra en un bolsillo. Doscientos francos si lellevaba á París. El chauffeur protestó con la gravedad de un hombrefiel á sus compromisos... «Quinientos.»

Y mostró un puñado de monedas deoro. El otro por toda respuesta dió una vuelta á la manivela del motor,que empezó á roncar. Todos los días no se daba una batalla en lasinmediaciones de París. Sus clientes podían esperarle.

Y Desnoyers, dentro del vehículo, vió pasar por las portezuelas estecampo de horrores en huída vertiginosa, para disolverse á sus espaldas.Rodaba hacia la vida humana... volvía á la civilización.

Al entrar en París, las calles solitarias le parecieron llenas degentío. Nunca había encontrado tan hermosa la ciudad. Vió la Opera, vióla plaza de la Concordia, se imaginó estar soñando al apreciar el enormesalto que había dado en una hora. Comparó lo que le rodeaba con lasimágenes de poco antes, con aquella llanura de muerte que se extendía áunos cuantos kilómetros de distancia. No, no era posible. Uno de los dostérminos de este contraste debía ser forzosamente falso.

Se detuvo el automóvil: había llegado á la avenida Víctor Hugo... Creyóseguir soñando. ¿Realmente estaba en su casa?...

El majestuoso portero le saludó asombrado, no pudiendo explicarse suaspecto de miseria. ¡Ah, señor!... ¿De dónde venía el señor?

—Del infierno—murmuró don Marcelo.

Su extrañeza continuó al verse dentro