Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—He visto mucho, Madama Desnoyers... Puedo contar grandes cosas.

Y ella aprobaba: sí que había visto Argensola... Al marcharse le ofreciósu apoyo. Era el amigo de su hijo y estaba acostumbrada á suspeticiones. Los tiempos habían cambiado; don Marcelo era ahora de unagenerosidad sin límites... Pero el bohemio la interrumpió con un gestoseñorial: vivía en la abundancia. Julio lo había nombrado suadministrador. El giro de América había sido reconocido por el Bancocomo una cantidad en depósito, y podían disponer de un tanto por ciento,con arreglo á los decretos sobre la moratoria. Su amigo le enviaba uncheque siempre que necesitaba dinero para el sostenimiento de la casa.Nunca se había visto en una situación tan desahogada.

La guerra tieneigualmente sus cosas buenas... Pero con el deseo de que no se perdiesenlas buenas costumbres, anunció que subiría una vez más por la escalerade servicio para llevarse un cesto de botellas...

Doña Luisa, después de la marcha de su hermana, iba sola á las iglesias,hasta que de pronto se vió con una compañera inesperada.

—Mamá, voy con usted...

Era Chichí, que parecía sentir una devoción ardiente.

Ya no animaba la casa con su alegría ruidosa y varonil; ya no amenazabaá los enemigos con puñaladas imaginarias. Estaba pálida, triste, con losojos aureolados de azul. Inclinaba la cabeza como si gravitase al otrolado de su frente un bloque de pensamientos graves, completamentenuevos.

Doña Luisa la observaba en la iglesia con celoso despecho.

Tenía losojos húmedos, lo mismo que ella; oraba con fervor, lo mismo que ella...pero no era seguramente por su hermano. Julio había pasado á segundotérmino en sus recuerdos. Otro hombre en peligro llenaba su pensamiento.

El último de los Lacour ya no era simple soldado ni estaba en París.

Al llegar de Biarritz, Chichí había escuchado con ansiedad las hazañasde su «soldadito de azúcar». Quiso conocer, palpitante de emoción, todoslos peligros á que se había visto sometido, y el joven guerrero del«servicio auxiliar» le habló de sus inquietudes en la oficina durantelos días interminables en que peleaban las tropas cerca de París,oyéndose desde las afueras el tronar de la artillería. Su padre habíaquerido llevarlo á Burdeos, pero el desorden administrativo de últimahora la mantuvo en la capital.

Algo más había hecho. El día del gran esfuerzo, cuando el gobernador dela plaza lanzó en automóviles á todos los hombres válidos, había tomadoun fusil, sin que nadie le llamase, ocupando un vehículo con otros de suoficina. No había visto mas que humo, casas incendiadas, muertos yheridos. Ni un solo alemán pasó ante sus ojos, exceptuando á un grupo dehulanos prisioneros. Había estado varias horas tendido al borde de uncamino disparando... Y nada más.

Por el momento, resultaba bastante para Chichí. Se sintió orgullosa deser la novia de un héroe del Marne, aunque su intervención sólo hubiesesido de unas horas. Pero al transcurrir los días, su carácter se fuéensombreciendo.

Le molestaba salir á la calle con René, simple soldado, y además delservicio auxiliar... Las mujeres del pueblo, excitadas por el recuerdode sus hombres que peleaban en el frente ó vestidas de luto por lamuerte de alguno de ellos, eran de una insolencia agresiva. Ladelicadeza y la elegancia del príncipe republicano parecían irritarlas.Repetidas veces oyó ella al pasar palabras gruesas contra los«emboscados».

La idea de que su hermano, que no era francés, estaba batiéndose, lehacía aún más intolerable la situación de Lacour.

Tenía por novio á un«emboscado». ¡Cómo reirían sus amigas!...

El hijo del senador adivinó sin duda los pensamientos de ella, y esto lehizo perder su tranquilidad sonriente. Durante tres días no se presentóen casa de Desnoyers. Todos creyeron que estaba retenido por un trabajooficinesco.

Una mañana, al dirigirse Chichí á la avenida del Bosque escoltada poruna de sus doncellas cobrizas, vió á un militar que marchaba hacia ella.

Vestía un uniforme flamante, del nuevo color azul grisáceo, color de«horizonte», adoptado por el ejército francés. El barboquejo del kepisera dorado y en las mangas llevaba un pequeño retazo de oro. Su sonrisa,sus manos tendidas, la seguridad con que avanzaba hacia ella, lehicieron reconocerle.

¡René oficial!... ¡Su novio subteniente!

—Sí; ya no puedo más... Ya he oído bastante.

A espaldas del padre y valiéndose de sus amistades había realizado enpocos días esta transformación. Como alumno de la Escuela Central, podíaser subteniente en la artillería de reserva, y había solicitado que leenviasen al frente. ¡Terminado el servicio auxiliar!... Antes de dosdías iba á salir para la guerra.

—¡Tú has hecho eso!—exclamó Chichí—. ¡Tú has hecho eso!...

Le miraba, pálida, con los ojos enormemente agrandados, unos ojos queparecían devorarle con su admiración.

—Ven, pobrecito mío... Ven aquí, soldadito dulce... Te debo algo.

Y volviendo su espalda á la doncella, le invitó á doblar una esquinainmediata. Era lo mismo: la calle transversal estaba tan frecuentadacomo la avenida. ¡Pero el cuidado que le daban á ella los curiosos!...Con vehemencia, le echó los brazos al cuello, ciega é insensible paratodo lo que no fuese él.

—Toma... toma.

Plantó en su cara dos besos violentos, sonoros, agresivos.

Después,

vacilando

sobre

sus

piernas,

súbitamente

desfallecida, se llevóel pañuelo á los ojos y rompió á llorar desesperadamente.

II

En el estudio

Al abrir una tarde la puerta, Argensola quedó inmóvil, como si lasorpresa hubiese clavado sus pies en el suelo.

Un viejo le saludaba con amable sonrisa.

—Soy el padre de Julio.

Y pasó adelante, con la seguridad de un hombre que conoce perfectamenteel lugar donde se encuentra.

Por fortuna, el pintor estaba solo, y no necesitó correr de un lado áotro disimulando los vestigios de una grata compañía.

Tardó algún tiempo en reponerse de su emoción. Había oído hablar tantode don Marcelo y su mal carácter, que le causó una gran inquietud verleaparecer inesperadamente en el estudio...

¿Qué deseaba el temible señor?

Su tranquilidad fué renaciendo al examinarle con disimulo. Se habíaaviejado mucho desde el principio de la guerra. Ya no conservaba aquelgesto de tenacidad y mal humor que parecía repeler á las gentes. Susojos brillaban con una alegría pueril; le temblaban ligeramente lasmanos; su espalda se encorvaba.

Argensola, que había huído siempre alencontrarle en la calle y experimentado grandes miedos al subir laescalera de servicio de su casa, sintió ahora una repentina confianza.Le sonreía como á un camarada; daba excusas para justificar su visita.

Había querido ver la casa de su hijo. ¡Pobre viejo!... Le arrastraba lamisma atracción del enamorado que, para alegrar su soledad, recorre loslugares que frecuentó la persona amada. No le bastaban las cartas deJulio: necesitaba ver su antigua vivienda, rozarse con todos los objetosque le habían rodeado, respirar el mismo aire, hablar con aquel jovenque era su íntimo compañero.

Fijaba en el pintor unos ojos paternales... «Un mozo interesante el talArgensola.» Y al pensar esto, no se acordó de las veces que le habíallamado «sinvergüenza» sin conocerle, sólo porque acompañaba á su hijoen una vida de reprobación.

La mirada de Desnoyers se paseó con deleite por el estudio.

Conocía lostapices, los muebles, todos los adornos procedentes del antiguo dueño.El hacía memoria con facilidad de las cosas que había comprado en suvida, á pesar de ser tantas. Sus ojos buscaban ahora lo personal, lo quepodía evocar la imagen del ausente. Y se fijaron en los cuadros apenasbosquejados, en los estudios sin terminar que llenaban los rincones.

¿Todo era de Julio?... Muchos de los lienzos pertenecían á Argensola;pero éste, influenciado por la emoción del viejo, mostró una ampliagenerosidad. Sí, todo de Julio... Y el padre fué de pintura en pintura,deteniéndose con gesto admirativo ante los bocetos más informes, comosi presintiese en su confusión las desordenadas visiones del genio.

—Tiene talento, ¿verdad?—preguntó, implorando una palabra favorable—.Siempre le he creído inteligente... Algo diablo, pero el carácter cambiacon los años... Ahora es otro hombre.

Y casi lloró al oir cómo el español, con toda la vehemencia de suverbosidad pronta al entusiasmo, ensalzaba al ausente, describiéndolecomo un gran artista que asombraría al mundo cuando le llegase su hora.

El pintor de almas se sintió al final tan conmovido como el padre.Admiraba á este viejo con cierto remordimiento. No quería acordarse delo que había dicho contra él en otra época.

¡Qué injusticia!...

Don Marcelo agarraba sus manos como las de un compañero.

Los amigos desu hijo eran sus amigos. El no ignoraba cómo vivían los jóvenes. Sialguna vez tenía un apuro, si necesitaba una pensión para seguirpintando, allí estaba él, deseoso de atenderle. Por lo pronto, leesperaba á comer en su casa aquella misma noche, y si quería ir todaslas noches, mucho mejor.

Comería en familia, modestamente; la guerrahabía cambiado las costumbres; pero se vería en la intimidad de unhogar, lo mismo que si estuviese en la casa de sus padres. Hasta hablóde España, para hacerse más grato al pintor. Sólo había estado allá unavez, por breve tiempo; pero después de la guerra pensaba recorrerlatoda. Su suegro era español, su mujer tenía sangre española, en su casaempleaban el castellano como idioma de la intimidad. ¡Ah, España, paísde noble pasado y caracteres altivos!...

Argensola sospechó que, de pertenecer él á otra nación, el viejo lahabría alabado igualmente. Este afecto no era más que un reflejo delamor al hijo ausente, pero él lo agradecía. Y casi abrazó á don Marceloal decirle ¡adiós!

Después de esta tarde fueron muy frecuentes sus visitas al estudio. Elpintor tuvo que recomendar á las amigas un buen paseo después delalmuerzo, absteniéndose de aparecer en la rue de la Pompe antes quecerrase la noche. Pero á veces don Marcelo se presentabainesperadamente por la mañana, y él tenía que correr de un lado á otro,tapando aquí, quitando más allá, para que el taller conservase unaspecto de virtud laboriosa.

—Juventud... ¡juventud!—murmuraba el viejo con una sonrisa detolerancia.

Y tenía que hacer un esfuerzo, recordar la dignidad de sus años, para nopedir á Argensola que le presentase á las fugitivas, cuya presenciaadivinaba en las habitaciones interiores. Habían sido tal vez amigas desu hijo, representaban una parte de su pasado, y esto le bastaba parasuponer en ellas grandes cualidades que las hacían interesantes.

Estas sorpresas, con sus correspondientes inquietudes, acabaron porconseguir que el pintor se lamentase un poco de su nueva amistad. Lemolestaba además la invitación á comer que continuamente formulaba elviejo. Encontraba muy buena, pero demasiado aburrida, la mesa de losDesnoyers. El padre y la madre sólo hablaban del ausente. Chichí apenasprestaba atención al amigo de su hermano. Tenía el pensamiento fijo enla guerra; le preocupaba el funcionamiento del correo, formulandoprotestas contra el gobierno cuando transcurrían varios días sin recibircarta del subteniente Lacour.

Argensola se excusó con diversos pretextos de seguir comiendo en laavenida Víctor Hugo. Le placía más ir á los restoranes baratos con suséquito femenino. El viejo aceptaba las negativas con un gesto deenamorado que se resigna.

—¿Tampoco hoy?...

Y para compensarse de tales ausencias, iba al día siguiente al estudiocon gran anticipación.

Representaba para él un placer exquisito dejar que se deslizase eltiempo sentado en un diván que aún parecía guardar la huella del cuerpode Julio, viendo aquellos lienzos cubiertos de colores por su pincel,acariciado por el calor de una estufa que roncaba dulcemente en unsilencio profundo, conventual. Era un refugio agradable, lleno derecuerdos, en medio del París monótono y entristecido de la guerra, enel que no encontraba amigos, pues todos necesitaban pensar en laspropias preocupaciones.

Los placeres de su pasado habían perdido todo encanto. El Hotel Drouotya no le tentaba. Se estaban subastando en aquellos momentos los bienesde los alemanes residentes en Francia, embargados por el gobierno. Eracomo una respuesta al viaje forzoso que habían hecho los muebles delcastillo de Villeblanche tomando el camino de Berlín. En vano lehablaban los corredores del escaso público que asistía á las subastas.No sentía la atracción de estas ocasiones extraordinarias. ¿Para quéhacer más compras?... ¿De qué servía tanto objeto inútil? Al pensar enla existencia dura que llevaban millones de hombres á campo raso, leasaltaban deseos de una vida ascética. Había empezado á odiar losesplendores ostentosos de su casa de la avenida Víctor Hugo. Recordabasin pena la destrucción del castillo. Sentía, una pereza irresistiblecuando sus aficiones pretendían empujarle, como en otros tiempos, á lascompras incesantes. No; mejor estaba allí... Y allí, era siempre elestudio de Julio.

Argensola trabajaba en presencia de don Marcelo. Sabía que el viejoabominaba de las gentes inactivas, y había emprendido varias obras,sintiendo el contagio de esta voluntad inclinada á la acción. Desnoyersseguía con interés los trazos del pincel y aceptaba todas lasexplicaciones del retratista de almas. El era partidario de losantiguos; en sus compras, sólo había adquirido obras de pintoresmuertos; pero le bastaba saber que Julio pensaba como su amigo, paraadmitir humildemente todas las teorías de éste.

La laboriosidad del artista era otra. A los pocos minutos preferíahablar con el viejo, sentándose en el mismo diván.

El primer motivo de conversación era el ausente. Repetían fragmentos delas cartas que llevaban recibidas; hablaban del pasado con discretasalusiones. El pintor describía la vida de Julio antes de la guerra comouna existencia dedicada por completo á las preocupaciones del arte. Elpadre no ignoraba la inexactitud de tales palabras, pero agradecía lamentira como una gran muestra de amistad. Argensola era un compañerobueno y discreto; jamás, en sus mayores desenfados verbales, habíahecho alusión á Madama Laurier.

En aquellos días preocupaba al viejo el recuerdo de ésta. La habíaencontrado en la calle dando el brazo á su esposo, que ya estabarestablecido de sus heridas. El ilustre Lacour contaba satisfecho lareconciliación del matrimonio. El ingeniero sólo había perdido un ojo.Ahora estaba al frente de su fábrica, requisada por el gobierno para lafabricación de obuses. Era capitán y ostentaba dos condecoraciones. Nosabía ciertamente el senador cómo se había realizado la inesperadareconciliación.

Les había visto llegar un día á su casa juntos,mirándose con ternura, olvidados completamente del pasado.

—¿Quién se acuerda de las cosas de antes de la guerra?—

había dicho elpersonaje—. Ellos y sus amigos han olvidado completamente lo deldivorcio. Vivimos todos una nueva existencia... Yo creo que los dos sonahora más felices que antes.

Esta felicidad la había presentido Desnoyers al verles. Y el hombre derígida moral, que anatematizaba el año anterior la conducta de su hijocon Laurier, teniéndola por la más nociva de las calaveradas, sintiócierto despecho al contemplar á Margarita pegada á su marido, hablándolecon amoroso interés. Le pareció una ingratitud esta felicidadmatrimonial. ¡Una mujer que había influido tanto en la vida de Julio!...¿Así pueden olvidarse los amores?...

Los dos habían pasado como si no le conociesen. Tal vez el capitánLaurier no veía con claridad; pero ella le había mirado con sus ojoscándidos, volviendo la vista precipitadamente para evitar su saludo...El viejo se entristeció ante tal indiferencia, no por él, sino por elotro. ¡Pobre Julio!... El inflexible señor, en plena inmoralidad mental,lamentaba este olvido como algo monstruoso.

La guerra era otro objeto de conversación durante las tardes pasadas enel estudio. Argensola ya no llevaba los bolsillos repletos de impresos,como al principio de las hostilidades. Una calma resignada y serenahabía sucedido á la excitación del primer momento, cuando las gentesesperaban intervenciones extraordinarias y maravillosas. Todos losperiódicos decían lo mismo. Le bastaba con leer el comunicado oficial, yeste documento sabía esperarlo sin impaciencia, presintiendo que, pocomás ó menos, diría lo mismo que el anterior.

La fiebre de los primeros meses, con sus ilusiones y optimismos, leparecía ahora algo quimérico. Los que no estaban en la guerra habíanvuelto poco á poco á las ocupaciones habituales. La existencia recobrabasu ritmo ordinario. «Hay que vivir», decían las gentes. Y la necesidadde continuar la vida llenaba el pensamiento con sus exigenciasinmediatas. Los que tenían individuos armados en el ejército seacordaban de ellos, pero sus ocupaciones amortiguaban la violencia delrecuerdo, acabando

por

aceptar

la

ausencia,

como

algo

que

deextraordinario pasaba á ser normal. Al principio, la guerra cortaba elsueño, hacía intragable la comida, amargaba el placer, dándole unapalidez fúnebre. Todos hablaban de lo mismo.

Ahora, se abrían lentamentelos teatros, circulaba el dinero, reían las gentes, hablaban de la grancalamidad, pero sólo á determinadas horas, como algo que iba á serlargo, muy largo, y exigía con su fatalismo inevitable una granresignación.

—La humanidad se acostumbra fácilmente á la desgracia—

decíaArgensola—, siempre que la desgracia sea larga... Esa es nuestrafuerza; por eso vivimos.

Don Marcelo no aceptaba su resignación. La guerra iba á ser más corta delo que se imaginaban todos. Su entusiasmo le fijaba un términoinmediato: dentro de tres meses, en la primavera próxima. Y si la paz noera en la primavera, sería en el verano.

Un nuevo interlocutor tomó parte en sus conversaciones.

Desnoyersconoció al vecino ruso, del que le hablaba Argensola.

También estepersonaje raro había tratado á su hijo, y esto bastó para que Tchernoffle inspirase gran interés.

En tiempo normal, lo habría mantenido á distancia. El millonario erapartidario del orden. Abominaba de los revolucionarios, con el miedoinstintivo de todos los ricos que han creado su fortuna y recuerdan lamodestia de su origen. El socialismo de Tchernoff y su nacionalidadhabrían provocado forzosamente

en

su

pensamiento

una

serie

de

imágeneshorripilantes: bombas, puñaladas, justas expiaciones en la horca, envíosá Siberia. No, no era un amigo recomendable...

Pero ahora don Marceloexperimentaba un profundo trastorno en la apreciación de las ideasajenas. ¡Había visto tanto!... Los procedimientos terroríficos de lainvasión, la falta de escrúpulos de los jefes alemanes, la tranquilidadcon que los submarinos echaban á pique buques pacíficos cargados deviajeros indefensos, las hazañas de los aviadores, que á dos mil metrosde altura arrojaban bombas sobre las ciudades abiertas, destrozandomujeres y niños, le hacían recordar como sucesos sin importancia losatentados del terrorismo revolucionario que años antes provocaban suindignación.

—¡Y pensar—decía—que nos enfurecíamos, como si el mundo fuese ádeshacerse, porque alguien arrojaba una bomba contra un personaje!

Estos exaltados ofrecían para él una cualidad que atenuaba sus crímenes.Morían víctimas de sus propios actos ó se entregaban sabiendo cuál iba áser su castigo. Se sacrificaban sin buscar la salida: rara vez se habíansalvado valiéndose de las precauciones de la impunidad. ¡Mientras quelos terroristas de la guerra!...

Con la violencia de su carácter imperioso, el viejo efectuaba unareversión absoluta de valores.

—Los verdaderos anarquistas están ahora en lo alto—decía con risairónica—. Todos los que nos asustaban antes eran unos infelices... Enun segundo matan los de nuestra época más inocentes que los otros entreinta años.

La dulzura de Tchernoff, sus ideas originales, sus incoherencias depensador acostumbrado á saltar de la reflexión á la palabra sinpreparación alguna, acabaron por seducir á don Marcelo. Todas sus dudaslas consultaba con él. Su admiración le hacía pasar por alto laprocedencia de ciertas botellas con que Argensola obsequiaba algunasveces á su vecino. Aceptó con gusto que Tchernoff consumiese estosrecuerdos de la época en que vivía él luchando con su hijo.

Después de saborear el vino de la avenida Víctor Hugo, sentía el rusouna locuacidad visionaria semejante á la de la noche en que evocó lafantástica cabalgada de los cuatro jinetes apocalípticos.

Lo que más admiraba Desnoyers era su facilidad para exponer las cosas,fijándolas por medio de imágenes. La batalla del Marne con los combatessubsiguientes y la carrera de ambos ejércitos hacia la orilla del mareran para él hechos de fácil explicación... ¡Si los franceses nohubiesen estado fatigados después de su triunfo en el Marne!...

—...Pero las fuerzas humanas—continuaba Tchernoff—tienen un límite, yel francés, con todo su entusiasmo, es un hombre como los demás.Primeramente la marcha rapidísima del Este al Norte para hacer frente ála invasión por Bélgica; luego los combates; á continuación una retiradaveloz para no verse envueltos; finalmente una batalla de siete días; ytodo esto en un período de tres semanas nada más... En el momento deltriunfo faltaron piernas á los vencedores para ir adelante y faltócaballería para perseguir á los fugitivos. Las bestias estaban másextenuadas aún que los hombres. Al verse acosados con poca tenacidad,los que se retiraban, cayéndose de fatiga, se tendieron y excavaron latierra, creándose un refugio. Los franceses también se acostaron,arañando el suelo para no perder lo recuperado... Y empezó de este modola guerra de trincheras.

Luego, cada línea, con el intento de envolver á la línea enemiga, habíaido prolongándose hacia el Noroeste, y de los estiramientos sucesivosresultó la carrera hacia el mar de unos y otros, formando el frente decombate más grande que se conocía en la Historia.

Cuando don Marcelo, en su optimismo entusiasta, anunciaba la terminaciónde la guerra para la primavera siguiente... para el verano, siempre concuatro meses de plazo á lo más, el ruso movía la cabeza.

—Esto será largo... muy largo. Es una guerra nueva, la verdadera

guerramoderna.

Los

alemanes

iniciaron

las

hostilidades á estilo antiguo, comosi no hubiesen observado nada después de 1870: una guerra de movimientosenvolventes, de batallas á campo raso, lo mismo que podía discurrirlaMoltke imitando á Napoleón. Deseaban terminar pronto y estaban segurosdel triunfo. ¿Para qué hacer uso de procedimientos nuevos?... Pero lodel Marne torció sus planes: de agresores tuvieron que pasar á ladefensiva, y entonces emplearon todo lo que su Estado Mayor habíaaprendido en las campañas de japoneses y rusos, iniciándose la guerra detrincheras, la lucha subterránea, que es lógica, por el alcance y lacantidad de disparos del armamento moderno. La conquista de un kilómetrode terreno representa ahora más que hace un siglo el asalto de unafortaleza de piedra... Ni unos ni otros van á avanzar en mucho tiempo.Tal vez no avancen nunca definitivamente.

Esto va á ser largo yaburrido, como las peleas entre atletas de fuerzas equilibradas.

—Pero alguna vez tendrá fin—dijo Desnoyers.

—Indudablemente; pero ¿quién sabe cuándo?... ¿Y cómo quedarán unos yotros cuando todo termine?...

El creía en un final rápido, cuando menos lo esperase la gente, por lafatiga de uno de los dos luchadores, cuidadosamente disimulada hasta elúltimo momento.

—Alemania será la derrotada—añadió con firme convicción—

. No sécuándo ni cómo, pero caerá lógicamente. Su golpe maestro le falló enSeptiembre, al no entrar en París deshaciendo al ejército enemigo. Todoslos triunfos de su baraja los echó entonces sobre la mesa. No ganó, ycontinúa prolongando el juego porque tiene muchas cartas, y loprolongará todavía largo tiempo... Pero lo que no pudo hacer en elprimer momento no lo hará nunca.

Para Tchernoff, la derrota final no significaba la destrucción deAlemania ni el aniquilamiento del pueblo alemán.

—A mí me indignan—continuó—los patriotismos excesivos.

Oyendo áciertas gentes que formulan planes para la supresión definitiva deAlemania, me parece estar escuchando á los pangermanistas de Berlíncuando repartían los continentes.

Luego concretó su opinión.

—Hay que derrotar al Imperio, para tranquilidad del mundo: suprimir lagran máquina de guerra que perturba la paz de las naciones... Desde 1870todos vivimos pésimamente. Durante cuarenta y cuatro años se haconjurado el peligro, pero en todo este tiempo ¡qué de angustias!...

Lo que más irritaba á Tchernoff era la enseñanza inmoral nacida de estasituación y que había acabado por apoderarse del mundo: la glorificaciónde la fuerza, la santificación del éxito, el triunfo del materialismo,el respeto al hecho consumado, la mofa de los más nobles sentimientos,como si fuesen simples frases sonoras y ridículas, el trastorno de losvalores morales, una filosofía de bandidos que pretendía ser la últimapalabra del progreso y no era mas que la vuelta al despotismo, laviolencia, la barbarie de las épocas más primitivas de la Historia.

Deseaba la supresión de los representantes de esta tendencia, pero nopor esto pedía el exterminio del pueblo alemán.

—Ese pueblo tiene grandes méritos confundidos con malas condiciones,que son herencia de un pasado de barbarie demasiado próximo. Posee elinstinto de la organización y del trabajo, y puede prestar buenosservicios á la humanidad... Pero antes es necesario administrarle unaducha: la ducha del fracaso.

Los alemanes están locos de orgullo, y sulocura resulta peligrosa para el mundo. Cuando hayan desaparecido losque les envenenaron con ilusiones de hegemonía mundial, cuando ladesgracia haya refrescado su imaginación y se conformen con ser un grupohumano ni superior ni inferior á los otros, formarán un pueblotolerante, útil... y quién sabe si hasta simpático.

No había en la hora presente, para Tchernoff, pueblo más peligroso. Suorganización política lo convertía en una horda guerrera educada ápuntapiés y sometida á continuas humillaciones para anular la voluntad,que se resiste siempre á la disciplina.

—Es una nación donde todos reciben golpes y desean darlos al que estámás abajo. El puntapié que suelta el emperador se transmite de dorso endorso hasta las últimas capas sociales. Los golpes empiezan en laescuela y se continúan en el cuartel, formando parte de la educación. Elaprendizaje de los príncipes herederos de Prusia consistió siempre enrecibir bofetadas y palos de su progenitor el