Kilómetro tras kilómetro, sin una curva que rompa la monotonía, la carretera hacia Paso Canoas parece interminable, y lo único que impide que el viajero quede hipnotizado son los muy característicos “huecos” que nos sacuden y recuerdan que todavía estamos en Costa Rica. El mal estado de las carreteras indica que la situación económica de la región se ha deteriorado en los últimos años. “Estos huecos son usados por muchas mujeres para el aborto”, dice nuestro conductor, José María, un trailero costarricense de 30 años.
“Dicen que hasta el Papa va a prohibir transitar por ellas”. José María no quita su vista del volante. El hombre nos sirve de lazarillo para visitar un predio, el lugar para parar y hacer los trámites de migración para dejar un país y entrar en otro. “Seis países pequeños y seis trámites que podrían tornarse innecesarios si la globalización llegara a Centroamérica”, le digo para romper la monotonía. “¿Y qué putas harían entonces los burócratas que son el principal producto de la región?”, me contesta con una pregunta retórica. “Pues los ponemos a hacer estudios sobre la época en que sí había fronteras”, le respondo para terminar el tema.
No puedo dejar de pensar en lo que siente un trailero. Después de manejar horas y horas en carreteras llenas de huecos, habitadas por ladrones de caminos, pasando por pueblos, unos más feos que otros, debe ser grande la expectativa de llegar a una especie de limbo o purgatorio en el espacio y en el tiempo. “Las fronteras son los lugares para pagar nuestros pecados”, nos dice el conductor.
Según José María, “aparte de la calamidad de los trámites, uno de los grandes temores de los traileros son los robos y los asaltos”:
Trabajamos en países muy inestables, ahí asaltan los camiones y los roban. No se si has oído hablar de eso, pero lo cierto es que se roban los camiones con todo y mercadería. Tengo amigos que han parado a orinar y no han encontrado el trailer a su regreso, como si fuera un ratoncito que se lo tragó la tierra. A Juan, un amigo, le robaron el vehículo y a su mujer, que viajaba con él. Nunca más la volvió a ver.
Según nuestro guía, las mujeres que aparecen en las calles, generalmente trabajadoras sexuales, también roban.
Aquí en la carretera, cuando uno va viajando, le salen hembras y le piden “ride”.
A veces están muy bien y uno lo piensa 10 veces... Unos las llevan y otros no, porque temen que sea una asaltante o que sea una emboscada. Imagínese que hace tres meses un amigo mío se encontró en la carretera a una rubia solo en panties. Pues el tipo se quedó como loco y paró a recogerla. Cuando se dio cuenta, salió toda una pandilla de asaltantes y el que quedó en calzoncillos fue él.
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Por lo general, en los países donde existe mayor riesgo de ser asaltados no se conduce por las noches, aunque ésto no siempre se cumple. En Costa Rica y en Panamá ellos se sienten más seguros. “Este trayecto que hacemos es el más tranquilo de todos”, me dice José María.
“Pasar de un país a otro, por parecidos que sean no deja de ser una buena experiencia”, me dice. “La cultura cambia, los nombres de los políticos, y la tragedia particular de cada nación”, agrega él. “Costa Rica es un país de gente tranquila que expresa la violencia con la palabra” -continúa este antropólogo del trailerismo- “mientras que en Panamá te vuelan los sesos con el primer disgusto”. Estas observaciones del carácter nacional de cada país me parecen tan poco científicas que no pregunto más.
Por fin nuestro destino: a pocos kilómetros está Paso Canoas, la frontera, aunque la línea recta no termina. Sé que en algún momento tiene que llegar a su fin... un kilómetro más,
¿qué encontraré?... ¡sorpresa! La línea desemboca en una fila interminable de traileres esperando su turno en la aduana. “¡Mierda! ¡Qué montón de furgones!, grita Jose María, que sabe calcular la relación entre el número de trámites y el tiempo de espera. “Ni a putas termino hoy”, me dice desconsolado. “¡Qué suerte tiene usted que puede devolverse después de hacer su estudio!”, me dice con envidia. Nuestro viaje llegaba a su fin y el trailero debe seguir con sus trámites mientras a mí me toca investigar el puesto fronterizo. “Los investigadores la hacen toda”, me dice. “Quisiera a veces tener un trabajito como el suyo” “No crea que ésto es fácil para mí, le digo. Tengo el culo plano de estar sentado ocho horas desde que salimos de San José”, le digo con cansancio. “Sí, pero usted mañana tendrá su rabo en una oficina con aire acondicionado mientras que yo estaré en el infierno que es la ciudad de Panamá”.
Es todo un espectáculo, cada camión parece tener vida propia y en conjunto le dan energía al pueblo, pues la mayoría de la actividad económica gira alrededor del puesto de aduana. Paso Canoas tiene dos sodas con mesas decoradas con un plástico tan kitsch que Lady Di se retorcería en su tumba si las viera. Me siento en una mesita que tiene un mantel y los cubiertos de plástico. Una bonita mujer me trae el menú y me recibe con una sonrisa. “No se permiten escenas amorosas”, dice el menú. “Ésto es un restaurante familiar”. “¿Señorita, le pregunto intrigado, si ésto es un restaurante familiar, por qué no se puede tocar o besar la gente?” “Porque si se están besando, señor, lo estarán haciendo con prostitutas porque aquí no se mira una esposa a cien leguas de distancia”.
Las cocinas se ven limpias y están en acción para recibir a los comensales hambrientos y sedientos por el calor tan intenso de la zona. Ambas anuncian la especialidad del día: lengua en salsa y mondongo. Una de ellas tiene un “combo”: papas fritas, mondongo y Coca Cola por un módico precio. “¿Quiere un mondonguito?”, me dice la coqueta mesera que pareciera que en el día es mesera y de noche tiene otro oficio. “No mi amor, le digo.
Prefiero un sándwich de queso blanco. Tengo un estómago delicado” “Pues por eso está la farmacia aquí a la par”, me dice sonriendo. “Usted come con nosotros y pasa donde ellos y se compra algo para la diarrea. El negocio es redondo”. “Mejor deme sólo café”, le contesto.
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A la par está verdaderamente la farmacia, donde empiezan a circular los traileros en busca de un alivio para su cansancio físico. “¿Me da una Mejoral para el dolor de cabeza?”, oigo a José María, mi guía, que no se da cuenta que estoy en el negocio de a la par. “Me traje a un idiota de San José que solo estupideces preguntaba en el camino”, le dice al farmaceuta. “Mejor le doy Tylenol”, le responde éste. “Debería pedirle que él se las pague” “Estaba tan cansado del viaje que ni las gracias me dio”, responde José María.
“¡Qué cabrón! , pienso. No me he terminado de bajar del trailer y ya está hablando mal de mí”.
Una masa de taxis se mira a la par. De éstos bajan mujeres jóvenes, vestidas con sus mejores galas para caminar muy altivas por los lugares de mayor afluencia de camioneros. La ropa que usan es tallada y muestra todas sus carnes. Carnes que dan indicios de que consumen mucha harina porque los rollitos de grasa asoman como tímidos ratoncitos por doquier. “Ana, le dice una a la otra, ¿creés que estoy muy gorda?”
“¡Jamás!, le responde la amiga. Las llantas que tenés es que estás reteniendo agua por el calor” “Pero si ayer estuve en San José y hacía frío y las llantas no se bajaron, dice la amiga desconsolada. “Sí pero no ves que cortaron en la pensión el agua todo el día.
Seguro tu cuerpo se dio cuenta y se quedó con una reserva”.
Se respira un ambiente de fiesta en la comunidad, que se contrapone con la actitud de cansancio y desesperación de los traileros mientras esperan su turno en la ventanilla de la aduana. Una espera larga, que puede durar de uno a siete días mientras se obtiene el permiso para continuar su camino. La camarera de mi restaurante conversa con la otra:
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¿Cuántos traileres hay en fila?
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Calculo que cincuenta
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Hoy la noche estará caliente. ¿Vas a ir al bar?
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No loca. Seguro que vine a ganar el sueldo mínimo como salonera. ¿Creés que soy bruta?
Los traileros no se dan cuenta de lo que ocurre a su alrededor. En ese momento, su principal interés es el papeleo, no las ofertas de las mujeres que caminan por los traileres ni los comentarios de las saloneras. Una mujer pasa por la fila de camioneros y para hacerse la graciosa les dice: “Hoy no doy autógrafos. Vayan a hacer la cola a otro lado”.
Los hombres ni se ríen y la ignoran como si fuera de piedra.
“¡Hey Juan! ¿Hace cuánto tiempo estás en este hijueputa lugar?”, pregunta un camionero a otro. “Llegué a las 6 a.m. Fui uno de los primeros y aquí estoy, creí que podría alcanzar la ventanilla antes de las 6 p.m., para dejar toda esta mierda, pero qué va, no salí hoy, creo que hasta mañana”., le dice el otro desconsolado. “¡No me jodás!, eso no es nada, dice el primero, tengo aquí tres días. Parezco la esposa de Lot. Estoy esperando de Guatemala unos papeles que me faltan y la empresa no los ha mandado. Sin eso no me dan el permiso”.
Cuando por fin llegan a la ventanilla entregan una gran cantidad de papeles que tienen que ver con las características y peso de la mercancía, el destino, los seguros, el permiso 49
del vehículo y los diez dólares de impuestos. “Le falta un sellito aquí mi vida, le dice a un camionero la oficial de migración. Vaya a la ventanilla cuatro y lo compra”. El hombre vuelve a mirar atrás y hay una fila de veinte personas. Observa con cara de desesperación a la oficial. “Lo siento, mi cielo, pero sin la estampilla no puedo hacer nada”, le dice ella.
La mujer muestra la satisfacción del poder y de haber encontrado un error más grave que el del mal del milenio. Al que sigue en la fila le dice que no puso el peso de la mercancía en la casetilla correcta. “Tiene que volver a llenarlo, precioso”, le señala la hoja. La burócrata se siente realizada al encontrar una falla en los papeles y mandar al pobre camionero a hacer otra fila”. “No sé por qué, le dice ella a su compañero de oficina, hoy me siento toda motivada para trabajar”. El camionero la vuelve a ver con una mirada que de ser cierta la telekinesis la hubiera fulminado. “A esta hijueputa oficinista la conocen aquí como la sádica”, me dice el trailero. “Dicen que obtiene sus orgasmos cuando encuentra un error en un documento”.
Existe un enojo generalizado que se alterna con risas a carcajada de diferentes grupos, que comentan accidentes en la carretera, problemas de la maquinaria, quejas por el calor, anécdotas de compañeros. Múltiples acentos se entrecruzan aunque el bullicio parece una sola voz, diferentes nacionalidades con un mismo comportamiento... Aquí todos son traileros y todos a merced de los oficiales. Miro a José María que está de último en la larga fila. “Mañana estarás con aire acondicionado”, me dice con cara de resignación.
En las afueras de la aduana, sin interrumpir la fila, muchos se concentran en las cabinas telefónicas; cuando entran, ocurre una transformación de la personalidad. La actitud es sumisa y el trailero se convierte en otra cosa. La voz se torna dulce y pausada. “Aló mi amor, estoy aquí en la frontera”, le dice a quien intuimos es su esposa. “Te llamo a vos primero. Sabes que te quiero mucho y que mi esposa está enferma, por eso he durado tanto en llegar”, le dice a quien ahora sospechamos no es su mujer. En cada cabina telefónica se escucha una serie de explicaciones sobre el itinerario, sobre la carga que llevan, sobre el tiempo del viaje, sobre las actividades de los hijos.
No mujer, no creo que llegue a tiempo para la fiesta del carajillo, creo que estaré llegando a San José pasado mañana... sí... voy a ver si puedo... tal vez un momento para ver cómo está todo... es que tengo solo dos días para llegar a la frontera con Nicaragua.
El cambio en la voz y en la actitud se percibe claramente cuando salen de ese espacio aparentemente mágico.
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¿Qué, Fede, dándole cuentas a la doña?
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¡Putas mujeres que piensan que nos la tiramos rico!, que la frontera se cruza
como ir a la casa de la vecina a chismear.
El calor se intensifica, grupos de hombres, reunidos por nacionalidad, cruzan constantemente la ancha carretera, para sentarse en las sodas y tomarse un frío refresco o un café. El humor es tan impredecible como las situaciones que enfrentan en la carretera.
Lo que un minuto antes era un mar de risas, jovialidad, bromas y chistes, de repente se 50
convierte en un silencio pasmoso. Las miradas se pierden en el vacío, y ni siquiera el andar de las camareras es capaz de perturbarlas... sólo les importa la rapidez con que ellas sirvan su bebida favorita. “Juanita, le dice una salonera a la otra, ahora no te vuelven a mirar pero esperá que los veas en la noche en el bar”.
“Se comportan como caballeros, galanes y desprendidos, con una gran experiencia de la vida que los hace hombres de verdad” dice don Genaro, vendedor ambulante de helados,
“son muy buen partido para las muchachas de este pueblo”. El hombre ha hecho mucho dinero vendiendo los helados de frutas tropicales. “Cuando hace tanto calor, hago casi diez mil colones diarios”, me dice con orgullo. “Los helados son hechos de jugos que quedan de las sodas. Aquí no se pierde nada”.
Es precisamente esta indiferencia y actitud altiva la que hace soñar a las jóvenes con ser la elegida de algunos de esos hombres que, según saben, son espléndidos a la hora de ofrecer dinero y regalos. “Lucrecia, mirá qué trailero más guapo”, le dice una mujer a la otra, señalando a José María. La otra lo mira y asiente con la cabeza mientras chupa uno de los helados del vendedor. “¡Ay cómo me gusta chupar!”, grita la mujer para que la oiga el trailero. José María que ha avanzado cinco lugares en la fila, se sonríe. “Más tarde te doy otra cosa para que chupe, mi amor”.
“Le dan estatus al pueblo”, comentan muchos de los lugareños. “Los traileros traen dinero y negocios”, nos afirma el dueño de la soda. “¡Qué va!, son nuestra perdición, vienen a corromper a las muchachas”, dice doña Josefa quien, sentada en una cómoda mecedora, observa el ir y venir de los camioneros. La mujer es la madre de una oficinista y no muestra interés en negociar con ellos. Así de variables son los comentarios. Es difícil entender su apreciación . “¿Por qué habla así de ellos”, le preguntamos con extrañeza. “Qúedese en la noche y verá”, me dice la mujer.
Son las seis de la tarde. La temperatura baja considerablemente: una fresca y agradable brisa da un ambiente de bienestar. Cierran las oficinas de aduanas y poco a poco se sustituye la bulla de las conversaciones por el interminable rugido de los traileres que se movilizan desocupando el lugar. Algunos, los que han conseguido el permiso, vuelven a la carretera para ganar tiempo, y otros hacia la playa de estacionamiento para continuar al día siguiente con los trámites de aduana. Vemos a José María y le preguntamos cómo le fue:
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¿Pudo hacer los trámites?
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Llegué a la ventanilla a las seis en punto y la cabrona no me quiso recibir los papeles. Me dijo que nadie le pagaba horas extras para quedarse por mí.
Se cierran también los negocios. Una hora después, esos 200 metros de intensa actividad, son presa de la soledad y de un silencio casi sepulcral. Ésto nos permite observar otros detalles del lugar, antes casi imperceptibles: una plazoleta al costado sur de las aduanas con taxis llegando, dos mujeres jóvenes sentadas esperando algo y las tiendas de ropa que no habíamos notado.
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La playa de estacionamiento impresiona. Sin ningún esfuerzo acomodan esos grandes camiones uno a la par de otro, e incluso parece haberse triplicado el número durante el día. Es evidente que el cansancio los va a derrumbar: se escuchan solo susurros mientras algunos caminan sin camisa, con un paño colgando con desgano en el hombro, y otros yacen en la cabina fumando, sumidos en sus pensamientos
Parece que terminó nuestra tarea, ya que el pueblo murió. Más allá del predio sólo se ven las dos mujeres en la plazoleta y algunos taxistas. Sigo pensando en las palabras de doña Josefa. Ésto no se puede terminar aquí, así que miro a la izquierda: al fondo sigue el pueblo, muchas casas y calles estrechas de lastre me indican que la noche empieza en algún lugar, porque hay más pueblo que lo que está alrededor de la aduana.
Es una confabulación general de los habitantes, un secreto a voces: se sabe que a unos kilómetros del centro de la ciudad, se ubica un prostíbulo de baja categoría que, por la oscuridad, se confunde con otras humildes casas que lo rodean. Sobresale un rotulo viejo a punto de caerse, donde apenas puede leerse El Ticopán. Lo encontramos porque José María nos lo indicó. “Vaya al Ticopán si quiere divertirse”.
El Ticopán es más que un bar. Es un estado mental distinto en la vida del trailero.
Representa una comunidad de hombres y mujeres unida por el deleite sexual y la apreciación de los sentidos. Es la otra cara de la moneda de Paso Canoas.
La música que se escucha tras la puerta de madera invita a entrar, y lo que se encuentra es una oscuridad parecida a la de afuera, a excepción de muchas mesas viejas de madera rodeadas de gente, un olor profundo a licor y cigarros que inunda el ambiente, y una mujer bailando sola en el centro del salón, totalmente borracha. La luz de la barra sobresale, y junto a ella tres mujeres jóvenes están sentadas mirando hacia el salón con un trago de licor en la mano. Oímos la conversación de ellas:
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Claro que nuestros principales clientes son los camioneros, sin ellos ésto estaría muerto. Prefiero trabajar con ellos porque son especiales, además de pagar la extra y el cuarto, nos traen regalos y nos tratan muy bien.
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Además nos invitan a los “tapis”, porque son buenos para el guaro.
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Bueno, bueno. Tampoco exageren porque a mí me ha ido muy bien con los marineros.
Se acerca el joven regordete que en la tarde estuvo hablando por teléfono muy sumiso con su esposa. Una de las tres muchachas le dice:
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¡Caramba Fede, cada vez más rico papi! Me estaba poniendo celosa porque no habías venido por mí.
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Soy todo tuyo mi amor, no te cambio por ninguna de estas putas.
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Perdone joven, pero ninguna de las tres aquí presentes somos putas. Mis amigas y yo somos banqueras.
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No lo dudo. Se nota que tienen una gran caja de seguridad. Vengo a hacer mi depósito nocturno, muchacha.
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La ansiosa mano de Fede sube por la pierna de la mujer e intercambian, entre risas, un diálogo erótico:
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Vamos muñeca ¡que estoy ansioso! He tenido que hacer fila todo el día y no tengo tiempo de esperar más contigo. Aquí traigo el instrumento para ponerte el sellito.
No me vas a decir que necesito ningún otro requisito, ¿verdad mi cielo?
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Claro que no. Soy una empresa moderna y globalizada, querido, aquí usted pone la plata y recibe inmediatamente su mercancía.
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El único problema es que la prenda no es nueva y está un poco usada.
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Sí, precioso, ¿pero quién te dijo que lo tuyo es nuevo?
Se alejan hacia la parte posterior, donde una cortina de bambú divide el salón de los cuartos...
Los hombres, que en la tarde estaban sudorosos y enojados, tienen una actitud distinta, jocosa, feliz, sin una sombra de la preocupación que los albergaba en la tarde, con un vaso en la mano, esta vez no de café, sino de licor.
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José María, ¿qué te dijo la vieja hijueputa de migración?
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Pues que no iba a trabajar horas extras para atenderme.
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¿Pero por qué no le ofrecistes una propina?
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Es que me dio cólera. Sé que estaba esperando eso y por lo tanto, no quise hacerlo.
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¡Qué cabrón más orgulloso! Por tonto tendrás que hacer otra vez la fila.
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Sí pero la plata que me ahorré la usaré hoy en la noche con una puta.
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¡No sea bruto! El tiempo que perderás nadie to le repone.
El bar empieza a llenarse. No puedo explicar cómo llegaron tantos traileros a este lugar.
Tal vez caminaron desde la playa de estacionamiento por la misma ruta que nosotros, pero pasaron inadvertidos.
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José María, ¿se acuerda de mí?. Soy el que usted trajo desde San José.
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¿Cómo me iba a olvidar? Me imagino que tendrá otra preguntita.
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Me leyó la mente. ¡Qué bruto más vivo! ¿Cómo es que los traileros entran aquí y no los ve uno en el camino?
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Es que somos brujos. La verdad es que no queremos que nos vean entrando dónde las putas.
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¿Por qué?
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Porque es una vergüenza que lo vean a uno en un putero.
La realidad es que están allí, y se siente con fuerza su presencia: son los reyes de la noche, los que tienen el poder económico, los que deciden y marcan la pauta de lo que sucede allí. “Ésto sí que es vida”, dice uno mientras se le acerca a la chica que baila sola en el centro del salón, “te voy a enseñar lo que es un verdadero macho”. Mientras tanto, todos gritan a un son: “¡así se habla compañero!, ¡déle lo que es bueno!, ¡es picha lo que 53
necesita esa hembra!” Un grupo de seis hombres están en la mesa de pool y observan y ríen a carcajadas, se unen por un momento a los gritos del salón, y vuelven a concentrarse en la jugada.
“Te toca Martín, a ver qué podés hacer, porque hoy estás malísimo”, le dice un jugador a otro. De un solo golpe, fuerte como la apariencia de Martín, la bola pega en una esquina de la mesa, rebota en otra y entra directo a su destino. “¡Bien muñeco! se nota que aquí hay huevos”. Acerca la mano a los testículos de su compañero, esperando su reacción.
Martín le agarra la mano y se la acomoda en su “maleta”.
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Si vas a tocar, ¡hacélo gran playo, pero tocalos bien!
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¡Qué rico que estás papacito! Este paquete consolaría hasta el culo más dormido.
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¿Quiéres que te lo despierte del sueño en que está? Te lo hago como el cuento de la bella durmiente.
Las carcajadas inundan la mesa”.¡Buen juego compañeros! ¡Ahora, echémosnos un buen polvo! Vamos, que las putas nos esperan”. Los jugadores de pool se transforman en donjuanes. “¿Ya se cansó de meter sus bolitas con otros hombres?”, le dice una rubia teñida a uno de ellos. “Sí mi princesa. Ahora usted va a ser mi mesa de pool”, le dice el hombre y la besa. “¡Claro que sí mi vida! Pero este jueguito es más caro. Cada bolita que meta le cuesta veinticinco dólares”.
Las dos de la madrugada: la mayoría empieza a salir, en silencio, extasiados, en pequeños grupos, algunos solos, pero con una expresión parecida, entre satisfacción y cansancio, y con un tambaleo que sugiere el alto nivel de alcohol consumido. Me encuentro a mi guía que sale casi de último de la habitación.
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¡Ay no! Usted es la peste ¿Qué quiere que le cuente ahora?
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Nada, estoy cansado. Me voy para el hotel. ¿Cómo se siente usted?
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Pues algo chupado. Esa bruta me sacó toda la leche y no me dejó ni para el café.
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¿Viene usted frecuentemente aquí?
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Siempre que llego al pueblo. No me pierdo una noche en el Ticopán por nada del mundo. Mañana me toca otro día de hacer filas y filas.
Los traileros van hacia el camión, su refugio, su casa, donde nadie los espera, solo un sueño profundo, mientras llega el amanecer.
El camino hacia el predio es solitario, un profundo silencio reina en la madrugada, la aduana tiene un aire fantasmal, uno que otro taxi se ve en la plazoleta y grupos de mujeres abordándolos. Ellas van hacia el otro lado de la frontera en Panamá, a 45
minutos de sus hogares.
A la distancia, se observa una persona muy delgada que se aleja del predio. No es posible decir si es hombre, mujer o bestia, pero conforme se acerca todo se aclara: es el travesti del pueblo, del que ya nos habían hablado los lugareños, pero que hasta ahora aparece. Su 54
nombre es Dalila, porque tiene un pelo natural largo que le llega a la cintura. José María que camina conmigo me dice: “Ese playo ha dejado a más de un Sansón limpio. La loca roba. No se meta con ella”. “¿Y vos te has metido con ella?”, le pregunto. “¡Jamás!, me dice. Nunca me he metido con un playo”.
Un hombre le grita: “¡Ahí viene la Dalila!, más de algún playazo se lo revolcó”. El travesti le responde: “Adiós papi, llegué tarde para disfrutarte. Pero he tenido tanto hombre hoy que no puedo hacerte campo. Aquí tenés mi celular para que me llamés a cualquier hora”, le responde con sorna. ?