Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Tòni, que era siempre de pocas palabras, las prodigó en la presenteocasión. El capitán Ferragut se había quedado allá por un negocioimportante, pero no tardaría en volver. Su segundo le esperaba de unmomento á otro. Tal vez hiciese el viaje por tierra, para llegar antes.

Esteban se asombró al ver que su madre no aceptaba esta ausencia como unsuceso insignificante. La buena señora se mostró preocupada y con losojos lacrimosos. Su instinto femenil le hacía presentir algo malo en elretraso de su marido.

Por la tarde, cuando la visitó, como de costumbre, su antiguo enamoradoel catedrático, los dos hablaron lentamente, con palabras medidas, peroentendiéndose con los ojos durante los largos intervalos de silencio.

Llegado don Pedro á la cumbre de su carrera gloriosa con la posesión deuna cátedra en el Instituto de Barcelona, visitaba todas las tardes áCinta, pasando hora y media en su salón con exactitud cronométrica. Niel más leve pensamiento de impureza agitó jamás al profesor. Lo pasadohabía caído en el olvido...

Pero él necesitaba ver diariamente á laesposa del capitán tejiendo encajes entre sus dos pequeñas sobrinas,como había visto años antes á la viuda de Ferragut.

Le hacía saber los sucesos más importantes de Barcelona y del mundoentero; comentaban juntos los futuros destinos de Esteban; oía él conarrobamiento su voz dulce, concediendo gran importancia á los detallesde economía doméstica ó á las descripciones de fiestas religiosas, sóloporque era ella la que hacía tales relatos.

Muchas veces quedaban en largo mutismo. Don Pedro representaba lapaciencia, el humor igual, el respeto silencioso, en aquella casatranquila y limpia, que únicamente perdía su calma monástica alpresentarse el dueño por unos días, entre dos viajes.

Cinta se había acostumbrado á las visitas del catedrático. Al marcar elreloj las tres y media presentía sus pasos en la escalera.

Si alguna tarde no llegaba, la dulce Penépole sufría una decepción.

—¿Qué le pasará á don Pedro?—preguntaba á sus sobrinas con inquietud.

Esta pregunta la hacía algunas veces extensiva al hijo; pero Esteban,sin odiar al visitante, le apreciaba en muy poco.

Don Pedro pertenecía al grupo de aquellos señores del Instituto quepagaba el gobierno para que fastidiasen con sus explicaciones y susexámenes á la juventud. Recordaba aún los dos años que había pasado ensu cátedra, como en una cámara de tormento, sufriendo el suplicio dellatín. Además, era un miedoso, que siempre temía resfriarse y no osabasalir á la calle en los días nublados si le faltaba el paraguas. A élque le hablasen de hombres valientes.

—No sé...—respondía á su madre—. Tal vez estará metido en cama, consiete pañuelos en la cabeza.

Cuando volvía don Pedro, la casa recobraba su normalidad de relojpausado y seguro. Doña Cinta, de consulta en consulta, había acabado porconsiderar indispensable su colaboración. El catedrático suplíadulcemente la autoridad del marido viajero: él se había encargado derepresentar al jefe de la familia en todos los asuntos exteriores...Muchas veces le esperaba con impaciencia la esposa de Ferragut parapedirle un consejo urgente, y él emitía su opinión con voz lenta,después de largas reflexiones.

Esteban encontraba intolerable que este señor, que no era mas que unpariente lejano de su abuela, se mezclase en los asuntos de la casa,pretendiendo dirigirle á él como un padre. Pero aún le irritaba másverlo de buen humor y con pretensiones de gracioso.

Le daba rabia quellamase á su madre Penépole y á él joven Telémaco... «¡Tío latero ypesado!»

El joven Telémaco no vacilaba en sus venganzas. De pequeño interrumpíasus diversiones para «trabajar» en el recibidor, junto al percherovecino á la puerta. Y el pobre catedrático encontraba abollado susombrero de copa, con los pelos en desorden, ó salía llevando en lashaldas del gabán varios salivazos.

Ahora el muchacho se limitaba á ignorar su existencia, pasando ante élsin reconocerle, saludándolo únicamente cuando su madre se lo ordenaba.

El día en que trajo la noticia de la vuelta del vapor sin su capitán,don Pedro hizo la visita más larga que de costumbre.

Cinta derramó doslágrimas sobre los encajes, pero tuvo que cortar su llanto, vencida porel buen sentido de su consejero.

—¿Por qué llorar y calentarse la cabeza con tantas suposiciones sinfundamento?... Lo que usted debe hacer, hija mía, es llamar á ese Tònique es el segundo del buque. El debe saberlo todo... Tal vez le diga laverdad.

Recibió Esteban el encargo de buscarle al día siguiente, y pudo darsecuenta de la inquietud que experimentó Tòni al saber que doña Cintaquería hablarle. Salió del buque con lúgubre mutismo, como si lellevasen á sufrir tormentos mortales. Luego canturreó sordamente, lo queera en él indicio de honda preocupación.

No pudo asistir el joven Telémaco á la entrevista, pero rondó por lasinmediaciones de la puerta cerrada, alcanzando á oír algunas palabras envoz más fuerte que se deslizaron por las rendijas. Su madre era la quehablaba con más frecuencia. Tòni repetía con voz sorda las mismasexcusas: «No sé. El capitán va á llegar de un momento á otro...» Pero alverse fuera del salón y de la casa, estalló su cólera contra él mismo,contra su maldito carácter que no sabía mentir, contra todas lasmujeres, malas y buenas. Creía haber dicho demasiado. Aquella señoratenía una habilidad de juez para extraer las palabras.

En la noche, á la hora de la cena, la madre apenas abrió la boca. Susdedos comunicaron un temblor nervioso á los platos y los tenedores.Miraba á su hijo con trágica conmiseración, como si presintiese enormesdesgracias que iban á desplomarse sobre su cabeza. Opuso un mutismodesesperado á las preguntas de Esteban, y al fin exclamó:

—¡Tu padre nos abandona!... ¡Tu padre se ha olvidado de nosotros!...

Y salió del comedor para ocultar las lágrimas que habían afluído á suspárpados.

El muchacho durmió algo intranquilo, pero durmió. La admiración quesentía por su padre y cierta solidaridad con los ejemplares fuertes desu sexo le hicieron tener en poco estos llantos. ¡Cosas de mujeres! Sumadre no sabía ser la esposa de un varón extraordinario como el capitánFerragut. El, que era todo un hombre á pesar de sus pocos años, iba áintervenir en el asunto para poner en claro la verdad.

Cuando Tòni, desde la cubierta del buque, le vió avanzar por el muelle ála mañana siguiente, tuvo tentaciones de esconderse...

«¡Doña Cinta, quele llamaba otra vez para interrogarle!...» Pero se tranquilizó aldecirle el muchacho que venía por su voluntad á pasar unas horas en el Mare nostrum. Aun así, quiso evitar su presencia, como si temiesealgún descuido al hablar con él, y fingió trabajos en las bodegas. Luegosalió del buque, yendo á visitar á un amigo en un vapor algo lejano.

Esteban entró en la cocina, llamando alegremente al tío Caragòl.Tampoco éste era el mismo. Sus ojos húmedos y rojizos miraban almuchacho con una ternura extraordinaria.

Detenía repentinamente sulengua, con una expresión de inquietud en el rostro. Miraba indeciso entorno de él, como si temiese que fuera á abrirse un precipicio ante suspies.

No olvidaba nunca los respetos debidos á todo visitante de sus dominios,y preparó dos «refrescos». Por primera vez iba á obsequiar á Esteban enesta vuelta de viaje. Los días anteriores, por inverosímil que parezcael hecho, no había pensado en confeccionar uno siquiera de susdelirantes brebajes. El regreso de Nápoles á Barcelona había sidotriste; el buque tenía un ambiente fúnebre sin su dueño.

Por todas estas razones, se le fué la mano á Caragòl en la medida,prodigando la caña hasta que el líquido tomó un color de tabaco.

Bebieron... El joven Telémaco empezó á hablar de su padre cuando losvasos sólo guardaban la mitad del «refresco», y el cocinero agitó ambasmanos en el aire, dando un gruñido que significaba su deseo de noocuparse de la ausencia del capitán.

—Tu padre volverá, Estevet—añadió—. Volverá, pero no sé cuándo.Seguramente más tarde de lo que asegura Tòni.

Y no queriendo decir más, se tragó todo el resto del vaso, dedicándose ála confección de un segundo «refresco»

precipitadamente, para recobrarel tiempo perdido.

Poco á poco se deshizo la prudente barrera que contenía su verbosidad, yhabló con el mismo abandono de siempre; pero su flujo de palabras noarrastraba noticias precisas.

Caragòl predicó moral al hijo de Ferragut; una moral á su modo,interrumpida por frecuentes caricias al vaso.

—Estevet, hijo mío, respeta mucho á tu padre. Imítale como marino. Sébueno y justiciero con los hombres que mandes...

pero ¡huye de lasmujeres!

¡Las mujeres!... No había tema mejor para su elocuencia de ebriopiadoso. El mundo le infundía lástima. Todo en él estaba gobernado porla infernal atracción que ejerce la hembra. Los hombres trabajaban,peleaban, querían hacerse ricos ó célebres, todo por conquistar laposesión de un pedazo de carne, el más inmundo y vergonzoso del cuerpohumano.

—Mira cómo será, Estevet, que hasta en los animales comestibles no haycocinero que sepa aprovecharlo. Siempre lo arrojan á la basura...Créeme, hijo mío: no imites en eso á tu padre.

El viejo había dicho demasiado para retroceder, y tuvo que ir soltando áfragmentos todo lo restante. Así se enteró Esteban de que el capitánandaba en amoríos con una señora de Nápoles, y se había quedado alláfingiendo negocios, pero en realidad dominado por la influencia de estamujer.

—¿Es guapa?—preguntó el muchacho con avidez.

—Guapísima—repuso Caragòl—. ¡Y unos olores!... ¡y un ruido de ropasfinas!...

Telémaco se estremeció con una sensación contradictoria de orgullo y deenvidia. Admiró á su padre una vez más, pero esta admiración sólo duróbreves instantes. Una nueva idea se apoderó de él, mientras el cocineroseguía hablando.

—No vendrá por ahora. Conozco lo que son esas mujeres elegantes yllenas de perfumes: verdaderos demonios que enclavijan sus uñas cuandoagarran y hay que cortarles las manos para que suelten... ¡Y el buquesin trabajar, como si estuviese varado, mientras que los otros se llenande oro!... Créeme, hijo mío: en el mundo sólo esto es verdad.

Y acabó de beberse de un trago todo lo que quedaba del segundo vaso.

Mientras tanto, el muchacho seguía dando forma en su pensamiento á unaidea sugerida por la dulce embriaguez. ¡Si él fuese á Nápoles para traerá su padre!...

En este momento todo le parecía posible. El mundo era de color de rosa,como siempre que lo contemplaba vaso en mano junto al tío Caragòl. Losobstáculos resultaban blandos, todo se arreglaba con prodigiosafacilidad; los hombres podían caminar á saltos.

Pero horas después, cuando su pensamiento quedó limpio de nubesseductoras, sintió miedo acordándose de su padre. ¿Cómo le recibiría alverle llegar?... ¿Qué excusa darle de su presencia en Nápoles?... Temblóevocando la imagen de su ceño fruncido y sus ojos irritados.

Al día siguiente, una repentina confianza se sobrepuso á esta inquietud.Se acordó del capitán tal como le había visto algunas veces al celebrardesde la cubierta del buque sus hazañas de remero en el puerto deBarcelona ó al comentar con los amigos la inteligencia y la fuerza de suhijo. La imagen del héroe paterno surgía ahora en su memoria con losojos bondadosos y una sonrisa que parecía agitar como un viento dulce elbosque de sus barbas.

Le diría toda la verdad. Le haría saber que llegaba á Nápoles parallevárselo, como un buen camarada que socorre á otro en un peligro. Talvez se irritase y le diese un golpe; pero él conseguiría su propósito.

El carácter de Ferragut renació en él con toda la fuerza de un argumentodecisivo. Si el viaje resultaba absurdo y peligroso...

¡mejor! ¡muchomejor! Bastaba esto para que lo emprendiese.

Era un hombre, y no debíaconocer el miedo.

Durante dos semanas preparó su fuga. Nunca había hecho un viajeimportante. Sólo una vez había acompañado á su padre en una rápidaexcursión de negocios á Marsella. Hora era ya de que saliese á correr elmundo un hombre como él, que conocía por sus lecturas casi todos lospueblos de la tierra.

El dinero no le preocupaba. Doña Cinta lo tenía en abundancia, y erafácil encontrar su manojo de llaves. Un vapor viejo y lento, mandado porun amigo de su padre, acababa de entrar en el puerto y zarpaba al díasiguiente para Italia.

Aceptó este marino al hijo de su camarada sin papeles de viaje. Elarreglaría la irregularidad con sus amigos de Génova.

Entre capitanes sedebían estos servicios; y Ulises Ferragut, que esperaba á su hijo enNápoles—así lo afirmó Esteban—, no iba á perder el tiempo en vano porunas formalidades oficinescas.

Telémaco, con mil pesetas en el bolsillo extraídas de un costurero queservía á su madre de caja de caudales, se embarcó al día siguiente. Unapequeña maleta sacada de su casa con lentas y hábiles astucias era todosu equipaje.

De Génova fué á Roma, y de aquí á Nápoles, con el atrevimiento de lainocencia, empleando palabras españolas y catalanas para reforzar unitaliano de corto léxico adquirido en las representaciones de opereta.El único informe positivo que le guiaba en su viaje de aventuras era elnombre de albergo de la ribera de Santa Lucía que le había dado Caragòl como residencia de su padre.

Buscó á éste inútilmente durante varios días. Visitó á losconsignatarios de Nápoles, que se imaginaban al capitán de regreso á supaís hacía mucho tiempo.

Al no encontrarle sintió miedo. Debía estar ya en Barcelona, y lo quehabía empezado como un viaje heroico iba á convertirse en una fuga deadolescente travieso. Se acordó de su madre, que tal vez lloraba áaquellas horas releyendo la carta que le había dejado para anunciarle elobjeto de su fuga.

Sobrevino además repentinamente la intervención de Italia en la guerra,suceso que todos esperaban, pero que muchos veían aún lejano. ¿Qué lequedaba que hacer en este país?... Y una mañana había desaparecido.

Como el portero del hotel no podía decir más, el padre, una vez pasadala primera impresión de sorpresa, pensó en la conveniencia de visitar lacasa consignataria. Tal vez allí le diesen otras noticias.

La guerra era lo único interesante para los de esta oficina.

PeroFerragut, dueño de buque y antiguo cliente, fué guiado por el directorhasta dar con los empleados que habían recibido á Esteban.

No sabían gran cosa. Recordaban vagamente á un joven español que decíaser hijo del capitán, pidiéndoles noticias de éste. Su última visitahabía sido dos días antes. Dudaba entre volver á su país por ferrocarriló embarcarse en uno de los tres vapores que estaban en el puerto listosá salir para Marsella.

—Creo que se ha ido en ferrocarril—dijo uno de los empleados.

Otro de ellos apoyó á su compañero con rotunda afirmación, para atraersela mirada del jefe. Estaba seguro de su partida por tierra. El mismo lehabía ayudado á calcular lo que le costaría el viaje á Barcelona.

Ferragut no quiso saber más. Necesitaba marcharse cuanto antes. Esteviaje inexplicable de su hijo era para él un remordimiento y un motivode alarma. ¿Qué ocurría en su casa?

El director de la oficina le indicó un vapor francés que salía aquellamisma tarde para Marsella, procedente de Suez. El se encargaba dearreglar todo lo concerniente á su pasaje y de recomendarlo al capitán.Sólo quedaban cuatro horas para la salida del buque; y Ulises, despuésde recoger sus maletas y enviarlas á bordo, dió un último paseo portodos los lugares donde había vivido con Freya. ¡Adiós, jardines de la Villa Nazionale y blanco Acuario!... ¡Adiós, albergo!...

La inexplicable presencia de su hijo en Nápoles había amortiguado eldisgusto por la fuga de la alemana. Pensó tristemente en el amorperdido, pero pensó al mismo tiempo, con doloroso titubeo, en lo quepodría ver al entrar en su casa.

Poco antes de la puesta del sol zarpó el vapor francés. Hacía muchosaños que Ulises no navegaba como simple pasajero.

Vagó desorientado porlas cubiertas entre la muchedumbre viajera. La fuerza de la costumbre learrastró al puente, hablando con el capitán y los oficiales, queapreciaron á las primeras palabras su mérito profesional.

La consideración de que no era mas que un intruso en este sitio, lamolestia de verse sobre un puente en el que no podía dar orden alguna,le hicieron descender á las cubiertas bajas, examinando los grupos depasajeros. Eran franceses en su mayor parte que venían de la Indo China.En la proa y la popa estaban alojadas cuatro compañías de tiradoresasiáticos, pequeños, amarillentos, con ojos oblicuos y una voz semejanteal maullar de los gatos. Iban á la guerra. Sus oficiales vivían en loscamarotes del centro del buque, llevando con ellos á sus familias, quehabían adquirido un aspecto exótico con la larga permanencia en lascolonias.

Ulises vió señoras vestidas de blanco haciéndose abanicar, tendidas ensillones, por sus pequeños pajes chinescos; vió militares bronceados yenjutos, con aspecto enfermizo, que parecían galvanizados por la guerraque los arrancaba á la siesta asiática, y niñas, muchas niñas, contentasde ir á Francia, el país de sus ensueños, olvidando en esta felicidadque sus padres marchaban tal vez á la muerte.

La navegación no podía ser mejor. El Mediterráneo era una llanura deplata bajo la luz de la luna. De la costa invisible llegaban tibiasbocanadas de perfume campestre. Los grupos de la cubierta hacíanmemoria, con una satisfacción egoísta, de los grandes peligros quearrostraban las gentes al embarcarse en los mares del Norte, plagados desubmarinos alemanes. Por fortuna, el Mediterráneo estaba libre de talcalamidad. Los ingleses tenían bien guardada la puerta de Gibraltar, ytodo él era un lago tranquilo dominado por los aliados.

Antes de acostarse, Ferragut entró en una cámara de la cubierta alta,donde estaba instalada la telegrafía sin hilos. Le atrajo el chirriar deaceite frito que lanzaban los aparatos. El empleado, un joven inglés, sedespojó de su corona de níquel con dos auriculares que cubrían susorejas. Aburrido en su aislamiento, pretendía distraerse dialogando conlos telegrafistas de los otros buques que se hallaban dentro del radiode sus aparatos. La vista de este pasajero que hablaba en inglésofreciéndole un cigarro le arrancó á los placeres de una conversaciónextendida trescientas millas á la redonda.

—Todo marcha bien... Tenemos muchos compañeros de viaje.

Y fué enumerando los buques que se mantenían en comunicación con elvapor. El más próximo era el Californian, un barco inglés procedentede Malta. Había salido de Nápoles diez horas antes, también con rumbo áMarsella, y sólo le separaban unas cien millas. Los demás buques queseguían el mismo rumbo estaban situados á mayores distancias. Les eranecesario mucho tiempo para aproximarse unos á otros, pero elmaravilloso aparato los mantenía en incesante comunicación, como ungrupo de camaradas que conversan plácidamente haciendo el mismo camino.

De vez en cuando, el telegrafista, avisado por el chisporroteo de susbobinas, se calaba la diadema con orejeras para escuchar á los remotoscamaradas.

—Es el del Californian, que me da las buenas noches—dijo después deuno de estos llamamientos—. Va á acostarse. No ocurre novedad.

Y el joven hizo un elogio de la navegación mediterránea.

Había estado alprincipio de la guerra en otro buque que iba de Londres á Nueva York, yrecordaba las noches de inquietud, los días de ansiosa vigilanciaespiando el mar y la atmósfera, temiendo de un momento á otro laaparición de un periscopio sobre las aguas ó el aviso eléctrico de unvapor torpedeado por los submarinos. En este mar se podía vivirtranquilamente, como en tiempos de paz.

Ferragut adivinó que el pobre telegrafista deseaba gozar las delicias dedicha tranquilidad. Su compañero de servicio roncaba en un camarotevecino, y él sentía deseos de imitarle, inclinando su cabeza sobre lamesa de los aparatos... «¡Hasta mañana!»

También se durmió inmediatamente Ulises, luego de estirarse en laestrecha litera de su camarote. Su sueño fué de una sola pieza, lóbregoy completo, sin sobresaltos ni visiones. Cuando creía que sólo ibantranscurridos unos minutos, despertó violentamente, lo mismo que sialguien le empujase. En la sombra se destacaba el vidrio redondo deltragaluz, tenuemente azul, velado por la humedad del rocío marítimo, lomismo que una pupila lacrimosa.

Estaba amaneciendo. Algo extraordinario acababa de ocurrir en el buque.Ferragut dormía con la ligereza de un capitán que necesita despertaroportunamente. La misteriosa percepción del peligro había cortado sureposo. Sintió sobre su cabeza el pataleo de veloces carreras á lo largode la cubierta: oyó voces. Mientras se vestía á toda prisa, pudoadivinar que el timón estaba funcionando violentamente y el buquecambiaba de rumbo.

Al subir, le bastó una ojeada para convencerse de que el vapor no corríapeligro. Todo en él presentaba un aspecto normal. El mar, todavíaobscuro, batía mansamente sus costados, mientras seguía avanzando conuna marcha uniforme. Las cubiertas estaban limpias de pasajeros. Todosdormían en sus camarotes.

Sólo en el puente vió á un grupo de personas:el capitán y todos los oficiales, algunos de ellos vestidos á la ligera,como si acabasen de ser arrancados al sueño.

Pasando ante la oficina telegráfica obtuvo la explicación del suceso. Eljoven de la noche anterior estaba junto á la puerta, al lado de sucompañero, que ceñía ahora la diadema auricular y golpeaba la manecilladel aparato, oyendo y contestando á los buques invisibles.

Media hora antes, cuando el telegrafista inglés iba á abandonar suguardia, entregando el servicio al camarada recién despierto, una señalle había retenido en su asiento. El Californian lanzaba por eltelégrafo sin hilos la llamada de peligro, el S. O. S., fórmula que sólose emplea cuando un buque necesita socorro.

Luego, en el espacio de unossegundos, la voz misteriosa había esparcido su relato trágico á travésde centenares de millas. Un sumergible acababa de aparecer á cortadistancia del Californian, disparándole varios cañonazos. El buqueinglés pretendía escapar valiéndose de su velocidad superior. Entoncesel submarino le enviaba un torpedo...

Todo esto había ocurrido en veinte minutos. De pronto se extinguían losecos de la lejana tragedia al cortarse la comunicación. Un chirrido másfuerte en los aparatos, y ¡nada!...

el silencio absoluto.

El telegrafista encargado ahora del aparato respondió con movimientosnegativos á las miradas de su compañero. Sólo escuchaba los diálogosentre los buques que habían recibido igualmente el aviso. Todos sealarmaban con el repentino silencio, y torciendo su rumbo iban, como elvapor francés, hacia el lugar donde el Californian había encontrado alsumergible.

—¡Ya están en el Mediterráneo!—exclamó con asombro el telegrafista alterminar su relato—. ¿Como han podido llegar hasta aquí?...

Ferragut no se atrevió á subir al puente. Tuvo miedo á que las miradasde aquellos hombres de mar se fijasen en él. Creyó que podían leer suspensamientos.

Un vapor de pasajeros acababa de ser echado á pique á una distanciarelativamente corta del buque en que iba él. Tal vez era Von Kramer elautor del crimen. Por algo le había encargado que anunciase á suscompatriotas que pronto oirían hablar de sus hazañas. ¡Y Ferragut habíaayudado á la preparación de esta barbarie marítima!...

«¿Qué has hecho?... ¿qué has hecho?», preguntó iracunda la voz mental delos buenos consejos.

Una hora después sintió vergüenza de permanecer en la cubierta. A pesarde las órdenes del capitán, la noticia se había filtrado á través de lasevera consigna, circulando por los camarotes. Subían las familiasenteras, asustadas de la calma que reinaba en el buque, arreglándose lasropas con precipitación, pugnando los más por ajustar á sus cuerpos lossalvavidas, que ensayaban por primera vez. Los niños gemían, aterradospor la alarma

de

sus

padres.

Algunas

mujeres

nerviosas

derramabanlágrimas sin motivo. El buque iba hacia el lugar donde el otro habíasido torpedeado, y esto era suficiente para que los alarmistas seimaginasen que el enemigo permanecía aún inmóvil en el mismo sitio,esperando su llegada para repetir el atentado.

Centenares de ojos estaban fijos en el mar, espiando las ondulaciones desu superficie, creyendo ver el remate de un periscopio en todos losobjetos, maderas, hierbas ó botes de lata que pasaban á flor de agua.

Los oficiales del batallón de tiradores habían ido á la proa y la popapara mantener la disciplina de su gente. Pero los asiáticos noabandonaban su apatía serena, despreciadora de la muerte.

Sólo algunosmiraban al mar con una curiosidad infantil, deseosos de conocer estenuevo juguete diabólico inventado por las razas superiores.

En las cubiertas reservadas á los pasajeros de primera clase, laextrañeza resultaba tan grande como la inquietud.

—¡Submarinos en el Mediterráneo!... ¿Pero es posible?...

Los últimos en despertar se mostraban incrédulos, y únicamente seconvencían de lo ocurrido luego de oír los informes de los tripulantesdel buque.

Vagó Ferragut como un alma en pena. El remordimiento le hizo ocultarseen su camarote. Le causaban daño estas gentes con sus quejas y suscomentarios. Luego no pudo seguir en su aislamiento. Necesitaba ver ysaber, como el criminal que vuelve instintivamente al lugar donderealizó su delito.

A mediodía empezaron á marcarse en el horizonte varias nubecillas. Detodas partes acudían los vapores, atraídos por este ataque inesperado.

El buque francés, que marchaba delante en la carrera de auxilio, moderórepentinamente su velocidad. Había entrado en la zona del naufragio. Enlas cofas de sus palos había marineros que exploraban el mar, dandoindicaciones á gritos, que hacían torcer el curso del vapor. En estasevoluciones empezaron á deslizarse por sus costados los restos deltrágico suceso.

Las dos hileras de cabezas asomadas á las diversas cubiertas vieronsalvavidas que flotaban vacíos, un bote con la quilla en el aire, gruposde maderos pertenecientes á una balsa construida con precipitación y queno había llegado á terminarse.

De pronto, un alarido de mil bocas, seguido de un fúnebre silencio...Pasó un cuerpo de mujer tendido de espaldas sobre unos tablones. Una desus piernas estaba metida en una media de seda gris. La cabeza colgabapor el lado opuesto, extendiendo sus cabello