Y ensalzó la inaudita hazaña de este jefe de familia. Era el comandantedel submarino que había torpedeado á uno de los más grandestrasatlánticos ingleses. De mil doscientos pasajeros que venían de NuevaYork, estaban ahogados más de ochocientos... Mujeres y niños habíanentrado en la destrucción general.
Freya, más ágil de pensamiento que la doctora, leyó en los ojos deUlises... Miraba ahora con asombro la fotografía de este oficial rodeadode su bíblica prole como un burgués bondadoso.
¿Y un hombre que parecíabueno había hecho tal carnicería sin arrostrar peligro alguno, ocultoen el agua, con el ojo pegado al periscopio, ordenando fríamente elenvío del torpedo contra la ciudad flotante é indefensa?...
—¡Es la guerra!—dijo Freya.
—¡Claro que es la guerra!—repuso la doctora, como si le ofendiese eltono de excusa de su amiga—. Y es también nuestro derecho. Nosbloquean, quieren matar de hambre á nuestras mujeres y nuestros niños, ynosotros les matamos á los suyos.
Sintió el capitán la necesidad de protestar, sin hacer caso de losgestos de su amante y de sus tirones ocultos. La doctora le había dichomuchas veces que Alemania no conocería nunca el hambre, gracias á suorganización, y que podía resistirse años y años con el consumo de suspropios productos.
—Así es—contestó la dama—. Pero la guerra hay que hacerla feroz,implacable, para que dure menos. Es un deber humano aterrar á losenemigos con una crueldad que vaya más allá de lo que puedan imaginarse.
El marino durmió mal aquella noche, con una visible preocupación. Freyaadivinó la presencia de algo que encapaba al influjo de sus caricias. Aldía siguiente persistió este alejamiento pensativo, y ella, conociendola causa, quiso disiparlo con sus palabras...
Los torpedeamientos de vapores indefensos sólo se hacían en las costasde Inglaterra. Había que cortar, fuese como fuese, el abastecimiento dela isla odiada.
—En el Mediterráneo no ocurrirá nunca eso. Puedo asegurártelo... Lossubmarinos sólo atacarán á los buques de guerra.
Y como si temiese un renacimiento de los escrúpulos de Ulises, extremósus seducciones en las tardes de voluptuoso encierro. Se renovaba, paraque su amante no conociese el hastío.
El, por su parte, llegó á creerque vivía á la vez con varias mujeres, lo mismo que un personajeoriental. Freya, al multiplicarse, no hacía mas que girar sobre símisma, mostrándole una nueva faceta de su pasada existencia.
El sentimiento de los celos, la amargura de no haber sido el primero yel único, rejuvenecía la pasión del marino, alejando el cansancio de lahartura, dando á las caricias de ella el sabor acre, desesperado yatrayente al mismo tiempo de una forzosa confraternidad con ignoradosantecesores.
Dejando libres sus encantos, iba y venía por el salón, segura de suhermosura, orgullosa de su cuerpo duro y soberbio, que no había cedidoaún bajo el paso de los años. Unos chales de colores le servían devestiduras transparentes. Agitándolos como fragmentos de arco iris entorno de su marfileña desnudez, esbozaba las danzas sacerdotales, lasdanzas al terrible Siva que había aprendido en Java.
De pronto, el frío de la habitación mordía en sus carnes, despertándolade este ensueño tropical. De un último salto iba á refugiarse en losbrazos de él.
—¡Oh, mi argonauta amado!... ¡Tiburón mío!
Se apelotonaba contra el pecho del navegante, acariciándole las barbas,empujándolo para incrustarse en el diván, que resultaba estrecho paralos dos.
Adivinaba inmediatamente la causa de su enfurruñamiento, de la flojeracon que respondía á sus caricias, del fuego sombrío que pasaba por susojos... La danza exótica le hacía recordar el pasado de ella. Y paradominarle de nuevo, sometiéndolo á una dulce pasividad, saltaba deldiván, corriendo por la habitación.
—¿Qué le daré á mi hombrecito malo para que sonría un poco?... ¿Qué leharé para que olvide sus malas ideas?...
Los perfumes eran su afición dominante. Como ella misma declaraba, podíafaltarle que comer, pero nunca las esencias más ricas y costosas. Enaquel salón de muebles escasos, semejante al interior de una tienda decampaña, los frascos tallados, con cerraduras doradas y niqueladas,asomaban entre ropas y papeles, surgían de los rincones, denunciando elolvido en que vivían con su embriagadora respiración.
—¡Toma!... ¡toma!
Y derramaba los perfumes preciosos como si fuesen agua sobre la cabezade Ferragut, sobre sus barbas rizosas, teniendo el marino que cerrar lospárpados para no quedar ciego bajo el loco bautismo.
Ungido y oloroso como un déspota asiático, el fuerte Ulises se revolvíaalgunas veces contra este afeminamiento. Otras lo aceptaba, con ladelectación de un placer nuevo.
Veía abrirse de pronto un ventanal en su imaginación, y pasaban por estecuadro luminoso la melancólica Cinta, su hijo Esteban, el puente delbuque, Tòni junto al timonel.
«¡Olvida!—gritaba la voz de los malos consejos, borrando la visión—.¡Goza del presente!... Tiempo te queda para ir en busca de ellos.»
Y se sumía otra vez en su bienestar artificioso y refinado, con elegoísmo del sátrapa que, luego de ordenar varias crueldades, se encierraen el harén.
Lienzos finísimos esparcidos al azar se arrollaban á su cuerpo ó leservían de almohada. Eran prendas interiores de ella, pétalosdesprendidos de su hermosura, pantalones y camisas que guardaban latibieza y el perfume de su carne. Los equipajes de los dos estabanconfundidos, como si sufriesen la misma atracción que juntaba suscuerpos con un enlazamiento continuo.
Si Ferragut necesitaba buscar unobjeto de su pertenencia, se perdía en el oleaje de faldas, enaguas deseda, ropa blanca, perfumes y retratos tendido sobre los muebles óencrespado en los rincones.
Cuando Freya no se apelotonaba en sus brazos, cansada de danzar en elcentro del salón, abría una caja de sándalo. En ella guardaba todas susjoyas, volviendo á extraerlas con nerviosa inquietud, como si temieraque se evaporasen en el encierro. Su amante tenía que oír las gravesexplicaciones con que acompañaba la exhibición de sus tesoros.
—¡Toca!—decía mostrándole la sarta de perlas unida casi siempre á sucuello.
Estos granos de resplandor lunar eran para ella animalillos vivientes,criaturas que necesitaban el contacto de su piel para alimentarse con sujugo. Se impregnaban de la esencia del que las llevaba: bebían su vida.
—¡Han dormido tantas noches sobre mí!—murmuraba contemplándolasamorosamente—. Ese ligero tono de ámbar se lo he dado yo con mi calor.
Ya no eran una joya: formaban parte de su organismo. Podían palidecer ymorir si pasaban varios días olvidadas en el fondo de la caja.
Después iba sacando del perfumado encierro todas las joyas queconstituían su orgullo: pendientes y sortijas de gran precio revueltoscon otras alhajas exóticas de bizarras formas y escaso valor adquiridasen sus viajes.
—¡Mira bien!—decía gravemente á Ferragut mientras frotaba contra subrazo desnudo el enorme brillante de una de sus sortijas.
Al calentarse, la piedra preciosa se convertía en imán. Un pedazo depapel colocado á unos cuantos centímetros lo atraía con irresistiblerevoloteo.
A continuación frotaba una de aquellas joyas exóticas y falsas congruesos vidrios tallados, y el pedacito de papel quedaba inmóvil, sinestremecerse bajo los efectos de la atracción.
Freya, satisfecha de estas experiencias, guardaba sus tesoros en lacajita y la repelía con pasajero tedio, para arrojarse sobre Ulises lomismo que una bestia que quiere morder.
Estos largos encierros en una atmósfera cargada de esencias, de tabacooriental, de respiración de carne femenil, desordenaban el pensamientode Ferragut. Además, bebía para dar nuevo vigor á su organismo, queempezaba á quebrantarse con los monstruosos excesos de la voluptuosareclusión. Al más leve signo de fastidio, Freya caía sobre él con suslabios dominadores.
Si lo dejaba libre de sus brazos, era para ofrecerlela copa llena de licores fuertes.
La embriaguez, al apoderarse de él, entornando sus ojos, evocaba siempreidénticos ensueños. En sus siestas de ebrio saciado y feliz, reaparecíaFreya, que no era Freya, sino doña Constanza, la emperatriz de Bizancio.La veía vestida de labradora, tal como figuraba en el cuadro de laiglesia de Valencia, y al mismo tiempo completamente desnuda, igual quela otra cuando danzaba en el salón.
Esta doble imagen, que se separaba y se juntaba caprichosamente con lasinverosimilitudes del ensueño, decía siempre lo mismo. Freya era doñaConstanza perpetuándose á través de los siglos, tomando nuevas formas.Había nacido de la unión de un alemán y una italiana, igual que laotra... Pero la púdica
emperatriz
sonreía
ahora
de
su
desnudez;
estabasatisfecha de ser simplemente Freya. La infidelidad marital, lapersecución y la pobreza, habían sido el resultado de su primeraexistencia, tranquila y virtuosa.
«Ahora conozco la verdad—continuaba diciendo doña Constanza con unasonrisa dulcemente impúdica—. Sólo existe el amor; lo demás es engaño.¡Bésame, Ferragut!... He vuelto á la vida para recompensarte. Tú mediste la virginidad de tu cariño; me deseaste antes de ser hombre.»
Y su beso era igual al de la espía, un beso absorbente que tiraba detoda su persona, haciéndole despertar... Al abrir los ojos, veía á Freyaabrazada á él y con la boca junto á la suya.
—¡Levántate, mi lobo marino!... Ya es de noche. Vamos á comer.
Fuera de la casa, Ulises aspiraba el viento del crepúsculo, mirando lasprimeras estrellas que empezaban á brillar sobre los tejados. Sentía lafresca delectación y la flojedad de piernas de la odalisca que sale desu encierro.
Terminada la comida, andaban por las calles más obscuras ó seguían lospaseos de la ribera, huyendo de la gente. Una noche se detuvieron en losjardines de la Villa Nazionale, junto al banco que había presenciadosu lucha á la vuelta de Possilipo.
—¡Aquí me quisiste matar, ladrón!... ¡Aquí me amenazaste con turevólver, bandido mío!...
Ulises protestó... «¡Vaya un modo de recordar las cosas!» Pero ella diófin á sus rectificaciones con un autoritarismo audaz y mentiroso.
—Fuiste tú... ¡fuiste tú!... Lo digo y basta. Es preciso que teacostumbres á aceptar lo que yo afirme.
En la cervecería donde comían las más de las noches, falso salónmedioeval, con vigas de artesonado hechas á máquina, paredes de yesoimitando el roble y vidrieras neogóticas, el dueño mostraba como grancuriosidad un jarro de figurillas grotescas entre los bocks deporcelana que adornaban las repisas del zócalo.
Ferragut lo reconoció inmediatamente: era un jarro antiguo peruano.
—Sí; es una huaca—dijo ella—. Yo también he estado allá...
Nosdedicábamos á fabricar antigüedades.
Freya interpretó mal el gesto que hizo su amante. Creyó que se asombrabaante lo inaudito de esta fabricación de recuerdos incásicos. «Alemaniaes grande. Nada se resiste al poder de adaptación de su industria...»
Y los ojos de ella brillaron con un fuego de orgullo al enumerar estashazañas de falsa resurrección histórica. Habían llenado museos ycolecciones particulares de estatuillas egipcias y fenicias reciénhechas. Luego habían fabricado en tierra alemana antigüedades del Perúpara venderlas á los viajeros que visitaban el antiguo Imperio de losincas. Unos indígenas á sueldo se encargaban de desenterrarlasoportunamente, con gran publicidad. Ahora, la moda favorecía al artenegro, y los coleccionistas buscaban los ídolos horribles de maderatallados por las tribus del interior de África.
Pero lo que interesaba á Ferragut era el plural empleado por ella alhablar de tales industrias. ¿Quién fabricaba las antigüedadesperuanas?... ¿Era su marido el sabio?...
—No—dijo Freya tranquilamente—; fué otro: un artista de Munich. Teníaescaso talento para la pintura, pero una gran inteligencia para losnegocios. Volvimos del Perú con la momia de un inca, que paseamos porcasi todos los museos de Europa, sin encontrar quien la comprase. Un malnegocio. Guardábamos al inca en nuestro cuarto del hotel, y...
Ferragut no se interesó con las andanzas del pobre monarca indioarrancado al reposo de su tumba... ¡Uno más! Cada confidencia de Freyasacaba un nuevo antecesor de las tinieblas de su pasado.
Al salir de la cervecería, el capitán marchó con aspecto sombrío. Ella,por el contrario, reía de sus recuerdos, viendo á través de los años,con un optimismo halagador, esta lejana aventura de su época de bohemia;regocijándose al evocar la carroña del inca paseada de hotel en hotel.
De pronto estalló la cólera de Ulises... El oficial holandés, el sabionaturalista, el cantante que se pegó un tiro, y ahora el falsificador deantigüedades... Pero ¿cuántos hombres había en su existencia? ¿Cuántosquedaban aún por llegar?... ¿Por qué no los soltaba todos de una vez?...
Freya quedó sorprendida por la violencia del exabrupto. Le daba miedo lacólera del marino. Luego rió, apoyándose con fuerza en su brazo,tendiendo el rostro hacia él.
—¡Tienes celos!... ¡Mi tiburón tiene celos! Sigue hablando.
No sabes loque me gusta oírte. ¡Quéjate!... ¡pégame!... Es la primera vez que veo áun hombre con celos. ¡Ah, los meridionales!... Por algo os adoran lasmujeres.
Y decía verdad. Experimentaba una sensación nueva ante esta cólera virilprovocada por el despecho amoroso. Ulises se le aparecía como un hombredistinto á todos los que había conocido en su existencia anterior,fríos, acomodaticios y egoístas.
—¡Ferragut mío!... ¡Mi mediterráneo! ¡Cómo te amo! Ven...
ven...Necesito recompensarte.
Estaban en una calle céntrica, junto á la esquina de un callejón queformaba una cuesta de rellanos. Ella le empujó, y á los primeros pasosen la estrecha y obscura vía se abrazó á él, volviendo la espalda almovimiento y la luz de la gran calle para besarlo con aquel beso quehacía temblar las piernas del capitán.
Aplacado en su cólera, siguió quejándose durante el resto del paseo.¿Cuántos le habían precedido?... Necesitaba conocerlos.
Quería saber,por lo mismo que esto le causaba un daño horrible.
Era el sádico deleitedel celoso que persiste en arañar su herida.
—Quiero conocerte—repitió—. Debo conocerte, ya que me perteneces.¡Tengo derecho!...
Este derecho, invocado con una testarudez infantil, hizo sonreír á Freyadolorosamente. Largos siglos de experiencia parecieron asomar en elfruncimiento melancólico de su boca.
Brilló en ella la sabiduría de lamujer, más cauta y previsora que la del hombre, por ser el amor su únicapreocupación.
—¿Por qué quieres saber?—preguntó con desaliento—. ¿Qué adelantas coneso?... ¿Serás acaso más feliz cuando sepas?...
Calló durante algunos pasos, y luego dijo sordamente:
—Para amar no es preciso conocerse. Todo lo contrario: un poco demisterio mantiene la ilusión y aleja la hartura... El que quiere sabernunca es dichoso.
Siguió hablando. La verdad tal vez era buena en las otras cosas de laexistencia, pero resultaba fatal para el amor. Era demasiado fuerte,demasiado cruda. El amor se asemejaba á ciertas mujeres, bellas comodiosas á una luz artificial y discreta, horribles como monstruos bajolos resplandores quemantes del sol.
—Créeme: repele esas quimeras del pasado. ¿No te basta el presente?...¿No eres feliz?
Y necesitando convencerla de que lo era, pobló aquella noche el cerradomisterio del dormitorio con una serie interminable de voluptuosidadesferoces, exasperadas, que hicieron caer á Ulises en un anonadamientopesado y dulce á la vez.
Tenía la convicción de su vileza. Adoraba y detestaba á esta mujer quedormía á su lado con un cansancio impuro... ¡Y no poder separarse!...
Ansioso de encontrar una excusa, evocó la imagen de su cocinero tal comoera cuando filosofaba en el rancho de la marinería. Para desear losmayores males á un enemigo, este varón cuerdo formulaba siempre el mismoanatema: «¡Permita Dios que encuentres una mujer arreglada á tugusto!...»
El piadoso y malhablado Caragòl no designaba á la mujer por entero,circunscribiéndose á nombrar la parte más interesante de su sexo; perola maldición era la misma.
Ferragut había encontrado la mujer «arreglada á su gusto» y era esclavopara siempre de su suerte. La seguiría, á través de todos losenvilecimientos, hasta donde ella quisiera llevarle; cada vez con menosenergía para protestar, aceptando las situaciones más deshonrosas ácambio del amor... ¡Y siempre sería así! ¡Y
él, que se consideraba mesesantes un hombre duro y dominador, acabaría por suplicar y llorar siella se alejaba!... ¡Ah, miseria!...
En las horas de tranquilidad, cuando la hartura les hacía conversarplácidamente como dos amigos del mismo sexo, Ulises evitaba lasalusiones al pasado y le dirigía preguntas sobre su vida actual. Lepreocupaban los trabajos misteriosos de la doctora; quería conocer laparte que tomaba Freya en ellos, con el interés que inspiran siempre lasacciones más fútiles de la persona amada. ¿No pertenecía él á la mismaasociación por el hecho de obedecer sus órdenes?...
Las respuestas eran incompletas. Ella se había limitado á obedecer á ladoctora, que lo sabía todo... Luego vacilaba, rectificándose. No; suamiga no podía saberlo todo. Por encima de ella estaban el conde y otrospersonajes que venían de tarde en tarde á visitarla, como viajeros depaso. Y la cadena de agentes, de menor á mayor, se perdía en misteriosasalturas que hacían palidecer á Freya, poniendo en sus ojos y en su vozuna expresión de supersticioso respeto.
Únicamente le era lícito hablar de sus trabajos, y lo hacíadiscretamente, contando los procedimientos que había empleado, pero sinnombrar á sus colaboradores ni decir cuál era su finalidad. Las más delas veces se había movido sin saber adónde convergían sus esfuerzos,como voltea una rueda, conociendo únicamente su engranaje inmediato,ignorando el conjunto de la maquinaria y la clase de producción á quecontribuye.
Se admiró Ulises de los inverosímiles y grotescos procedimientosempleados por los agentes del espionaje.
—¡Pero eso es de novela de folletón!... Son medios gastados y ridículosque todos pueden aprender en libros y melodramas.
Freya asentía. Por eso mismo los empleaban. El medio más seguro dedesorientar al enemigo era valerse de procedimientos vulgares; así, elmundo moderno, inteligente y sutil, se resistía á creer en ellos.Bismarck había engañado á toda la diplomacia europea diciendosimplemente la verdad, por lo mismo que nadie esperaba que la verdadsaliese de su boca. El espionaje alemán se agitaba como los personajesde una novela policíaca, y la gente no quería creer en sus trabajos,aunque estos trabajos pasasen ante sus ojos, por parecerle demasiadogastados y fuera de moda.
—Por eso—continuó ella—cada vez que Francia descubría una parte denuestros manejos, la opinión mundial, que sólo cree en cosas ingeniosasy difíciles, se reía de ella, considerándola atacada del delirio depersecuciones.
La mujer entraba por mucho en el servicio de espionaje. Las había sabiascomo la doctora, elegantes como Freya, venerables y con un apellidocélebre, para obtener la confianza que inspira una viuda noble. Erannumerosas, pero no se conocían unas á otras. Algunas veces se tropezabanen el mundo, se presentían, pero cada una continuaba su camino,empujadas en distintas direcciones por la fuerza omnipotente y oculta.
Le mostró retratos suyos que databan de algunos años. Ulises tardó enreconocerla al contemplar la fotografía de una japonesa delgada,jovencita, envuelta en un kimono sombrío.
—Soy yo, cuando estuve allá. Nos interesaba conocer la verdadera fuerzade ese pueblo de hombrecitos con ojos de ratón.
El otro retrato aparecía con falda corta, botas de montar, camisa dehombre y un fieltro de cow-boy. Era del Transvaal.
También habíaandado por el Sur de África, en compañía de otros alemanes del«servicio», para sondear el estado de ánimo de los boers bajo ladominación inglesa.
—Yo he estado en todas partes—afirmó ella con orgullo.
—¿También en París?—dijo el marino.
Dudó antes de contestar, pero al fin hizo un movimiento de cabeza...Había estado muchas veces en París. La guerra le había sorprendidoviviendo en el Gran Hotel. Afortunadamente, recibió aviso dos días antesde la ruptura de hostilidades, pudiendo librarse de quedar prisionera enun campo de concentración... Y
no quiso decir más. Era verbosa y francaal relatar los trabajos pasados, pero el recuerdo de los recientes leinfundía una reserva inquieta y medrosa.
Para torcer el curso de la conversación, habló de los peligros que lahabían amenazado en sus viajes.
—Necesitamos ser valientes... La doctora, tal como la ves, es unaheroína... Ríete; pero si conocieses su arsenal, tal vez te infundiesemiedo. Es una científica.
La grave señora experimentaba una repugnancia invencible por las armasvulgares. Freya le conocía todo un botiquín portátil lleno deanestésicos y venenos.
—Además, lleva encima un saquito repleto de ciertos polvos de suinvención: tabaco, pimienta... ¡demonios! El que los recibe en los ojosqueda ciego. Es como si le echasen llamas.
Ella era menos complicada en sus medios de defensa. Tenía el revólver,arma que lograba ocultar como esconden el aguijón ciertos insectos, sinsaberse nunca con certeza de dónde volvía á surgir. Y por si no le eraposible valerse de él, contaba con el alfiler de su sombrero.
—Míralo... ¡Con qué gusto lo clavaría en el corazón de muchos!...
Y le mostró una especie de puñal disimulado, un estilete sutil ytriangular de verdadero acero, rematado por una perla larga de vidrioque podía servir de empuñadura.
«¡Entre qué gente vives!—murmuraba en el interior de Ferragut la voz dela cordura—. ¡Dónde te has metido, hijo mío!»
Pero su tendencia á desafiar el peligro, á no vivir como los demás, lehizo encontrar un profundo encanto á esta existencia novelesca.
La doctora ya no emprendió más viajes. En cambio aumentaban susvisitantes. Algunas veces, cuando Ulises intentaba dirigirse hacia sushabitaciones, le detenía Freya.
—No vayas... Tiene una consulta.
Al abrir la puerta del rellano que correspondía á su alojamiento, vió envarias ocasiones la mampara verde de la oficina cerrándose detrás demuchos hombres, todos ellos de aspecto germánico: viajeros que venían áembarcarse en Nápoles con cierta precipitación, vecinos de la ciudad querecibían órdenes de la doctora.
Esta se mostró más preocupada que de costumbre. Sus ojos pasaban condistracción sobre Freya y el marino, como si no los viese.
—Malas noticias de Roma—decía á Ferragut su amante—.
Estosmandolinistas malditos se nos escapan.
Ulises empezó á sentir la saciedad de los días voluptuosos, que sesucedían siempre iguales. Sus sentidos se embotaban con tantos
placeresrepetidos
maquinalmente.
Además,
un
monstruoso desgaste le hacía pensarpor instinto defensivo en la vida tranquila del hogar.
Tímidamente hacía cálculo sobre su dulce reclusión. ¿Cuánto tiempo vivíaen ella?... Su memoria confusa y nebulosa pedía auxilio.
—Quince días—contestaba Freya.
De nuevo insistía en sus cálculos, y ella le afirmaba que sólo ibantranscurridas tres semanas desde que su vapor partió de Nápoles.
—Tendré que irme—decía Ulises con vacilación—. Me esperan enBarcelona: no tengo noticias... ¿Qué será de mi buque?...
Ella, que le escuchaba con aire distraído, no queriendo entender sustímidas insinuaciones, respondió una tarde categóricamente:
—Se acerca el momento de que cumplas tu palabra, de que te sacrifiquespor mí. Luego podrás marcharte á Barcelona, y yo...
yo iré á juntarmecontigo. Si no puedo ir, ya nos encontraremos...
El mundo es pequeño.
Su pensamiento no llegaba más allá de este sacrificio exigido áFerragut. Luego, ¿quién podía saber dónde iría ella á parar?...
Dos tardes después, la doctora y el conde llamaron al marino.
La voz dela dama, siempre bondadosa y protectora, tomó esta vez un leve acento demando.
«Todo está listo, capitán.» Como no había podido disponer de su vapor,ella le tenía preparado otro buque. Debía limitarse á seguir lasinstrucciones del conde. Este le enseñaría el barco cuyo mando iba átomar.
Se marcharon juntos los dos hombres. Era la primera vez que Ulises salíaá la calle sin Freya, y á pesar de su entusiasmo amoroso, sintió unaagradable sensación de libertad.
Descendieron á la ribera, y en el pequeño puerto de la isla del Huevopasaron el tablón que servía de puente entre el muelle y una goletapequeña de casco verdoso. Ferragut, que la había apreciado exteriormentede una sola ojeada, corrió su cubierta...
«Ochenta toneladas.» Luegoexaminó el aparejo y la máquina auxiliar, un motor á petróleo que lepermitía hacer siete millas por hora cuando el velamen no encontrabaviento.
Había visto en la popa el nombre del buque y su procedencia, adivinandoen seguida la clase de navegación á que estaba dedicado. Era una goletasiciliana de Trápani, construida para la pesca. Un calafate artistahabía esculpido una langosta de madera subiendo por el timón. Por losdos lados de la proa se remontaba un doble rosario de cangrejos,tallados con la prolijidad inocente de un imaginero medioeval.
Al asomarse á una escotilla vió la mitad de la cala llena de cajas.Ferragut reconoció este cargamento. Cada una de las cajas contenía doslatas de esencia de petróleo.
—Muy bien—dijo al conde, que había permanecido silencioso á susespaldas, siguiéndole en todas sus evoluciones—. ¿Dónde está latripulación?...
Kaledine le señaló tres marineros algo viejos acurrucados en la proa yun muchacho vestido de andrajos. Eran veteranos del Mediterráneo,silenciosos y ensimismados, que obedecían maquinalmente las órdenes, sinpreocuparse de adonde iban ni de quién los mandaba.
—¿No hay más?—preguntó Ferragut.
El conde aseguró que otros hombres vendrían á reforzar la tripulación enel momento de la salida. Esta iba á ser tan pronto como la carga quedaseterminada. Había que tomar ciertas precauciones para no llamar laatención.
—De todos modos, esté usted pronto para embarcarse, capitán.
Tal vez leavise con sólo un par de horas de avance.
En la noche, hablando á Freya, se asombró Ulises de la pron