Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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La maldad de los hombres había imitado la obra destructora de laNaturaleza. Cuando una república marítima vencía á otra república rival,lo primero que pensaba era en obstruir su puerto con arena y piedras, entorcer el curso de las aguas, para que se convirtiese en ciudadterrestre, perdiendo sus flotas y su tráfico.

Los genoveses,triunfadores de los pisanos, cegaban su puerto con las arenas del Arno,y la ciudad de los primeros conquistadores de Mallorca, de losnavegantes á Tierra Santa, de los caballeros de San Esteban, guardianesdel Mediterráneo, pasaba á ser Pisa la muerta, población que sólo deoídas conoce el mar.

—La arena—terminaba diciendo Ferragut—ha cambiado en el Mediterráneolas rutas comerciales y los destinos históricos.

De cuantos hechos habían tenido por escenario el mare nostrum, el másfamoso para el capitán era la inaudita expedición de los almogávares áOriente, la epopeya de Roger de Flor, que él conocía desde pequeño porlos relatos del poeta Labarta, del Tritón y del pobre secretario depueblo que soñaba á todas horas con las grandezas pretéritas de lamarina de Cataluña.

Todo el mundo hablaba en aquellos meses del bloqueo de los Dardanelos.Los buques que surcaban el Mediterráneo, lo mismo los mercantes que losde guerra, trabajaban para la gran operación militar que se ibadesarrollando frente á Gallípoli. El nombre del largo callejón marítimoque separa Europa de Asia estaba en todas las bocas. Las miradas de loshumanos convergían en este punto, lo mismo que en los remotos siglos dela guerra de Troya.

—Nosotros también hemos estado allí—decía Ferragut con orgullo—. LosDardanelos han sido durante varios años de catalanes y aragoneses.Gallípoli fué una ciudad nuestra gobernada por el valenciano RamónMuntaner.

Y emprendía el relato de las conquistas de los almogávares en Oriente,odisea romántica, bárbara y sangrienta á través de las antiguasprovincias asiáticas del Imperio romano, que sólo venía á terminarse conla fundación de un ducado español de Atenas y Neopatras en la ciudad dePericles y Minerva.

Las crónicas de la Edad Media oriental, los libros de caballeríasbizantinos, los cuentos paladinescos de los árabes, no tenían aventuramás imprevista y dramática que la expedición de estos argonautasprocedentes de los valles de los Pirineos, de las márgenes del Ebro y delas moriscas huertas de Valencia.

Durante largos años imperaron en laBitinia, la Troyada, la Jonia, la Tracia, la Macedonia, la Tesalia y laAtica.

Abuelos gloriosos de los conquistadores de América y de la infanteríaespañola de los tercios, estos almogávares eran incansables andarines,vestidos y armados á la ligera. Usaban simples petos de lana cuandotodos los guerreros se cubrían de hierro; oponían la jabalina arrojadizaá la pesada lanza; saltaban como felinos sobre el caballero acorazadopara clavarle su ancha espada por los intersticios de la armadura.

Habían afirmado en Sicilia la dinastía de Aragón, expulsandodefinitivamente á la dinastía francesa á fines del siglo XIII; pero losnuevos reyes ignoraban cómo mantener á esta milicia inocupada y temible,hasta que del seno de ella surgía un aventurero de genio, Roger de Flor,que la llevaba á Oriente al servicio de los emperadores de Bizancio,amenazados por las primeras agresiones de los turcos.

Estos soberanos, muelles, lujosos, refinados, comenzaron á temblar antelos hombres cuyo auxilio habían solicitado imprudentemente. Eranverdaderos salvajes para los patricios de Constantinopla. El mismo díade su llegada entablaron un combate sangriento en las calles de Pera yde Gálata con los genoveses que explotaban la ciudad.

El viejo basileo Andrónico Paleólogo se dió prisa en alejar á lostemibles huéspedes. Cumpliendo sus promesas, confería al obscuro Rogerde Flor el título de megaduque ó almirante, casándolo luego con unaprincesa de la familia imperial. A su vez, los almogávares debían darprincipio inmediatamente á su colaboración militar.

Los afeminados burgueses de Bizancio y su populacho cosmopolita,aficionados á las fiestas de Circo y las querellas teológicas, vieronpartir con satisfacción á estos hombres medio bandidos y medio soldados,que llevaban á la zaga, por una costumbre secular, sus hijos y susbarraganas, duras hembras de Aragón y de Sicilia seguidas de enjambresde chicuelos semidesnudos y acostumbradas á manejar la espada cuandocaía herido su rudo compañero.

Retrocedían los turcos en el Asia Menor ante los nuevos auxiliares deBizancio, más duros y belicosos que ellos.

Reconquistaban losalmogávares Filadelfia, Magnesia, Efeso, y llegaban hasta las llamadas«Puertas de Hierro», al pie del lejano Taurus. De seguir su marcha, sintemor á intrigas de la corte bizantina que dejaban á sus espaldas, talvez hubiesen repetido la hazaña de los cruzados, entrando en Palestinapor el Norte.

Pero el Imperio temía á los almogávares, y cuanto mayores eran susvictorias, más grande resultaba su miedo. Ascendía á Roger de Flor á ladignidad de César, pero lo obligaba á volver atrás, intentando al mismotiempo introducir la discordia entre los jefes de la expedición. Al másnoble de los capitanes almogávares, Berenguer de Enteaza, pariente delos reyes de Aragón, que estaba con sus galeras en el Cuerno de Oro, lonombraba megaduque, enviándole con gran pompa el lujoso sombrero símbolode tal dignidad. Pero el marino aragonés, que conocía la perfidia de losbizantinos, ataba el honorífico sombrero á una cuerda como si fuese uncubo, sacando agua con él ante los escandalizados embajadores.

Un hijo del viejo basileo, llamado Miguel IX, príncipe sombrío yreceloso, que gobernaba unido á su padre, preparó el exterminio de estosintrusos, cada vez más insolentes por sus victorias. Temía quedestronasen á los Paleólogos, estableciendo una dinastía española, comohabían hecho los cruzados un siglo antes, instaurando una dinastíafranca.

Roger de Flor dejó sus tropas establecidas en Gallípoli y fué áConstantinopla antes de emprender la segunda campaña contra los turcos.Creía posible un acomodamiento con la familia imperial, que era la suya.El viejo Andrónico le halagó con nuevos honores, pero antes de volver álos Dardanelos quiso despedirse de su cuñado, el sombrío Miguel, queestaba en Adrianópolis con muchos guerreros búlgaros, futuros aliados.

El heroico aventurero, contra la opinión de los suyos, que temían unaasechanza, fué á Adrianópolis escoltado solamente por unos cientos decatalanes, y le recibieron con grandes fiestas.

Luego, á los postres deun banquete, Miguel y sus búlgaros lo asesinaron. Los almogávares de laescolta se defendieron en grupos aislados contra toda una ciudad, y fuétan inaudita su desesperada resistencia, que á muchos les concedieron lavida por admiración.

Los bizantinos se vengaron del miedo sufrido matando en todo el Imperioá los españoles sueltos. Hasta los capitanes principales, casados conprincesas del país, fueron asesinados en sus casas. Los almogávaresfortificados en Gallípoli, por un escrúpulo caballeresco propio de laépoca, se creyeron en la imposibilidad de defenderse si no declarabanantes la guerra al basileo

solemnemente.

Veintiséis

de

ellos

fueron

áConstantinopla para hacer esta declaración, pero á pesar de su caráctersagrado de embajadores, la misma escolta bizantina que les habíafacilitado Andrónico los asesinó en Rodosto, despedazando los cadáveresen el matadero público y exhibiendo sus cuartos en las mesas delmercado.

«Que vuestro corazón se reconforte—decía sombríamente Muntaner en sucrónica al dar fin á este relato de horrores—. Da aquí en adelante,veréis cómo nuestra Compañía obtuvo, con la ayuda de Dios, una venganzatan ruidosa como jamás se ha visto venganza alguna.»

No llegaban á cuatro mil los almogávares y marineros refugiados enGallípoli. Todos los demás, esparcidos por el Imperio, habían sidodegollados con sus mujeres y sus hijos. Y

esta pequeña tropa, sin otrorefuerzo que el de algunos grupos que de tarde en tarde llegaban deSicilia y Aragón, se mantuvo en los Dardanelos durante dos años.Primeramente se defendieron de todo el ejército bizantino, con susauxiliares alanos y búlgaros.

Muntaner, ciudadano de Valencia, fué el encargado de la defensa deGallípoli. Luego, derrotando á sus enemigos con una buena suerte casimilagrosa, tomaron la ofensiva, haciéndose dueños de Tracia y llegandoen sus audaces correrías hasta la misma Constantinopla. Eran pocos paraapoderarse de la enorme ciudad, pero secuestraron á sus habitantesricos, quemaron sus arsenales, pasaron á cuchillo guarniciones enteras,vengándose ferozmente de la crueldad de sus enemigos.

Al fin, el hambre les obligaba á alejarse. En dos años habían devoradotodos los recursos del país. Los griegos huían de ellos, incapaces deresistirles, y en este vacío no disponían de otros medios desubsistencia que los que traían las naves de la lejana patria.

Esta república militar, que se daba el título de «Compañía», emprendióla retirada hacia el Oeste, marcando su camino con los saqueos yviolencias que acompañan en toda época la retirada de una hordaguerrera. Además, sus jefes estaban enemistados.

El sombrío y ambiciosoRocafort hacía matar á Berenguer de Entenza y acababa su vida en unaprisión. El prudente Muntaner era el consejero de paz, ahogando lasdisidencias, buscando nuevos amigos entre los señores feudales quegobernaban la Macedonia y la Tesalia con títulos de Sebastocrator y de Megaskir.

La Compañía hacia grandes daños á su paso por Salónica y los conventosdel monte Athos. Una vez en la verdadera Grecia, el duque de Atenas,Gautier de Brienne, descendiente de los cruzados franceses, la tomaba ásueldo.

Trataron con desprecio los caballeros francos á estos guerreros mediosalvajes, y los almogávares, poco sufridos de carácter, se enemistabancon ellos. Una batalla decisiva se desarrolló en las márgenes del lagoCopais, famoso por sus anguilas, de las que hablan Aristófanes y casitodos los poetas de la antigua Atenas.

Los paladines vestidos de hierrosobre corceles acorazados atacaron riendo de lástima á estos infantesandrajosos. Pero la Compañía abundaba en hábiles flecheros, y además,rompiendo los canales, convirtió el terreno en un pantano. Se hundían enél los jinetes, asaetados por todas partes, y los almogávares degollaroná la flor de la caballería franca, condes, marqueses y barones, siendode los primeros en caer Gautier de Brienne.

Luego de saquear el país, los vencedores se establecían en Atenas. Diezaños habían durado sus aventuras en Oriente, sus marchas deConstantinopla á las faldas del Taurus, de la península de Gallípoli ála cumbre de la Acrópolis.

—Ochenta años—decía Ferragut al terminar su relato—vivió el ducadoespañol de Atenas y Neopatras ochenta años gobernaron los catalanes esastierras.

Y señalaba al horizonte, en el que se marcaban como rojas neblinas loslejanos promontorios y montañas de la tierra griega.

El tal ducado fué, en realidad, una República. La Compañía habíaconferido su corona á los reyes aragoneses de Sicilia, pero éstos novisitaron nunca sus nuevos dominios, delegando el gobierno en mercaderesy hombres de mar.

Atenas y Tebas fueron administradas con arreglo á las leyes de Aragón.Su código fué el «Libro de usos y costumbres de la ciudad de Barcelona».La lengua catalana reinó como idioma oficial en el país de Demóstenes.Los rudos almogávares se casaron con las más altas damas del país, «tannobles—decía Muntaner—, que años antes no hubiesen desdeñado elpresentarles el agua para que lavasen sus manos».

EL Partenón estaba todavía intacto, como en los tiempos gloriosos de laantigua Atenas. El monumento augusto de Minerva, convertido en iglesiacristiana, no había sufrido otra modificación que la de ver una nuevadiosa en sus altares, la Virgen Santísima, la Panagia Ateneiotissa. Yen este templo milenario, de soberana belleza, se cantó durante ochentaaños el Te Deum en honor de los duques aragoneses y predicaron lossacerdotes en catalán.

La república de aventureros no se ocupó en construir ni en crear. Nadaquedó sobre la tierra griega como rastro de su dominación: edificios,sellos ó monedas. Sólo algunas familias nobles, especialmente en lasislas, tomaron el nombre patronímico de Catalán.

—Aún se acuerdan de nosotros confusamente, pero se acuerdan—decíaFerragut.

Los campesinos del lago Copais guardaban un recuerdo vago de la batallade Cefiso, que dió fin al ducado franco de Atenas.

«Que la venganza delos catalanes te alcance», fué durante varios siglos en Grecia y enRumelia la peor de las maldiciones. Para designar á un ser bárbaro ysanguinario, todavía los griegos modernos le apodan «Catalán», y enMorea toda comadre violenta y reñidora se ve insultada por sus vecinascon el nombre de «Catalana».

Así terminó la más gloriosa y sangrienta de las aventuras mediterráneasen la Edad Media; el choque de la rudeza occidental, casi salvaje perofranca y noble, con la malicia refinada y la civilización decadente delos griegos, pueriles y viejos á la vez, que se sobrevivían en Bizancio.

Ferragut sentía placer con estos relatos de esplendores imperiales,palacios de oro, épicos encuentros y furiosos saqueos, mientras su buquenavegaba cortando la noche y saltando sobre el mar obscuro, acompañadopor el pistoneo de las máquinas y el batir ruidoso de la hélice, que áveces permanecía fuera del agua durante los furiosos balanceos de proa ápopa.

Estaban en el peor sitio del Mediterráneo, donde se encuentran losvientos procedentes del callejón del Adriático, de las estepas del AsiaMenor, de los desiertos africanos y del portillo de Gibraltar,

mezclandotempestuosamente

sus

corrientes

atmosféricas. Las aguas, encajonadasentre las numerosas islas del archipiélago griego, se retorcían enopuestas direcciones, exasperándose al chocar contra los acantilados delas costas, con una violencia de retroceso que se convertía en furiosooleaje.

El capitán, encapuchado como un fraile, encorvándose bajo el viento, queparecía querer arrancar del puente sus gruesas botas, altas hasta larodilla, hablaba y hablaba á su segundo, inmóvil junto á él, cubiertoigualmente con un impermeable que chorreaba humedad por todos suspliegues. La lluvia iba rayando con leves arañazos de luz la lóbregapizarra de la noche. Los dos marinos sentían en la cara y en las manosla misma sensación que si cayesen á través de la obscuridad ortigasheladas.

Por dos veces anclaron cerca de la isla de Tenedos, viendo los moviblesarchipiélagos de los acorazados con velos flotantes de humo. Llegaba ásus oídos, como un trueno incesante, el eco de los cañones que rugían ála entrada de los Dardanelos.

Asistieron de lejos á la emoción causada por la pérdida de algunosnavíos ingleses y franceses. La corriente del mar Negro era la mejorarma para los defensores de este desfiladero acuático contra el ataquede las flotas. No tenían mas que arrojar en el estrecho una cantidad deminas flotantes, y el río azul que se desliza por los Dardanelos lasarrastraba hacia los buques sitiadores, destruyéndolos con infernalestallido. En las costas de Tenedos, las mujeres helénicas, con lascabelleras sueltas, arrojaban flores al mar en memoria de las víctimas,con un dolor teatral semejante al de las heroínas de la antigua Troya,cuyas murallas estaban enterradas en las colmas de enfrente.

El tercer viaje, en pleno invierno, fué muy duro, y al final de unanoche lluviosa, cuando las sutiles palideces del alba empezaban á sacarde la sombra los contornos todavía esfumados de la realidad, el Marenostrum llegó á la rada de Salónica.

Sólo una vez había estado Ferragut en este puerto, muchos años antes,cuando todavía era de los turcos. Primeramente vió unas tierras bajas enlas que parpadeaban los últimos fuegos de los faros. Luego fuéreconociendo la rada, vasta extensión acuática con un marco de arenalesy lagunas que reflejaban la luz indecisa del amanecer. Las gaviotas,recién despiertas, volaban en grupos sobre la inmensa copa marina. En ladesembocadura del Vardar se levantaban los volátiles de agua dulce conruidosos gritos, ó permanecían orlando las orillas, inmóviles sobre suslargas patas.

Frente á la proa fué surgiendo una ciudad entre las ondas albuminosasde la bruma. En un pedazo de cielo limpio y azul se destacaron variosminaretes, brillando sus remates con los fuegos de la aurora. Así comoavanzaba el buque iban desvaneciéndose las nubes matinales, y Salónicase mostró completa, desde el caserío de sus muelles hasta el antiguocastillo que ocupa la cumbre de una colina, fortaleza de torreonesrojizos, chatos y robustos.

Junto al agua, á lo largo del puerto, estaban las construccioneseuropeas, las casas de comercio con sus rótulos dorados, los hoteles,los Bancos, los cinematógrafos y cafésconcíertos, y una torre macízacon otra más pequeña superpuesta: la llamada Torre Blanca, resto de lasfortificaciones bizantinas.

En este caserío europeo se abrían portillos obscuros. Eran las bocas delas calles en pendiente, que se remontaban colina arriba, á través delos barrios griegos, mahometanos é israelitas, basta llegar á una mesetacubierta de altos edificios entre las agujas obscuras de los cipreses.

La diversidad religiosa del Mediterráneo oriental erizaba á Salónica decúpulas y torres. El templo griego henchía en el espacio los bultosdorados de su techumbre; la iglesia católica hacía brillar la cruz en lomás alto de su campanario; la sinagoga, de formas geométricas, sedesbordaba en una sucesión de terrazas; los minaretes islámicos formabanuna columnata blanca, afilada, esbelta. La vida moderna había añadidovarias chimeneas de fábrica y brazos de grúas de vapor, que producían elefecto de anacronismos en esta decoración de puerto oriental.

En torno de la ciudad y su acrópolis huía la llanura hasta perderse enel horizonte; una llanura que Ferragut había visto en el viaje anteriordesolada, monótona, con pocas casas y escasos cultivos, sin otravegetación importante que los pequeños oasis de los cementeriosmusulmanes. Este desierto iba hacia Grecia y Servia, ó al encuentro deBulgaria y Turquía.

Ahora, la parda estepa, al salir de las brumas algodonosas del amanecer,palpitaba con nueva vida. Miles y miles de hombres estaban acampados entorno de la ciudad. Había nuevas poblaciones hechas de lona, callesrectangulares de tiendas, ciudades de barracas de madera, construccionesenormes como iglesias, cuyas paredes de lienzo temblaban bajo lasráfagas.

El capitán vió á través de sus gemelos muchedumbres guerreras ocupadasen los quehaceres del despertar, filas de caballos sin jinete que ibanal abrevadero, parques de artillería con sus cañones en alto iguales átubos de telescopio, pájaros enormes de alas amarillas que emprendían sudeslizamiento á ras de tierra con rudo traqueteo y poco á poco seremontaban en el espacio, brillando sus alas enceradas con los primerosfulgores del sol.

Todo el ejército aliado de Oriente, volviendo de la sangrienta y erróneaaventura de los Dardanelos ó procedente de Marsella y Gibraltar, se ibaamasando en torno de Salónica.

El Mare nostrum fondeó ante los muelles, repletos de cajas y fardos.La guerra daba á este puerto una actividad mucho más grande que la delos tiempos tranquilos. Vapores de todas las banderas aliadas yneutrales descargaban víveres y material militar.

Venían de todos los continentes, de todos los océanos, atraídos por lasnecesidades enormes de un ejército moderno.

Descargaban

cosechas

deprovincias

enteras,

rebaños

interminables de bueyes y caballos,toneladas y toneladas de acero preparado para esparcir la muerte,muchedumbres humanas á las que sólo faltaba una cola de mujeres y deniños para ser iguales á los grandes éxodos belicosos de la Historia.Luego llenaban sus vientres otra vez con los residuos de la guerra,armas necesitadas de reparación, hombres destrozados, y emprendían suviaje de vuelta.

Estos cargamentos, traídos obscura y modestamente á través del maltiempo y la amenaza submarina, preparaban la victoria.

Muchos de estosvapores eran antiguos buques de lujo, exonerados por la necesidadmilitar, sucios y grasosos, que servían ahora de barcos de carga.Alineados junto á los muelles, dormitaban, esperando entrar enfunciones, los navíos-hospitales, trasatlánticos más dichosos, queretenían aún cierta parte de su antiguo bienestar, blancos, limpios,con una cruz roja pintada en los flancos y otra en las chimeneas.

Algunos de los transportes habían llegado á Salónica milagrosamente. Sustripulantes relataban, con la serenidad fatalista de los hombres de mar,cómo el torpedo había pasado á corta distancia del casco. Un vaporherido permanecía aparte, con sólo la quilla sumergida, mostrando alaire todo su vientre rojo. Más abajo de la línea de flotación teníaabierta una brecha de anguloso contorno. Al mirar desde la cubierta laprofundidad de sus bodegas, invadidas por el agua, se veía el portalónabierto en su flanco como la entrada de una caverna luminosa.

Ferragut, mientras descargaban su buque bajo la vigilancia de Tòni, pasólos días en tierra, visitando la ciudad.

Le atrajeron desde el primer momento los callejones de los barriosturcos; sus casas blancas; sus balcones salientes cubiertos de celosías,que son como jaulas pintadas de rojo; las mezquitas, con patios decipreses y fontanas de melancólico chorreo; las tumbas de los santonesen kioscos que cortan las calles bajo el reflejo mortecino de unalámpara; las mujeres veladas por sus negros firadjes; los viejos quetranscurren silenciosos y pensativos bajo su gorro de escarlata,siguiendo los bamboleos del asno en que van montados.

La gran vía romana entre Roma y Bizancio, antiguo camino de losasazules, pasaba por una calle de la moderna Salónica. Aún guardaba unaparte de su pavimento y aparecía obstruída gloriosamente por un arco detriunfo, junto á cuya base de piedra carcomida trabajaban loslimpiabotas, descalzos y con un fez en la cabeza.

Una interminable variedad de uniformes desfilaba por sus calles, y áesta diversidad de trajes venía á añadirse la diferencia étnica de loshombres que los vestían. Los soldados de Francia y de las IslasBritánicas se codeaban con las tropas exóticas. Los gobiernos aliadoshabían hecho un llamamiento á los combatientes profesionales y losvoluntarios de sus colonias. Los tiradores negros del centro de Áfricaenseñaban sus dientes de marfileña sonrisa á los gigantes bronceados,con grueso turbante blanco, procedentes de la India. El cazador de lasllanuras glaciales del Canadá fraternizaba con los voluntarios deAustralia y Nueva Zelandia.

El cataclismo de la guerra mundial había arrastrado los hombres de losantípodas hasta este rincón dormido de la Grecia.

Volvían á repetirselas invasiones de los siglos remotos que habían hecho encorvarse á laantigua Tesalónica bajo la conquista de bárbaros, bizantinos, sarracenosy turcos.

Las tripulaciones de los buques de guerra surtos en la rada venían áfundir en esta variedad de uniformes la nota monótona de su azulnegruzco, casi igual en todas las marinas del mundo...

Y á la amalgamamilitar se agregaba la pintoresca variedad de la vestimenta civil, elcarácter híbrido del vecindario de Salónica, compuesto de varias razas yreligiones que se entremezclan sin confundirse. Los popes de negrastúnicas y sombreros de copa sin alas transcurrían por las calles junto álos sacerdotes católicos ó al rabino de luenga hopalanda. En las afuerasse veían hombres casi desnudos, sin otro traje que una zamarra depieles, guiando rebaños de cerdos, lo mismo que los pastores de la Odisea. Los derviches, con aspecto de demencia, canturreaban inmóvilesen una encrucijada, envueltos en nubes de moscas, esperando el auxiliode los buenos creyentes.

Gran parte de la población estaba compuesta de israelitas descendientesde los judíos expulsados de España y Portugal.

Los más viejos ytradicionalistas se vestían lo mismo que sus remotos abuelos, con largoscaftanes de colores fuertes y rayados. Las mujeres, cuando no imitabanlas modas europeas, lucían un traje pintoresco que hacía recordar laindumentaria española de la Edad Media. No eran únicamente cambistas ócomerciantes, como en el resto de la tierra. Las necesidades de unaciudad dominada por ellos les habían hecho abrazar todas lasprofesiones, siendo artesanos, pescadores, barqueros, mozos de cordel,cargadores del puerto. Guardaban la lengua castellana como idioma delhogar, como bandera original, cuyo aleteo reunía sus almas dispersas,un castellano en formación, blando y sin consistencia, semejante á unacriatura recién nacida.

—¿Tú hispañol?—decían al capitán Ferragut—. Mis antiguos nascieronallá. ¡Terra fermosa!...

Pero no querían volver á ella. Les inspiraba miedo la patria de susabuelos. Temían que, al verles de regreso, los españoles actualessuprimiesen las corridas de toros y restablecieran la Inquisición,organizando una quema todos los domingos.

Oyendo su lenguaje, el capitán recordaba una fecha: 1492. En el mismoaño, Colón había hecho su primer viaje, descubriendo las Indias; losjudíos eran expulsados de la Península, y Nebrija daba á luz la primeragramática castellana. Estos españoles habían salido de la tierra natalmeses antes de que su idioma fuese codificado por primera vez.

Un marino de Génova, antiguo amigo de Ulises, le llevó á un café delpuerto donde se reunían los capitanes mercantes. Eran los únicos quevestían traje civil entre la concurrencia de oficiales de mar y tierraque se apretaba en los divanes, obstruía las mesas y se aglomeraba antela puerta.

Estos vagabundos del Mediterráneo, que muchas veces no podían conversarpor la diversidad de sus idiomas, se buscaban instintivamente,sentándose juntos con un silencio fraternal. Su heroísmo pasivo era enalgunos casos más admirable que el de los hombres de guerra, que puedendevolver golpe por golpe.

Todos los oficiales de las diversas flotassentados cerca de ellos disponían del cañón, del espolón, del torpedo,de las grandes velocidades, de la telegrafía aérea. Los valerososarrieros del mar desafiaban al enemigo en buques indefensos, sintelégrafo y sin cañones. Registrando á todos los hombres de sutripulación, no se encontraba á veces un solo revólver. Y estos bravososaban los

mayores

atrevimientos,

con

un

fatalismo

profesional,confiándose al destino.

En las tertulias del café contaban lentamente algunos capitanes susencuentros en el mar, la aparición inesperada del submarino, el torpedoque marraba su blanco por unos metros, la fuga á todo vapor, recibiendolos cañonazos de la persecución. Se enardecían un instante al recordarel peligro; luego volvían á mostrarse indiferentes y fatalistas.

—Si he de morir ahogado—acababan diciendo—, será inútil cuanto hagapor evitarlo.

Y aceleraban su partida, para regresar un mes después transportando ensu buque una verdadera fortuna, completamente solos, prefiriendo lanavegación suelta y astuta á la marcha en convoy, deslizándose de islaen isla y de costa en costa para despistar á los sumergibles.

Más que los peligros de la navegación les conmovía el estado de susbuques, que llevaban más de un año sin conoce