Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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El jefe quedó en profunda reflexión, con la frente en una mano y el codoen la mesa. Ferragut conocía la justicia militar, expedita, intuitiva,pasional, atenta á sentimientos que apenas tienen valor en otrostribunales, juzgando por los movimientos de la conciencia más que por laletra de las leyes, y capaz de fusilar á un hombre con la mismaprontitud que emplea para dejarlo en libertad.

Cuando los ojos del juez volvieron á fijarse en él, tenían una luzafectuosa. Había sido culpable, no por dinero ni por traición, sinoenloquecido por una mujer. ¿Quién no tenía en su historia algosemejante?... «¡Ah, las mujeres!», repitió el francés, como si lamentasela más terrible de las esclavitudes... Pero bastante pena había sufridocon la pérdida de su hijo. Además, á él le debían el descubrimiento y elarresto de un espía importante.

—La mano, capitán—acabó diciendo, mientras le tendía su diestra—.Todo lo que hemos hablado queda entre los dos: es como una confesión. Yome entenderé con el Consejo de guerra... Siga usted prestando susservicios á nuestra causa.

Y Ferragut no se vió inquietado más por el asunto de Marsella.

Tal vezle vigilaban discretamente y no le perdían de vista hasta convencerse desu completa inocencia. Pero esta vigilancia que él presentía nunca sehizo sentir ni le acarreó molestia alguna.

En el tercer viaje á Salónica, el capitán de navío le vió una vez delejos, saludándole con su grave sonrisa. Y no supo más del espía.

A la vuelta, el Mare nostrum ancló en Barcelona para cargar pañodestinado al ejército servio y otros artículos industriales quenecesitaban las tropas de Oriente. Este viaje no lo hizo Ferragut por eldeseo de ganancia. Un interés afectivo tiraba de él... Necesitaba ver áCinta, sintiendo que en su alma retoñaba el pasado.

La imagen de la esposa surgía en su memoria vivaz y atrayente, como enlos primeros tiempos de su matrimonio. No era una resurrección delantiguo amor: esto resultaba imposible...

Pero el remordimiento se lahacía ver idealizada por la distancia, con todas sus cualidades de mujerdulce y modesta; y el continuo recuerdo iba tomando la forma de un deseoamoroso.

Quería restablecer las cordiales relaciones de otros tiempos; hacerseperdonar todo lo pasado; que ella no le mirase con odio, creyéndoloresponsable de la muerte de su hijo.

En realidad era la única mujer que le había amado sinceramente, comoella podía amar, sin brusquedades y exageraciones pasionales, con latranquilidad de una compañera.

Las otras no existían. Eran un tropel desombras que apenas si se marcaban en su memoria como espectrosdaltonianos, de visible contorno, pero sin color. En cuanto á la última,aquella Freya que la desgracia había puesto ante su paso... ¡cómo laodiaba el capitán! ¡Cómo deseaba encontrarse con ella para devolverleuna parte del daño que le había hecho!...

Al ver á su esposa, se imaginó Ulises que no había transcurrido eltiempo. La encontró lo mismo que al partir, con las dos sobrinassentadas á sus pies, fabricando blondas interminables y sutiles sobrelos colchoncillos cilíndricos apoyados en sus rodillas.

La única novedad de la llegada del capitán á esta vivienda de monásticacalma fué que don Pedro se abstuvo de su visita.

Cinta acogió á su marido con una sonrisa pálida. Se adivinaba en estasonrisa la obra del tiempo. Seguía pensando en su hijo á todas horas,pero con una resignación que secaba sus lágrimas y le permitía continuarel pausado mecanismo de su existencia.

Quiso borrar además sus malaspalabras, inspiradas por el dolor: el recuerdo de aquella escena derebelión en la que se había levantado como una acusadora iracunda contrael padre. Y

Ferragut, durante algunos días, creyó vivir lo mismo queaños atrás, cuando aún no había comprado el Mare nostrum y proyectabaquedarse para siempre en tierra. Cinta le atendía y obedecía como debehacerlo una esposa cristiana. Sus palabras y actos revelaban un deseo deolvidar, de hacerse agradable.

Pero algo faltaba que había hecho dulce el pasado. Ulises, varónimpetuoso, incapaz de cordura al lado de una mujer, impuso en las nochesel ejercicio de sus derechos. Un sentimiento de tristeza y de vergüenzafué el obligado final de sus caricias. Su esposa salía de ellas como deun suplicio: resignada porque así lo exigía su deber, pero con un gestode repulsión mal disimulado.

La cordialidad de su juventud no podía resucitar. El recuerdo del hijose incrustaba entre los dos, dejando apenas en el pensamiento un breveespacio para el deseo voluptuoso... ¡Y así sería siempre!

Volvió á esperar con impaciencia la hora de huir de Barcelona.

Enrealidad, aquella casa ya no era suya. Por mucho que la esposa seesforzase, siempre se interpondría entre ambos el irremediable pasado.Su destino era vivir en un buque, pasar el resto de sus días sobre lasolas, como el capitán maldito de la leyenda holandesa, hasta que vinieseá redimirle una virgen pálida envuelta en velos negros: la muerte.

Mientras el vapor terminaba su carga paseó por la ciudad, visitando ásus primos los fabricantes ó permaneciendo, como un desocupado, en loscafés. Seguía con los ojos la corriente humana de las Ramblas, en la quese confundían los hijos del país y los pintorescos y disparatadoscontingentes aportados por la guerra.

Lo primero que notó Ferragut fué la visible disminución de losrefugiados alemanes.

Meses antes los había encontrado en todas partes, llenando los hoteles,apoderándose de los cafés, ostentando en las calles sus sombreros verdesy sus camisas de cuello abierto, que les hacían ser reconocidosinmediatamente. Las alemanas, con trajes vistosos y disparatados, sebesaban al encontrarse, hablando á gritos. La lengua germánica,confundida con el catalán y el castellano, parecía pertenecer al país.En los caminos y las montañas se veían filas de mocetones despechugados,con la cabeza descubierta, un palo en la mano y una mochila alpestre ála espalda, entreteniendo sus ocios con excursiones de placer que talvez eran al mismo tiempo de previsor estudio.

Todos ellos procedían del otro hemisferio. Eran alemanes de América,especialmente del Brasil, de Argentina y Chile, que habían pretendidovolver á su país en los primeros momentos de la guerra, quedandoaislados en Barcelona, sin poder continuar su viaje, por miedo á loscruceros franceses é ingleses que vigilaban el Mediterráneo.

Al principio ninguno había querido preocuparse de su instalación en estatierra extraña. Todos se aglomeraban á la vista del mar, con laesperanza de ser los primeros en embarcarse apenas se abriese para ellosel camino de la navegación.

La guerra iba á ser muy corta, ¡cortísima! El kaiser y sus irresistiblesejércitos sólo necesitaban seis meses para imponer la ley á toda Europa.Las familias germánicas enriquecidas por el comercio se habían alojadoen los hoteles. Los pobres que trabajaban en el Nuevo Mundo comoagricultores ó dependientes de tienda se acuartelaban en un matadero delas afueras. Algunos que eran músicos habían adquirido instrumentosviejos y formaban murgas vagabundas, implorando limosna con sus rugidosde pueblo en pueblo.

Pero transcurrían los meses, la guerra se prolongaba, y nadie podíacolumbrar su término. Cada vez era mayor el número de los que tomabanlas armas contra el imperialismo medioeval de Berlín. Y los refugiadosalemanes, convencidos finalmente de que la espera iba á ser larga, seesparcían por el interior de la nación, buscando una existencia másamplia y barata. Los que habitaban hoteles lujosos iban á instalarse en«villas» y chalets de los alrededores; los pobres, cansados del ranchodel matadero, se enganchaban para trabajar en obras públicas delinterior.

Aún quedaban muchos en Barcelona, reuniéndose en determinadascervecerías para leer los periódicos de su patria y hablarmisteriosamente de los trabajos de la guerra.

Ferragut los reconocía inmediatamente al encontrarlos en la Rambla. Eranmercaderes establecidos largos años en el país, que alardeaban decatalanes con la mentirosa facilidad de adaptación propia de su raza.Otros procedían de América y estaban ligados con los de Barcelona por lafrancmasonería del comercio y del interés patriótico. Pero todos erangermanos, y ello bastaba para que el capitán recordase inmediatamente ásu hijo, imaginando sangrientas venganzas. Deseó á veces tener en subrazo las fuerzas ciegas de la Naturaleza para borrar de un solo golpe áestos enemigos. Le molestaba verlos instalados en su tierra, tener quepasar junto á ellos diariamente, sin protesta y sin agresión,respetándolos porque así lo exigían las leyes.

Gustaba en las mañanas de circular por la Rambla ante los puestos de lasfloristas. Podía pasearse entre dos muros de flores recién cortadas queguardaban aún en sus corolas el rocío del amanecer. Cada mesa de hierroera una pirámide con todas las tintas del iris y todas las fraganciasque puede elaborar la tierra.

Empezaba la buena estación. Los árboles añosos de la Rambla se cubríande hojas, y en sus frondas nacientes chillaban miles de pájaros con latenacidad ensordecedora de las cigarras, persiguiéndose de tronco entronco, dejando caer sobre la muchedumbre que circulaba por abajo elolvido casi líquido de sus flojos intestinos.

El capitán, mirando á las señoras con mantilla que llegaban en busca deun ramo, creía percibir el perfume de su carne matinal recién salida delsueño y refrescada por este ambiente de jardín.

En Ferragut, el deseo dela mujer predominaba sobre todas las emociones. Ninguna situación, porangustiosa que fuese, le dejaba insensible á los atractivos femeninos.

Una mañana, avanzando lentamente entre la muchedumbre, notó que leseguía una mujer. Varias veces le cortó el paso sonriéndole, buscando unpretexto para entablar conversación.

Tal insistencia no podíaenorgullecerle. Era una hembra cuarentona, de pecho prominente y sueltasancas, una cocinera con la cesta en el brazo, igual á muchas otras quepasaban por la Rambla de las Flores para unir un ramo á la diaria comprade víveres.

Al darse cuenta de que el marino no se conmovía con sus sonrisas y lasmiradas de sus ojos claros, se plantó ante él, hablándole en catalán.

—¿Es usted, y perdone, un capitán de barco al que llaman don Ulises?...

Se entabló la conversación. La cocinera, convencida de que era él,siguió hablando con sonriente misterio. Una señora muy hermosa deseabaverle... Y le dió las señas de una «torre» situada al pie del Tibidabo,en una barriada de reciente construcción.

Podía hacer su visita á lastres de la tarde.

—Venga, señor—añadió con una mirada de dulce promesa—.

No searrepentirá del viaje.

Fueron inútiles todas las preguntas. La mujer no quiso decir más. Loúnico que pudo entrever en sus evasivas fué que la persona que laenviaba se había separado de ella al ver al capitán.

Cuando se alejó la mensajera quiso seguirla, pero la gorda comadrevolvió repetidas veces la cabeza. Su astucia estaba habituada á burlarpersecuciones, y sin que Ferragut pudiera darse cuenta de cómo fué sudesaparición, se escabulló entre los grupos cerca de la plaza deCataluña.

«No iré», fué lo primero que se dijo Ulises al quedar solo.

Sabía lo que significaba esta invitación. Recordó un sinnúmero deantiguas é inconfesables amistades que tenía en Barcelona: mujeres quehabía conocido en otros tiempos, entre dos viajes, sin pasión alguna,por su curiosidad de vagabundo ansioso de novedades. Tal vez una deellas le había visto en la Rambla, enviándole á esta intermediaria parareanudar viejas relaciones.

El capitán debía gozar fama de rico, ahoraque todo el mundo hacía comentarios sobre los formidables negociosrealizados por los dueños de buques.

«No iré», volvió á decirse con energía. Consideraba una molestia inútilacudir á esta entrevista, para encontrar la sonrisa mercenaria de unrostro conocido y olvidado.

Pero la insistencia del recuerdo y la misma tenacidad con que se repitiósu promesa de no acudir á la cita empezaron á hacer sospechar á Ferragutque bien podría ser que fuese á ella.

Después del almuerzo su voluntad flaqueó. No sabía qué hacer durante latarde. Su única distracción era visitar á sus primos en sus escritoriosó pasear por la Rambla. ¿Por qué no ir?... Tal vez se engañaba, y laentrevista fuese interesante. De todos modos, tenía el recurso deretirarse después de una breve conversación sobre el pasado... Sucuriosidad estaba excitada por el misterio.

Y á las tres de la tarde tomó un tranvía, que le condujo á los nuevosbarrios surgidos al pie del Tibidabo.

La burguesía comercial había cubierto estos terrenos con una floraciónarquitectónica hija legítima de su fantasía. Tenderos y fabricantesquerían tener una casa de placer—llamada «torre»

tradicionalmente—paradescansar los domingos y hacer alarde al mismo tiempo de su prosperidad.Las había góticas, árabes, griegas y persas. Los más patriotas seconfiaban á la inspiración de ciertos arquitectos que habían inventadoun arte catalán, con ojivas, almenas y coronas de conde. Estas coronasmedioevales, que se repetían hasta en los remates de los reverberos,eran el eterno tema decorativo de una ciudad industrial poco dada á losensueños y áspera para la ganancia.

Ferragut avanzó por una calle solitaria, entre dos filas de árboles defresco trasplante, que empezaban á dar su primer estirón. Miraba lasfachadas de las «torres», hechas de bloques de cemento imitando lapiedra de las viejas fortalezas, ó con azulejos que representabanpaisajes de ensueño, flores absurdas, ninfas azuladas.

Al descender del tranvía había adoptado una resolución. Sólo deseaba verla casa exteriormente. Tal vez esto le ayudase á descubrir quién era lamujer. Luego seguiría adelante.

Pero al llegar á la «torre» cuyo número guardaba en su memoria ydetenerse unos segundos ante su arquitectura de castillete feudal, quehacía presentir un interior semejante á los salones de las cervecerías,vió que se abría la puerta, apareciendo en ella la misma mujer que lehabía hablado en la Rambla de las Flores.

—Entre usted, capitán.

Y el capitán no pudo resistirse á los ojos maliciosos y la sonrisaterceril de la cocinera.

Se vió en una especie de hall semejante á la fachada, con chimeneagótica de alabastro imitando el roble, grandes jarros de porcelana,pipas de tamaño de bastones y armas viejas adornando las paredes. Variasestampas reproduciendo cuadros modernos de Munich alternaban con estosadornos. Frente á la chimenea, Guillermo II lucía uno de susinnumerables uniformes entre las rutilancias del marco dorado yesplendoroso.

La casa parecía deshabitada. Gruesas cortinas, blandas alfombras,devoraban todos los ruidos. Había desaparecido la pesada introductoracon la ligereza de un ser inmaterial, como tragada por la pared. Elmarino empezó á sentirse inquieto en esta soledad que le parecía hostil,mirando fijamente el retrato del kaiser... ¡Y él que no llevaba armas!

Volvió á presentarse la sonriente mujer con el mismo deslizamientosilencioso.

—Pase usted, don Ulises.

Había abierto una puerta, y Ferragut, al avanzar, sintió que esta puertase cerraba á sus espaldas.

Lo primero que pudo ver fué un ventanal, más ancho que alto, con vidriosde colores. Una walkyria galopaba en él, con la lanza en alto y lacabellera flotante, sobre un caballo negro que expelía fuego por lasnarices. A la luz difusa de la vidriera columbró tapices en las paredesy un diván profundo con almohadones floreados.

Una mujer surgió de la hundida mullidez de este lecho, saltando haciaFerragut con los brazos extendidos Su impulso fué tan violento que lahizo chocar contra el pecho del capitán. Antes de que el abrazo femeninose cerrase sobre él, vió una boca suspirante, de dientes ávidos; unosojos lacrimosos por la emoción; una sonrisa que era un rictus, mezcla deamor y de inquietud dolorosa.

—¡Tú!... ¡tú!—balbuceó él, echándose atrás.

Le temblaron las piernas con el estremecimiento de la sorpresa; una olade frío corrió por su espalda.

—¡Ulises!—suspiró la mujer, intentando abarcarlo de nuevo con susbrazos.

—¡Tú!... ¡tú!—volvió á repetir el marino con voz sorda.

Era Freya.

No supo ciertamente qué fuerza misteriosa le dictó su gesto.

Fué tal vezla voz de los buenos consejos, que hablaba en su cerebro en losinstantes críticos y ahora había perdido su cordura... Vióinstantáneamente el mar, un buque que estallaba y su hijo hecho pedazos.

—¡Ah... tal!

Levantó el brazo robusto, con el puño cerrado como una maza.

La voz dela prudencia seguía dándole órdenes: «¡Duro!... Nada de miramientos.Esta hembra es de revólver.» Y pegó como si su enemigo fuese un hombre,sin vacilación, sin misericordia, concentrando en el puño toda su alma.

El odio que sentía y el recuerdo de los medios agresivos de la alemanale hicieron iniciar un segundo golpe, temiendo un ataque de ella,queriendo repelerlo antes de que lo realizase...

Pero quedó con el brazoen alto.

—¡Ay!...

La mujer había lanzado un gemido infantil, bamboleándose, girando sobresus pies, con los brazos á lo largo del cuerpo, sin intento alguno dedefensa... Fué de un lado á otro, lo mismo que si estuviese ebria. Sedoblaron sus rodillas, y cayó con la blandura de un paquete de ropas,chocando su cabeza primeramente con el duro brazo de un sitial de roble,yendo después, de rebote, á posarse sobre los almohadones del diván.

Elresto del cuerpo quedó como un andrajo sobre la alfombra.

Hubo un largo silencio, interrumpido de tarde en tarde por quejidos dedolor. Freya gemía con los ojos cerrados, sin salir de su inercia.

El marino, ceñudo, ajado por la cólera, con una fealdad trágica, siguióinmóvil, mirando torvamente á la hembra caída.

Estaba satisfecho de subrutalidad; había sido un desahogo oportuno; respiraba mejor. Al mismotiempo sentía vergüenza.

«¿Qué has hecho, cobarde?...» Por primera vezen su existencia había pegado á una mujer.

Se llevó su diestra dolorida á la altura de los ojos. Uno de sus dedossangraba. Tal vez se había enganchado en los pendientes de ella; tal vezse había rasgado en un alfiler perdido en su pecho. Chupó la sangre delprofundo arañazo y luego olvidó esta herida, para seguir contemplando elcuerpo tendido á sus pies.

Poco á poco se habituó á la luz difusa de la habitación. Veía ya todoslos objetos claramente. Sus ojos abarcaron á Freya con una mirada en laque se confundían el odio y el remordimiento.

La cabeza, hundida en el cojín, presentaba un perfil doloroso.

Parecíamucho más vieja, como si su edad se hubiese doblado con las lágrimas. Elgolpe brutal había hecho huir con fúnebre aleteo su frescura y sumaravillosa juventud. Sus ojos entreabiertos tenían una aureola demomentáneas arrugas; la nariz había tomado el lívido afilamiento de losmoribundos. El casco de sus cabellos, roto bajo el puñetazo, se esparcíaen mallas doradas y ondulantes. Algo negro serpenteaba formando hilillossobre la seda del almohadón. Era sangre que corría un breve trecho entrelas flores heráldicas del bordado; sangre que manaba de la sien oculta,para ser bebida por la sequedad del blando relleno.

Ferragut, al hacer este descubrimiento, sintió aumentarse su confusión.Dió un paso sobre el cuerpo tendido, buscando la puerta. ¿Por quécontinuaba allí?... Todo lo que debía hacer ya estaba hecho, todo lo quepodían decirse ya estaba dicho.

—¡No te vayas, Ulises!—suspiró una voz doliente—.

¡Óyeme!... Se tratade tu vida.

El miedo á que él huyese la hizo incorporarse con dolorosos gemidos, yeste movimiento aceleró la salida de su sangre... El almohadón continuóabrevándose como un prado que tiene sed.

Una piedad irresistible, igual á la que podía sentir por una desconocidaabandonada en mitad de la calle, hizo retroceder al marino. Sus ojos sefijaron en un alto tubo de cristal que subía desde el suelo con la bocarepleta de flores. De un zarpazo esparció sobre la alfombra toda estaprimavera arreglada poco antes por unas manos femeniles con la fiebredel que cuenta los minutos y vive esperando.

Mojó su pañuelo en el agua de las flores y se arrodilló junto á Freya,levantando su cabeza del cojín. Ella se dejó lavar la herida con unabandono de criatura enferma, fijando en su agresor unos ojosimplorantes, que se abrían enteros por primera vez.

Cuando la sangre cesó de surgir, formándose en la sien una mancha rojade coágulo, Ferragut intentó levantarla.

—No, déjame así—murmuró ella—. Prefiero estar á tus pies.

Soy tuesclava... tu cosa. Pégame más, si eso calma tu cólera.

Quiso afirmar su humildad avanzando hacia él los labios con un besotímido, de sierva agradecida.

—¡Ah, no!... ¡no!

Ulises, para huir de esta caricia, se puso de pie con violencia.

Sintió otra vez odio contra la mujer que recobraba poco á poco sussentidos. Al cesar el chorreo de la sangre se había extinguido sucompasión.

Ella, adivinando sus pensamientos, sintió la necesidad de hablar.

—Haz de mí lo que quieras... no me quejaré. Tú eres el primer hombreque me ha pegado... ¡y no me he defendido! No me defenderé aunquevuelvas á golpearme... De ser otro, habría contestado á la agresión;¡pero tú!... ¡te he hecho tanto daño!...

Calló unos momentos. Estaba arrodillada ante él en actitud suplicante,con el cuerpo descansando sobre los talones. Tendía los brazos al hablarcon una voz doliente y monótona, igual á la de los espectros en lasapariciones de teatro.

—He vacilado mucho antes de verte—continuó—. Temía tu cólera; estabasegura que en el primer momento te dejarías arrastrar por tu carácter, yme daba miedo la entrevista... Te he espiado desde que supe que estabasen Barcelona; he aguardado cerca de tu casa; muchas veces te he visto ála puerta de un café y he tomado la pluma para escribirte; pero temí queno acudieras al conocer mi letra, ó que despreciaras una carta de otramano...

Esta mañana, en la Rambla, no pude contenerme por más tiempo, yte envié á esa mujer, y he pasado unas horas crueles sospechando que novendrías... Al fin te veo, y nada me importan tus violencias...¡Gracias, muchas gracias por haber venido!

Ferragut permaneció inmóvil, con la mirada perdida, como si no oyese suvoz.

—Necesitaba verte—siguió diciendo ella—. Se trata de tu existencia.Te has colocado enfrente de un poder inmenso que puede aplastarte: tupérdida está decidida. Eres un hombre solo, y desafías, sin saberlo, áuna organización grande como el mundo... El golpe aún no ha caído sobreti, pero caerá de un momento á otro; tal vez hoy mismo; yo no puedosaberlo todo...

Por esto necesitaba verte, para que te pongas á ladefensiva, para que huyas si es preciso.

El capitán levantó los hombros sonriendo con desprecio, como siempre quele hablaban de peligros aconsejándole prudencia.

Además, no creía nadade aquella mujer.

—¡Mentira!—dijo sordamente—. ¡Todo mentira!...

—No, Ulises; óyeme. Tú no sabes el interés que me inspiras.

Eres elúnico hombre que he amado... No sonrías así: me da miedo tuincredulidad... El remordimiento va unido á mi pobre amor; ¡te he hechotanto daño!... Odio á los hombres, ansío causarles todo el mal quepueda, pero existe una excepción:

¡tú!... Todos mis deseos de felicidadson para ti; mis ensueños sobre el porvenir tienen siempre como centrotu persona...

¿Quieres que permanezca indiferente al verte enpeligro?... No, no miento... Todo lo que te diga esta tarde es laverdad; ya no podré mentirte nunca. Bastante me pesan mis artificios yembustes que te atrajeron la desgracia... Vuelve á pegarme, trátame comoá la peor de las mujeres, pero cree cuanto yo te diga; sigue misconsejos.

Continuó el marino en su actitud de indiferencia y menosprecio. Lasmanos le temblaban, impacientes. Iba á marcharse; no quería oírla más...¿Le había buscado para infundirle miedo con sus peligros imaginarios?...

—¿Qué has hecho, Ulises?... ¿qué has hecho?—siguió diciendo Freya condesesperación.

Sabía todo lo ocurrido en el puerto de Marsella, é igualmente lo sabíanlos infinitos agentes que trabajaban por la mayor gloria de Alemania. Elmarino Von Kramer, desde su encierro, había hecho conocer el nombre desu delator. Ella se lamentó de la franqueza vehemente del capitán.

—Comprendo tu odio: no puedes olvidar el torpedeamiento del Californian... Pero debías haber denunciado á Von Kramer anónimamente,sin que él supiese de quién partía la acusación...

Has procedido como unloco, como un meridional; eres un carácter arrebatado que no teme elmañana.

Ulises hizo un gesto de desprecio. El no gustaba de tapujos ytraiciones: su procedimiento era el mejor. Lo único que lamentaba eraque este asesino del mar viviese aún; no haber podido matarlo por supropia mano.

—Tal vez no vive ya—prosiguió ella—. El Consejo de guerra lo hacondenado á muerte. Ignoramos si la sentencia se ha cumplido; pero lovan á fusilar de un momento á otro, y todos en nuestro mundo saben queeres tú el verdadero autor de su desgracia.

Se asustaba al pensar en el odio acumulado por este hecho y en lapróxima venganza. El nombre de Ferragut era objeto en Berlín de unaatención especial; en todas las naciones de la tierra lo repetían enaquellos momentos los batallones civiles de hombres y mujeres encargadosde trabajar por el triunfo germánico. Los comandantes de los submarinosse pasaban informes acerca de su buque y su persona. Había osado atacaral Imperio más grande de la tierra, él, un hombre solo, un simplecapitán mercante, privando al kaiser de uno de sus más valiososservidores.

—¿Qué has hecho, Ulises?... ¿qué has hecho?—dijo otra vez.

Y Ferragut acabó por reconocer en esta voz un verdadero interés por supersona, un miedo enorme ante los peligros de que le creía amenazado.

—Aquí mismo, en tu país, te alcanzará su venganza. ¡Huye!

No sé adóndepodrás ir para verte libre de ellos; pero créeme...

¡huye!

El marino salió de su despectiva indiferencia. La cólera dió un brillohostil á su mirada. Se indignó al pensar que aquellos extranjeros podíanperseguirle en su patria: era como si le atacasen dentro de su mismohogar. El orgullo nacional aumentó su cólera.

—¡Que vengan!—dijo—. Me gustaría verlos hoy mismo.

Y miró en torno, cerrando los puños, como si fuesen á surgir de lasparedes estos adversarios innumerables y desconocidos.

—También á mí empiezan á considerarme como á una enemiga—continuó lamujer—. No me lo dicen, porque entre nosotros es cosa corriente ocultarlos pensamientos; pero lo adivino en la frialdad que me rodea... Ladoctora sabe que te amo lo mismo que antes, á pesar de la cólera queella s