Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Al sentir en la frente la sensación del aire libre, resurgieron en sumemoria los peligros que le había anunciado Freya. Exploró la calle conuna mirada hostil... «¡Nadie!» Su deseo era encontrarse con los enemigosde que hablaba aquella mujer, para desahogar la cólera que sentía contrasí mismo. Estaba avergonzado y furioso por su pasajera debilidad, quecasi le había hecho reanudar la antigua existencia.

En los días sucesivos se acordó repetidas veces de la banda derefugiados que obedecía á la doctora. Al encontrar en las callestranseúntes de aspecto germánico, los miraba de frente con ojos de reto.¿Sería alguno de ellos el encargado de matarle?...

Luego seguíaadelante, arrepentido de su provocación, seguro de que eran mercaderesde la América del Sur, boticarios ó empleados de Banco, indecisos entrevolver á sus casas al otro lado del Océano ó esperar en Barcelona eltriunfo siempre inmediato de su emperador.

Al fin, el capitán acabó por reírse de las recomendaciones de Freya.

«¡Mentiras suyas!... Invenciones para interesarme y que la lleveconmigo. ¡Ah, embustera!»

Una mañana, al pisar la cubierta de su vapor, Tòni se acercó á él conaire misterioso. Su rostro tenía una, palidez de ceniza.

Cuando estuvieron en el salón de popa, el segundo habló en voz baja,mirando en torno de él.

La noche anterior había bajado á tierra para ir al teatro. Todos losgustos literarios de Tòni y sus emociones estéticas se concentraban enla zarzuela. Los hombres de talento no habían podido inventar nadamejor. De ella iba sacando los canturreos con que animaba sus largaspermanencias en el puente. Además, había el coro femenil, brillantementevestido y con las piernas libres; las tiples abundantes en carnes yligeras de ropa; un desfile de mallones rosados y voluptuosas redondecesque alegraba la imaginación del navegante, sin hacer olvidar los deberesde la fidelidad.

A la una de la madrugada, cuando volvía al buque por los muellessolitarios, habían intentado asesinarle. Creyó ver gentes que seocultaban detrás de un montón de mercancías al oír sus pasos. Luegosonaron tres detonaciones, tres tiros de revólver.

Una bala silbó en unode sus oídos.

—Y como yo no llevaba armas, corrí. Afortunadamente, fué cerca delbuque, casi junto á la proa. Sólo tuve que dar unos cuantos saltos parameterme plancha adentro en el vapor... Y ya no dispararon más.

Ferragut quedó silencioso. También él había palidecido, pero de sorpresay de cólera. ¡Luego eran ciertos los anuncios de Freya!...

No quiso fingir incredulidad ni mostrarse temerario y despreciador delpeligro cuando Tòni siguió hablando.

—¡Ojo, Ulises!... Yo he reflexionado mucho sobre este suceso.

Los tirosno eran para mí. ¿Qué enemigos tengo yo? ¿Quién puede querer mal á unpobre piloto que no ve á nadie?...

¡Guárdate! Tú sabrás tal vez de dóndeviene eso: tú tratas muchas gentes.

El capitán adivinó que se acordaba de las aventuras de Nápoles y deaquella proposición vergonzosa guardada como un secreto, relacionándolotodo con la nocturna agresión. Pero ni su voz ni sus ojos justificarontales sospechas, y Ferragut prefirió no darse por enterado de lo quepasaba.

—¿Sabe alguien lo ocurrido?

Tòni levantó los hombros. «Nadie...» Se había metido en el vapor,apaciguando al perro de á bordo, que ladraba furiosamente. El hombre deguardia había oído los tiros, imaginándose que eran de una pelea demarineros. Además, á él sólo le interesaba lo que ocurriese á partir dela plancha que unía el muelle con el buque.

—¿No has dado parte á la autoridad?...

El segundo se indignó al oír esta pregunta, con la altivez de losmediterráneos, que nunca se acuerdan de la autoridad en momentos depeligro y sólo confían su defensa á la destreza de su mano. «¿Le teníaacaso por un delator?...»

Pensaba hacer lo que hacen los hombres que son hombres. En adelante,iría armado á todas horas mientras estuviese en Barcelona. ¡Ay del quetirase sobre él, si es que no le hería!... Y

guiñando un ojo, mostró ásu capitán lo que él llamaba «la herramienta».

Al piloto le repugnaban las armas de fuego, juguetes locos y ruidosos,de problemático resultado. Amaba el golpe en silencio, el arma blanca,prolongación de la mano, con un cariño ancestral que parecía evocar elcentelleo de las hachas de abordaje usadas por sus antepasados.

Con amorosa suavidad sacó de su cintura un cuchillo inglés adquirido enla época en que era patrón de barca: una hoja brillante que reproducíalos rostros que la contemplaban, con punta aguda de estilete y filo denavaja de afeitar.

Tal vez no tardase en hacer uso de su «herramienta». Recordó á variosindividuos que en los días anteriores paseaban lentamente por el muelleexaminando el buque, espiando á los que entraban y salían. Si alcanzabaá verlos de nuevo, se echaría fuera del vapor para decirles dospalabras.

—No hagas nada—ordenó Ferragut—. Yo me ocuparé del asunto.

Todo el día estuvo preocupado por la noticia. Al pasear por Barcelona,miró con ojos provocativos á cuantos transeúntes le parecieron alemanes.Se unió á la acometividad de su carácter una indignación de propietarioque se ve atropellado dentro de su casa. Los tres tiros eran para él, yél era un español y los boches se atrevían á atacarlo en su propiatierra. ¡Qué audacia!...

Varias veces se llevó la diestra á la parte trasera de su pantalón,tocando un bulto prolongado y metálico. Esperaba el anochecer pararealizar cierta idea que se le había fijado entre las dos cejas como unclavo doloroso. Mientras no la realizase no estaría tranquilo.

La voz de los buenos consejos protestó: «No hagas locuras, Ferragut; nobusques al enemigo, no lo provoques. Defiéndete nada más.»

Pero su arrogancia temeraria, que le había hecho embarcarse en buquesdestinados al naufragio y le empujaba hacia el peligro por el gusto devencerlo, gritó más alto que la prudencia.

«¡En mi patria!...—se dijo mentalmente—. ¡Querer asesinarme cuandoestoy en mi tierra!... Yo les haré ver que soy un español...»

Conocía el bar del puerto mencionado por Freya. Dos hombres de sutripulación le habían dado nuevos informes. Sus parroquianos eranalemanes pobres, que bebían en abundancia.

Alguien pagaba por ellos, yen días señalados hasta se permitían convidar á patrones de barcas depesca y vagabundos del puerto.

Un gramófono sonaba continuamente,lanzando cánticos chillones que los concurrentes coreaban á gritos.Cuando se recibían

noticias

de

la

guerra

favorables

á

los

Imperiosgermánicos, redoblaban las canciones y el copeo hasta media noche y lacaja de música agria no descansaba un instante.

En las paredes se veíanlos retratos de Guillermo II y varios de sus generales. El dueño del bar, un alemán gordo de piernas, cuadrado de cabeza, con pelos durosde cepillo y mostachos colgantes, respondía al apodo de Hindenburg.

Sonrió el marino al pensar en la posibilidad de meter á Hindenburg debajo de su mostrador... Quería ver este establecimiento, donde muchasveces había sonado su nombre.

Al anochecer, sus pasos le llevaron hacia el bar, con un impulsoirresistible que se burlaba de todos los consejos de la prudencia.

La puerta de cristales se resistió á su mano nerviosa, tal vez porquemanejaba el picaporte con demasiada fuerza, y el capitán acabó porabrirla dando una patada en su parte baja, que era de madera.

Casi volaron los vidrios al impulso de este golpe, brutal.

¡Magníficaentrada!... Vió mucho humo, perforado por las estrellas rojas de treslámparas eléctricas que acababan de encenderse, y hombres que estaban deespaldas ó frente á él en torno de varias mesas. El gramófono gangueabacomo una vieja sin

dientes.

Detrás

del

mostrador

aparecía

Hindenburg,despechugado, con la camisa arremangada sobre sus brazos voluminososcomo piernas.

—Yo soy el capitán Ulises Ferragut.

La voz que dijo esto tuvo un poder semejante al de las palabras mágicasde los cuentos orientales, que dejan en suspenso la vida de una ciudadentera, quedando inmóviles personas y objetos, en la actitud que lessorprende el poderoso conjuro.

Se hizo un silencio de asombro. Los que empezaban á volver la cabezaatraídos por el estrépito de la puerta no continuaron su movimiento; losque estaban enfrente permanecieron con los ojos fijos en el que entraba:unos ojos agrandados por la sorpresa, como si no pudiesen creer lo queveían. El gramófono calló repentinamente. Hindenburg, que estabalimpiando un vaso, quedó con las manos inmóviles, sin sacar laservilleta de la cavidad de cristal.

Ferragut fué á sentarse junto á una mesa vacía, con la espalda apoyadaen la pared. Un criado, el único del establecimiento, acudió paraenterarse de lo que deseaba, el señor. Era un andaluz pequeño yvivaracho, que sus andanzas habían traído á Barcelona. Servía conindiferencia á la clientela, sin que le interesasen sus palabras y sushimnos. «El no se metía en política.» Habituado á los establecimientosde gente alegre y batalladora, adivinó al hombre que viene á «armarbronca», y quiso amansarlo con su actitud sonriente y obsequiosa.

El marino le habló en alta voz. Sabía que en aquel cafetucho lenombraban frecuentemente y eran muchos los que deseaban verle. Podíadarles el recado de que el capitán Ferragut estaba allí, á sudisposición.

—Así se hará—dijo el andaluz.

Y se fué al mostrador, trayéndole al poco rato una botella y un vaso.

En vano se fijó Ulises en los que ocupaban las mesas inmediatas. Unospermanecían inmóviles, presentándole el dorso; otros tenían los ojosbajos y hablaban quedamente, con susurro de misterio.

Dos ó tres de ellos cruzaron al fin sus miradas con la del capitán.Tenían en las pupilas un brillo de cólera naciente.

Desvanecida laprimera sorpresa, parecían dispuestos á levantarse, cayendo sobre elrecién llegado. Pero alguien que estaba de espaldas parecía dominarloscon sus órdenes murmurantes, y le obedecieron al fin, bajando sus ojospara seguir en una actitud cohibida.

Ulises se cansó pronto de este silencio. Empezaba á encontrar algoridícula su actitud de domador. No sabía á quién dirigirse en un localdonde todos rehuían sus miradas y su contacto. En la mesa inmediatahabía un periódico con ilustraciones, y se apoderó de él, volviendo sushojas. Estaba impreso en alemán, pero él fingió leerlo con gran interés.

Se había sentado de lado, dejando libre la cadera en la que descansabael revólver. Su mano, fingiendo distracción, se paseó junto á laabertura del bolsillo, pronta á armarse en caso de ataque. Al poco ratoestaba arrepentido de esta postura excesivamente confiada. Iban á caersobre él, aprovechándose de su lectura. Pero el orgullo le hizopermanecer inmóvil, para que no pudiesen adivinar su inquietud.

Luego rió de un modo insolente, como si leyese en la ilustracióngermánica algo que provocaba sus burlas. Aún le pareció poco esto, ylevantó sus ojos para contemplar con agresiva curiosidad los retratosque adornaban las paredes.

Entonces pudo darse cuenta de la gran transformación que acababa derealizarse en el bar. Casi todos los parroquianos habían desfiladosilenciosamente durante su lectura. Sólo quedaban cuatro ebrios, de ojoshúmedos, que bebían con fruición, preocupándose únicamente del contenidode sus vasos.

Hindenburg, volviendo el fuerte dorso á su clientela,leía en el mostrador un periódico de la noche. El andaluz, sentado en elfondo, sonrió mirando al capitán. «¡Vaya un tío!...»

Celebrabainteriormente que uno de la tierra hubiese puesto en fuga á losbebedores gritones y brutales que tanto le molestaban otras tardes.

Consultó Ulises su reloj: las siete y media. Ya había espantado á todaaquella gente que inspiraba terror á Freya. ¿Qué le quedaba que hacerallí?... Pagó y salió.

La noche había cerrado. Bajo la luz de los faros eléctricos pasabantranvías y automóviles hacia el interior de la ciudad.

Siguiendo lasarcadas de los antiguos edificios vecinos al puerto desfilaban grupos detrabajadores de los establecimientos marítimos. Barcelona, deslumbrantede resplandor, atraía á la muchedumbre. La dársena, negra y solitaria,se poblaba de tenues lucecillas en lo alto de los mástiles.

Quedó indeciso Ferragut entre ir á comer á su casa ó en un restorán dela Rambla. Luego sospechó que algunos de los fugitivos del cafetuchopodían estar cerca de él, dispuestos á seguirle. En vano esparció susmiradas: no pudo reconocer á ninguno en los grupos que aguardaban eltranvía leyendo periódicos ó conversando.

De pronto experimentó el deseo de ver á Tòni. El tío Caragòl leimprovisaría algo que comer mientras relataba á su segundo la aventuradel bar. Además, le pareció un digno final de su hazaña ofrecer á losenemigos, si es que le seguían, la ocasión favorable de atacarle en losmuelles desiertos. El demonio de la soberbia soplaba en sus orejas: «Asíverán que no les tienes miedo.»

Y marchó resueltamente hacia el puerto, pasando sobre rieles deferrocarril, contorneando los muros de largos almacenes, metiéndoseentre montañas de mercancías. Primeramente encontró pequeños grupos queiban hacia la ciudad; luego parejas; después individuos sueltos; alfinal nadie: una soledad absoluta.

Los reverberos trazaban en el suelo amplios redondeles de púrpura. Másallá se extendían las tinieblas, cortadas por siluetas de ébano, queunas veces eran barcos y otras callejones de fardos, colinas de carbón.El agua negra reflejaba las serpientes rojas y verdes de las luces delos buques. Un trasatlántico prolongaba las operaciones de carga alresplandor de sus reflectores eléctricos, destacándose sobre estalobreguez con la animación de una fiesta veneciana.

De tarde en tarde un hombre de lento paso entraba en el círculo de unreverbero, brillando el cañón de su fusil. Otros estaban como en acechoentre los montones de la descarga. Eran carabineros y guardianes delpuerto.

Sintió repentinamente el capitán un aviso de su instinto. Le seguían...Se detuvo en la sombra, pegado á un montón de fardos, y vió á unoshombres que avanzaban en su misma dirección, pasando rápidamente por elborde de la mancha roja de un foco eléctrico para no quedar bajo sulluvia de luz.

Le fué imposible reconocerlos, y á pesar de ello, tuvo la certeza de queeran los enemigos vistos en el bar.

Su buque estaba lejos, junto al muelle más desierto á aquellas horas.«Has hecho una tontería», se dijo mentalmente.

Empezó á arrepentirse de su audacia; pero ya era tarde para volveratrás. La ciudad se hallaba más lejos que el vapor, y sus enemigoscaerían sobre él tan pronto como le viesen retroceder.

¿Cuántos eran?...Esto le preocupaba únicamente.

«¡Adelante!... ¡adelante!», gritó su orgullo.

Había sacado el revólver: lo llevaba en su diestra, con el cañón pordelante. En la soledad no había por qué guardar los miramientos yprudencias de la vida civilizada. La noche le envolvía con todas lasasechanzas de una selva virgen, mientras brillaba ante sus ojos unagran ciudad coronada de diamantes eléctricos, esparciendo en la negruradel espacio un halo de incendio.

Tres veces pasó junto á los carabineros solitarios, pero no quisohablarles. «¡Adelante! Sólo las mujeres deben pedir apoyo...» Además,tal vez sufría una alucinación; en realidad, no podía afirmar que lepersiguiesen.

A los pocos pasos se desvaneció esta duda: sí que le perseguían. Sussentidos, aguzados por el peligro, tuvieron la misma percepción deljabalí que presiente la jauría intentando cerrarle el paso. A su derechatenía el agua; á su izquierda trotaban hombres por detrás de losmontones de la descarga queriendo salir á su encuentro; detrás avanzabanotros para impedir su retirada.

Podía correr, adelantándose á los que intentaban envolverle; pero ¿unhombre debe correr teniendo un revólver en la mano?...

Los que veníandetrás se lanzarían en su persecución. Una cacería humana iba ádesarrollarse en la noche, y él, Ferragut, sería el gamo acosado por lacanalla del bar. «¡Ah, no!...» El capitán se acordó de Von Kramergalopando míseramente en pleno día por los muelles de Marsella... Si lohabían de matar, que no fuese huyendo.

Continuó su avance con paso rápido. Adivinaba el plan de sus enemigos.No querían mostrarse en esta zona del puerto obstruída por montones defardos, temiendo que se ocultase. Le esperaban cerca de su buque, en unespacio descubierto por el que forzosamente debía pasar.

«¡Adelante—volvió á repetirse—. Si he de morir, que sea á la vista del Mare nostrum

El vapor estaba cerca. Reconoció su negra silueta pegada al muelle. Eneste momento el perro de á bordo empezó á ladrar furiosamente,anunciando la presencia del capitán y al mismo tiempo el peligro.

Abandonó el abrigo de una colina de carbón, avanzando por un terrenodescubierto. Concentraba toda su voluntad en el deseo de llegar á subarco cuanto antes.

Brilló una corta llama, seguida de una detonación. Ya disparaban contraél. Otras lucecitas surgieron de diversos lados del muelle, seguidas deestampidos. Fué un tiroteo de combate; á sus espaldas tiraronigualmente. Sintió varios silbidos junto á sus orejas y recibió un golpeen un hombro, una sensación igual á la de una pedrada caliente.

Iban á matarle: sus enemigos eran demasiado numerosos. Y

sin saber porqué lo hacía, cediendo al instinto, se arrojó al suelo lo mismo que unmoribundo.

Todavía retumbaron unos cuantos disparos. Luego se hizo el silencio.Únicamente en el vapor inmediato seguía ladrando el perro.

Vió una sombra que avanzaba lentamente hacia él. Era un hombre, uno desus enemigos, destacado del grupo para examinarle de cerca. Dejó que seaproximase, apretando con su diestra el revólver, todavía intacto.

De pronto levantó el brazo, rozando la cabeza que se inclinaba sobre él.Dos relámpagos salieron de su mano, separados por un breve intervalo. Laprimera llamarada fugaz le hizo ver un rostro conocido... ¿Eraverdaderamente Karl, el dependiente de la doctora?... La segundaexplosión ayudó á su memoria. Sí que era Karl, con las faccionesdesencajadas y un agujero negro en la sien... Se irguió con unestiramiento agónico; luego se derrumbó de espaldas, abriendo losbrazos.

Esta visión fué instantánea. El capitán sólo podía pensar en él, y selevantó de un salto. Después corrió y corrió, encorvándose para ofrecerá sus enemigos el menor blanco posible.

Presentía una descarga general, una granizada de balas. Pero losperseguidores dudaron unos segundos, desorientados por la obscuridad, nosabiendo si era el capitán el que había caído por segunda vez.

Sólo al ver á un hombre que corría hacia el buque conocieron su error yreanudaron los disparos. Ferragut pasó entre las balas, por el borde delmuelle, á lo largo del Mare nostrum. Su salvación era obra desegundos, siempre que los tripulantes no hubiesen retirado la pasarelaentre el vapor y la orilla.

Tropezó de pronto con el puente, viendo al mismo tiempo un hombre queavanzaba sobre él con algo reluciente en una mano.

Era el segundo, queacababa de salir con el cuchillo por delante.

El capitán temió una equivocación.

—¡Tòni! ¡soy yo!—dijo con voz sofocada por la violencia de la carrera.

Al pisar la cubierta del buque recobró instantáneamente su tranquilidad.

Ya no hubo más disparos. El silencio era lúgubre. A lo lejos lo cortaronsilbidos de pitos, voces de alarma, ruido de carreras.

Los carabineros yguardianes se llamaban y agrupaban para dar una batida en la obscuridad,marchando hacia el lugar donde había sonado el tiroteo.

—¡Que quiten la plancha!—ordenó Ferragut.

El piloto dió ayuda á tres marineros que acababan de acudir, retirandoapresuradamente la pasarela. Luego amenazó al perro para que cesase deaullar.

Ferragut, asomado á la borda, exploraba la lobreguez del muelle. Lepareció ver á unos hombres llevándose á otro en brazos. Un resto de sucólera le hizo levantar la diestra, armada todavía, apuntando al grupo.Luego volvió á bajarla... Pensó en los que se acercaban para averiguarlo ocurrido. Era mejor que encontrasen el buque silencioso.

Entró en el salón de popa jadeando todavía, y tomó asiento.

Al quedar bajo el ruedo de luz pálida que derramaba sobre la mesa unalámpara colgante, Tòni se fijó en su hombro izquierdo.

—¡Sangre!...

—No es nada... Un simple rasguño. La prueba es que puedo mover elbrazo.

Y lo movió, aunque con cierta dificultad, sintiendo la pesadez de unahinchazón creciente.

—Luego te contaré cómo ha sido esto... Creo que no les quedarán ganasde repetir.

Quedó pensativo un instante.

—De todos modos, conviene que nos vayamos pronto de este puerto... Ve áver á nuestra gente. ¡Que ninguno hable!... Llama á Caragòl.

Antes de que saliese Tòni, surgió de la obscuridad la cara esplendorosadel cocinero. Venía al salón sin que nadie le llamase, ansioso por saberlo ocurrido, temiendo encontrar moribundo á Ferragut.

Viendo la sangre, su desesperación se expresó con una vehemenciamaternal.

«¡Cristo del Grao!... ¡Mi capitán va á morir!...» Quiso correr á lacocina en busca de algodones y vendas. El era algo curandero, y guardabalo necesario para el caso.

Ulises le detuvo. Aceptaba sus servicios, pero quería algo más.

—Deseo comer, tío Caragòl—dijo alegremente—. Me contentaré con loque haya... El susto me ha dado hambre.

XI

"ADIÓS. VOY A MORIR"

Cuando Ferragut salió de Barcelona ya tenía casi cicatrizada la heridadel hombro. Las negativas rotundas de él y su piloto á losinterrogatorios de los carabineros le libraron de nuevas molestias. «Nosabían nada; no habían visto nada.» El capitán acogió con fingidaindiferencia la noticia de haber sido encontrado en la misma noche elcadáver de un hombre, al parecer alemán, pero sin papeles, sin nada quepermitiese su identificación, en un muelle algo lejano del lugar queocupaba el Mare

nostrum.

Las

autoridades

no

consideraron

necesarioaveriguar más, clasificando el hecho como una simple pelea entrerefugiados.

El servicio de aprovisionamiento de las tropas de Oriente hizo navegar áFerragut en los meses sucesivos formando parte de un convoy. Un despachocifrado le llamaba unas veces á Marsella, otras á un puerto atlántico:Saint-Nazaire, Quiberón ó Brest.

Iban llegando con pocos días de separación vapores de diversas clases ynacionalidades. Los había que delataban su origen aristocrático en laslíneas finas de la proa, la esbeltez de las chimeneas y el color todavíablanco de los pisos superiores.

Eran iguales á los corceles de granprecio que la guerra había transformado en simples caballos de batalla.Antiguos buques-correos, veloces carreristas de las olas, se veíandescendidos á la vil servidumbre de barcos de transporte. Otros, negrosy sucios, con pegotes de apresurada reparación y una chimenea tísicasobre su casco enorme, avanzaban tosiendo humo, escupiendo ceniza,jadeando con ruidos de hierro viejo. Las banderas de los aliados y lasde las marinas neutrales ondeaban en las diversas popas.

Se iba reuniendo el convoy en la amplia bahía. Eran quince ó veintevapores, á veces treinta, que habían de navegar juntos, ajustando susdiversas velocidades á una marcha común. Los barcos de carga, carracas ávapor que sólo hacían unas millas por hora, sin llegar á la decena,obligaban al resto del convoy á una desesperante lentitud.

El Mare nostrum tenía que marchar á media máquina, haciendo sufrirgrandes impaciencias á su capitán en estas peregrinaciones monótonas ypeligrosas á través de semanas y semanas.

Antes de partir, Ferragut recibía un pliego cerrado y sellado, lo mismoque los otros capitanes. Era del jefe del convoy, comandante de uncontratorpedero ó simple oficial de la reserva marítima, encargado de unbuquecito de pesca con cañones de tiro rápido.

Los vapores empezaban á echar humo y á levar anclas, sin saber adóndeiban. El pliego sólo era abierto en el momento de partir. Ulises hacíasaltar los sellos y examinaba el papel, entendiendo con facilidad sulenguaje convencional, escrito con arreglo á una cifra común. Lo primeroque buscaba era el puerto de destino; luego, el orden de formación.Marchaban en fila única ó en doble fila, según la cantidad de buques. El Mare nostrum, representado por un número, navegaba entre otros dosnúmeros, que eran los de los vapores inmediatos. La distancia entreellos debía mantenerse en quinientos metros: lo necesario para noabordarse en un momento de descuido y no prolongar la línea de modo quesus vigilantes la perdiesen de vista.

Al final se repetían las instrucciones de todos los viajes, con unlaconismo que hubiese hecho palidecer á otros hombres no acostumbrados ámirar de frente á la muerte. En caso de ataque submarino, lostransportes que llevaban cañones podían salirse de la fila y ayudar ála patrulla de buques armados, dando cara al enemigo. Los otros debíancontinuar su rumbo tranquilamente, sin preocuparse de la agresión. Si elbuque de delante ó el que seguía á popa era torpedeado, no había quedetenerse para darle auxilio. Los torpederos y «chaluteros» seencargarían de salvar á los náufragos, si resultaba posible. El deberdel transporte era ir siempre adelante, ciego y sordo, sin salirse de laformación, sin detenerse, hasta conducir al puerto terminal la fortunaque llevaba en sus entrañas.

Esta marcha en convoy, impuesta por la guerra submarina, representaba unsalto atrás en la vida de los mares. Ferragut recordó las flotas á velade otros siglos, escoltadas por navíos de línea, siguiendo su rumbo átravés de incesantes batallas; los remotos viajes de los galeones de lasIndias, saliendo de Sevilla para llegar en rebaño á las costas del NuevoMundo.

La doble fila de cascos negros con penachos de humo avanzaba mansamenteen las jornadas de bonanza. Cuando el día era gris, el mar espumeante,el cielo bajo y la atmósfera brumosa, se esparcían y encabritaban comoun tropel de corderos obscuros y asustados.