Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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alimento

á

toneladas.Peces

infinitamente

pequeños

secundaban

á

los

gigantes

marinos,atracándose de huevos de arenque. Los pescados más glotones, la merluzay el bacalao, perseguían á estas praderas de carne, empujándolas hacialas costas y acabando por dispersarlas.

Se multiplicaba el bacalao hartándose de merluzas, y otra vez reaparecíael peligro para el mundo. El Océano podía convertirse en una masa debacalaos: cada uno llegaba á dar hasta nueve millones de huevos... Loshombres habían caído sobre el más fecundo de los peces, y el bacalaomantenía flotas inmensas, creando además colonias y ciudades. Seagotaban las generaciones

humanas

sin

llegar

á

vencer

esta

monstruosareproducción. Los grandes devoradores marinos eran los que restablecíanel equilibrio y el orden. El esturión, estómago insaciable, interveníaen el banquete oceánico, encontrando en el bacalao la substanciaconcentrada de ejércitos de arenques. Pero este devorador ovíparo, deamplia reproducción,

continuaba

el

peligro

mundial,

hasta

queintervenía otro monstruo tan ávido en sus apetitos como pobre en susprocreaciones, cortando de golpe la fecundidad siempre renaciente delOcéano.

Era el tiburón, boca con aletas, intestino natatorio, que traga conindiferencia muertos y vivos, carnes y maderos, limpiando las aguas devida, dejando la soledad detrás de su coleo. Este destructor sóloelaboraba en sus entrañas un tiburón único, que nacía armado y feroz,dispuesto desde el primer momento á continuar las hazañas paternas, comoun heredero feudal.

Sólo en los raros momentos de amor acallaban su hambre y su crueldadestos ásperos guerreros, despobladores del mar. Las parejas se absteníande devorarse. Se encontraban apetecibles, pero sus triples dientes y susaletas de sierra se limitaban á una ruda caricia. La hembra se dejabadominar por el compañero que enganchaba en ella sus instrumentos depresa. Por primera vez el macho no devoraba: era ella la que loabsorbía, arrastrándolo. Y

confundidos los dos monstruos rodaban en lasolas semanas enteras, sufriendo los tormentos de un hambre sin fin ácambio de

las

delicias

del

amor,

dejando

escapar

á

las

víctimasasustadas, resistiendo á las tempestades con su áspero abrazo decolmillos y epidermis de lija, corriendo centenares de leguas entre elprincipio y el fin de uno de sus espasmos de placer.

La vida errante del piloto Ferragut abundó en dramáticas aventuras.Algunas quedaron vivas para siempre en su memoria, donde empezaban áconfundirse tantos recuerdos de tierras exóticas y mares interminables.

En Glásgow se embarcó como segando de una fragata vieja que iba á Chilepara descargar carbón en Valparaíso y cargar salitre en Iquique. Latravesía del Atlántico fué buena; pero á partir de las islas Malvinas,el buque tuvo que hacer frente á la furia austral que le cerraba elacceso al Pacífico. El estrecho de Magallanes es para los vapores, quepueden disponer á su voluntad de una fuerza propulsora. El velero buscamar amplia y viento favorable para doblar el cabo de Hornos, puntaavanzada del mundo, lugar de tempestades interminables y gigantescas.

Mientras ardía el verano en el otro hemisferio, el terrible inviernoaustral salió al encuentro de los navegantes. El buque necesitaba hacerrumbo al Oeste, y precisamente los vientos soplaban del Oeste,cortándole la ruta. Ocho semanas pasaron bregando con el mar y con laatmósfera. El viento se llevó un velamen completo. El buque, de madera,algo descoyuntado por esta lucha interminable, comenzó á hacer agua, yla tripulación tuvo que mover día y noche las bombas. Nadie llegaba ádormir varias horas seguidas. Todos estaban enfermos. La voz ruda y losjuramentos del capitán apenas podían sostener la disciplina.

Algunosmarineros se acostaban deseando morir, y había que levantarlos á golpes.

Ulises conoció por primera vez lo que son las olas. Vió montañas deagua, verdaderas montañas, avanzando sobre el cascarón del buque. Sumisma enormidad las hacía formar por ambos lados larguísimas pendientes.Cuando alguna derrumbaba su cresta sobre la fragata, el piloto Ferragutpodía darse cuenta de la monstruosa pesadez del agua salada. Ni lapiedra ni el hierro tenían el golpe brutal de esta fuerza líquida, queal derrumbarse huía en raudales ó se elevaba hecha polvo. En ciertosmomentos había que abrir brechas en la obra muerta para dar salida á sumasa abrumadora.

Una penumbra lívida y brumosa era el día austral, repitiéndose semanas ysemanas sin el menor rayo de claridad, como si el sol se hubiese alejadopara siempre de la tierra. El color blanco no existía en esteesfumamiento tempestuoso; todo era gris: el cielo, la espuma, lasgaviotas, las nieves... De tarde en tarde, los velos plomizos de latormenta se rasgaban para dejar visible una pavorosa aparición. Una vezeran las montañas negras con sudarios de ventisqueros del estrecho deBeagle. Y el buque viraba, huyendo de este pasadizo acuático lleno deescollos. Otra vez surgieron ante la proa los peñascos de Diego Ramírez,el punto más extremo del cabo, y también viró la fragata, huyendo deeste cementerio de navíos. Capeando el viento llegaron á ver losprimeros icebergs, é igualmente hicieron rumbo atrás para no perderseen las soledades del polo Sur.

Ferragut llegó á creer que no doblarían nunca el cabo, quedando parasiempre en plena tempestad, lo mismo que el navío errante y maldito dela leyenda. El capitán, un salvaje del mar, taciturno y supersticioso,mostraba el puño al promontorio, maldiciéndolo como á una divinidadinfernal. Estaba convencido de que no conseguiría doblarlo hasta que loablandase con un tributo humano. Ulises vió en este inglés á losargonautas primitivos, que aplacaban con sacrificios la cólera de lasdeidades marinas.

Una noche, las olas se llevaron á un tripulante; al día siguiente cayódesde lo alto de la arboladura un gaviero, sin que nadie pensase en unasalvación imposible. Y como si el demonio austral sólo esperase estetributo, cesó el viento Oeste, el buque no tuvo ante su proa lainfranqueable barrera de un mar hostil, y pudo entrar en el Pacífico,anclando doce días después en Valparaíso.

Ulises se explicó el grato recuerdo que deja este puerto en la memoriade los navegantes. Era el descanso después de la pelea por doblar elcabo, la alegría de existir luego de haber sentido el soplo de lamuerte, la vida en los cafés y las casas alegres, comiendo y bebiendohasta la hartura, con el estómago lastimado aún por la alimentaciónsalitrosa y la piel martirizada por los furúnculos del mar.

Siguió el paso gracioso de las tapadas de negro manto, que le hicieronrecordar á su tío el médico. En las noches de remolienda apartaba suvista muchas veces de los beldades morenas y jóvenes que danzaban lazamacueca en medio del salón. Le interesaban las matronas envueltas envelos de luto que hacían sonar el piano y el arpa, acompañando la danzacon cánticos suspirantes. Tal vez alguna de estas damas sentimentales ybigotudas había podido ser su tía.

Mientras la fragata completaba en Iquique su cargamento, estuvo encontacto con la muchedumbre trabajadora de las salitreras, rotos chilenos, obreros de todos los países, que no sabían cómo derrochar susvaliosos jornales en la monotonía de unas poblaciones nuevas. Suembriaguez se recreaba con las más disparatadas magnificencias. Unoshacían correr el vino de todo un tonel para llenar un solo vaso. Otrosempleaban como blanco de su revólver las botellas de champaña alineadasen las anaquelerías de los cafés, pagando las roturas al contado.

De este viaje guardó Ferragut un sentimiento de orgullo y confianza quele hizo despreciar los peligros. Conoció después los tornados de Asia,las horribles tormentas circulares, que en el hemisferio boreal ruedande derecha á izquierda y en el austral de izquierda á derecha. Eranaccidentes rápidos, de horas, ó de días cuando más. El había doblado elcabo de Hornos en pleno invierno, después de una lucha contra loselementos que duró dos meses. Podía atreverse á todo: el Océano habíaagotado en él todas sus sorpresas... Y sin embargo, la peor de susaventuras ocurrió estando el mar en calma.

Siete años llevaba de navegante, y se disponía una, vez más á volver áEspaña, cuando en Hamburgo aceptó puesto de piloto en un velero que ibaá hacer rumbo al Camerón y al África oriental alemana. Un marino noruegoquiso disuadirle de este viaje. Era un buque viejo y lo habían aseguradopor el cuádruplo de su valor. El capitán estaba asociado con elpropietario, que había hecho quiebra varias veces... Y precisamenteporque era irracional este viaje, Ulises se apresuró á embarcarse.

Laprudencia era para él una vulgaridad. Todo lo absurdo suponía obstáculosy peligros, tentando de un modo irresistible su atrevimiento.

Una tarde, á la altura de Portugal, cuando estaban lejos de la rutaseguida por la navegación regular, una columna de humo y de llamas seelevó sobre la cubierta, rompiendo las escotillas y devorando elvelamen. Mientras el piloto, al frente de unos negros, pretendía dominarel fuego, el capitán y los tripulantes alemanes escaparon del buque endos balleneras preparadas.

Ferragut tuvo la seguridad de que losfugitivos se reían de él al verle correr por la cubierta, que empezaba ácombarse echando fuego por sus resquebrajaduras.

Se vió, sin saber cómo, en el bote más pequeño, rodeado de varios negrosy diversos objetos amontonados con la precipitación de la fuga: unbarril de galleta medio vacío, otro de agua que sólo contenía unos pocoslitros.

Remaron toda una noche, teniendo á sus espaldas, como astro dedesgracia, el buque ardiente, que enviaba sobre las olas susresplandores sangrientos. Al amanecer se marcaron en el disco del solunas ligeras ondulaciones negras. Era la tierra...

¡pero tan lejos!

Dos días vagaron sobre las crestas móviles y los valles sombríos deldesierto azul. Ferragut se sumió varias veces en un letargo mortal, conlos pies hundidos en el agua que llenaba el fondo del bote. Los pájarosde mar trazaban espirales en torno de este ataúd flotante, y huíandespués con vigorosos golpes de ala, lanzando un graznido de muerte. Lasolas se elevaban lentas y mansas sobre los escasos centímetros de laborda, como si quisieran contemplar con sus ojos glaucos este amasijo decuerpos blancos y obscuros. Remaban los náufragos con nerviosadesesperación; luego yacían inertes, reconociendo la ineficacia de suesfuerzo perdido en la inmensidad.

El piloto, al adormecerse en la dura popa, acababa por sonreír con losojos cerrados. Todo era un mal ensueño. Estaba seguro de despertar en lacama, rodeado de las comodidades familiares de su camarote. Y cuandoabría los ojos, la realidad le hacía prorrumpir en órdenes desesperadas,que obedecían los africanos maquinalmente, como si estuviesen dormidos.

«¡No quiero morir!... ¡no debo morir!», clamaba en su interior una vozde bronce.

Gritaron é hicieron inútiles señales á buques lejanos, que se perdían enla inmensidad sin verles. Dos negros murieron de frío.

Sus cadáveresflotaron largas horas junto al bote, como si no pudieran despegarse deél. Luego se hundieron con invisible tirón. Varias aletas triangularespasaron sobre el agua, cortándola como cuchillos, al mismo tiempo que laprofundidad se ensombrecía con veloces sombras de ébano.

Cuando al fin se aproximaron á la tierra, Ferragut vió la muerte más decerca que en alta mar. La costa se elevaba como una muralla inmensa.Vista desde el bote, parecía cubrir la mitad del cielo. La largaondulación oceánica se convertía en ola rabiosa al encontrar losbaluartes avanzados de sus islotes, al desplomarse en el vacío de susabismos, formando cascadas de espuma que rodaban de abajo á arriba,levantando furiosas columnas de polvo con estampido de cañonazo.

Una mano irresistible agarró la quilla, poniendo la embarcaciónverticalmente. Ferragut salió despedido como un proyectil, cayendo enlos espumosos remolinos, y al caer tuvo la percepción de que rodabanigualmente, llovidos en el mar, hombres y toneles.

Vió blancuras burbujeantes y simas negras. Se sintió empujado porfuerzas contradictorias. Unas tiraban de su cabeza y otras de sus piesen sentido inverso, haciéndole voltear como la saeta de un reloj. Supensamiento se hizo doble. «Es inútil resistir», murmuraba en su cerebroel desaliento. Y la otra mitad de su persona afirmaba con desesperación:«¡Yo no quiero morir!...

¡no debo morir!»

Así vivió unos segundos, que fueron horas. Sintió el roce brutal deocultas asperezas; luego un choque en el abdomen, que detuvo su arrastreentre dos aguas. Y agarrándose á las anfractuosidades de la roca,emergió la cabeza y pudo respirar.

La ola se retiraba, pero otra lesumergió de nuevo, despegándolo de la peña con su espumoso mazazo,haciéndole dejar en las pétreas aristas la piel de sus manos, de supecho, de sus rodillas.

La succión oceánica le arrastró, á pesar de sus desesperados braceos.«¡Todo es inútil, voy á morir!», decía una mitad de su pensamiento. Y ála vez, el otro hemisferio mental evocaba con sintético relampagueo suvida entera. Vió la barbuda cara del Tritón en este supremo instante,vió al poeta Labarta lo mismo que cuando contaba á su ahijado lasaventuras del viejo Ulises, su lucha de náufrago con los peñascos y lasolas.

De nuevo la dilatación marina le arrojó contra una roca, anclándose enella con el agarreo instintivo de sus manos. Pero antes de que esta olase retirase, avanzó desesperadamente hasta otra piedra, pasándole eltirón del reflujo por debajo del vientre.

Así bregó largo tiempo,pegándose á las peñas cuando el mar lo cubría, arrastrándose sobre lasdesoladas conyunturas cuando su cabeza quedaba al aire libre,expeliendo agua por todos sus orificios.

Al verse sobre un saliente de la costa, libre ya de la absorción de lasolas, se extinguió de golpe su energía. El agua que goteaba su cuerpoera roja, cada vez más roja, esparciéndose en regueros por las verdesanfractuosidades de la piedra. Sintió un dolor inmenso, como si todo suorganismo hubiese perdido el amparo de su envoltura, quedando expuestaal aire la carne viva.

Quiso seguir su camino, pero sobre su cabeza se elevaba la costaformando un muro cóncavo é inabordable. Imposible salir de allí. Sehabía salvado del mar, para morir emparedado frente á él. Su cadáver noflotaría hasta una playa habitada. Los únicos que iban á conocer sumuerte eran los cangrejos enormes que remontaban los peñascos buscandosu alimento en la resaca; las gaviotas que se dejaban caerverticalmente, con las alas tendidas, desde lo alto del acantilado.Hasta los más pequeños crustáceos eran superiores á él.

Sintió de golpe toda su debilidad, toda su miseria, mientras la sangreseguía tiñendo de púrpura los minúsculos lagos de las rocas. Al cerrarlos ojos para morir, vió en la obscuridad una cara pálida, unas manosque tejían sutiles encajes, y antes de que la noche cayesedefinitivamente sobre sus párpados, murmuró con balido infantil:

—¡Mamá!... ¡mamá!...

Tres meses después, al llegar á Barcelona, encontró á su madre tal comola había visto durante su agonía en la costa portuguesa... Unospescadores le recogieron cuando su vida iba á extinguirse. Durante supermanencia en el hospital escribió varias veces á doña Cristina con untono alegre y confiado, pretextando importantes ocupaciones en Lisboa.

Al verle entrar, la buena dama abandonó su eterna labor de encajes,lívida, con las manos trémulas y las pupilas vidriosas.

Debía saber todala verdad; y si no la sabía, se la avisaba su instinto de madre viendo áUlises convaleciente, enflaquecido, vacilando entre la arrogancia y elquebranto físico, lo mismo que los bravos cuando salían de la cámara deltormento.

—¡Oh, hijo mío!... ¡Hasta cuándo!...

Era hora de que terminase su rabia de aventuras, su deseo loco de tentarlo imposible, arrostrando los peligros más absurdos. Si quería sermarino, podía serlo, pero en buques respetables, al servicio de una granCompañía, siguiendo una carrera de escalas determinadas, y no rodandocaprichosamente por todos los mares, mezclado con el bandidajeinternacional que se ofrece en los puertos para reforzar lastripulaciones. Lo mejor de todo sería permanecer quieto en su casa. ¡Quéfelicidad si se quedase al lado de su madre!...

Y Ulises, con asombro de doña Cristina, adoptó esta última resolución.La buena señora no estaba sola. Una sobrina vivía con ella, como sifuese su hija. El marino tuvo que rebuscar en el fondo de su memoriapara acordarse de una chicuela de cuatro años que andaba á gatas por laplaya del pueblo de su madre mientras él, con una gravedad dehombrecito, oía contar al viejo secretario del Municipio las pretéritasgrandezas de la marina catalana.

Era hija de un Blanes—el único pobre de la familia—que mandaba losbuques de sus parientes y había muerto de la fiebre amarilla en unpuerto de la América central. Ferragut no podía explicarse cómo lacriatura-reptil de la arena, con una eterna perla verde colgando de susnarices, era aquella misma joven esbelta, de un moreno pálido de arroz,que ostentaba su abultada cabellera semejante á un casco de ébano, condos pequeñas espirales ante las orejas. Sus ojos parecían tener lastintas cambiantes del mar: negros á unas horas, azules á otras, verdes yprofundos cuando reflejaba la luz del sol como un punto de oro.

Se sintió atraído por su sencillez, por la gracia tímida de sus palabrasy sonrisas. Era algo de irresistible novedad para este ruedamundo quesólo había conocido cobrizas de carcajada bestial, asiáticasamarillentas de gestos felinos ó europeas de los grandes puertos, que álas primeras palabras piden de beber y cantan sobre las rodillas delinvitante, poniéndose su gorra como testimonio de amor.

Cinta—este era su nombre—parecía conocerle toda su vida.

Había sidoel objeto de sus conversaciones con doña Cristina cuando ambasentretenían las monótonas horas tejiendo encajes al uso de su pueblo. Alpasar Ulises ante el cuarto de ella, vió unos retratos suyos de la épocaen que era simple agregado á bordo

de

un

trasatlántico.

Cinta

los

habíasustraído

indudablemente de las habitaciones de su tía. Admiraba á aquelprimo aventurero desde mucho antes de conocerlo.

Una tarde, contó el marinero á las dos mujeres cómo se había salvado enla costa de Portugal. La madre le escuchó volviendo la vista,temblándole las manos al mover los bolillos de su encaje. De pronto sonóun alarido. Era Cinta, que no podía escuchar más. Y Ulises agradeció suslágrimas, sus lamentos convulsivos, sus ojos agrandados por unaexpresión de terror.

La madre de Ferragut se preocupaba del porvenir de esta sobrina pobre.Su única salvación era el matrimonio, y la buena señora había fijado susmiras en cierto pariente que andaba más allá de los cuarenta,necesitando el aporte de esta juventud para refrescar su vida desolterón maduro. Era el sabio de la familia.

Doña Cristina lo admirabaporque no podía leer sin el auxilio de unos lentes y porque ingería enla conversación palabras latinas, lo mismo que los clérigos. Enseñabaretórica y latín en el Instituto de Manresa, y hablaba de ser trasladadoalgún día á Barcelona, término glorioso de una carrera ilustre. Todaslas semanas se escapaba á la capital para hacer largas visitas á laviuda del notario.

—Por mí no viene—decía la buena señora—. ¿Quién se molesta por unavieja?... Te digo que quiere á Cinta, y para la chica será una suertecasarse con este hombre tan sabio, tan serio.

Escuchándola, Ulises empezó á pensar qué hueso podría romperle un marinoá un catedrático de retórica sin incurrir en responsabilidad.

Un día, Cinta buscó por toda la casa un dedal opaco y gastado que leservía muchos años. De pronto cesó en sus rebuscas, se puso encarnada ybajó los ojos. Su mirada había encontrado la mirada fugitiva de suprimo. Lo tenía él. En el cuarto de Ulises se veían cintas, madejas dehilo, un abanico viejo, depositados sobre papeles y libros, por elmismo reflujo misterioso que había arrastrado sus retratos deldormitorio de su madre al de su prima.

El marino gustaba de quedarse en casa. Pasaba largas horas meditando conlos codos en la mesa, pero atento al mismo tiempo á un susurro deligeros pasos que podía sonar de un momento á otro en el corredorinmediato. Todo lo sabía: la trigonometría esférica y rectilínea, lacosmografía, las leyes de vientos

y

tempestades,

los

últimosdescubrimientos

oceanográficos. Pero ¿quién podría enseñarle la forma dehablar á una señorita sin asustarla?... ¿Dónde diablos se aprendía elarte de declararse á una persona decente?...

En él las dudas no eran nunca largas ni dolorosas. ¡Adelante!

Cada unosale del paso como puede. Y una tarde, cuando Cinta iba del salón aldormitorio de su tía para traerle un libro piadoso, tropezó en elpasillo con Ulises.

De no conocerle, hubiese temblado por su existencia. Se sintió agarradapor unas manos poderosas que la despegaron del suelo.

Luego una bocaávida estampó en la suya dos besos agresivos.

«¡Toma, y toma!...»Ferragut se arrepintió al ver á su prima temblando contra la pared, conuna palidez de muerte, los ojos lacrimosos.

—Te he hecho daño. Soy un bruto... ¡un bruto!

Casi se puso de rodillas, implorando su perdón; cerraba los puños comosi fuera á golpearse, castigando su atrevimiento.

Pero ella no le dejóseguir... «¡No, no!...» Y mientras gemía esta protesta, sus brazos secerraron formando un anillo en torno del cuello de Ulises. Su cabeza seinclinó hacia él, buscando el abrigo de su hombro. Una boca húmeda seunió modestamente á la boca del marino, al mismo tiempo que la barba deéste se mojaba con un rocío de lágrimas.

Y no se dijeron más.

Cuando, semanas después, escuchó doña Cristina la petición de su hijo,su primer movimiento fué de protesta. Una madre oye con anticipadabenevolencia toda pretensión sobre una hija, pero es ambiciosa yexigente cuando se trata de un hijo. Ella había soñado algo másbrillante. Pero su indecisión fué corta. Aquella muchacha tímida eratal vez la mejor compañera para Ulises.

Además, estaba preparada, por loque había visto en su infancia, para ser la mujer de un marino... ¡Adiósal catedrático!

Se casaron. Luego, Ferragut, que no podía vivir inactivo, volvió al mar,pero como primer oficial de un trasatlántico que hacía viajes regularesá la América del Sur. Para él, equivalía esto á ser empleado en unaoficina flotante, visitando los mismos puertos, repitiendoinvariablemente iguales trabajos. Su madre se mostraba satisfecha alverle con uniforme. Cinta fijaba su vista en el almanaque como la esposade un empleado la fija en el reloj. Tenía la certeza de que,transcurridos dos meses, le vería aparecer de nuevo viniendo del otrolado de la tierra, cargado de regalos exóticos, lo mismo que un maridoque vuelve de la oficina con un ramo comprado en la calle.

Al regreso de los dos primeros viajes fué á esperarle en el muelle,buscando con la vista su gorra de galón de oro y su levita azul entrelos pasajeros trasatlánticos que se agitaban en las cubiertas con laalegría de la llegada á Europa.

En el viaje siguiente, doña Cristina la obligó á quedarse en casa,temiendo que la emoción y las aglomeraciones del puerto perjudicasen supróxima maternidad. Luego, en cada una de sus arribadas, vió Ferragut unhijo nuevo, aunque siempre era el mismo; primeramente, un envoltorio debatistas y blondas sostenido por una nodriza endomingada; luego—cuandoya era capitán del trasatlántico—, un chicuelo con faldillas,mofletudo, de cabeza redonda cubierta de sedosa pelusa, tendiendo haciaél los bracitos; finalmente, un muchacho que empezaba á ir á la escuelay al ver á su padre agarraba su dura diestra, admirándolo con ojosprofundos, como si contemplase en su persona la concreción de todas lasfuerzas del universo.

Don Pedro el catedrático siguió visitando la casa de doña Cristina,aunque con menos asiduidad. Tenía el gesto resignado y fríamentecolérico del hombre que cree haber llegado demasiado tarde y estáconvencido de que su desgracia es obra de su descuido... ¡Si él hubiesehablado antes! La certeza de su importancia no le permitía dudar que lajoven le habría aceptado con júbilo.

A pesar de esta convicción, no podía contener en ciertos momentos

unaagresividad

irónica,

que

se

desahogaba

inventando apodos clásicos. Lajoven esposa de Ulises, inclinada sobre su labor de encajera, eraPenélope esperando la vuelta del errabundo marido.

Doña Cristina aceptaba este sobrenombre, por saber vagamente que era elde una reina de buenas costumbres. Pero el día en que el catedrático,por una deducción lógica, llamó Telémaco al hijo de Cinta, la abuelaprotestó.

—Se llama Esteban, como su abuelo... Eso de Telémaco es nombre deteatro.

En uno de sus viajes aprovechó Ulises una escala de unas cuantas horasen el puerto de Valencia para ver á su padrino.

Recibía de tarde entarde cartas del poeta, cada vez más breves y más tristes, con letrastemblorosas que delataban su decadencia.

Al entrar en el despacho sintió la misma impresión de los durmientes delas leyendas, que creen despertar después de unas horas de sueño y handormido docenas de años. Todo estaba igual que en su infancia: losbustos de los grandes poetas en la cumbre de las librerías, las coronasen sus encierros de vidrio, las joyas y estatuas ganadas á fuerza deconsonantes en sus vitrinas y pedestales, los libros de fulgurante lomoformando apretados batallones á lo largo de los estantes. Pero lablancura de los bustos había tomado un color de chocolate; los broncesestaban enrojecidos por el óxido, los oros eran verdes, las coronas sedeshojaban. Parecía que hubiese llovido ceniza sobre la inmovilidad delas cosas.

Las personas ofrecían igual aspecto de abandono y decadencia.

Ulisesencontró al poeta flaco y amarillento, sumido en un sillón, con la barbaluenga y blanca, un ojo casi cerrado y el otro enormemente abierto. Alver al marino, ancho de pecho, forzudo, bronceado, Labarta se echó állorar con un hipo infantil, como si llorase sobre la miseria de lasilusiones humanas, sobre la brevedad de una vida engañosa que necesitael oleaje de la continua renovación.

Más trabajo le costó todavía á Ferragut reconocer á una señora pequeña yencogida que estaba junto al poeta. Colgaban de su esqueleto flácidasadiposidades, como harapos de un pasado esplendor. La cabeza era exigua;su rostro tenía el arrugamiento de las manzanas invernizas, de lasciruelas, de todas las frutas que se contraen y momifican, perdiendo sulíquido. «¡Doña Pepa!...» Los dos viejos se tuteaban ahora en presenciade Ulises, con la tranquila amoralidad de los que se ven próximos á lamuerte y olvidan los temores y escrúpulos de una vida que se vaderrumbando á sus espaldas.

El marino vió en e