Este viejo apodado «Caracol»—otro amigo antiguo de Ferragut—era elcocinero de á bordo, y aunque no se atrevía á tutear al capitán, como enotros tiempos, la expresión de su voz daba á entender que mentalmenteseguía usando de esta familiaridad. Había conocido á Ulises cuando huíade las aulas para remar en el puerto, y él, por el mal estado de susojos, acababa de retirarse de la navegación de cabotaje, descendiendo áser simple lanchero. Su gravedad y su corpulencia tenían algo desacerdotal. Era el mediterráneo obeso, de cabeza pequeña, cuellovoluminoso y triple mentón, sentado en la popa de su barca de pesca comoun patricio romano en el trono de la trirreme.
Su talento culinario sufría eclipses cuando no figuraba el arroz comotema fundamental de sus composiciones. Todo lo que este alimento puededar de sí lo conocía perfectamente. En los puertos del Trópico, lostripulantes, hastiados de bananas, piñas y aguacates, saludaban conentusiasmo la aparición de la gran sartén de arroz con bacalao y patatasó de la cazuela de arroz al horno, con la dorada costra perforada por lacara roja de los garbanzos y el lomo negro de las morcillas. Otrasveces, el cocinero, bajo el cielo plomizo de los mares septentrionales,les hacía evocar el recuerdo de la lejana patria dándoles el monásticoarroz con acelgas ó el mantecoso arroz con nabos y judías.
En los domingos y fiestas de santos valencianos, que eran los primerosdel cielo para el tío Caragòl—San Vicente Mártir, San Vicente Ferrer,la Virgen de los Desamparados y el Cristo del Grao—, aparecía lahumeante paella, vasto redondel de arroz, sobre cuya arena dehinchados granos yacían despedazadas varias aves. El cocinero sorprendíaá su gente repartiendo cebollas crudas, voluminosas, de acre perfume quearrancaba lágrimas y una blancura de marfil. Eran un regalo de príncipemantenido en secreto. No había mas que quebrarlas de un puñetazo paraque soltasen su viscosidad, y luego se perdían en los paladares comobocados crujientes de un pan dulce y picante, alternando con lascucharadas de arroz. El buque estaba á veces cerca del Brasil, á lavista de Fernando de Noroña, distinguiéndose las chozas cónicas de losnegros instalados en la isla bajo un sol ecuatorial, y los tripulantescreían comer en una barraca de la huerta de Valencia, pasándose de manoen mano el porrón de vino fuerte de Liria.
Cuando anclaban en puertos de pesca abundante, acometía la magna obra deguisar un arroz abanda. Los marmitones llevaban á la mesa del capitánla olla donde habían hervido los pescados mantecosos, revueltos conlangostas, almejas y toda clase de mariscos. El se reservaba el honor deofrecer la gran fuente con su pirámide de arroz dorado y suelto.
Hervido aparte ( abanda), cada grano estaba repleto del suculento caldode la olla. Era un arroz que contenía en sus entrañas la concentraciónde todas las substancias del mar. Como si cumpliese una ceremonialitúrgica, iba entregando medio limón á cada uno de los que ocupaban lamesa. El arroz sólo debe comerse luego de humedecerlo con este rocíoperfumado, que
evoca
la
imagen
de
un
jardín
oriental.
Únicamentedesconocían esta voluptuosidad los infelices de tierra adentro, quellaman á cualquier rancho arroz á la valenciana.
Ulises asentía á las reflexiones del cocinero, llevándose á la boca laprimera cucharada con gesto interrogante... Luego sonreía, sumiéndose engastronómica embriaguez. «¡Magnífico, tío Caragòl!» Su buen humor lehacía afirmar que los dioses sólo se alimentaban con arroz abanda ensu hotel del Olimpo. Lo había leído en los libros. Y Caragòl,presintiendo en esto un elogio, contestaba gravemente: «Así es, micapitán.» Tòni y los otros oficiales masticaban con la cabeza baja,interrumpiéndose únicamente para lamentar que el viejo se hubiesequedado corto al medir la ambrosía.
El aceite era para él tan precioso como el arroz. En la época de lanavegación miserable, cuando el capitán hacía esfuerzos por conseguirnuevos ahorros, Caragòl vigilaba especialmente la gran alcuza de sucocina. Sospechaba que los marmitones y los marineros jóvenes seatusaban el pelo para hacer el majo empleando el aceite como pomada.Toda cabeza que se ponía al alcance de su vista turbia la sujetaba entresus brazos, llevando á ella las narices. El más lejano perfume del licorde oliva despertaba su cólera. «¡Ah, lladre!...» Y dejaba caer sumanaza enorme, blanda y pesada como un guantelete de esgrima.
Ulises le creía capaz de subir al puente declarando que la navegación nopodía continuar por haberse agotado los odres del líquido color deamatista procedente de la sierra de Espadán.
Sus ojos cegatos reconocían inmediatamente en los puertos lanacionalidad de los buques que fondeaban á ambos costados del Marenostrum. Su nariz sorbía con tristeza el ambiente.
«¡Nada!...» Eranbarcos insípidos, barcos del Norte, que hacían su comida con manteca:tal vez barcos protestantes.
Otras veces avanzaba por la borda con lentitud, siguiendo un rastroembriagador, hasta que se colocaba enfrente de la cocina del buquevecino, aspirando su rico perfume. «¡Hola, hermanos!...» Imposibleequivocarse. Eran españoles; y si no, procedían de Marsella, de Génovaó de Nápoles; en suma, compatriotas que comían y vivían bajo todas laslatitudes lo mismo que si estuviesen en su pequeño mar interior. Prontose entablaban pláticas en el idioma mediterráneo, mezcla de español, deprovenzal y de italiano inventada por los pueblos híbridos de la costade África, desde Egipto á Marruecos. Unas veces se enviaban presentescomo los que se cruzan entre tribu y tribu: frutos del lejano país.Otras, enemistados de pronto sin saber por qué, avanzaban los puñossobre las bordas, gritándose insultos en los que reaparecíanmetódicamente, á cada dos palabras, la Virgen y su santo hijo.
Esta era la señal para que el tío Caragòl, alma religiosa, volviesecon altivo silencio á su cocina. Tòni, el segundo, se burlaba de susentusiasmos devotos. La gente de proa, materialista y tragona, leescuchaba en cambio con deferencia, por ser él quien medía el vino y losmejores bocados. El viejo les hablaba del Cristo del Grao, cuya estampaocupaba el sitio más visible de la cocina, y todos oían como un relatonuevo la llegada por el mar de la santa imagen, tendida sobre unaescalera, dentro de un buque que se hizo humo luego de soltar sumilagroso cargamento.
Había sido esto cuando el Grau no era mas que un grupo de chozas lejosde las murallas de Valencia y amenazado por los desembarcos de lospiratas moros. Durante muchos años, Caragòl había sacado en hombros ydescalzo la sagrada escalera el día de la fiesta. Ahora, otros hombresde mar disfrutaban de tal honor, y él, viejo y cegato, aguardaba entreel público de la procesión para lanzarse sobre la enorme reliquia,pasando sus ropas por la madera.
Todo cuanto llevaba encima estaba santificado por dicho contacto. Enrealidad, no era gran cosa, pues andaba por el buque ligero de ropa, conel impudor de un hombre que ve mal y se considera más allá de laspreocupaciones humanas.
Una camisa con el faldón siempre flotante y unos pantalones de sucioalgodón ó de bayeta amarilla, según las estaciones, eran su vestimenta.El pecho de la camisa estaba abierto en todo tiempo, dejando ver unmatorral de pelos blancos. Los pantalones se sostenían invariablementecon un solo botón, y cuando el viento levantaba la camisa, salía á laluz un nuevo triángulo peludo y blanco, con el vértice hacia arriba, queera continuación del triángulo enmarañado del pecho, con el vérticehacia abajo. Un sombrero de palma cubría su cabeza hasta cuandotrabajaba en sus cacerolas.
El Mare nostrum no podía naufragar ni sufrir daño alguno mientras lellevase á él. En días de tormenta, cuando las olas barrían la cubiertade proa ó popa y los marineros avanzaban recelosos, temiendo que se losllevase un golpe de mar, Caragòl sacaba la cabeza por la puerta de lacocina, despreciando un peligro que no podía ver.
Las trombas de agua pasaban sobre él, yendo á apagar sus fogones, peroesto enardecía su fe. «¡Animo, muchachos!» El Cristo del Grao se ocupabaen protegerles, y nada malo podría ocurrirle al baque... Unos marineroscallaban; otros, irritados, se hacían esto y aquello en la imagen y susanta escala, sin que el devoto se indignase. Dios, que envía lospeligros al hombre de mar, sabe que sus malas palabras carecen demalicia.
Su religiosidad se extendía á las profundidades. Nada quería decir delos peces del Océano. Le inspiraban la misma indiferencia que aquellosbuques fríos y sin perfume que ignoraban el aceite y todo lo guisabancon «pomada». Debían ser herejes.
A los peces del Mediterráneo los conocía mejor, y llegaba á tenerlos porbuenos católicos, ya que proclamaban á su modo la gloria de Dios. De piejunto á la borda, en las tardes cálidas del Trópico, contaba, para honrade los habitantes del lejano mar, el portentoso milagro del barranco deAlboraya.
Un sacerdote vadeaba á caballo su desembocadura para llevar el Viático áun moribundo, cuando tropezó la bestia, y abriéndose el copón cayeronlas hostias, siendo arrastradas por la corriente. Desde entoncesbrillaron todas las noches luces misteriosas en el mar, y á la salidadel sol un enjambre de pececillos venía á situarse frente al barranco,emergiendo sus cabezas del agua para mostrar la hostia que cada uno deellos llevaba en la boca. En vano quisieron los pescadores quitárselas.Huían mar adentro con su tesoro. Sólo cuando llegó el clero con cruzalzada y el mismo sacerdote se metió en el barranco hasta las rodillas,se decidieron á acercarse, y uno tras otro fueron depositando su hostiaen el copón, retirándose luego, de ola en ola, moviendo graciosamentesus colitas.
A pesar de la vaga esperanza de un porrón de vino extraordinario queanimaba á los más de los oyentes, un murmullo de incredulidad surgía alfinal del relato. El devoto Caragòl era iracundo y malhablado como unprofeta cuando consideraba en peligro su fe. «¿Quién era el hijo depulga que se atrevía á dudar de lo que él había visto?...» Y lo que élhabía visto era la fiesta de los peixets, que se celebraba todos losaños, oyendo á doctísimos varones el relato del milagro en la capillaconmemorativa edificada al borde del barranco.
Este prodigio de los pescaditos iba seguido casi siempre de lo que élllamaba el milagro del peixòt, pretendiendo con el peso del talpescadote aplastar las dudas de la impiedad.
La galera de Alfonso V de Aragón—el único rey marino de España—chocabaal salir del golfo de Nápoles con un peñasco oculto, cerca de la isla deCapri. Se partía un costado de la nave, sin que ésta hiciese agua, yseguía navegando á velas desplegadas, con el rey, las damas de su cortey el séquito de barones cubiertos de hierro. Veinte días despuésllegaban á Valencia sanos y salvos, como todo navegante que en momentosde peligro pide auxilio á la Virgen del Puig. Al registrar los maestroscalafates el casco de la galera, veían á un pescado enorme desprendersede su fondo con la tranquilidad de una persona honrada que ha cumplidosu deber. Era un delfín enviado por la Santísima Señora para que pegasesu lomo á la brecha abierta. Y así, como un tapón, había navegado deNápoles á Valencia, sin dejar pasar una gota de agua.
El cocinero no admitía críticas y protestas. Este milagro era innegable.El lo había visto con sus ojos cuando estaban buenos; lo había visto enun cuadro antiguo del monasterio del Puig, y todo aparecía en la tablacon el relieve de la verdad: la galera, el rey, el peixòt, y la Virgenen lo alto dándole la orden.
La brisa levantaba el faldón del narrador, apareciendo su abdomenpartido en dos hemisferios por la tirantez del botón único.
—Tío Caragòl, ¡que se le escapa!—avisaba una voz burlona.
El santo hombre sonreía con la calma seráfica del que se ve más allá, delas pompas y vanidades de la existencia.
—Déjalo: ya no vuela.
Y emprendía el relato de un nuevo milagro.
Ferragut asimilaba estas exaltaciones del cocinero á su ligereza de ropaen todo tiempo. Ardía en su interior un fuego incesantemente renovado.En los días brumosos subía al puente con unos vasos de bebida humeanteque él llamaba calentets.
Nada mejor para los hombres que habían depasar largas horas á la intemperie, en inmóvil vigilancia. Era cafémezclado con aguardiente de caña, pero en desiguales proporciones,siendo más el alcohol que el líquido negro. Tòni bebía rápidamente todoslos vasos ofrecidos. El capitán los rechazaba, pidiendo café puro.
Su sobriedad era la del antiguo nauta: la sobriedad del padre Ulises,que mezclaba el vino con agua en todas sus libaciones.
Las divinidadesdel viejo mar no amaban las bebidas alcohólicas.
Anfitrita y lasnereidas sólo aceptaban en sus altares frutos de la tierra, sacrificiosde palomas, libaciones de leche. Tal vez á causa de esto los marinerosdel Mediterráneo, siguiendo una preocupación hereditaria, veían en laembriaguez el más vil de los
rebajamientos.
Los
que
no
eran
sobriosevitaban
emborracharse francamente como los marineros de otros mares,disimulando la rudeza del brebaje alcohólico con el café ó con elazúcar.
Caragòl
era
el
encargado
de
beberse
todos
los
«calentitos»despreciados por el capitán, con otros más que se dedicaba á sí mismo enel misterio de la cocina. En los días calurosos confeccionaba refresquets, y estos «refrescos» eran vasos enormes, mitad de agua,mitad de caña, sobre un grueso lecho de azúcar, mixtura que hacía pasarfulminantemente, sin gradaciones, de la vulgar serenidad á una angélicaembriaguez.
El capitán le reñía al ver sus ojos inflamados y enrojecidos.
Iba áquedarse ciego... Pero él no se conmovía ante la amenaza.
Necesitabacelebrar á su modo la prosperidad del buque. Y de esta prosperidad, lomás interesante para él era poder abusar del aceite y de la caña, sinmiedo á recriminaciones en el momento de las cuentas. ¡Cristo del Grao,que durase siempre la guerra!...
El tercer viaje de la América del Sur á Europa vino á terminarlo el Mare nostrum en Nápoles, donde desembarcó trigo y cueros. Una colisióná la entrada del puerto con un buque-hospital inglés que iba á losDardanelos abolló su popa, rompiéndole además una aleta de la hélice.
Tòni rugió de impaciencia al enterarse de que tendrían que permanecercerca de un mes en forzosa inmovilidad. Italia no había intervenido aúnen la guerra, pero sus precauciones defensivas acaparaban todas lasindustrias navales. No era posible hacer antes la reparación. Ferragutcalculó lo que representaba para sus negocios esta pérdida de tiempo.
Leesperaban valiosos fletes en Marsella y Barcelona. Pero queriendotranquilizarse á sí mismo y aplacar á su segundo, repetía muchas veces:
—Inglaterra nos indemnizará... Los ingleses son generosos.
Y para adormecer su impaciencia, se trasladaba á tierra.
Nápoles no le parecía gran cosa al compararla con otras ciudadescélebres italianas. Su verdadera belleza era el golfo inmenso, entrecolinas de naranjos y pinos, con un segundo marco de montañas, una delas cuales extendía sobre el azul del cielo su eterna cimera de vaporesvolcánicos.
El caserío no abundaba en edificios famosos. Los monarcas de Nápoleshabían sido las más de las veces extranjeros que residían lejos ygobernaban por delegación. Las mejores calles, los palacios, lasfontanas monumentales, procedían de los virreyes españoles. Un soberanode origen mixto. Carlos III, castellano de nacimiento y napolitano decorazón, había hecho lo mejor de la ciudad. Sus entusiasmos deconstructor embellecían aún los barrios antiguos con obras semejantes álas que había levantado años después en España al ocupar su trono.
Luego de admirar en los museos la estatuaria griega y los objetosdesenterrados que revelaban la vida íntima de los antiguos, corrióUlises las arterias tortuosas y muchas veces sombrías de los barriospopulares.
Eran calles en pendiente, formando rellanos, flanqueadas de casasestrechas y altísimas. Todos los huecos tenían balcones, y de unabaranda á la de enfrente se tendían cuerdas, empavesadas con ropas dediversos colores puestas á secar. La fecundidad napolitana hacía hervirde gentío estas callejuelas. En torno de las cocinas al aire libre seagolpaban los clientes, comiendo de pies los macarrones hervidos ó lospedazos de carne.
Anunciaban los vendedores sus géneros con pregones melódicos semejantesá romanzan, y de los balcones bajaban á su encuentro cordeles rematadospor castillos. Los regateos y compras eran desde el fondo de lacalle-zanja á los séptimos pisos. En cambio, los rebaños de cabrassubían las escaleras tortuosas, con la agilidad de la costumbre, paradejarse vaciar las ubres en todas las mesetas.
Los muelles de la Marinela atraían al capitán por su «color» de puertomediterráneo. La unidad italiana había derribado y reconstruido mucho,pero aún quedaban en pie varias filas de casitas, bajas de techo, con lafachada blanca ó rosada, las puertas verdes y el piso bajo más avanzadoque el superior, sirviendo de sostén á una galería con balaustres demadera. Todo lo que en ellas no era ladrillo era carpintería gruesa,igual al trabajo
de
los
calafates.
El
hierro
no
existía
en
estasconstrucciones terrestres que recordaban el buque de vela.
Las piezaseran obscuras como camarotes. Por las ventanas se veían grandescaracolas de mar sobre las cómodas, cuadros de pintura
dura
y
puerilrepresentando
fragatas,
conchas
multicolores traídas de lejanos mares.
Estas viviendas se repetían en todos los puertos del Mediterráneo, comosi fuesen obra de la misma mano. Ferragut las había visto de niño en elGrao de Valencia, y todavía las encontraba en la Barceloneta, en lossuburbios de Marsella, en la Niza vieja, en los puertos de las islasoccidentales, en las marinas de la costa africana ocupadas por maltesesy sicilianos.
Sobre el caserío alineado á lo largo de la Marinela, las iglesias deNápoles asomaban sus cúpulas y torres con tejas barnizadas, verdes yamarillas. Más que techos de templos cristianos, parecían remates debaños orientales.
Ya no existía el lazarone descalzo y con gorro rojo, pero lamuchedumbre—vestida como los trabajadores de todos los puertos—seaglomeraba aún en torno del cartelón pintarrajeado que representaba uncrimen, un milagro ó un específico prodigioso, escuchando en silencio elrelato del narrador ó el charlatán. Los viejos recitantes popularesdeclamaban con heroicos manoteos las octavas épicas del Tasso. Sonabanarpas y violines acompañando la última romanza que Nápoles había puestode moda en el mundo entero. Los puestos de los ostricarios esparcían unperfume orgánico de ola muerta. En torno de ellos, las conchas vacías delas ostras destacaban sobre el barro los redondeles de su cal nacarada.
Junto á la antigua Capitanía del puerto—palacete de Carlos III, blancoy azul, con una imagen de la Inmaculada—se aglomeraban
los
carros
deldesembarque.
Ferragut
los
encontraba lo mismo que años antes, con sustiros de híbrida originalidad. Las varas estaban ocupadas por un bueyblanco, lustroso, con cuernos enormes y muy abiertos, un animalsemejante á los que figuraban en las ceremonias religiosas de losantiguos. A su derecha iba enganchado un caballo, á su izquierda un asnogrande y enjuto. Y este triple y discordante enganche se repetía entodos los carros inmóviles ante los buques á lo largo de los muelles óvolteando sus pesadas ruedas por la pendiente que conduce á la ciudadalta.
A los pocos días, el capitán se sintió fatigado de Nápoles y subullicio. En los cafés de la calle de Toledo y de la Galería de HumbertoI tenía que defenderse de unos mozos inquietantes, con chaleco de granescote, corbata de mariposa y un pequeño fieltro ladeado sobre lasguedejas, que le proponían en voz baja espectáculos
inauditosorganizados
para
recreo
de
los
extranjeros.
Bastante había visto también las pinturas y objetos domésticos de lasciudades antiguas desenterradas. Las lubricidades del gabinete secretoacababan por irritarle. Le parecía un recreo de invertido contemplartantas fantasías pueriles de la escultura y la pintura teniendo el falocomo personaje principal...
Una mañana tomó el tren, y luego de faldear la montaña humeante delVesubio, pasando entre pueblos de color de rosa circundados de viñas,bajó en una estación: Pompeya.
De los hoteles y restoranes, en fúnebre soledad, surgieron los guíascomo un enjambre de avispas súbitamente despertadas. Se lamentaban de laguerra, que había cortado la circulación de viajeros. El era tal vez elúnico que iba á llegar en todo el día.
«¡Señor, á cualquier precio!...»Pero el marino siguió adelante.
Siempre, al acordarse de Pompeya, habíaformulado el deseo de volver á verla solo, absolutamente solo, pararecibir una impresión directa de la vida antigua.
Su primera visita había sido diez y siete años antes, cuando era pilotode un velero catalán, surto en el puerto de Nápoles, aprovechando labaratura de precios de un domingo. Todo lo había visto confundido en ungrupo que se empujaba y pisaba por escuchar al guía de más cerca.
Al frente de la expedición iba un sacerdote joven y elegante, unmonseñor romano vestido de seda, y con él dos damas extranjeras yguapetonas, que se plantaban en los lugares más altos, teniendo susfaldas algo levantadas por miedo á las salamanquesas que serpenteaban enlas ruinas. Ferragut, con la humildad de la admiración, se quedabasiempre abajo, viéndolo todo al través de sus piernas. «¡Ay! ¡veintidósaños!...» Luego, cuando oía hablar de Pompeya, se verificaba en sumemoria una superposición
de
imágenes:
«Muy
hermoso,
muy
interesante.»Veía las calles, los palacios, los templos, pero en segundo término,como un fondo esfumado, mientras se destacaban en primera línea cuatropiernas magníficas, una columnata humana de fustes esbeltos forrados enseda negra que transparentaba la blancura de la carne.
La soledad tantas veces deseada para su segunda visita le salió alencuentro. La ciudad muerta no tenía otros ruidos que el aleteo de losinsectos sobre las plantas, que empezaba á vestir la primavera, y elcorreteo invisible de los reptiles bajo las capas de hiedra.
En la Puerta Herculana, el guardián del pequeño museo dejó que Ferragutexaminase en paz los vaciados de los cadáveres seculares: variospompeyanos de yeso en la actitud del terror en que los había sorprendidola muerte. No abandonó la silla para molestarle con sus explicaciones;apenas levantó los ojos del diario que tenía delante. Le absorbían lasnoticias de Roma, las intrigas de los diplomáticos alemanes, laposibilidad de que Italia entrase en la guerra.
Luego, en las calles solitarias, el marino tropezó con la mismapreocupación. Retumbaban sus pasos bajo la luz del sol con una sonoridadigual á la de los subterráneos de huecas tumbas. Al detenerse, renacíael silencio: «un silencio de dos mil años», según pensaba Ferragut. Y eneste silencio antiguo sonaban voces lejanas con la violencia de unaagria discusión.
Eran los guardianes y los empleados de lasexcavaciones, que, faltos de trabajo, gesticulaban y se insultaban ensus asientos de veinte
siglos,
profundamente
separados
por
el
entusiasmopatriótico ó el miedo á los horrores de la guerra.
Ferragut, con el plano en la mano, pasó ante estos grupos, sin que nadiese levantase para guiarle. Durante dos horas pudo creerse un vecino dela antigua Pompeya que había quedado solo en la ciudad en un día defiesta dedicado á las divinidades campestres. Su mirada iba hasta elúltimo extremo de las rectas calles, sin tropezar con personas ni cosasque le recordasen los tiempos modernos.
Pompeya le pareció más pequeña en esta soledad. Era un cruzamiento devías estrechas con altas aceras pavimentadas de bloques poligonales delava azul. En sus intersticios formaba la fecundidad primaveralapretados cordones de hierba moteados de florecillas. Carruajesmilenarios, de los que no quedaba ni el polvo, habían abierto con susruedas profundos relejes en este pavimento. En todas las encrucijadas seencontraba una fuente pública con un mascarón que había arrojado aguapor su boca.
Ciertos letreros rojos de las paredes eran anuncios de eleccionesverificadas en los principios de la era actual: candidaturas de edil óde diunviro que se recomendaban á los electores pompeyanos. Unas puertasostentaban el falo, para conjurar el mal de ojo; otras un par deserpientes enroscadas, símbolo de la vida familiar. En los rincones delas callejuelas, un verso latino grabado en el muro rogaba al transeúnteque se abstuviese de sucios desahogos. Vivían aún en las paredes deestuco caricaturas y monigotes, obra de los pilluelos del siglo deCésar.
Las casas estaban construídas á la ligera sobre un suelo en el que sehabían sucedido los temblores, hasta la llegada de la catástrofe final.Sólo tenían de ladrillos ó de cemento el piso bajo. Los otros eran demaderos, y habían sido devorados por el fuego volcánico, quedandoúnicamente las escaleras.
En esta ciudad graciosa, de vida amable y fácil, más griega que romana,todos los pisos bajos de las casas plebeyas habían estado ocupados porpequeños comercios. Eran tiendas con la puerta del mismo tamaño que elestablecimiento: cuevas cuadradas, iguales á las de los zocos árabes,que dejan ver hasta sus últimos rincones al comprador detenido en lacalle. Muchas guardaban aún sus mostradores de piedra y sus tinajas debarro.
Los
edificios
particulares
carecían
de
fachada.
Sus
murosexteriores eran lisos, inabordables, con algún que otro tragaluzenrejado y alto, lo mismo que en los palacios de Oriente.
La puerta seasemejaba á un portillo de escape; toda la vida estaba vuelta hacia elinterior, afluyendo las riquezas y magnificencias al patio central,adornado con piscinas, estatuas y arriates de flores.
El mármol era