Las palabras pendían tristemente, como pedazos de hielo, sin levantareco en su caída. A cada vuelta de las ruedas, la imponente señora eramás reservada y silenciosa. Todo lo había dicho. Las dos se quedaban enSalerno para hacer una excursión en carruaje á lo largo del golfo. Ibaná Amalfi, y se alojarían por la noche en la cumbre alpestre de Ravello,ciudad medioeval, donde había pasado Wágner los últimos meses de suvida, antes de morir en Venecia. Luego, saltando al golfo de Nápoles,descansarían en Sorrento y tal vez fuesen á la isla de Capri.
Ulises quiso decir que también era éste su viaje, pero tuvo miedo á ladoctora. Además, la excursión era en un vehículo alquilado por ellas, yno le concederían un asiento.
Freya pareció adivinar su tristeza y quiso consolarle.
—Es un viaje corto. Tres días nada más... Pronto estaremos en Nápoles.
La despedida en Salerno fué breve. La doctora se abstuvo de indicarle sudomicilio. Por ella terminaba allí mismo la amistad.
—Es fácil que volvamos á vernos—dijo lacónicamente—.
Sólo lasmontañas no se encuentran.
La joven había sido más explícita, nombrando el hotel de la ribera deSanta Lucía en que estaba alojada.
De pie en el estribo del vagón, las vió alejarse, tal como las habíavisto aparecer en una calle de Pompeya. La doctora se perdió tras de unamampara de vidrios hablando con el cochero que había venido árecibirlas. Freya, antes de desaparecer, se volvió para enviarle unasonrisa pálida. Luego levantó su enguantada mano con el índice rígido,amenazándole lo mismo que á un niño revoltoso y audaz.
Al verse solo en este compartimiento, que llevaba hacia Nápoles lashuellas y el perfume de la ausente, Ulises se sintió desalentado, comosi viniera de un entierro, como si acabase de perder un sostén de suvida.
Se presentó á bordo del Mare nostrum lo mismo que una calamidad. Fuécaprichoso é intratable, quejándose de Tòni y los otros dos oficialesporque no aceleraban las reparaciones del buque. A continuación habló dela conveniencia de no tener prisa, para que el trabajo resultase máscompleto. Hasta Caragòl fué víctima de su mal humor, que se desahogóen forma de crueles sermones contra los aficionados al veneno delalcohol.
—Cuando los hombres necesitan alegrarse tienen algo mejor que el vino,algo que proporciona mayor embriaguez que la bebida... Es la mujer, tío Caragòl. No olvide este consejo.
El cocinero, por la fuerza de la costumbre, contestó: «Así es, micapitán...» Pero se apiadaba en su interior de la ignorancia de loshombres, que les hace concentrar toda su felicidad en los espasmos ymuecas del más frívolo de los juegos.
A los dos días la gente de á bordo respiró viendo que el capitán setrasladaba á tierra. El buque estaba en un lugar incómodo, cerca de losdescargaderos de carbón, con la popa en alto para que la hélice fueserecompuesta. Los obreros reemplazaban las planchas abolladas y rotas conun martilleo irresistible. Ya que había de esperar cerca de un mes, erapreferible alojarse en un hotel. Y envió su equipaje al albergo Paternope, en la antigua ribera de Santa Lucía, el mismo que le habíadesignado Freya.
Dar suelta á un billete de cinco liras, como avanzada de variaspreguntas, fué lo primero que hizo Ferragut al instalarse en una piezaalta, viendo el redondel azul del golfo encuadrado por el marco de unbalcón. El camarero, cetrino y bigotudo, le escuchó atentamente, con unacomplacencia de tercero, y al fin pudo formar una personalidad completacon todos sus datos. La dama por quien preguntaba era la signora Talberg. Estaba de viaje, pero iba á volver de un momento á otro.
Ulises pasó un día entero con la tranquilidad del que espera en lugarseguro. Miraba el golfo desde el balcón. A sus pies estaba la isla delHuevo, unida á tierra por un puente.
Los bersaglieri ocupaban su antiguo castillo, obra del virrey donPedro de Toledo. Eran varios torreones de color rosa obscuro, que seaglomeraban sobre la estrecha ínsula de forma oval. En esta fortaleza seencerraba en otros tiempos la corta guarnición española para apuntar susbombardas y culebrinas contra el pueblo napolitano cuando no queríapagar más gabelas é impuestos. Sus muros se habían levantado sobre lasruinas de otro castillo en el que Federico II guardaba sus tesoros, ycuya capilla había pintado Giotto. Y el castillo medioeval, del que sóloquedaba el recuerdo, se había alzado á su vez sobre los restos delpalacio de Lúculo, que tenía el centro de sus célebres jardines en estapequeña isla, llamada entonces Megaris.
Las cornetas de los bersaglieri alegraban al capitán como el anunciode una entrada triunfal. «Va á llegar, va á llegar de un momento áotro...» Miraba la doble montaña de la isla de Capri, negra por ladistancia, cerrando el golfo como un promontorio, y la costa deSorrento, rectilínea lo mismo que un muro. «Allí está ella...» Luegoseguía amorosamente el curso de los vaporcitos que surcaban la inmensacopa azul, abriendo un triángulo de espumas. En cualquiera de ellosllegaría Freya.
El primer día fué de oro y esperanza. Brillaba el sol en un cielo sinnubes; hervía el golfo con burbujas de luz, bajo una atmósfera inmóvil,sin que la más leve ráfaga rizase su superficie; el penacho del Vesubioera recto y esbelto, dilatándose sobre el horizonte como un pino deblancos vapores.
Al pie del balcón se sucedían de hora en hora losmúsicos ambulantes, cantando voluptuosas barcarolas y serenatas de amor.¡Y ella no vino!
El segundo día fué de plata y desesperación. Había bruma en el golfo, elsol no era mas que un redondel rojo que podía mirarse de frente, lomismo que en los países septentrionales; las montañas tenían un vestidode plomo; las nubes ocultaban el cono del volcán; el mar parecía deestaño, y un viento frío hinchaba, como velas, faldas y gabanes,haciendo correr á las gentes por el paseo de la ribera. Los músicosseguían cantando, pero con suspiros melancólicos, al abrigo de unaesquina, para librarse de las ráfagas furiosas del mar. « ¡Morir...morir per te! », gemía una voz de barítono entre arpas y violines... ¡Yella llegó!
Al avisarle el camarero que la signora Talberg estaba en su habitacióndel piso inferior, Ulises se estremeció de inquietud.
¿Qué diría ella alencontrarle instalado en su hotel?...
La hora del almuerzo estaba próxima, y aguardó con impaciencia lasseñales diarias para bajar al comedor.
Primeramente sonaba una explosióná espaldas del albergo, que hacía temblar paredes y techos,dilatándose en la inmensidad del golfo. Era el cañonazo de mediodíasalido del alto castillo de Sant Elmo. Las cornetas de la isla delHuevo respondían á continuación, con su alegre llamada á la ollahumeante, y por la escalera del hotel ascendía el chinesco estrépito del gong anunciando que el almuerzo estaba servido.
Ulises bajó á ocupar su mesa, mirando inútilmente á los otros huéspedesque se habían adelantado. Freya se presentaría con el retraso de unaviajera que acaba de llegar y está ocupada en el arreglo de su persona.
Almorzó mal, mirando continuamente una gran vidriera con dibujos debarcos, peces y gaviotas, atragantándosele el bocado cada vez que seabrían sus hojas policromas. Y llegó al final del almuerzo, y tomólentamente su café, sin que ella apareciese.
Al volver á su habitación envió al camarero bigotudo en busca denoticias... La signora no había almorzado en el hotel: la signora había salido mientras él estaba en el comedor.
Seguramente que á lanoche se dejaría ver.
Durante la comida sufrió iguales inquietudes, creyendo que apareceríaFreya cada vez que una mano borrosa y una vaga silueta de mujerempujaban la puerta al otro lado de los opacos vidrios.
Paseó largo rato por el vestíbulo, mascando rabiosamente su cigarro,hasta que se decidió á abordar al portero, cabeza morena y astuta queasomaba al borde de su pupitre, sobre unas solapas azules con llaves deoro bordadas, viéndolo todo, enterándose de todo, mientras parecíadormir.
La aproximación de Ulises le hizo levantarse de un salto, lo mismo quesi oyese el revoloteo de un papel-moneda. Sus informes fueron precisos.La signora Talberg comía pocas veces en el hotel. Tenía unos amigosque ocupaban un piso amueblado en el barrio de Chiaia, y con ellospasaba casi todo el día.
Algunas veces ni siquiera venía á dormir... Yvolvió á sentarse, guardando apretado en una mano el billete que habíapresentido con su imaginación.
Después de una mala noche, Ulises se levantó, resuelto á esperar á laviuda en la entrada del hotel. Tomó su desayuno en un velador delvestíbulo, leyó periódicos, tuvo que salir á la puerta huyendo de lamatinal limpieza, perseguido por el polvo de las escobas y las alfombrassacudidas, y una vez allí, fingió gran interés por los músicosambulantes, que le dedicaban romanzas y serenatas, poniendo los ojos enblanco al presentarle sus sombreros.
Alguien vino á hacerle compañía. Era el portero, que se mostró familiary confianzudo, como si desde la noche anterior se hubiese establecidoentre los dos una firme amistad basada en un secreto.
Le habló de las bellezas del país, aconsejándole diversas excursiones...Una sonrisa, una palabra animadora de Ferragut, y le habría propuestoinmediatamente otros recreos cuyo anuncio parecía voltear en torno desus labios. Pero el marino acogió con enfurruñamiento tanta amabilidad.Este belitre iba á estorbar con su presencia el deseado encuentro; talvez se mantenía á su lado por el deseo de ver y saber... Y aprovechandouna de sus rápidas ausencias, Ulises se alejó por la larga víaPartenope, siguiendo la baranda que da sobre el mar, fingiendointeresarse por todo lo que encontraba, pero sin perder de vista lapuerta del hotel.
Se detuvo ante los puestos de los ostricarios, examinando las valvas deconcha-perla alineadas en los estantes, sobre los cestos de ostras deFusaro; las enormes caracolas, cadáveres huecos, en cuya garganta mugía,según los vendedores, como un recuerdo, el lejano zumbido del mar. Miró,uno á uno, todos los botes automóviles, las balandras de regatas, losbarcos de pesca y las goletas de cabotaje fondeadas en el pequeño puertode la isla del Huevo. Quedó inmóvil ante las olas mansas que peinabansus espumas en los peñascos del malecón bajo las cañas horizontales devarios pescadores burgueses.
De pronto vió á Freya siguiendo la avenida por el lado de las casas.Ella le reconoció á su vez, y este descubrimiento la hizo detenersejunto á una bocacalle, dudando entre seguir adelante ó huir hacia elinterior de Nápoles. Luego pasó á la acera del mar, avanzando haciaFerragut con plácida sonrisa, saludándolo de lejos como á un amigo cuyapresencia nada tiene de extraordinaria.
Esta seguridad desconcertó al capitán. Se dieron las manos, y ella lepreguntó tranquilamente qué hacía allí mirando las olas y si avanzabanlas reparaciones de su buque.
—¡Pero confiese usted que mi presencia la ha sorprendido!—
dijo Ulises,algo irritado por esta tranquilidad—. Reconozca que no esperabaencontrarme aquí.
Freya repitió su sonrisa con una expresión de dulce lástima.
—Es natural que le encuentre aquí. Está usted en su barrio, á la vistade su hotel... Somos vecinos.
Para recrearse con el asombro del capitán, hizo una larga pausa. Luegoañadió:
—Vi su nombre en la lista de huéspedes ayer mismo, al llegar al hotel.Es mi costumbre. Me gusta saber quiénes son mis vecinos.
—¿Y por eso no bajó usted al comedor?...
Ulises
formuló
esta
pregunta
esperando
que
ella
respondieranegativamente. No podía hacerlo de otro modo, aunque sólo fuera porbuena educación.
—Sí, por eso—contestó Freya sencillamente—. Adiviné que me esperabapara hacerse el encontradizo, y no quise entrar en el comedor... Leadvierto que siempre haré lo mismo.
Ulises lanzó un «¡ah!» de asombro... Ninguna mujer le había hablado contanta franqueza.
—Tampoco me ha sorprendido su presencia aquí—continuó ella—; laesperaba. Conozco las inocentes astucias de los hombres. «Ya que ayer nome encontró en el hotel, me esperará hoy en la calle», me he dicho estamañana al levantarme... Antes de salir he seguido sus paseos desde laventana de mi cuarto...
Ferragut la miraba con sorpresa y desaliento. ¡Qué mujer!...
—Podía haberme escapado por cualquiera calle transversal mientrasestaba usted de espaldas. Le he visto antes que usted á mí... Pero no megustan las situaciones falsas que se prolongan.
Es mejor decirse toda laverdad cara á cara... Y por eso he venido á su encuentro.
El instinto le hizo volver la cabeza hacia el hotel. El portero estabaen la entrada, contemplando el mar, pero con los ojos vueltosindudablemente hacia ellos.
—Sigamos—dijo
Freya—.
Acompáñeme
un
poco;
hablaremos, y luego medejará usted... Tal vez nos separemos más amigos que antes.
Anduvieron en silencio toda la vía Partenope, hasta llegar á losjardines de la ribera de Chiaia, perdiendo de vista el hotel.
Ferragutquiso reanudar la conversación, pero no encontró las primeras palabras.Temía parecer ridículo. Le infundía miedo esta mujer.
Se dió cuenta al contemplarla con ojos adorantes de los grandes cambiosque se habían efectuado en el adorno de su persona. Ya no vestía el tailleur obscuro con que la había visto por primera vez. Llevaba untraje de seda, azul y blanco, con una rica piel sobre los hombros y unpenacho de plumas de garza real en la cumbre del amplio sombrero.
El saco de mano negro que la acompañaba en su viaje había sidosustituído por un bolso de oro de una riqueza aparatosa: oroaustraliano, de un tono verde, semejante á la pátina de los broncesflorentinos. Llevaba en las orejas dos gruesas esmeraldas cuadradas y enlos dedos media docena de brillantes, que se pasaban de faceta en facetala luz del sol. El collar de perlas seguía fijo en su cuello, asomandopor el escote angular... Era una magnificencia de artista rica que todose lo echa encima; de enamorada de las joyas que no puede vivir sin sucontacto y las coloca sobre su piel apenas salta de la cama,despreciando la hora y las reglas de la discreción.
Pero Ferragut no podía distinguir lo extemporáneo de este lujo. Todo lode ella le parecía admirable.
Sin saber cómo, se lanzó á hablar. El mismo se asombró al oír su voz,diciendo siempre las mismas cosas con distintas palabras.
Suspensamientos eran incoherentes, pero todos se iban aglomerando en tornode una afirmación incesantemente repetida: su amor, su inmenso amor porFreya.
Y Freya seguía marchando en silencio, con una expresión de lástima enlos ojos y en las comisuras de su boca. Le placía á su orgullo de mujercontemplar á este hombre fuerte balbuceando con una confusión infantil.Al mismo tiempo se impacientaba ante la monotonía de sus palabras.
—No siga, capitán—interrumpió al fin—. Adivino todo lo que le quedapor decir, y he oído muchas veces lo que lleva dicho.
«Usted no duerme,usted no come, usted no vive por mi culpa.»
Su existencia es imposiblesi no le amo. Un poco más de conversación, y me amenazará con pegarse untiro si no soy suya... ¡Música conocida! Todos dicen lo mismo. No haycriaturas con menos originalidad que los hombres cuando desean algo...
Estaban en una avenida del paseo. A través de las palmeras y lasmagnolias se veía por un lado el golfo luminoso y por el otro los ricosedificios de la ribera de Chiaia. Unos chicuelos desarrapadoscorretearon en torno de la pareja, persiguiéndose.
Luego fueron ásituarse junto á un templete blanco que se alzaba en el fondo de laavenida.
—Pues bien, lobo de mar amoroso—continuó Freya—, no duerma usted, nocoma usted, mátese si es su capricho; pero yo no puedo quererle, yo nole querré nunca. Pierda toda esperanza.
La vida no es una diversión, yyo tengo otras preocupaciones más graves que absorben todo mi tiempo.
A través de la risa juguetona con que acompañaba estas palabras,Ferragut adivinó una voluntad firmísima.
—Entonces—dijo con desaliento—,¿todo será inútil?...
¿Aunque yo hagalos mayores sacrificios?... ¿Aunque le dé pruebas de un amor como jamásse haya conocido?...
—Todo inútil—contestó ella rotundamente, sin dejar de sonreír.
Habían llegado al templete, cúpula sostenida por columnas blancas, conuna verja en torno. El busto de Virgilio se alzaba en el centro: unacabeza enorme, de hermosura algo femenil.
El poeta había muerto en Nápoles, «la dulce Partenope», á su regreso deGrecia, y su cadáver tal vez estaba hecho polvo en las entrañas de estejardín. La muchedumbre napolitana de la Edad Media le había atribuídotoda clase de prodigios, hasta convertir al poeta en mago poderoso. Elbrujo Virgilio construía en una noche el castillo del Huevo, colocándolocon sus manos sobre un gran huevo que flotaba en el mar. Igualmentehabía abierto con su soplo el viejo túnel de Possilipo, cerca del cualexisten una viña y una tumba, visitadas durante siglos como últimamorada del poeta.
Los pilluelos, jugueteando en torno de la verja, arrojaban papeles ypiedras al interior del templete. Les atraía la cabeza blanca delpoderoso encantador, sintiendo á la vez admiración y miedo.
Ella se detuvo cerca del abandonado monumento.
—Hasta aquí nada más—ordenó—. Usted seguirá su camino.
Yo voy á laparte alta de Chiaia... Pero antes de separarnos como buenos amigos, meva á dar su palabra de no seguirme, de no importunarme con suspretensiones amorosas, de no mezclarse más en mi vida.
Ulises no contestó. Bajaba la cabeza con un desaliento real. A sudecepción se unía el dolor del orgullo herido. ¡El que se habíaimaginado cosas tan distintas para cuando se viesen por primera vez ásolas!...
Freya se apiadó de su tristeza.
—No sea usted niño... Eso pasará. Piense en sus negocios, piense en sufamilia, que le espera allá en España. Además, el mundo está lleno demujeres: yo no soy la única.
Pero Ferragut la interrumpió. Sí; era la única... ¡la única! Y lo dijocon una convicción que provocó en ella otra vez una sonrisa de lástima.
La tenacidad de este hombre empezaba á irritarla.
—Capitán, le conozco bien. Es usted un egoísta, como todos los hombres.Su buque está detenido en el puerto por una avería; debe usted quedarseun mes en tierra; encuentra en un viaje á una mujer que comete latontería de acordarse de que le conoció en otros tiempos, y se dice:«Magnífica ocasión para entretener agradablemente el fastidio de laespera...» Si yo le creyese, si aceptase sus deseos, dentro de unassemanas, al quedar listo el buque, el héroe de mi amor, el paladín demis ensueños, se haría al mar diciendo como último saludo: «¡Adiós,imbécil!»
Ulises protestó con energía. No: él deseaba que su buque no estuviesenunca recompuesto; calculaba con angustia los días que faltaban. Si erapreciso, lo abandonaría, quedándose para siempre en Nápoles.
—¿Y qué tengo yo que hacer en Nápoles?—interrumpió Freya—. Soy aquíun pájaro de paso, lo mismo que usted. Nos conocimos en los mares delotro hemisferio, y hemos venido á reencontrarnos en Italia. La próximavez, si volvemos á vernos, será en el Japón, en el Canadá, en el Cabo...Siga su rumbo, enamoradizo tiburón, y déjeme seguir el mío. Figúrese quesomos dos barcos que se encuentran en una calma, se hacen señales,cambian saludos, se desean buena suerte, y después cada uno se aleja porsu lado, tal vez para no volver á verse nunca.
Ferragut movió la cabeza negativamente. Eso no podía ser; él no seresignaba á perderla de vista para siempre.
—¡Los hombres!—continuó ella, cada vez más irritada—.
Todos seimaginan que las cosas deben ser con arreglo á sus caprichos. «Porque tedeseo, debes ser mía...» ¿Y si yo no quiero?... ¿Y si yo no sufro lanecesidad de ser amada?... ¿No puedo vivir en libertad, sin otro amorque el que yo siento por mí misma?...
Consideraba una desgracia el ser mujer. Los hombres le inspirabanenvidia por su independencia. Podían mantenerse aparte, absteniéndose delas pasiones que desgastan la vida, sin que nadie viniera áimportunarles en su retiro. Les era lícito ir á todos lados, recorrer elmundo, sin llevar tras de sus pasos una estela de solicitantes.
—Usted me es simpático, capitán. El otro día me alegré de encontrarle:fué una aparición del pasado. Vi en usted la alegría de mi juventud queempieza á irse y la melancolía de ciertos recuerdos... Y sin embargo,acabaré por odiarle: ¿me oye usted, argonauta pesado?... Le aborreceréporque no sirve para amigo; porque sólo sabe usted hablar de la mismacosa; porque es un personaje de novela, un latino, muy interesante talvez para otras mujeres, pero insufrible para mí.
Su rostro se contrajo con un gesto de desprecio y lástima.
«¡Ah, loslatinos!...»
—Todos son lo mismo; españoles, italianos, franceses. Todos han nacidopara la misma cosa. Apenas encuentran á una mujer deseable, creen faltará sus deberes si no le piden su amor y lo que viene luego... ¿No puedenun hombre y una mujer ser amigos simplemente? ¿No podría usted ser unbuen camarada y tratarme como á un compañero?
Ferragut protestó enérgicamente. No, no podría. El la amaba, y despuésde verse repelido con tanta crueldad, su amor iría en aumento. Estabaseguro de ello.
Un temblor nervioso hizo aguda y cortante la voz de Freya.
Sus ojostomaron un brillo malsano. Miró á su acompañante como si fuese unenemigo cuya muerte deseaba.
—Pues bien, sépalo usted. Yo aborrezco á los hombres: los aborrezcoporque los conozco. Quisiera la muerte de todos ellos,
¡de todos!... ¡Elmal que han hecho en mi vida!... Quisiera ser inmensamente hermosa, lamujer más hermosa de la tierra y poseer el talento de todos los sabiosconcentrado en mi cerebro, y ser rica, y ser reina, para que todos loshombres del mundo, locos de deseo, vinieran á postrarse ante mí... Y yolevantaría mis pies con tacones de hierro, é iría aplastando cabezas...así...
¡así!...
Golpeaba la arena del jardín con las suelas de sus breves zapatos. Unrictus histérico contraía su boca.
—A usted tal vez lo exceptuase... Usted, con todas sus arrogancias dematamoros, es un ingenuo, un simple. Le creo capaz de soltar á una mujertoda clase de mentiras... creyéndolas usted antes. Pero á los otros...¡ay, á los otros!... ¡cómo los odio!...
Miró hacia el palacio del acuario, que asomaba su blancura entre lacolumnata de los árboles.
—Quisiera ser—continuó, pensativa—uno de esos animales de mar quecortan con las tenazas de sus patas... que tienen en los brazos tijeras,sierras, pinzas... que devoran á sus semejantes y absorben todo lo queles rodea.
Miró después una rama de árbol, de la que pendían varios hilos de platasosteniendo á un insecto de activos tentáculos.
—Quisiera ser araña, una araña enorme, y que todos los hombres fuesenmoscas y vinieran á mí, irresistiblemente. ¡Con qué fruición losahogaría entre mis patas! ¡Cómo pegaría mi boca á sus corazones!... ¡Ylos chuparía... los chuparía, hasta que no les quedase una gota desangre, arrojando luego sus cadáveres huecos!...
Ulises llegó á pensar si estaría enamorado de una loca. Su inquietud,sus ojos sorprendidos é interrogantes, parecieron devolver la serenidadá Freya.
Se pasó una mano por la frente, como si despertase de una pesadilla yquisiera repeler sus recuerdos con este ademán. Su mirada fuéserenándose.
—Adiós, Ferragut; no me haga hablar más. Acabaría usted por dudar de mirazón... Ya lo sabe: seremos amigos, amigos nada más. Es inútil pensaren lo otro. No me siga... Nos veremos... Yo le buscaré... ¡Adiós!...¡adiós!
Y aunque Ferragut sentía la tentación de seguirla, permaneció inmóvil,viéndola alejarse con paso rápido, como si huyese de las palabras quehabía dejado caer ante el pequeño templo del poeta.
V
EL ACUARIO DE NÁPOLES
A pesar de su promesa, Freya no hizo nada para volver á encontrarse conel marino. «Nos veremos... Yo le buscaré.» Pero era Ferragut quienbuscaba el encuentro, apostándose en las inmediaciones del hotel.
—¡Qué loca estuve la otra mañana!... ¡Qué habrá pensado usted demí!—dijo ella la primera vez que volvieron á hablarse.
No todos los días conseguía Ulises el placer de esta conversación que sedesarrollaba invariablemente desde la vía Partenope al monumento deVirgilio. Las más de las mañanas aguardaba en vano frente á los puestosde los ostricarios, escuchando á los músicos que saludaban con susromanzas y sus mandolinas las ventanas cerradas de los hoteles. Freya noaparecía.
La impaciencia arrastraba á Ulises hasta su hotel, para implorar lasluces del portero. Este, animado por la esperanza de un nuevo billete,hacía sonar el teléfono y preguntaba á los criados de los pisossuperiores. Luego una sonrisa triste y obsequiosa, como si lamentase suspropias palabras: «La signora no está. La signora ha pasado la nochefuera del albergo.» Y
Ferragut partía furioso.
Unas veces iba á ver cómo marchaban las reparaciones de su buque,excelente pretexto para descargar en alguien su mal humor. Otras mañanasse dirigía al jardín de la ribera de Chiaia por los mismos lugares quehabía pisado yendo con Freya.
Esperaba verla aparecer de un momento áotro. Todo lo que le rodeaba tenía algo de ella. Arboles y bancos,aceras y candelabros eléctricos, la conocían perfectamente, por hallarseen su camino habitual.
Al convencerse de que esperaba en vano, una última ilusión le hacíavolver los ojos hacia el blanco palacio del Acuario.
Freya le había hablado de él. Con frecuencia se entretenía horas enterascontemplando la vida de los seres marinos. Y
Ferragut parpadeaba alpasar rápidamente del jardín caldeado por el sol á la penumbra de unasgalerías húmedas, sin otro alumbrado que el de la luz diurna descendidaal interior de los acuarios: luz que tomaba á través del agua y elcristal un tono misterioso,
el
tinte
verde
y
difuso
de
las
profundidadessubmarinas.
Esta visita le hacía pasar el tiempo plácidamente. Surgían en su memoriaantiguas lecturas, afirmadas ahora por una visión directa. El no era delos marinos que navegan sin preocuparse de lo que existe debajo de suquilla. Había que