Y mientras ella llegaba, el capitán se entretenía, lo mismo que unburgués de tierra adentro, contemplando las cazas feroces y laslaboriosas digestiones de estos monstruos.
Los había visto mucho más grandes en las pescas de alta mar; pero con unencogimiento imaginativo, suponía que la lámina azul del estanque eratoda la masa del Océano, los pedruscos del fondo montañas submarinas, yél, aplastando su personalidad, se hacía del tamaño de las pequeñasvíctimas que bajaban hasta los tentáculos devoradores. De este modo veíaá los pulpos del Acuario con dimensiones gigantescas, tal como deben serlos calamares monstruosos que viven en fondos de miles de metros,iluminando la lobreguez de las aguas con la estrella verdosa de susnúcleos fosforescentes.
Desde tiempos remotos, los hombres de mar habían conocido á la granbestia blanda de los abismos. Los geógrafos de la antigüedad hablaban deella dando la medida de sus terribles brazos.
Plinio contaba las destrucciones realizadas por un pulpo gigantesco enlos viveros de pescado del Mediterráneo. Cuando unos marinos conseguíanmatarlo, llevaban al epicúreo Lúculo la cabeza, grande como un tonel, yalgunos de sus tentáculos, que una persona apenas podía abarcar. Loscronistas de la Edad Media hablaban también del pulpo gigante, que enmás de una ocasión había arrebatado á hombres, de las cubiertas de lasnaos, con sus brazos de serpiente.
Los navegantes escandinavos, que lo habían entrevisto en sus fiords,le apodaban el kraken, exagerando sus proporciones hasta convertirlo enun ser fabuloso. Si subía á la superficie, lo confundían con una isla;si permanecía entre dos aguas, los capitanes, al echar la sonda, sedesorientaban en sus cálculos, encontrando menos fondo que el marcado enlas cartas. En tal caso, había que escapar antes de que despertase elkraken y hundiera la nave, como un frágil esquife, entre sus remolinosde espuma.
Durante largos años la ciencia había reído del pulpo gigantesco y de laserpiente de mar, otra bestia prehistórica entrevista muchas veces. Eraninvenciones de los navegantes de imaginación: cuentos de proa para pasarlas guardias nocturnas.
Los sabios sólo pueden creer en lo que estudiandirectamente y catalogan á continuación en sus museos...
Y Ferragut reía á su vez de la pobre ciencia, ignorante y desarmada antela inmensidad misteriosa del Océano. Apenas si había llegado á medir susgrandes fondos: la escafandra del buzo sólo podía descender unos cuantosmetros. Su único instrumento de exploración era el alambre sondeador,menos importante que un hilo de araña que intentase explorar la tierravagando á través de su atmósfera.
Los grandes pulpos, que viven en formidables profundidades, no sedignaban subir para darse á conocer á los hombres. La enfermedad y laguerra oceánica eran los únicos agentes que de tarde en tarde delatabansu existencia de un modo casual.
Flotaban sobre las olas sus patassueltas, arrancadas por la férrea mandíbula de los peces carniceros. Lodifícil era que el azar de una corriente ó de un rumbo colocase estedespojo, en el inmenso desierto marino, ante la proa de un velero sinprisa.
Una corbeta de guerra francesa encontraba entero, cerca de las Canarias,á uno de estos monstruos, flotando sobre el mar, enfermo ó herido. Losoficiales habían dibujado sus formas y anotado sus fosforescencias ycambios de color. Pero después de una lucha de dos horas con su fuerzaindomable y su mucosidad resbaladiza, que escapaba á la presa de nudos yarpones, lo habían dejado perderse en la profundidad.
Era el príncipe de Mónaco, sumo pontífice de la ciencia oceanógrafica,el que afirmaba para siempre la existencia del fabuloso kraken con losdescubrimentos de sus sabias correrías á través de las soledadesoceánicas. En una de ellas había pescado una pata de pulpo de ochometros de longitud. Además, los estómagos de los tiburones, al serabiertos, revelaban las formas gigantescas de sus adversarios.
Batallas cortas y monstruosas agitaban con torbellinos de muerte lasaguas negras y fosforescentes á miles de brazas de la superficie.
El tiburón descendía atraído por el regalo de un animal sin huesos, todocarne, y que pesa toneladas. Este viaje lo hacía á toda prisa, por nopoder soportar largo tiempo las formidables presiones del abismo. Lalucha era breve y mortal entre los dos guerreros feroces que sedisputan el dominio oceánico. La mandíbula batallaba con el chupón; ladentellada cortante y sólida, con la mucosidad fosforescente que resbalay huye; el golpe de cabeza demoledor como un ariete, con el latigazo delos tentáculos, más gruesos y pesados que la trompa del elefante.
Unasveces el escualo se quedaba abajo para siempre, enredado en una madejade culebras blandas que le absorbían con glotona lentitud; otras llegabaá la superficie con la piel erizada de negros tumores—huellas de unasventosas grandes como platos—, pero llevando el estómago bien repletode carne gelatinosa.
Estos pulpos del Acuario no eran mas que habitantes ribereños de lascostas mediterráneas, parientes pobres de los calamares gigantescos quealumbran con su fuego azul de planetas devoradores la lúgubre negrura dela noche oceánica. Pero á pesar de su relativa pequeñez, estabananimados por la maldad destructura de los otros. Eran estómagos rabiososque limpiaban las aguas de toda vida animal, digiriendo en un vacío demuerte.
Hasta las bacterias é infusorios parecían huir del líquido queenvolvía á estos solitarios feroces.
Ferragut pasó varias mañanas contemplando su traidora inmovilidad,seguida de desdoblamientos mortales apenas una presa descendía en elestanque. Empezó á odiar á estos monstruos, por la sola razón de queinteresaban á Freya. Su estúpida crueldad le pareció un reflejo delcarácter de aquella mujer incomprensible que le repelía huyendo de él yal mismo tiempo dejaba en su sonrisa y en sus palabras algo semejante áun hilo suelto para mantenerle prisionero.
Una cólera viril estremecía al marino después de toda jornada inútiltranscurrida en la persecución de su personalidad invisible.
—¡Si lo hace por interesarme más!...—exclamaba—. ¡Se acabó! No admitomás toreo... Yo le demostraré que puedo vivir sin ella.
Juró no buscarla. Era un dulce entretenimiento para las semanas quehabía de pasar en Nápoles; pero ¿qué hacer, si ella le fatigaba de unmodo insufrible?...
—Todo acabó—dijo otra vez, cerrando los puños.
Y á la mañana siguiente aguardaba fuera del hotel, como los otros días.Luego iba al paseo; después entraba en el Acuario, con la esperanza deverla ante el estanque de los pulpos.
Allí la encontró una mañana, cerca de mediodía. Había estado en subuque, y al volver entró en el museo oceánico, por el automatismo de lacostumbre, seguro de que á esta hora sólo podía tropezarse con elempleado que daba de comer á los peces.
Sus ojos parpadearon con instantánea ceguera antes de habituarse á lapenumbra de los verdosos corredores... Y cuando las primeras imágenesfueron marcándose vagamente en su retina, casi hizo un paso atrás, áimpulsos de la sorpresa.
Dudó, se llevó una mano á los ojos, como si quisiera aclarar su visióncon enérgico restriego. ¿Realmente era ella?... Sí; era ella, vestida deblanco, apoyándose en la barra de hierro que separaba los estanques delpúblico, mirando fijamente el espejo sin azogue que cubría como unapuerta transparente la caverna rocosa.
Acababa de abrir su bolso demano, entregando varias monedas al guardián, que se alejó por el fondode la galería.
—¡Ah! ¿es usted?—dijo al ver á Ferragut, sin sorpresa alguna, como sise hubiese separado de él poco tiempo antes.
Luego explicó su presencia á esta hora tardía. Llevaba mucho tiempo sinvisitar el Acuario. El estanque de los pulpos era para ella como lajaula de pájaros tropicales, llena de colores y de gritos, que alegra lasoledad de una dama melancólica.
Adoraba á los monstruos que vivían al otro lado del cristal, y antes deir á almorzar había sentido la irresistible necesidad de verlos. Temíaque el guardián no los hubiese cuidado bien durante su ausencia.
—¡Mire usted qué hermosos son!
Y señaló el estanque, que parecía vacío. En sus aguas muertas y en elsuelo de gruesa arena no se notaba el más leve estremecimiento animal.Ferragut siguió los ojos de ella, y aleccionado por sus largascontemplaciones, fué encontrando á los tres huéspedes.
Con el poderoso mimetismo de su especie, se habían convertido enminerales. Sólo unos ojos expertos los podían descubrir, apelotonadocada uno en una grieta de las rocas, alterando voluntariamente su piellisa con protuberancias y arrugas iguales á las de la piedra. Sufacultad de cambiar de color les permitía adquirir el de su duro zócalo,y disimulados de este modo, como tres tumores peñascosos, esperabantraidoramente el paso de sus víctimas, lo mismo que si estuviesen enpleno mar.
—Pronto los verá usted con toda su majestad—continuó Freya, como sihablase de algo que le pertenecía—. El guardián va á darles de comer...¡Pobres! Nadie se ocupa de ellos; todos los detestan. A mí me deben suscomidas suplementarias.
Como si oliese la proximidad del alimento, una de las tres piedras seagitó con policromo escalofrío. Su envoltura elástica se fué hinchando.Pasaron por ella rayas de color, nubes ruborosas que iban del rojo alverde, redondeles que se inflaban sobre la hinchazón, formando temblonasexcrecencias. Entre des arrugas se abrió un ojo amarillento, de feroz yestúpida fijeza, un globo empañado y maligno, igual al de lasserpientes, que miró hacia el cristal como si pudiese ver más allá deesta muralla de diamante.
—¡Me conocen!—exclamó Freya con alegría—. ¡Yo creo que me conocen!...
Y enumeró las habilidades de estos monstruos, á los que atribuía unagran inteligencia. Ellos eran los que habían rodado, como astutosconstructores, las piedras amontonadas en el suelo, formando baluartes,á cuyo abrigo se disimulaban para caer sobre sus víctimas. En el mar,cuando querían sorprender á una ostra de carne sabrosa, esperabanocultos á que abriese sus dos valvas para nutrirse de agua y de luz, éintroducían un guijarro entre ellas, metiendo á continuación por elintersticio sus tentáculos mortales.
Su amor á la libertad era otro motivo de los entusiasmos de Freya. Sillevaban más de un año encerrados en el Acuario, enfermaban de tristezay roían sus patas hasta matarse.
—¡Ah, bandidos simpáticos y vigorosos!—continuó, con un entusiasmohistérico—. ¡Los adoro! Quisiera tenerlos en mi casa, como se tienenlos peces dorados, en un bocal; darles de comer á todas horas; ver cómodevoran...
Ferragut sintió la misma inquietud que había experimentado una mañanaante el templete de Virgilio.
«¡Está loca!», se dijo mentalmente.
Pero á pesar de su locura, la apetecía vehementemente al percibir elsuave perfume que exhalaba su carne por el escote del vestido.
No vió ya el mundo silencioso que nadaba ó rampaba con un chisporroteode colores detrás de los cristales. Sólo ella existía.
Y escuchó, comouna música lejana, su voz, que iba explicando brevemente todas lasparticularidades de aquellas piedras que pasaban á ser animales, deaquellos globos que, al hincharse, mostraban sus órganos, volviendo áocultarlos bajo un oleaje gelatinoso.
Eran un saco, una bolsa, una máscara elástica, en cuyo interior sóloexistía agua ó aire. Entre las raíces de sus brazos estaba la boca,armada de fuertes mandíbulas semejantes á un pico de loro. Al respirar,una grieta de su piel se abría y cerraba alternativamente. De uno de suscostados surgía un tubo en forma de embudo, que tragaba igualmente elagua respirable, alimentándose por ambas entradas su cavidad branquial.Los múltiples brazos armados de ventosas funcionaban como aparatos depresión. Les servían para asir y mantener su presa, para rampar ycorrer.
El ojo vidrioso de uno de los monstruos asomando y desapareciendo entrelos blandos repliegues evocaba los recuerdos de Freya. Habló á mediavoz, para ella misma, sin preocuparse de Ferragut, que estabadesorientado por la incoherencia de sus palabras. Esta mirada del pulpotraía á su memoria la de Ojo de la mañana.
El marino preguntó: «¿Quién es Ojo de la mañana?...» Y
volvió ádecirse mentalmente que Freya estaba loca al saber que este nombre erael de una serpiente amiga, un reptil de lomo cuadriculado que le servíade collar y de pulsera allá en su casa de la isla de Java, entre bosquesque exhalaban un perfume irresistible, cubiertos á la luz del sol deflores temblonas y monstruosas semejantes á animales, pobladosnocturnamente de fosforescentes estrellas que saltaban de árbol enárbol.
—Yo danzaba desnuda, con un velo transparente anudado á mis caderas yotro flotante sobre mi cabeza... Danzaba horas y horas, lo mismo que unasacerdotisa brahmánica ante la imagen del terrible Siva, y Ojo de lamañana seguía mis danzas con sus ondulaciones elegantes... Yo creo enel divino Siva. ¿Usted no conoce á Siva?...
Ferragut dió de lado al sombrío dios. Lo que él quería conocer era elmotivo que la había llevado á Java, la isla paradisíaca y misteriosa.
—Mi marido era comandante holandés—dijo ella—. Nos casamos enAmsterdam y le seguí á Asia.
Ulises protestó ante esta noticia. ¿No había sido un sabio su esposo?...¿No la había llevado á los Andes, en busca de bestias prehistóricas?...
Freya vaciló un momento para hacer memoria; pero su duda fué corta.
—Así es—dijo con naturalidad—. El profesor fué mi segundo marido. Yohe sido casada dos veces.
No tuvo tiempo el capitán de manifestar su sorpresa. En lo alto delestanque, sobre la superficie cristalina plateada por el sol, pasó unasombra humana. Era la silueta del guardián. Abajo se conmovieron lastres bolsas informes. Freya temblaba de emoción, como un espectadorentusiasta é impaciente.
Algo cayó en el agua, descendiendo poco á poco: un pedazo de sardinamuerta, que iba soltando filamentos de carne y escamas amarillas. Unaextraña solidaridad parecía existir entre los monstruos. Sólo se agitabapara comer aquel que veía más cerca la presa. Tal vez se sometíanvoluntariamente á un turno; tal vez su vista sólo alcanzaba un poco másallá de sus tentáculos.
El que estaba más próximo al vidrio se desdobló de pronto con laviolencia de un muelle que se escapa, de un proyectil que haceexplosión. Dió un salto, quedando pegado al suelo por una de sus patas yteniendo las otras en alto como un manojo de reptiles. De informeguiñapo se convirtió en estrella monstruosa, llenando casi todo elvidrio con su cuerpo hinchado de rabia y de agua, coloreando suenvoltura de verde, de azul, de rojo.
Los tentáculos agarraron la triste presa, doblándose hacia adentro parallevarla á su boca. La bestia se contrajo, se fué aplanando, hastadescansar en el suelo. Desaparecieron las patas, y sólo quedó á la vistauna bolsa temblona por la que pasaba como un oleaje, de extremo áextremo, la hinchazón digestiva.
Fué un bullón de mucosidades que secolorearon y descolorieron con las contorsiones de la furiaasimilatoria, dejando al descubierto de vez en cuando sus ojos estúpidosy feroces.
Siguieron cayendo nuevas víctimas y los otros monstruos saltaron á suvez, distendiendo sus estrellas, encogiéndolas luego para moler la presaen sus entrañas con una digestión de tigre.
Freya asistía á esta alimentación horrorosa con temblores devoluptuosidad. Ulises sintió cómo se apoyaba en él instintivamente, conun contacto que fué haciéndose por momentos más íntimo. Del hombro altobillo percibió el capitán los suaves relieves de una carne tibia yfirme, que se hacía sentir á través de las ropas y parecía tirar de élcon nerviosos estremecimientos.
Varias veces los ojos de ella se apartaron del cruento espectáculo paramirarle rápidamente de un modo extraño. Sus pupilas parecían agrandadas.Sus córneas tenían una acuosidad de malsano reflejo. Ferragut pensó queasí debían mirar las locas en sus grandes crisis.
Hablaba entre dientes, con pausas de emoción, admirando la ferocidad deaquellas bestias, doliéndose de no poseer su vigor y su crueldad.
—¡Ser así!... Poder ir por las calles... por el mundo, tendiendo lasgarras... ¡Devorar!... ¡devorar! Ellos se debatirían inútilmente pordeshacer el anillo de mis tentáculos... ¡Absorberlos!...
¡comerlos!...¡hacerlos desaparecer!
Ulises la vió como el primer día, junto al templete del poeta, poseídade una cólera sorda contra los hombres, ansiando su exterminio contemblores voluptuosos.
Los pulpos, terminada su digestión, se habían lanzado á nadar.
Eranahora madejas horizontales que surcaban el estanque con elegancia.Parecían torpedos de proa cónica, llevando á la rastra la gruesa y largacabellera de sus tentáculos. Su apetito excitado les hacía correr elagua en todos sentidos, buscando nuevas víctimas.
Freya protestó. El guardián sólo les había arrojado cuerpos inanimados.Ella deseaba la lucha, el sacrificio, la muerte. Los pedazos de sardinaeran una comida sin substancia para estos bandidos que sólo encontrabansabor al alimento sazonado con el asesinato.
Como si los pulpos entendiesen sus quejas, se habían dejado caer en elfondo arenoso, flácidos, inertes, respirando por sus embudos.
Un pequeño cangrejo empezó á descender al extremo de un hilo, conpataleo desesperado.
Ella se apretó aún más contra Ulises, emocionada al pensar en el próximoespectáculo. Saltó una de las bolsas convertida en estrella: sus patasserpentearon buscando al recién llegado. En vano el guardián movió haciaarriba el hilo, queriendo prolongar la caza. Los tentáculos pegaron susirresistibles ventosas al cuerpo de la víctima y al bramante, tirando deeste último con tal fuerza, que se rompió, cayendo en el fondo el pulpocon su presa.
Freya hizo un movimiento como si fuese á aplaudir.
«¡Bravo!...» Estabaintensamente pálida. Un calor de fiebre pasó á través de las ropas desdeun costado de su cuerpo al costado de Farragut que le servía de apoyo.
Avanzaba el busto hacia el cristal para ver mejor la actividaddevoradora de este estómago en forma de pirámide, que tenía en sucúspide una diminuta cabeza de loro con dos ojos feroces y en torno dala base la retorcida madeja de sus patas llenas de redondeles salientes.Con ellas apretaba al cangrejo contra su boca, inyectando bajo sucaparazón el producto venenoso
de
sus
glándulas
salivares,
paralizandotodo
movimiento de resistencia. Luego se lo tragó lentamente, con unadeglución de boa.
—¡Qué hermoso!—dijo ella.
Las otras bestias tenían igualmente su víctima viva y la paralizaban ydevoraban, agitando sus cuerpos blanduchos, por los que hacía pasar lahinchazón nutritiva rayas y nubes de diversos colores.
Ahora el guardián arrojó un cangrejo, pero en libertad, sin ataduraalguna. Freya gritó de entusiasmo.
Era la caza tal como se desarrolla en el feroz misterio del mar, lacarrera de la muerte, la destrucción precedida de angustias y azaresemocionantes. El pobre crustáceo, adivinando el peligro, nadaba hacialas rocas, para guarecerse en la grieta más próxima.
Un pulpo salió trasde él, mientras los otros continuaban su digestión.
—¡Se escapa!... ¡se escapa!—gritó Freya, palpitando de interés.
El cangrejo corrió por las piedras, abrigándose en sus sinuosidades. Elpulpo ya no nadaba; corría también como un animal terrestre, subiendopor las rocas con sus garras armadas, que le servían de aparatos delocomoción. Era una lucha de tigre contra rata... Cuando el cangrejotenía ya medio cuerpo oculto entre los verdes líquenes de un agujero,cayó sobre su posterior una de las pesadas serpientes, arrancándolo conel tirón irresistible de sus ventosas, haciéndole desaparecer entre lamadeja de tentáculos.
—¡Ah!—suspiró Freya, echándose atrás como si fuese á desmayarse sobreel pecho de Ulises.
Este se estremeció, sintiendo que se había enroscado á su cuerpo unanillo de temblona presión. Los actos de aquella desequilibrada habíanacabado por excitar sus nervios.
Creyó que un monstruo de la misma clase que los del estanque, pero muchomayor, un pulpo gigantesco de los fondos oceánicos, se había deslizadotraidoramente á sus espaldas, echándole de pronto uno de sus tentáculos.Sentía la presión de esta garra en su cintura, cada vez más apretada,más feroz.
Freya le tenía sujeto con uno de sus brazos. Violentamente se habíaenroscado á él y le apretaba el talle con toda su fuerza, como sipretendiese partir en dos su cuerpo vigoroso.
Luego vió aproximarse la cabeza de esta mujer con una rapidez agresiva,cual si fuese á morderle... Sus ojos, agrandados, lagrimeantes yvagorosos, parecían estar lejos, muy lejos. Tal vez no le veían... Suboca, temblona y azuleada por la emoción, una boca redonda y en relieve,como un músculo absorbente, buscó la boca del marino, apoderándose deella, tirando de sus labios.
Fué un beso de ventosa, largo, dominador, doloroso. Ulises reconoció quenunca había sido besado así. El agua de aquella boca, remontándose alfilo de los dientes, se desbordó en la suya como dulce veneno. Unestremecimiento desconocido hasta entonces corrió á lo largo de suespalda, haciéndole cerrar los ojos.
Se sintió vaciado, como si todo su interior se liquidase, pasando alotro cuerpo á través de la imperiosa succión. Tuvo el presentimiento deque este beso iba á datar en su vida; de que empezaba para él una nuevaexistencia; de que nunca llegaría á despegarse de estos labiosmordedores y acariciantes, que tenían un lejano sabor de canela, deincienso, de selva asiática poblada de voluptuosidades y asechanzas.
Y se dejó arrastrar por la caricia de fiera, con el pensamiento perdidoy el cuerpo inerte y resignado, lo mismo que el náufrago que desciende ydescienda las infinitas capas del abismo, sin llegar nunca al fondo.
VI
LOS ARTIFICIOS DE CIRCE
Creyó después de este beso que sus otros deseos iban á realizarseinmediatamente. Lo más difícil del camino ya estaba andado. Pero conFreya había que esperar siempre algo absurdo é inconcebible.
El cañonazo del mediodía los sacó de su arrobamiento voluptuoso, quehabía durado unos segundos, largos como años.
Los pasos del guardián,cada vez más próximos, acabaron por separar sus dos bustos y desenredarsus brazos.
Freya fué la primera en serenarse. Sólo un ligero humo quedó flotando enel fondo de sus pupilas, como si fuese el vaho del ardor reciénextinguido.
—¡Adiós!... Me esperan.
Y salió del Acuario seguida de Ferragut, todavía balbuciente ytembloroso.
Fueron inútiles las preguntas y ruegos con que la persiguió al atravesarel paseo.
—Hasta aquí nada más—dijo ella en una de las bocacalles de Chiaia—.Nos veremos... Se lo prometo formalmente... Ahora déjeme...
Y desapareció con su paso firme de hermosa cazadora, sereno el rostro,como si no quedase en ella el menor recuerdo de su fiero arrebatopasional.
Esta vez cumplió su promesa. Ferragut la vió todos los días.
Se encontraron por las mañanas en las inmediaciones del hotel, y algunasveces bajó ella al comedor, cruzando sonrisas y miradas con el marino,que ocupaba por su desgracia una mesa lejana. Luego pasearon, hablaron,rió Freya bondadosamente de los amorosos juramentos del capitán... Yesto fué todo.
Con la habilidad de las mujeres para sondear al hombre y penetrar en sussecretos, manteniendo cerrados é inabordables los secretos propios, ellafué enterándose de los accidentes y aventuras de la vida de Ulises. Envano éste, por una reciprocidad natural, habló de la isla de Java, delas danzas misteriosas ante Siva, de los viajes por los lagos de losAndes.
Freya hacía un esfuerzo para recordar. «¡Ah!...¡sí!» Y después daemitir por toda respuesta esta exclamación distraída, continuabaaveriguando con avidez la vida anterior de su enamorado. Ulises, enalgunos momentos, llegó á sospechar si lo del abrazo en el Acuariohabría ocurrido en sueños.
Una mañana consiguió el capitán ver realizado uno de sus deseos. Estabaceloso de los incógnitos amigos que almorzaban con Freya. En vano afirmóésta que era la doctora la única compañera de las horas que pasaba fueradel hotel. El marino, para tranquilizarse, exigió que la viuda aceptasesus invitaciones.
Debían dar mayor amplitud á sus paseos, debían visitarlas bellas afueras de Nápoles, almorzando en sus alegres trattorias.
Ascendieron juntos en el funicular del monte Vomero á las alturascoronadas por el castillo de Sant Elmo y la cartuja de San Martino.Luego de admirar en el museo da la abadía los recuerdos artísticos de ladominación borbónica y la dominación muratesca, entraron en un restoránpróximo, una trattoria con las mesas puestas en una explanada desdecuyas barandas podía abarcarse el espectáculo inolvidable del golfo,viéndose además el Vesubio y la cadena de montañas que se esfumaba en elhorizonte como un oleaje inmóvil de rosa obscuro.
Nápoles se extendía en herradura por el borde arqueado del mar,expeliendo de su enorme masa blanca, cual si fuesen núcleos de espuma,los caseríos de los suburbios.
Un ostricario moreno, enjuto, de ojos de brasa y enormes bigotes, teníasu puesto en la puerta del restorán, ofreciendo mariscos de intensoolor, que tal vez habían echado media semana en ascender desde la ciudadá las alturas del Vomero.
Freya rió de la belleza típica del ostricarioy las miradas ardientes que dirigía por costumbre á todas las damas queentraban en el establecimiento... Un verdadero hallazgo para una viajeraansiosa de aventuras con color local.
En el fondo, una pequeña orquesta acompañaba la voz de un tenor, ósonaba sola, estirando las melodías, amplificando los compases connapolitana exageración.
Freya sintió un regocijo infantil al sentarse á la mesa, viendo más alládel mantel el vacío luminoso de la altura. Cortado en primer término porun tubo de cristal lleno de flores, extendíase el lejano panorama de laciudad, el golfo y sus cabos. Le embriagó el aire de esta cumbre,después de dos semanas transcurridas sin salir de Nápoles. Las arpas yviolines daban al ambiente un temblor patético y servían de fondo á lasconversaciones, como los vagos murmullos de una orquesta oculta realzanen el teatro la salmodia de los versos melancólicos, arrancandolágrimas.
Comieron con el apetito nervioso que proporciona la alegría.
Unas mesasmás allá, una pareja joven olvidaba los platos para estrecharse lasmanos por debajo del mantel y apretarse pierna contra pierna confrenética presión. Los dos sonreían mirando el paisaje y mirándosemutuamente. Tal vez eran extranjeros recién casados, tal vez amantesfugitivos que veían realizadas sus ilusiones al arrullarse en este paístantas veces evocado en sus lejanos galanteos.
Dos médicos ingleses de un buque-hospital, canosos y con uniforme,despreciaban el almuerzo para pintar directamente en sus ?