Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Miraba á Freya con ojos enigmáticos, mientras en su pensamiento empezabaá bullir la cólera. Sentía odio al recordar la arrogancia con que ellale había tratado huyendo del cuarto.

«¡Farsante!...» Se estabadivirtiendo con él. Era una gata juguetona y feroz prolongando la agoníadel ratón caído en sus zarpas. En su cerebro hablaba una voz brutal,como si le aconsejase un homicidio. «¡De hoy no pasa!... ¡de hoy nopasa!...», se repitió varias veces, dispuesto á las mayores violenciaspara salir de una situación que consideraba ridícula.

Y ella, ignorante de los pensamientos de su compañero, engañada por lainmovilidad de su rostro, seguía hablando con la mirada perdida en elhorizonte, hablando con voz queda, lo mismo que si se contase á símisma sus ilusiones.

La dominaba como una obsesión el momentáneo proyecto de vivir en una,casita de Possilipo, completamente sola, llevando una existencia deaislamiento monacal con todas las comodidades de la vida moderna.

—Y sin embargo—siguió diciendo—, este ambiente no es favorable á lasoledad; este paisaje es para el amor. ¡Envejecer lentamente dos que seamen, ante la eterna belleza del golfo!...

¡Lástima que no haya sido yoamada nunca!...

Esto fué una ofensa para Ulises, que le hizo expresarse con toda laagresividad que hervía en el fondo de su mal humor. ¿Y

él?... ¿No laamaba y estaba dispuesto á probárselo con toda clase de sacrificios?...

Los sacrificios como prueba de amor dejaban fría á esta mujer,acogiéndolos con un gesto escéptico.

—Todos los hombres me han dicho lo mismo—añadió—; todos prometenmatarse si no se les ama... y en la mayor parte de ellos no es mas queuna frase de retórica pasional. Y aunque se maten de verdad, ¿qué pruebaesto?... Quitarse la vida es una resolución de un minuto, que no dalugar á arrepentimiento; una simple ráfaga nerviosa, un gesto que sehace muchas veces pensando en lo que dirá la gente, con el orgullofrívolo del actor que desea caer en buena postura. Yo sé lo que es eso.Un hombre se mató por mí...

Ferragut, al oír las últimas palabras, sacudió su inmovilidad.

Una vozmaliciosa cantó en su cerebro: «¡Ya van tres!...»

—Le vi moribundo—continuó ella—en una cama de hotel.

Tenía una mancharoja como una estrella en el vendaje de su frente: el agujero delpistoletazo. Murió agarrado á mis manos, jurando que me amaba y que sehabía matado por mí... Una escena penosa, horrible... Y sin embargo,estoy segura de que se engañaba á sí mismo, de que no me amaba. Se matópor vanidad herida al ver que me alejaba de él, por testarudez, porgesto teatral, por influencia de sus lecturas... Era un tenor rumano.Esto fué en Rusia... Yo he sido artista un poco de tiempo...

El marino quiso expresar el asombro que le producían las diversasmutaciones de esta existencia andante y misteriosa que cada vez mostrabauna nueva faceta; pero se contuvo, para oír mejor los crueles consejosde la voz maligna que hablaba en su pensamiento... El no pretendíamatarse por ella... Muy al contrario: su agresividad silenciosa laexaminaba como una víctima próxima. Había en sus ojos algo del difunto Tritón cuando columbraba en la costa una falda mujeril lejana yfugitiva.

Freya siguió hablando.

—Matarse no es una prueba de amor. Todos me han prometido desde lasprimeras palabras el sacrificio de su existencia. Los hombres no sabenotra canción... No les imite, capitán.

Quedó pensativa largo rato. El crepúsculo avanzaba rápidamente. Mediocielo era de ámbar y el otro medio de azul nocturno, en el que empezabaná parpadear las primeras estrellas.

El golfo se adormecía bajo la capaplomiza de sus aguas, exhalando una frescura misteriosa que secomunicaba á las montañas y los árboles. Todo el paisaje parecíaadquirir la fragilidad del cristal. El aire silencioso temblaba conexagerada sonoridad, repitiendo la caída de un remo en las barcas,pequeñas como moscas, que se deslizaban abajo por la copa del golfo,prolongando las voces femeninas é invisibles que se perseguían en lasarboledas de las alturas.

Los sirvientes fueron de mesa en mesa colocando bujías encerradas enfaroles de papel. Los mosquitos y falenas, revividos por el crepúsculo,zumbaron en torno de estas flores de luz rojas y amarillas.

Volvió á sonar la voz de ella en el ambiente crepuscular, con la mismavaguedad que si hablase en sueños.

—Hay un sacrificio mayor que el de la vida, el único que puedeconvencer á una mujer de que es amada. ¿Qué significa la vida para unhombre como usted?... Su profesión la pone en peligro todos los días, ycuando descansa en tierra le creo capaz de arriesgarla por el más fútilmotivo...

Hizo una nueva pausa y continuó:

—El honor vale más que la vida para ciertos hombres; larespetabilidad, la conservación del lugar que ocupan. Sólo meconvencería un hombre que arriesgase por mí honra y posición, quedescendiese á lo más bajo, sin perder su voluntad de vivir... ¡Eso es unsacrificio!

Ferragut se sintió alarmado por tales palabras. ¿Qué sacrificio deseabaproponerle esta mujer?... Pero se calmó al seguirla escuchando. Todo erauna hipótesis de su desordenada imaginación. «Está loca», afirmó denuevo en su cerebro el consejero interior.

—He soñado muchas veces—continuó ella—con un hombre que robase pormí, que matase si era preciso, y fuese á pasar el resto de sus años enuna cárcel... ¡Pobre ladrón mío!... Yo viviría únicamente para él,pasando día y noche junto á las murallas de su prisión, espiando lasrejas, trabajando como una mujer del pueblo para enviar buena comida ámi bandido... Eso es amor, y no las mentiras frías, los juramentosteatrales de nuestro mundo.

Ulises repitió su comentario mental: «Decididamente está loca.» Peroeste pensamiento se reflejó en sus ojos con tal claridad, que ella loadivinó.

—No tenga miedo, Ferragut—dijo sonriendo—. No pienso exigirle talsacrificio. Todo esto que hablo son fantasías, inventos imaginativospara llenar el vacío de mi alma. Culpa del vino, de nuestras exageradaslibaciones á los dioses, que hoy han sido sin agua... ¡Mire usted!

Y señaló con una gravedad cómica las dos botellas vacías que ocupaban elcentro de la mesa.

Había cerrado la noche. En el cielo obscuro parpadeaban los infinitosojos de la luz sideral. La taza inmensa del golfo reflejaba susdestellos como helados fuegos fatuos. Los farolillos del restorántrazaban manchas purpúreas sobre los manteles, viéndose en torno deellas los rostros de los que comían, con violentos contrastes de luz yde sombra. De los cuartos cerrados se escapaban escandalosos ruidos debesos, persecuciones y caídas de muebles.

—¡Vámonos!—ordenó Freya.

Le molestaba este estrépito de orgía vulgar, como si deshonrase lamajestad de la noche. Necesitaba moverse, caminar en la obscuridad,aspirando el fresco de la misteriosa lobreguez.

En la puerta del jardín vacilaron ante los ofrecimientos de varioscocheros. Freya fué la que desechó sus ofertas. Quería volver á pie áNápoles, siguiendo el suave descenso del camino de Possilipo, después dela larga inmovilidad en el restorán. Su rostro estaba acalorado y rojopor el abuso del vino.

Ulises la dió el brazo y empezaron á avanzar en la sombra impulsadosinsensiblemente en su marcha por la facilidad de ir cuesta abajo. Freyasabía lo que representaba este viaje. A los primeros pasos se lo avisóel marino con un beso en el cuello.

Iba á aprovecharse de todos losrecodos del camino; de los altos en ciertos lugares descubiertos paracolumbrar el golfo fosforescente á través de la arboleda; de los largosespacios de sombra,

cortada

sólo

de

tarde

en

tarde

por

los

reverberospúblicos ó las linternas de carruajes y tranvías...

Pero estas libertades de su acompañante eran ya cosa aceptada: ellahabía dado el primer paso en el Acuario. Además, estaba segura de suserenidad, que mantendría al enamorado en el límite que ella quisierafijarle... Y convencida de su fuerza para reaccionar á tiempo, seabandonó lo mismo que una mujer vencida.

Jamás había tenido Ferragut una ocasión tan propicia. Era una cita ásolas en el misterio de la noche, con un amplio espacio de tiempo pordelante. Lo único molesto era la necesidad de marchar, de unir á losabrazos y los juramentos de amor una incesante actividad ambulatoria.Ella protestaba, saliendo de su arrobamiento, cada vez que el enamoradole proponía sentarse al borde del camino.

La esperanza hizo que Ulises obedeciese á Freya, deseosa de llegarcuanto antes á Nápoles. Allá abajo, en la curva de luces vecinas algolfo, estaba el hotel, y el marino lo veía como un lugar de felicidad.

—¡Di que sí!—susurró en el oído de ella, cortando las palabras conbesos—. ¡Di que será esta noche!...

Ella no contestaba, abandonándose en el brazo que el capitán habíapasado por su talle, dejándose arrastrar como si estuviese mediodesvanecida, entornando los ojos y ofreciendo su boca.

Mientras Ulises iba repitiendo súplicas y caricias, la voz de su cerebrocantaba victoria. «¡Ya está!... ¡Esto es hecho!... Lo que importa esmeterla en el hotel.»

Llevaban caminando cerca de una hora y se imaginaban que sólo habíantranscurrido unos minutos.

Al llegar á los jardines de la Villa Nazionale, cerca del Acuario, sedetuvieron un instante. Había más luz y menos gente que en el camino dePossilipo. Huyeron de los faros eléctricos de la vía Caracciolo, quereflejaban en el mar sus lunas de nácar.

Los dos, instintivamente seaproximaron á un banco, buscando la sombra de ébano de los árboles.

Freya se había serenado de pronto. Parecía irritada contra ella mismapor su abandono durante la marcha. La excitación de los besos,incesantemente renovada, le había hecho ansiar una entrega inmediata,con el exasperamiento del deseo... Al verse ahora cerca del hotelrecobró su energía, como en presencia de un peligro.

—¡Adiós, Ulises! Mañana nos veremos... Voy á pasar la noche en casa dela doctora.

El marino se apartó un poco, con el tirón de la sorpresa. «¿Era unabroma?...» Pero no: no podía dudar. El tono de sus palabras delataba unafirme resolución.

Suplicó humildemente para que no se marchase, con voz entrecortada yfosca. Al mismo tiempo el consejero mental le decía rencorosamente: «¡Seestá burlando de ti!... Hora es ya de que esto acabe... Hazla sentir tuautoridad de hombre.» Y esta voz tenía el mismo timbre que la deldifunto Tritón.

De pronto ocurrió una cosa violenta, brutal, innoble. Ulises se arrojósobre ella como si fuese á matarla, la oprimió en sus brazos, y los dos,hechos un solo cuerpo, cayeron sobre el banco, jadeando, luchando. Lasombra se rasgó con el blanco relampagueo de un oleaje de ropasinteriores removidas. Pero esto sólo duró un instante.

El vigoroso Ferragut, temblando de emoción y de deseo, sólo disponía dela mitad de sus fuerzas. Saltó repentinamente hacia atrás llevándose lasdos manos á un hombro. Experimentaba un dolor agudísimo, como si uno desus huesos acabase de quebrarse. Ella le había repelido con una certerapresión de la hábil esgrima japonesa, que emplea las manos como armasirresistibles.

—¡Ah... tal!—rugió lanzando el peor de los insultos femeninos.

Y cayó sobre ella otra vez, como si fuese un hombre, uniendo á su ansiaamorosa un deseo de maltratarla, de envilecerla, haciéndola su esclava.

Freya le aguardó á pie firme... Viendo el brillo glacial de uno de susojos, Ulises, sin saber por qué, se acordó de Ojo de la mañana, elreptil compañero de sus danzas.

En este ataque de toro furioso quedó detenido por un simple contacto enla frente, un diminuto círculo metálico, una especie de dedal helado quese apoyaba en su piel.

Miró... Era un pequeño revólver, un juguete mortífero de relumbranteníquel. Había aparecido en la mano de Freya saliendo del secreto de susropas, ó tal vez de aquel bolso de oro cuyo contenido parecíainagotable.

Ella, puesto un dedo en el gatillo, le contempló fijamente. Se adivinabasu familiaridad con el arma que tenía en la mano. No debía ser laprimera vez que la sacaba á la luz.

La indecisión del marino fué breve. Con un hombre, su garra se hubieseapoderado de la mano amenazante, torciéndola hasta romperla, sin que leinspirase miedo el revólver. Pero tenía enfrente á una mujer... Y estamujer era capaz de herirle, colocándolo al mismo tiempo en una situaciónridícula...

—¡Retírese, señor!—ordenó Freya con tono ceremonioso y amenazante,como si hablase á un extraño.

Pero fué ella la que se retiró finalmente al ver que Ulises daba un pasoatrás, quedando meditabundo y confuso. Le volvió la espalda, al mismotiempo que desaparecía de su mano el revólver.

Antes de alejarse murmuró varias palabras que no pudo entender Ferragut,mirándole por última vez con ojos despectivos. Debían ser terriblesinsultos, y por lo mismo que los profería en un idioma misterioso, élsintió más profundamente su menosprecio.

—No puede ser... Se acabó, ¡se acabó para siempre!...

Dijo esto repetidas veces antes de volver al hotel, y lo pensó durantetoda una noche de vigilia, cortada por pesadillas angustiosas. Bienavanzada la mañana le despertaron del sopor final las trompetas de los bersaglieri.

Pagó su cuenta en el despacho del gerente y dió la última propina alportero, anunciándole que horas después vendría un hombre del buque állevarse su equipaje.

Estaba alegre, con la alegría forzosa del que necesita amoldarse á losacontecimientos. Se felicitaba por su libertad, como si esta libertad lahubiese conquistado voluntariamente y no le fuese impuesta por eldesprecio de ella. Le dolía el recuerdo del día anterior, viéndoseridículo y grosero. Era mejor no acordarse de lo pasado.

Se detuvo en la calle para lanzar una última mirada al hotel.

«¡Adiós,maldito albergo!... Nunca volvería á verle. ¡Ojalá se quemase contodos sus habitantes!»

Al pisar la cubierta del Mare nostrum, su forzada satisfacción fué enaumento. Sólo aquí podía vivir, lejos de las complicaciones y mentirasde la vida terrestre.

Todas las gentes del buque, que en las semanas anteriores temían lallegada del malhumorado capitán, sonrieron ahora, como si viesen lasalida del sol después de una tormenta.

Distribuyó buenas palabras ypalmadas afectuosas. El trabajo de recomposición iba á terminarse al díasiguiente... ¡Muy bien!

Estaba contento. Pronto volverían á navegar.

Saludó en la cocina al tío Caragòl... Este era un filósofo.

Todas lasmujeres del mundo no valían para él lo que un buen arroz. ¡Ah, grandehombre!... Seguramente iba á llegar á les cien años. Y el cocinero,halagado por tantas alabanzas, cuyo origen no acertaba á comprender,respondía como siempre: «Así es, mi capitán.»

Tòni, silencioso, disciplinado y familiar, le inspiraba no menosadmiración. Su vida era una vida recta, firme y llana como el camino deldeber. Cuando los oficiales jóvenes hablaban en su presencia de ruidosascenas al saltar á tierra con mujeres de distintos países, el piloto seencogía de hombros. «El dinero y lo otro deben guardarse para casa»,decía sentenciosamente.

Ferragut había reído muchas veces de la virtud de su segundo, que sepaseaba encogida y soñolienta por una gran parte del planeta, sinpermitirse distracción alguna, para despertar con una tensiónarrolladora siempre que los azares de la carrera le llevaban á vivirunos días en su casa de la Marina.

La pobre esposa, morena, enjuta y obediente, le veía llegar con alegríay con susto, como si fuese una tormenta de lluvia interminable. CuandoTòni se sentía héroe, sus hazañas iban más allá del cero de la decena. Ycon el impudor tranquilo del virtuoso que todo lo deja en casa,calculaba las fechas de sus viajes por la edad de sus ocho hijos: «Estefué á la vuelta de Filipinas... Este otro, después que hice el cabotajeen el golfo de California...»

Su serenidad de varón ordenado, incapaz de perturbarse con frívolasaventuras, le hizo adivinar desde el primer momento el secreto de losentusiasmos y las cóleras del capitán. «Debe vivir con una mujer», sedijo al verle instalado en un hotel de Nápoles y al sufrir su mal humoren las rápidas apariciones que hacía á bordo.

Ahora, al escuchar sus regocijados comentarios sobre la tranquila vidade Tòni y su filosófica cordura, volvió á decirse mentalmente, sin queel capitán pudiese adivinar nada en su rostro: «Ya ha roto con la mujer:se ha cansado de ella. ¡Más vale así!»

Se afirmó aún más en esta creencia al escuchar los planes de Ferragut.Tan pronto como el buque quedase listo, irían á fondear en el puertocomercial. Le habían hablado de cierto cargamento para Barcelona, unflete de ocasión; pero mejor era esto que ir de vacío... Si elcargamento se demoraba, partirían con lastre. Deseaba reanudar cuantoantes sus viajes. Cada vez eran más escasos y buscados los buques. Yaera hora de salir de esta inercia forzosa.

—Sí, ya es hora—respondió Tòni, que en todo un mes sólo había bajadodos veces á tierra.

El Mare nostrum abandonó el lugar de su reparación, yendo á fondearfrente á los muelles de comercio, brillante y rejuvenecido, sin ningúndesperfecto que recordase sus recientes averías.

Una mañana, cuando el capitán y el segundo estaban en el salón de popa,indecisos entre salir aquella misma noche ó esperar cuatro días más,como lo solicitaban los dueños de la carga, se presentó el terceroficial, un joven andaluz, que parecía emocionado por la noticia de queera portador. Una señora muy hermosa y muy elegante—el joven apoyó consu admiración estos detalles—acababa de llegar en un bote, y sin pedirpermiso había subido la escala, metiéndose en el buque como si fuese suvivienda propia.

A Tòni le dió un vuelco el corazón. Su rostro moreno tomó una palidez deceniza. «¡Cristo!... ¡la de Nápoles!» El no sabía quién era la deNápoles, no la había visto nunca, pero tenía la certeza de que llegabacomo un estorbo fatal, como una calamidad inesperada. ¡Tan bien quemarchaban las cosas!...

El capitán hizo girar su sillón, despegándose de la mesa, y en dossaltos salió á la cubierta.

Algo extraordinario perturbaba á los tripulantes. Todos estaban arriba,como si una atracción poderosa los hubiese arrancado de los sollados,del fondo de las bodegas, de los metálicos corredores de las máquinas.Hasta el tío Caragòl sacaba su cara episcopal por la puerta de lacocina, llevándose una mano cerrada en forma de telescopio á uno de susojos, sin llegar á distinguir claramente la anunciada maravilla.

Freya estaba á pocos pasos, con un traje azul que tenía algo de marino,como si esta visita al buque impusiera á su elegancia la necesidad deimitar el porte de las multimillonarias que viven en un yate. Losmarineros fingían trabajos extraordinarios para aproximarse á ella,limpiando cobres ó encerando maderas.

Sentían la necesidad derespirarla, de vivir en el ambiente perfumado que la envolvía, siguiendosus pasos.

Al ver al capitán le tendió una mano simplemente, lo mismo que si sehubiesen visto el día anterior.

—¡No se quejará usted, Ferragut!... Como no le encontraba en el hotel,he sentido la necesidad de visitarle en su buque...

Deseaba conocer sucasa flotante. Todo lo de usted me interesa.

Parecía otra mujer. Ulises se dió cuenta del gran cambio que se habíaefectuado en su persona durante los últimos días. Sus ojos eranatrevidos, incitantes, de un impudor tranquilo. Toda ella parecíaofrecerse. Sus sonrisas, sus palabras, su modo de marchar por lacubierta hacia las cámaras del buque, denotaban una resolución de darfin cuanto antes á su larga resistencia, cediendo á los deseos delmarino.

A pesar de los anteriores fracasos, éste sintió de nuevo la alegría deltriunfo. «¡Ahora va á ser! Mi ausencia la ha vencido...» Y al mismotiempo que paladeaba la dulce satisfacción del amor y el orgullotriunfantes, un vago instinto le sugirió la sospecha de que esta mujer,repentinamente transformada, tal vez le quería menos ahora que en losdías anteriores, cuando se resistía, aconsejándole que huyese.

En el comedor hizo la presentación de su segundo. El rudo Tòniexperimentó el mismo deslumbramiento que había perturbado á todos losdel buque. ¡Qué mujer!... En el primer instante excusó y comprendió laconducta de su capitán. Luego, sus ojos quedaron fijos en ella con unaexpresión de alarma, como si su presencia le hiciese temblar por lasuerte del vapor.

Acabó por sentirse cohibido delante de esta señora que examinaba elsalón como si fuese á quedarse en él para siempre.

Freya se interesó unos momentos por la peluda fealdad de Tòni. Era unverdadero mediterráneo, tal como ella se los imaginaba: un faunoperseguidor de ninfas. Ulises rió de los elogios dirigidos á su segundo.

—Debe tener dentro de los zapatos—continuó ella—unas pezuñitas lindascomo las de las cabras. Debe saber tocar el caramillo. ¿No lo cree así,capitán?...

El fauno, enfurruñado y rabioso, acabó por marcharse, saludandotorpemente al salir. Ferragut sintió un gran alivio con esta ausencia,pues temía alguna palabra ruda de Tòni.

Al quedar sola con Ulises, corrió de un lado á otro por la gran cámara.

—¿Aquí es donde vive usted, querido tiburón?... Déjeme que lo vea todo,que lo registre todo. Me interesa lo suyo: no dirá ahora que no lequiero. ¡Qué orgullo para el capitán Ferragut!

Las señoras vienen ábuscarle en su buque...

Interrumpió su parloteo irónico y amoroso para defenderse suavemente delmarino. Este, olvidando lo pasado y queriendo aprovechar la felicidadque se le ofrecía de pronto, abrazaba á la visitante, besándola en lanuca.

—¡Luego... luego!—suspiró ella—. Ahora déjeme ver. Siento unacuriosidad de niña.

Abrió el piano, el pobre piano del capitán escocés, y unos acordestenues y lloriqueantes, producto de una desafinación de varios años,conmovieron el salón con la melancolía de los recuerdos que resucitan.

Era una música igual á la de las cajas melódicas que se encuentranolvidadas en el fondo de un armario, entre las ropas de una viejadifunta. Freya declaró que esta música olía á rosas secas.

Luego, abandonando el piano, abrió una tras otra todas las puertas delos camarotes que daban al salón. En la del dormitorio del capitán sedetuvo, sin querer pasar del umbral, sin soltar el picaporte de bronceque mantenía en su diestra. Ferragut, detrás de ella, la empujaba consuave traición, repitiendo al mismo tiempo sus caricias en la nuca.

—No, aquí no—dijo ella—. ¡Por nada del mundo!... Seré tuya, te loprometo: te doy mi palabra. Pero donde yo quiera, cuando á mí meparezca... ¡Muy pronto, Ulises!

El sintió toda la voluptuosidad de estas afirmaciones, hechas con unavoz acariciadora y sumisa; todo el orgullo de este tuteo espontáneo, queequivalía á una primera entrega.

La llegada de un acólito del tío Caragòl les hizo recobrar sutranquilidad. Traía dos enormes vasos llenos de un cocktail rojizo yespumoso; embriagadora y dulce mixtura, resumen de todos losconocimientos adquiridos por el cocinero en su trato con los borrachosde los primeros puertos del mundo.

Ella probó el líquido, entornando los ojos como una gata golosa. Luegoprorrumpió en alabanzas, elevando el vaso de un modo solemne. Ofrecía sulibación á Eros, el más bueno de los dioses. Y Ferragut, que siemprehabía sentido cierto pavor ante las infernales y gratas mixturas de sucocinero, apuró de un trago su vaso, para unirse á la invocación.

Todo quedó concertado entre los dos. Ella daba las órdenes.

Ferragutvolvería á tierra, aposentándose en el mismo albergo.

Continuarían suvida de antes, como si nada hubiese ocurrido.

—Esta tarde me esperarás en los jardines de la Villa Nazionale... Sí,allí donde quisiste matarme, ¡bandido!...

Antes de que pudiese evocar la imagen de aquella noche de violencia,Freya se adelantaba á sus recuerdos con una astucia femenil... EraUlises el que había querido matarla; lo afirmaba ella, sin admitirrespuesta.

—Iremos á visitar á la doctora—continuó—. La pobre desea verte, y meha rogado que te lleve. Se interesa mucho por ti desde que sabe que teamo, ¡pirata mío!...

Después de haber fijado la hora del encuentro, Freya quiso irse. Peroantes de volver á su lancha sintió la curiosidad de registrar el buque,como había registrado el salón y los camarotes.

Con aires de princesa reinante, precedida del capitán y seguida de losoficiales, corrió las dos cubiertas; se asomó á las galerías de hierrode las máquinas y al abismo cuadrado de las escotillas de carga,recibiendo el olor mohoso de las bodegas. En el puente tocó con unentusiasmo pueril la caperuza de bronce de la bitácora y los demásinstrumentos de dirección, brillantes como si fuesen de oro.

Quiso ver la cocina, ó invadió los dominios del tío Caragòl, poniendoen lamentable desorden sus formaciones de cacerolas, asomando su hocicosonrosado á la boca humeante del gran puchero en el que hervía elalmuerzo de la gente.

El viejo pudo verla de cerca con sus ojos cegatos. «¡Sí que era guapa!»El revoloteo de sus faldas y los frecuentes encontrones que tuvo conella en sus idas y venidas por la cocina perturbaron al apóstol. Suolfato de guisandero se sintió molestado por el perfume de esta señora.«Guapa, pero con olor de...», repitió mentalmente. Para él, todo perfumefemenil merecía este título injurioso. Las mujeres buenas huelen ápescado y á estropajo: estaba seguro de ello... En su lejana juventud,los conocimientos del pobre Caragòl no habían ido más allá.

Al quedar solo, agarró un trapo, agitándolo violentamente como sisacudiese moscas. Quería limpiar el ambiente de malos olores. Sentíaseescandalizado, como si hubiesen dejado caer una pastilla de jabón en unode sus arroces.

Los hombres del buque se amontonaron en las bordas para seguir la marchadel bote que se alejaba.

Tòni, al pie del puente, lo contempló también con ojos enigmáticos.

—Hermosa eres; pero ¡que la mar te trague antes de que vuelvas!...

Un brazo tremolaba un pañuelo en la popa de la barca.

«¡Adiós, capitán!»Y el capitán movía la cabeza, sonriente y emocionado por el saludofemenil, mientras los marineros envidiaban su buena suerte.

Otra vez un hombre de la tripulación llevó el equipaje de Ferragut al albergo de la ribera de San