Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Por no irse á las manos con él y porque no riese solapadamente al verleesperar horas y horas en el vestíbulo, se apostaba en la calle, espiandolas entradas y salidas da Ferragut.

Las tres veces que consiguió hablar con él obtuvo al mismo éxito. Elcapitán celebraba mucho el verle, como si fuese un aparecido del pasadoal que podía comunicar la alegría de su exuberante felicidad.

Escuchaba á su segundo, alegrándose de que todo marchase bien en elbuque. Y cuando Tòni, con voz balbuciente, se atrevía á preguntarle lafecha de la partida, Ulises ocultaba sus vacilaciones bajo un tono deprudencia. Estaba á la espera de un cargamento valiosísimo. Cuanto másaguardasen, más dinero iban á ganar... Pero sus palabras no convencían áTòni.

Recordaba las protestas de su capitán, quince días antes, por lafalta de buena carga en Nápoles y su deseo de salir sin pérdida detiempo.

Al volver á bordo, el segundo buscaba á Caragòl, comentando ambos lastransformaciones de su jefe. Tòni lo había visto hecho otro hombre, conla barba recortada, vistiendo lo mejor de su equipaje, delatando en elarreglo de su persona un esmero minucioso, una voluntad decidida deagradar. EL rudo piloto hasta había creído percibir al hablarle ciertoperfume femenil igual al de la visitante rubia.

Esta noticia era la más inaudita para Caragòl.

—¡El capitán Ferragut perfumado!... ¡El capitán oliendo á...

pulga!

Y elevaba los brazos, mientras sus ojos cegatos buscaban las botellas decaña y las alcuzas de aceite para hacerlas testigos de su indignación.

Los dos hombres estaban acordes al apreciar la causa de sus tristezas.Ella era la culpable de todo, ella la que iba á tener el buque encantadoen este puerto, quién sabe hasta cuándo, con su poder irresistible debruja.

—¡Ah, las hembras!... El diablo va como un perro faldero detrás de susenaguas... Son la podredumbre de nuestra vida.

Y la iracunda castidad del cocinero seguía lanzando contra las mujeresinjurias y maldiciones iguales á las de los primeros padres de laIglesia.

Una mañana, los tripulantes que limpiaban la cubierta hicieron pasar ungrito de la proa á la popa. «¡El capitán!» Lo veían aproximarse en unbote, y la voz se extendió por cámaras y corredores, dando nueva fuerzaá los brazos, animando los rostros soñolientos. El segundo salió á lacubierta y Caragòl sacó la cabeza por la puerta de la cocina.

Desde su primera ojeada presintió Tòni que algo importante iba áocurrir. El capitán tenía un aire animoso y alegre. Al mismo tiempo vióen la exagerada amabilidad de su sonrisa un deseo de seducir, de imponerdulcemente algo que consideraba de dudosa aceptación.

—Ya estarás contento—dijo Ferragut al darle la mano—.

Pronto vamos ázarpar.

Entraron en el salón. Ulises miró su buque con cierta extrañeza, como sivolviese á él después de un largo viaje. Lo encontraba con aspectodiferente; surgían ante sus ojos detalles que nunca habían atraído suatención.

Recapituló en una síntesis, que fué como un relámpago cerebral, todo loque había ocurrido en menos de dos semanas.

Pudo darse cuenta porprimera vez del gran cambio de su vida desde que Freya había venido ábuscarle en el vapor.

Se vió en su cuarto del hotel frente á ella, que iba vestida como unhombre y fumaba mirando el golfo.

—Yo soy alemana y...

Iba á explicarse de pronto su vida misteriosa, hasta en los detallesmenos comprensibles.

Ella, era alemana y servía á su país. La guerra moderna levanta lasnaciones en masa; no es, como en otros siglos, un choque de exiguasminorías profesionales que tienen por oficio el pelear.

Todos loshombres vigorosos iban á los campos de batalla; los demás trabajaban enlos centros industriales convertidos en talleres de guerra. Y estaactividad general comprendía también á las mujeres, que dedicaban alservicio de la patria su labor en fábricas y hospitales ó suinteligencia más allá de las fronteras.

Ferragut, sorprendido por esta revelación brutal, quedó silencioso, y alfin se atrevió á formular su pensamiento.

—Según eso, ¿tú eres una espía?...

Ella acogió con desprecio la palabra. Era un término anticuado que habíaperdido su primitiva significación. Espías eran los que en otrostiempos, cuando sólo los soldados profesionales tomaban parte en laguerra, se mezclaban voluntariamente ó por interés en las operaciones,sorprendiendo los preparativos del enemigo. Ahora con la movilización enmasa de los pueblos, había desaparecido el antiguo espía de oficio,despreciable y villano, que arrostraba la muerte por dinero. Sóloexistían patriotas ganosos de trabajar por su país, unos con las armasen la mano, otros valiéndose de la astucia ó explotando las cualidadesde su sexo.

Ulises quedó desconcertado por esta teoría.

—¿Entonces, la doctora...?—volvió á preguntar, adivinando lo que podíaser la imponente dama.

Freya contestó con una expresión de entusiasmo y de respeto.

Su amigaera una patriota ilustre, una sabia que ponía todas sus facultades alservicio de su país. Ella la adoraba. Era su protectora: la habíasalvado en los momentos más difíciles de su existencia.

—¿Y el conde?—siguió preguntando Ferragut.

Aquí la mujer hizo un gesto da reserva.

—También es un gran patriota... Pero no hablemos de él.

Había en sus palabras respeto y miedo. Se adivinaba su voluntad de noocuparse de este altivo personaje.

Un largo silencio. Freya, como si temiese los efectos de la meditacióndel capitán, la cortó de pronto con su charla apasionada.

La doctora y ella habían venido de Roma á refugiarse en Nápoles, huyendode las intrigas y murmuraciones de la capital.

Los italianos se peleabanentre ellos: unos eran partidarios de la guerra, otros de laneutralidad. Ninguno quería ayudar á Alemania, su antigua aliada.

—¡Tanto que les hemos protegido!—exclamó—. ¡Raza, falsa é ingrata!...

Sus gestos y sus palabras evocaron en la memoria de Ulises la imagen dela doctora increpando á la tierra italiana desde una ventanilla delvagón el primer día en que se hablaron.

Estaban las dos mujeres en Nápoles, entreteniendo su inútil espera conviajes á las poblaciones cercanas, cuando encontraron al marino.

—Yo guardaba un buen recuerdo de ti—continuó Freya—.

Adiviné desdeel primer instante que nuestra amistad iba á terminar como haterminado...

Leyó en la mirada de él una pregunta.

—Sé lo que vas á decirme. Te extrañas de que te haya hecho esperartanto, de que te hiciese sufrir con mis caprichos... Es que te amaba yal mismo tiempo quería alejarte. Representabas una atracción y unestorbo. Temí complicarte en mis asuntos...

Además, yo necesito estarlibre, para dedicarme al cumplimiento de mi misión.

Hubo otra larga pausa. Los ojos de Freya se fijaron en los de su amantecon una tenacidad escrutadora. Quería sondear su pensamiento, darsecuenta de la madurez de su preparación, antes de arriesgar el golpedecisivo. Su examen fué satisfactorio.

—Y ahora que me conoces—dijo con una lentitud dolorosa—

,¡márchate!... Tú no puedes quererme; soy una espía como tú dices: un serdespreciable... Sé que no puedes seguir amándome después de lo que te herevelado. Aléjate en tu buque, como los héroes de las leyendas; ya nonos veremos más. Todo lo nuestro habrá sido un hermoso ensueño... Déjamesola. Ignoro qué suerte será la mía, pero lo que me importa es tutranquilidad.

Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se dejó caer de bruces en el diván,ocultando el rostro entre los brazos, mientras un hipo de llantoestremecía las adorables sinuosidades de su dorso.

Ulises, conmovido por este dolor, admiró al mismo tiempo la perspicaciade Freya, que adivinaba todas sus ideas. La voz del buen consejo,aquella voz cuerda que hablaba en la mitad de su cerebro siempre que elcapitán se veía en un momento difícil, había empezado á gritarescandalizada á las primeras revelaciones de esta mujer:

«Ferragut, ¡huye!... Estás metido en un mal paso. No te conviene eltrato con tales gentes. ¿Qué tienes tú que ver con el país de estaaventurera? ¿Por qué arrostrar peligros por una causa que nada teimporta?... Lo que deseabas de ella ya lo tienes. ¡Sé egoísta, hijomío!»

Pero la voz de su otro hemisferio mental, aquella voz fanfarrona y locaque le impulsaba á embarcarse en los buques destinados al naufragio, ádesafiar los peligros por el placer de poner á prueba su vigor, tambiénle dió consejos. Era villano abandonar á una mujer. Sólo un miedosopodía hacerlo... ¡Tanto que parecía amarle esta alemana!...

Y con su exuberancia meridional, la abrazó y la levantó, apartando de sufrente los bucles de la cabellera, que se había deshecho, acariciándolacomo á una niña enferma, bebiendo sus lágrimas con besos interminables.

¡No, no la abandonaría!... Es más: estaba dispuesto á defenderla detodos sus enemigos. El no sabía quiénes eran estos enemigos; pero sinecesitaba un hombre, allí le tenía á él...

En vano la voz cuerda le insultó mientras formulaba tales ofrecimientos.Se comprometía ciegamente; tal vez esta aventura iba á ser la másterrible de su historia... Pero para acallar sus escrúpulos, la otra vozgritaba: «Eres un caballero, y un caballero no abandona por miedo á unamujer horas después de haber recibido el presente de su cuerpo.¡Adelante, capitán!»

Una excusa de cobarde egoísmo emergió en su pensamiento, fabricado deuna sola pieza. El era español, era un neutral, que nada tenía que veren la contienda del centro de Europa. Su segundo le había hablado áveces de solidaridad de raza, de pueblos latinos, de la necesidad deacabar con el militarismo, de hacer la guerra para que no hubiese másguerras... ¡Simplezas de lector crédulo! El no era inglés ni francés.Tampoco era alemán; pero la mujer que él amaba lo era, y no iba áabandonarla por unos antagonismos que le resultaban sin interés.

Freya no debía llorar. Su amante afirmó repetidas veces que deseabavivir siempre á su lado, que no pensaba abandonarla por lo que habíadicho, y hasta empeñó su palabra de honor, como prueba de que laayudaría en todo lo que considerase posible y digno de él.

Así decidió atropelladamente de su destino el capitán Ulises Ferragut.

Cuando su amante le llevó otra vez á la casa de la doctora, fué recibidopor ésta lo mismo que si perteneciese á su familia. Ya no tenía por quéocultar su nacionalidad. Freya le llamó simplemente Frau Doktor. Yella, con un entusiasmo verbal de profesora, acabó de catequizar almarino, explicándole el derecho y la razón de su país al entrar enguerra con media Europa.

La pobre Alemania había tenido que defenderse. El kaiser era el hombrede la paz, á pesar de que durante muchos años había preparadometódicamente una fuerza militar capaz de aplastar á la humanidadentera. Todos le habían provocado, todos habían sido los primeros enagredirle. Los insolentes franceses, mucho antes de la declaración deguerra, enviaban nubes de aeroplanos sobre las ciudades alemanas,bombardeándolas.

Ferragut parpadeó de sorpresa. Esto era nuevo para él. Debía de haberocurrido mientras estaba en alta mar. El autoritarismo verboso de ladoctora no le permitió duda alguna... Además, aquella señora debía saberlas cosas mejor que los que viven navegando.

Luego había surgido la provocación inglesa. Como un traidor demelodrama, el gobierno británico venía preparando la guerra desde largafecha, no queriendo presentarse hasta el último momento. Y Alemania,amante de la paz, tenía que defenderse de este enemigo, el peor detodos.

—¡Dios castigará á Inglaterra!—afirmaba la doctora mirando á Ulises.

Y éste, para no defraudarla, en sus esperanzas, movía la cabezagalantemente... Por él podía castigarla Dios.

Pero al expresarse de tal modo se sentía agitado por una nueva dualidad.Los ingleses habían sido buenos camaradas; recordaba agradablemente susnavegaciones como oficial á bordo de buques británicos. Al mismo tiempole producía cierta irritación su poder creciente, invisible para loshombres de tierra adentro, monstruoso para los que viven en el mar. Seles encontraba como dominadores en todos los océanos ó sólidamenteinstalados en todas las costas estratégicas y comerciales.

La doctora, como si adivinase la necesidad de atizar su odio contra elgran enemigo, apelaba á los recuerdos históricos: Gibraltar robado porlos ingleses; las piraterías de Drake; los galeones de Américaapresados con metódica regularidad por las flotas británicas; losdesembarcos en las costas de España, que habían perturbado la vida de laPenínsula en otros siglos.

Inglaterra, al iniciar su grandeza en elreinado de Elisabeth, era del tamaño de Bélgica. Si se había hechoenorme, era á costa de los españoles y luego de Holanda, hasta dominarel mundo entero.

Y con tanta vehemencia hablaba la doctora en inglés da las maldades deInglaterra contra España, que el impresionable marino acabó por decirespontáneamente:

—¡Que Dios la castigue!...

Pero aquí reaparecía el navegante mediterráneo, el Ulises complicado ycontradictorio. Se acordó de pronto de las reparaciones de su buque, quedebían ser indemnizadas por Inglaterra.

«¡Que Dios la castigue... pero que espere un poco!», murmuró en supensamiento.

La imponente profesora se exasperaba al hablar de la tierra en quevivía.

—¡Mandolinistas! ¡Bandidos!—gritó, como siempre, contra los italianos.

Cuanto eran lo debían á Alemania. El emperador Guillermo había sido unpadre para ellos. ¡Todo el mundo sabía esto!... Y

sin embargo, alestallar la guerra, se negaban á seguir á sus viejos amigos. Ahora ladiplomacia alemana debía trabajar, no para mantenerlos á su lado, sinopara impedir que se fuesen con los adversarios. Todos los días recibíanoticias de Roma. Había esperanzas de que Italia se mantuviese neutral.Pero ¿quién podía fiarse de la palabra de tales gentes?... Y repetía susinsultos iracundos.

Se habituó el marino inmediatamente á esta casa, como si fuese la suya.Las contadas veces que Freya se separaba de él, iba á buscarla en elsalón de la imponente señora, que tomaba con Ulises un aire de suegrabondadosa.

En varias de sus visitas se encontró con el conde. El taciturnopersonaje le tendía una mano, guardando cierta distanciainstintivamente. Ulises conocía ahora su verdadera nacionalidad, y élno ignoraba esto; pero los dos continuaron la ficción del condeKaledine, diplomático ruso. Como todo lo de este hombre imponía respetoen la vivienda de la doctora, Ferragut, atento á su egoísmo amoroso, nose permitía ninguna averiguación, acoplándose á las indicaciones de lasdos mujeres.

Nunca se había considerado tan feliz como en aquellos días.Experimentaba la monstruosa voluptuosidad del que se halla sentado á lamesa en un comedor bien caldeado y ve por los cristales el martempestuoso, con un buque que lucha contra las olas.

Los vendedores de periódicos pregonaban terribles batallas en el centrode Europa: ardían las ciudades bajo el bombardeo, morían cadaveinticuatro horas miles y miles de seres humanos...

Y él no leía nada,no quería saber nada. Continuaba su existencia como si el mundo vivieseen una felicidad paradisíaca, unas veces en espera de Freya, evocando ensu memoria las esplendideces de su cuerpo, los refinamientos ysensaciones nuevas que le procuraba su pasión; otras abrazado á larealidad, con un arrobamiento que borraba y suprimía todo lo que nofuese ellos dos.

Algo, sin embargo, le sacó repentinamente de su egoísmo amoroso; algoque ensombrecía su gesto, partía su frente con una arruga depreocupación y le había hecho ir á bordo.

Cuando quedó sentado en la gran cámara del buque, frente á su segundo,apoyó los codos en la mesa y comenzó á chupar un grueso cigarro queacababa de encender.

—Vamos á salir muy pronto—repitió con visible preocupación—. Estaráscontento, Tòni; creo que estarás contento.

Tòni permaneció impasible. Esperaba algo más. El capitán, al iniciar unviaje, le decía siempre el puerto de destino y la especialidad de lacarga. Por eso, al darse cuenta de que Ferragut no quería añadir nada,se atrevió á preguntar:

—¿Es á Barcelona adonde vamos?...

Vaciló Ulises, mirando hacia la puerta como si temiese ser escuchado.Luego avanzó el busto hacia Tòni.

Se trataba de un viaje sin peligro alguno, pero que debía quedar en elmisterio.

—Yo te lo cuento á ti porque tú sabes todas mis cosas, porque teconsidero como de mi familia.

El piloto no parecía emocionarse con esta muestra de confianza.Permaneció impasible, mientras en su interior empezaban á despertartodas las inquietudes que le habían agitado en los días anteriores.

Siguió hablando el capitán. Los tiempos eran de guerra, y debíanaprovecharlos. Para los dos no representaba una novedad transportarcargamentos de material militar. El había llevado una vez desde Europaarmas y municiones para una revolución de la América del Sur. Tòni lehabía contado sus aventuras en el golfo de California mandando unapequeña goleta que servía de transporte á los insurrectos de lasprovincias septentrionales alzados contra el gobierno de Méjico.

Pero el segundo, á la vez que movía la cabeza afirmativamente, le mirabacon ojos interrogantes. ¿Qué iban á transportar en este viaje?...

—Tòni, no se trata de artillería ni de fusiles; tampoco demuniciones... Es un trabajo corto y bien pagado, que nos hará perderpoco camino en nuestra vuelta á Barcelona.

Se detuvo en su confidencia, sintiendo una última vacilación, y al finañadió bajando la voz:

—¡Los alemanes pagan!... Vamos á proveer de esencia de petróleo á lossubmarinos que tienen en el Mediterráneo.

Contra lo que esperaba Ferragut, su segundo no hizo un gesto desorpresa. Permaneció impasible, como si esta noticia resultase sinsentido para él. Luego sonrió levemente, moviendo los hombros lo mismoque si hubiese escuchado algo absurdo...

¿Acaso los alemanes teníansubmarinos en el Mediterráneo?

¿Podía una de estas máquinas navegantes,pequeñas y frágiles, hacer la larga travesía desde el mar del Norte alestrecho de Gibraltar?

Estaba enterado de los grandes males que causaban los submarinos en lascercanías de Inglaterra, pero en una zona reducida, en el limitado radiode acción de que eran capaces. El Mediterráneo, afortunadamente paralos buques mercantes, se hallaba á cubierto de sus traidoras asechanzas.

Ferragut le interrumpió con una vehemencia meridional. Este hombre,extremado en sus pasiones, se expresaba ya como si la doctora hablasepor su boca.

—Tú te refieres á los submarinos, Tòni, á los pequeños submarinos queexistían al empezar la guerra: cigarros de acero frágiles, que naveganmal á ras del agua y pueden abrirse al menor choque... Pero ahora hayalgo más: hay el sumergible, que es como un submarino resguardado por uncasco de barco, el cual puede marchar oculto entre dos aguas y al mismotiempo puede navegar sobre la superficie mejor que un torpedero... Tú nosabes de lo que son capaces los alemanes. Son un gran pueblo, ¡elprimero del mundo!...

Y con impulsiva exageración, insistió en proclamar la grandeza alemana ysu espíritu inventivo, como si le correspondiese una parte de estagloria mecánica y destructora.

Luego añadió confidencialmente, poniendo una mano sobre un brazo deTòni:

—A tí solo te lo digo; tú eres el único que conoce el secreto, apartede las personas que me lo han comunicado... Los sumergibles alemanes vaná entrar en el Mediterráneo. Nosotros saldremos á su encuentro pararenovar su provisión de aceite y de combustible.

Calló, mirando fijamente á su subordinado, mientras le sonreía paravencer sus escrúpulos.

Durante unos segundos no supo qué creer. Tòni permanecía pensativo, conlos ojos bajos. Después se enderezó poco á poco; abandonando su asiento,y dijo simplemente:

—¡No!

Ulises abandonó igualmente su sillón giratorio á impulsos de lasorpresa. «¿No?... ¿Por qué?»

El era el capitán, y todos debían obedecerle. Por esto respondía delbuque, de la vida de sus tripulantes, de la suerte de la carga. Además,era el propietario: nadie mandaba sobre él, su poder no tenía límites.Por afecto amistoso, por costumbre, consultaba á su segundo, le hacíapartícipe de sus secretos, y Tòni, con una ingratitud nunca vista, osabarebelarse... ¿Qué significaba esto?...

Pero el segundo, en vez de dar explicaciones, se limitó á responder,cada vez más terco y enfurruñado:

—¡No!... ¡no!

—Pero ¿por qué no?—insistió Ferragut, impacientándose, con un temblorde cólera en la voz.

Tòni, sin perder energía en sus negativas, vacilaba, confuso,desorientado, rascándose la barba, bajando los ojos para reflexionarmejor.

No sabía explicarse. Envidiaba la facilidad de su capitán para encontrarlas palabras. La más simple de sus ideas sufría angustiosamente antes desurgir de su boca... Pero al fin, poco á poco, entre balbuceos, fuédiciendo su odio contra aquellos monstruos de la industria moderna quedeshonraban el mar con sus crímenes.

Cada vez que leía en los periódicos sus hazañas en el mar del Norte, unaoleada de indignación pasaba por su conciencia de hombre simple, francoy recto. Atacaban traidoramente escondidos en el agua, disimulando suojo asesino y largo, semejante á las antenas visuales de los monstruosde la profundidad. Esta agresión sin peligro parecía resucitar en sualma las almas indignadas de cien abuelos mediterráneos, tal vez piratasy crueles, pero que habían buscado al enemigo frente á frente, con elpecho desnudo, el hacha en la mano y el arpón de abordaje como únicosmedios de pelea.

—¡Si sólo torpedeasen á los buques armados!—añadió—. La guerra es unsalvajismo, y hay que cerrar los ojos ante sus golpes traidores,aceptándolos como hazañas gloriosas... Pero hacen algo más: tú lo sabes.Echan á pique buques de comercio, vapores de pasajeros, donde vanmujeres, donde van pequeños.

Sus mejillas curtidas tomaron una coloración de ladrillo cocido. Lebrillaron los ojos con un resplandor azulado. Sentía la misma cólera queal leer los relatos da los primeros torpedeamientos de grandestrasatlánticos en las costas de Inglaterra.

Veía la muchedumbre indefensa y pacífica amontonándose en los botes, quezozobraban; las mujeres arrojándose al mar con un niño en brazos; todala confusión mortal de la catástrofe...

Luego, el submarino que emergíapara contemplar su obra; los alemanes agrupados en la cubierta de acerohúmedo, riendo y bromeando, satisfechos de la rapidez de su labor; y enuna extensión de varias millas, el mar poblado de bultos negrosarrastrados lentamente por las olas: hombres que flotaban de espaldas,inmóviles, con los ojos vidriosos fijos en el cielo; niños con la rubiacabellera tendida como una máscara sobre su rostro lívido; cadáveres demadres oprimiendo sobre su seno, con fría rigidez, el pequeño cadáver deuna criatura asesinada antes de que pudiera darse cuenta de la vida.

Leyendo el relato de estos crímenes pensaba en su mujer y en sus hijos,imaginándose que podían haber estado en aquel vapor, sufriendo la mismasuerte de sus inocentes pasajeros. Esta suposición le hacía sentir unacólera tan intensa, que hasta llegaba á dudar de su cordura el día enque volviera á tropezarse en cualquier puerto con marinos alemanes... ¿YFerragut, un hombre honrado, un capitán bueno, al que todos elogiaban,podía ayudar al trasplante de tales horrores en el Mediterráneo?...

¡Pobre Tòni!... No sabía explicarse, pero la idea de que su marpresenciase estos crímenes daba nuevas vehemencias á su indignación. Elalma del doctor Ferragut parecía revivir en el rudo navegantemediterráneo. No había visto á Anfitrita, pero temblaba por ella, sinconocerla, con religioso fervor. Era el azul luminoso de donde habíansurgido los primeros dioses deshonrado por la mancha aceitosa quedenuncia un asesinato en masa; las costas rosadas, cuyas espumasfabricaron á Venus, recibiendo racimos de cadáveres empujados por lasolas; las alas de gaviota de las barcas de pesca huyendo amedrentadasante el gris tiburón de acero; su familia y sus convecinos aterrados aldespertar frente al cementerio flotante arrastrado por la noche hastasus puertas.

Todo esto lo pensaba, lo veía; pero no acertando á expresarlo, se limitóá insistir en su protesta.

—¡No!... ¡En nuestro mar, no quiero!

Ferragut, á pesar de su carácter impetuoso, adoptó un tono de bondad,como un padre que desea convencer á su hijo fosco y testarudo.

Los sumergibles alemanes se limitarían en el Mediterráneo á una acciónmilitar. No había cuidado de que atacasen á los barcos indefensos, comoen los mares del Norte. Sus tristes hazañas de allá habían sidoimpuestas por las circunstancias, por el sano deseo de terminar cuantoantes la guerra dando golpes aterradores é inauditos.

—Te aseguro que en nuestro mar no harán nada de eso. Me lo han dichopersonas que pueden saberlo... De no ser así, no me hubiese comprometidoá darles ayuda.

Lo afirmó varias veces, de buena fe, con una absoluta seguridad en lasgentes que le habían hecho la promesa.

—Echarán á pique, si pueden, los navíos de los aliados que están en losDardanelos. Pero ¿qué nos importa eso?... ¡Es la guerra! Cuando enAmérica llevábamos cañones y fusiles á los revolucionarios, no nospreocupaba el uso que pudieran hacer de ellos.

Tòni insistió en su negativa.

—No es lo mismo... No sé explicarme; pero no es lo mismo.

Al cañón lepuede contestar otro cañón. El que pega también recibe golpes... Peroayudar á los submarinos es otra cosa.

Atacan ocultos, sin peligro... y ámí no me gustan las traidorías.

Esta insistencia de su segundo acabó por irritar á Ferragut,desvaneciendo su forzada bondad.

—¡No hablemos más!—dijo con arrogancia—. Soy el capitán, y mando loque quiero... He dado mi palabra, y no voy á faltar á ella por dartegusto... Hemos terminado.

Vaciló Tòni, como si acabase de recibir un golpe en el pecho.

Sus ojosvolvieron á brillar, humedeciéndose. Después de una larga reflexióntendió su diestra velluda al capitán.

—¡Adiós, Ulises!...

El no quería obedecer, y un marino que desacata las órdenes de su jefedebe desembarcar. En ningún buque viviría como en el Mare nostrum. Talvez le faltase colocación; tal vez los otros capitanes no quisieran deél, por considerarle habituado á una excesiva familiaridad; pero si eranecesario, volvería á ser patrón de barca de cabotaje... ¡Adiós! Aquellanoche no dormiría á bordo.

Ferragut se indignó, hasta gritar de coraje:

—¡Pero no seas bárbaro!... ¡Qué testarudez la tuya!... ¿A qué vienenesos escrúpulos exagerados?...

Luego sonrió malignamente, y dijo en voz baja:

—Ya sabes que nos conocemos, y no ignoro que e