Novelas Cortas by Pedro Antonio de Alarcón - HTML preview

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sois

hombres

antes

que

españoles,

y

este

polaco

es

un

hombre,

un

hermano

vuestro!—¿Qué

ganará

España

con

la

muerte

de

un

tercianario?

¡Batíos[62-4]

hasta

morir

con

15

todos

los

granaderos

de

Napoleón;

pero

que

sea[62-5]

en

el

campo

de

batalla!

Y

perdonad

al

débil;

¡sed

generosos

con

el

vencido;

sed cristianos, no seáis[62-6] verdugos!

—¡Basta

de

letanías![62-7]—dijo

el

que

siempre

había

llevado

la

iniciativa

de

la

crueldad,

el

que

hacía

andar

a

Iwa

a

fuerza

20

de

bayonetazos,

el

que

quería

comprar

un

empleo

al

precio

de

su cadáver.

—Compañero,

¿qué

hacemos?[62-8]—preguntó

el

otro,

medio

conmovido con mis palabras.

—¡Es muy sencillo! (repuso el primero.) ¡Mira!

25

Y

sin

darme

tiempo,

no

digo

de

evitar,

sino

de

prever

sus

movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del polaco.

Iwa me miró con ternura, no sé si antes o después de morir.

Aquella

mirada

me

prometió

el

cielo,

donde

acaso

estaba

ya

el mártir.

30

En

seguida

los

soldados

me

dieron

una

paliza

con

las

baquetas

de los fusiles.

El

que

había

matado

al

extranjero,

le

cortó

una

oreja,

que

guardó en el bolsillo.

¡Era

la

credencial

del

empleo

que

deseaba!

(p63)

Después

desnudó

a

Iwa,

y

le

robó

...

hasta

cierto

medallón

(con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al cuello.

Entonces se alejaron hacia Almería.

Yo

enterré

a

Iwa

en

este

barranco...,

ahí...,

donde

05

está

V.

sentado...,

y

me

volví

a

Gérgal,

porque

conocí

que

estaba malo.[63-1]

Y,

con

efecto,

aquel

lance

me

costó

una

terrible

enfermedad,

que me puso a las puertas de la muerte.

—Y

¿no

volvió

V.

a

ver

a

aquellos

soldados?

¿No

sabe

V.

10 cómo se llamaban?

—No,

señor;

pero,

por

las

señas

que

me

dió

más

tarde

la

viejecita

que

cuidó

al

polaco,

supe[63-2]

que

uno

de

los

dos

españoles

tenía

el

apodo

de

Risas,

y

que

aquél

era

justamente

el

que había matado y robado al pobre extranjero.

15

En

esto

nos

alcanzó

la

galera:

el

viejo

y

yo

subimos

al

camino;

nos

apretamos

la

mano,

y

nos

despedimos

muy

contentos

el uno del otro.— ¡Habíamos llorado juntos!

III

Tres

noches

después

tomábamos

café

varios

amigos

en

el

precioso casino de Almería.

20

Cerca

de

nosotros,

y

alrededor

de

otra

mesa,

se

hallaban

dos

viejos,

militares

retirados,

Comandante

el

uno

y

Coronel

el

otro,

según dijo alguno que los conocía.

A

pesar

nuestro,

oíamos

su

conversación,

pues

hablaban

tan

alto como suelen los que han mandado mucho.

25

De

pronto

hirió

mis

oídos

y

llamó

mi

atención

esta

frase

del

Coronel:

—El pobre Risas....

¡Risas! —exclamé para mí.

Y me puse a escuchar de intento.

30

—El

pobre

Risas

...

(decía

el

Coronel)

fué

hecho

prisionero

por

los

franceses

cuando

tomaron

a

Málaga,

y,

de

depósito

(p64)

en

depósito,

fué

a

parar

nada

menos

que

a

Suecia,[64-1]

donde

yo

estaba

también

cautivo,

como

todos

los

que

no

pudimos

escaparnos

con

el

Marqués

de

la

Romana.[64-2]—Allí

lo

conocí,

porque

intimó

con

Juan,

mi

asistente

de

toda

la

vida,

o

de

toda

mi

05

carrera;

y

cuando

Napoleón

tuvo

la

crueldad

de

llevar

a

Rusia,

formando

parte

de

su

Grande

Ejército,

a

todos

los

españoles

que

estábamos

prisioneros

en

su

poder,

tomé

de

ordenanza

a

Risas.[64-3]

Entonces

me

enteré

de

que

tenía

un

miedo

cerval[64-4]

a

los

polacos,

o

un

terror

supersticioso

a

Polonia,[64-5]

pues

no

hacía

10

más

que

preguntarnos

a

Juan

y

a

mi

«si

tendríamos

que

pasar

por

aquella

tierra

para

ir

a

Rusia,»

estremeciéndose

a

la

idea

de

que

tal[64-6]

llegase

a

acontecer.—Indudablemente,

a

aquel

hombre,

cuya

cabeza

no

estaba

muy

firme

por

lo

mucho

que

había

abusado

de

las

bebidas

espirituosas,[64-7]

pero

que

en

lo

15

demás

era

un

buen

soldado

y

un

mediano

cocinero,

le

había

ocurrido

algo

grave

con

algún

polaco,

ora[64-8]

en

la

guerra

de

España,[64-9]

ora

en

su

larga

peregrinación

por

otras

naciones.—Llegados

a

Varsovia,[64-10]

donde

nos

detuvimos

algunos

días,

Risas

se

puso

gravemente

enfermo,

de

fiebre

cerebral,

por

resultas

20

del

terror

pánico

que

le

había

acometido

desde

que

entramos

en

tierra

polonesa;

y

yo,

que

le

tenía

ya

cierto

cariño,

no

quise

dejarlo

allí

solo

cuando

recibimos

la

orden

de

marcha,

sino

que

conseguí

de

mis

Jefes

que

Juan

se

quedase

en

Varsovia

cuidándolo,

sin

perjuicio

de

que,[64-11]]

resuelta

aquella

crisis

de

un

modo

25

o

de

otro,

saliese

luego

en

mi

busca

con

algún

convoy

de

equipajes

y

víveres,

de

los

muchos

que

seguirían

a

la

nube

de

gente

en

que

mi

regimiento

figuraba

a

vanguardia.—¡Cuál

fué,

pues,

mi

sorpresa

cuando,

el

mismo

día

que

nos

pusimos

en

camino,

y

a

las

pocas

horas

de

haber

echado

a

andar,[64-12]

se

30

me

presentó

mi

antiguo

asistente

lleno

de

terror,

y

me

dijo

lo

que

acababa

de

suceder

con

el

pobre

Risas!—¡Dígole

a

V.

que

el

caso

es

de

lo

más

singular[64-13]

y

estupendo

que

haya

ocurrido

nunca!—Óigame,

y

verá

si

hay

motivo

para

que

yo

no

haya

olvidado

esta

historia

en

cuarenta

y

dos

años.—Juan(p65)

había

buscado

un

buen

alojamiento

para

cuidar

a

Risas,

en

casa

de

cierta

labradora

viuda,

con

tres

hijas

casaderas,

que

desde

que

llegamos

a

Varsovia

los

españoles

no

había

dejado

de

preguntarnos

a

varios,

por

medio

de

intérpretes

franceses,

05

si

sabíamos

algo

de

un

hijo

suyo

llamado

Iwa,

que

vino

a

la

guerra

de

España

en

1808,

y

de

quien

hacía

tres

años

no

tenía

noticia

alguna,

cosa

que

no

pasaba

a

las

demás

familias

que

se

hallaban

en

idéntico

caso.—Como

Juan

era

tan

zalamero,

halló

modo

de

consolar

y

esperanzar

a

aquella

triste

madre,

y

10

de

aquí[65-1]

el

que,

en

recompensa,

ella

se

brindara[65-2]

a

cuidar

a

Risas

al

verlo

caer

en

su

presencia

atacado

de

una

fiebre

cerebral...—Llegados

a

casa

de

la

buena

mujer,

y

cuando

ésta

ayudaba

a

desnudar

al

enfermo,

Juan

la

vió

palidecer

de

pronto

15

y

apoderarse

convulsivamente

de

cierto

medallón

de

plata,

con

una

efigie

o

retrato

en

miniatura,

que

Risas

llevaba

siempre

al

pecho,

bajo

la

ropa,

a

modo

de

talismán

o

conjuro

contra

los

polacos,

por

creer[65-3]

que

representaba

a

una

Virgen

o

Santa

de

aquel

país.— ¡Iwa!

¡Iwa! —gritó

después

la

viuda

de

un

20

modo

horrible,

sacudiendo

al

enfermo,

que

nada

entendía,

aletargado

como

estaba

por

la

fiebre.—En

esto

acudieron

las

hijas;

y,

enteradas

del

caso,

cogieron

el

medallón,

lo

pusieron

al

lado

del

rostro

de

su

madre,

llamando

por

medio

de

señas

la

atención

de

Juan

para

que

viese,

como

vió,

que

la

tal

efigie[65-4]

25

no

era

más

que

el

retrato

de

aquella

mujer,

y,

encaránd