Nunca Esnifes al Anochecer by Marco Montero - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Xo

( uno de los meses del planeta Orixbu)

 

El Xo era una de las cinco lunas que gravitaban alrededor del planeta Orixbu a unos cuatro años luz de Rhod.

Lorm tenía razón, Tribón Flegg estaba pringado en ese sucio asunto de Rhod hasta su poligonal cabeza. Era un Trutor. Una especie superior con la red social altamente desarrollada al borde de la extinción que buscaba desesperadamente cualquier forma de mantener su raza.

Hace poco los Trutors vivían en Orixbu. Pero luego vino un meteorito de un tamaño de 230 metros y chocó contra un volcán apagado que se hallaba en la parte norte del planeta. Su impacto fatal levantó una capa densa de polvo y opacó los rayos de la estrella Lix, alrededor de la que giraban.

Al cabo de dos órbitas murió prácticamente toda la vegetación y ellos, que por entonces ya estaban sufriendo bastante de hambre, decidieron refugiarse en el Xo.

El mayor problema era que las naves podían recoger sólo un 10% de su numerosa población. Hubo una cansina y prolija reunión con el resultado final de aceptar este cruel sacrificio y elegir varios grupos que se consideraban como los más fuertes e inteligentes para poder crear una nueva sociedad.

Por supuesto que se escaparon también unos cuantos más que tenían un poco de sesos y no querían acabar comiéndose entre sí.

A las tres orbitas descubrieron que las condiciones en el Xo eran tan malas que era casi imposible procrearse. Y en ese momento, intervino Flegg y propuso a la cámara del imperio un proyecto sofisticado aunque demasiado arriesgado con cierta posibilidad de éxito.

Al principio, dudaron y barrieron su propuesta de la mesa con la sugerencia de que hiciera algunos cambios y redujese los riesgos. Flegg se esforzó y al cabo de la mitad de la órbita, cuando la situación estaba más tensa, presentó un plan nuevo. Bueno, en principio, se trataba del mismo  como el de antes pero ahora envuelto en los números y análisis científicos.

De modo que, al final, lo consiguió imponer. Le dieron luz verde sin darse cuenta de que en realidad todo eso era sólo una tapadera bien pensada que encubría su venganza contra su enemigo jurado Lorm y contra los Xibogs.

Profundamente odiaba a esta raza, pero ante todo a Lorm. Cuando aún vivía en el Orixbu y tenía su propia tropa de soldados especialmente amaestrados para machacar al enemigo, recibió una orden. Según aquella orden había que desplazarse al Orb, (un planeta bastante hosco, de clase C en la constelación Gama XP), y examinar las posibilidades de la exploración del beryllium. El material que Trutors necesitaban para desarrollar el crecimiento de sus células cerebrales y que no era posible encontrar en su planeta nativo. Se trataba de una operación delicada, extremadamente peligrosa y por eso eligieron a Flegg.

Al comienzo, todo iba bien. Descubrieron un yacimiento rico en el beryllium. Cogieron las muestras y las analizaron. Los resultados salieron perfectos de manera que prepararon depósitos grandes y los rellenaron hasta la tapa.

La cosa se puso fea en el momento en el cual comenzaron a trasladar el beryllium a las naves. La culpa la tenía desde luego Lorm, quien acudió con su flota de naves reforzadas y les robó todo ese material valioso.

Combatieron, claro, pero contra la superioridad aplastante no tenían ni la menor posibilidad.

Lorm mató a todos los miembros de la tropa de Flegg, salvo Flegg, por supuesto. Lo hizo para humillarle y derrumbarle psíquicamente. No obstante, antes de mandarle al Orixbu, en una cápsula pequeña, dónde tenía que apiñarse en un asiento incómodo y beber su propio líquido, que en la Tierra se conocía como orina, le obligó a contemplar como torturaba a sus soldados (que eran en mayor parte también sus buenos amigos) sin hacer caso a sus imploraciones agonizantes que les disparasen.

Las raíces gruesas de rencor y de resentimiento se incrustaban cada vez más dentro su cerebro y poco a poco comenzaban a crecer según  aumentaba el número de los cuerpos muertos. Cuando pereció el último, que sobre todo era su hermano menor, le juró venganza. Lorm se rió de él y para demostrarle su soberanía le escupió en la cara. Flegg no se limpió la saliva, se quedó impasible, observándole.

Después de regresar al Orixbu, descubrió que Lorm había vendido el beryllium robado al emperador para el que trabajaba, por 25 toneladas de utraxium. (Un material precioso que se utilizaba como energía para los desintegradores y después de refinarlo también como líquido de las baterías con larga duración para los motores protónicos de los aerodeslizadores y cohetes espaciales.) Aparte de ese sórdido negocio Lorm, probablemente por capricho, denigró y mancilló su nombre diciendo, que por su culpa murieron todos los soldados debido a una explosión súbita que había provocado el derrumbe del yacimiento, y cuando intentaba salvarlos, Flegg se esfumó en una de las cápsulas que utilizaban para situaciones de emergencia.

Perdió todos sus privilegios. Lo estuvieron interrogando casi ocho puestas del Lix y luego lo metieron en un trullo subterráneo que apestaba a carroñas de los punkis (un tipo de roedor parecido a ratas terrestres con las bocas llenas de dientes afilados) que compartían durante seis terribles e interminables órbitas la mazmorra junto con él.

Cuando salió le interesaba sólo una cosa. La revancha y el cadáver de Lorm pudriéndose bajo sus pies. Así que poco a poco urdía sus planes.

Con un puñado de amigos que le quedaba y que le aún consideraban inocente robaron dos depósitos de beryllium de los almacenes del imperio.

Contrataron nueve científicos suficientemente locos como para asentar a participar en un proyecto descabellado cuyo resultado debería ser la fabricación de un compuesto que permitiese teletransportar las formas poli-celulares desintegrando sus moléculas y mezclando su ADN con una nueva, especialmente modificada. Flegg pretendía formar un ejército de soldados que obedecieran totalmente sus órdenes.

Desde luego, que al principio hubo muchos fracasos, con frecuencia muy feos. Para los experimentos se utilizaban las formas primitivas que  tenían la estructura molecular sencilla. Las secuaces de Flegg las cazaban en las estepas salvajes de la parte del sur del planeta. No obstante, esos no daban el resultado deseado y había que buscar en otros sitios, afuera del Orixbu. Y el tiempo pasaba.

Flegg, cuya obsesión por Lorm se estaba profundizando cada vez más se ponía nervioso, padecía de frecuentes arrebatos de furia y a menudo gritaba. Su trastorno se convirtió en una enfermedad grave y su comportamiento se volvió insoportable. Dos de los científicos intentaron abandonarle. Sin embargo, les capturó y en frente de los siete restantes les mató. Luego se cerró en su despacho y se drogó.

A pesar de su estado mental, seguía rastreando infatigablemente las pistas de Lorm. Sabía absolutamente todo sobre él, hasta tomaba notas sobre su evacuación. Tenía un archivo tan detallado y amplio que abarcaba casi toda la capacidad de su ordenador. Deseaba más que cualquier cosa que hiciera un error. Rezaba por eso cada puesta. Luego vino el meteorito y todo se acabó. Flegg recopiló todos los resultados del proyecto y se recluyó. Durante dos órbitas nadie sabía dónde estaba.

Cuando empezaron a despegar las naves hacia el Xo, apareció de la nada, mató uno de los científicos elegidos y disfrazado se coló dentro de una de ellas. Nadie se fijó.

Transcurrieron dos órbitas y medio, Flegg comenzó a trabajar nuevamente para el imperio. Su comportamiento era ejemplar y poco a poco recuperó otra vez la confianza que había perdido. Luego presentó su proyecto que podría solucionar la procreación de los Trutors y lo impuso.

Acto seguido, pidió un grupo de especialistas en genética y lo recibió.

Ahora disponía de quince científicos y las más modernas máquinas que se encontraban en el Xo. Su venganza se acercaba. Pero había que ser paciente.

Transcurrieron otras dos orbitas y los resultados empezaron a dar los primeros frutos. Flegg presentó a la cámara del imperio un suero que permitía la procreación afuera del útero y ganó su confianza total. Como nuevo jefe de la cámara, formó otro equipo de científicos y les dio otro  encargo. Lo que realmente le importaba. La fabricación del compuesto que permitía cambiar el ADN y posteriormente crear un ejército de las máquinas para matar.

Sabía qué hacía seis órbitas Lorm aceptó una misión en Rhod. Tenía que averiguar las condiciones del planeta y preparar el terreno para unos experimentos de los clones que llamaban soldados azules. Sin embargo, Flegg también sabía que eso era mentira, que, por fin, alguien, que se merecía un galardón, había engañado a ese cabrón de mierda.

Al descubrir esta información se reía tanto que comenzó a toser y casi se atragantó. Cuando se relajó gritó en voz a cuello: -¡Así que, al final, también alguien se ha limpiado el culo contigo, grandísimo hijo de puta!-

Acto seguido, se sentó contentamente en el sofá en su despacho y se drogó.

Después de otra media órbita de fracasos, vino finalmente un éxito. Tres de los científicos lograron crear un ADN de mutación que era capaz de descomponer y transformar ADN de complejas formas celulares. Se hicieron varias pruebas y resultaron muy prometedoras. Como milagro, a la otra cuarta parte de la órbita otro de los científicos descubrió que en las partes jóvenes del universo existían algunas formas que, según él, podían resolver el problema de la obediencia de los productos resultantes. Así entró en la ecuación la Tierra.

Se teletransportaron dos de los especialistas disfrazados (que llamaban los distribuidores) a la Tierra para coger muestras y para observar el comportamiento de esa especie y encontrar alguna forma de cómo aplicar el ADN de mutación dentro de la suya.

Se probaron varias posibilidades desde inyectarla en las venas hasta mezclarla con agua, pero no funcionaba ninguna. Luego, más bien por pura casualidad, uno de los especialistas encontró un drogadicto y le mezcló la droga que esnifaba con el ADN de mutación. El resultado fue asombroso: su cuerpo reaccionó y el ADN se trasformó. Su estructura celular se cambió a una forma que remotamente parecía a un Trutor/humano. Sobrevivió una quinta parte de la puesta de la estrella que  esos seres locales llamaban Sol. Así entró en la ecuación el polvo. El resto era sólo cuestión de pruebas y de combinaciones.

Mientras los científicos perfeccionaban el polvo, Flegg les dijo que quería probar los efectos en un planeta prácticamente muerto que se llamaba Rhod. Nadie preguntó por qué. Los científicos modificaron el ADN de mutación según las coordenadas de Rhod, y Flegg comenzó a divisar en la distancia una clara silueta del cruel fin de Lorm y de todos los otros que habitaban con él en ese planeta.

A medida de que se infectaban uno por uno los humanos, Flegg intentaba conectarse mentalmente con ellos, pero siempre fallaba. Eso le devastaba psíquicamente y le hundía otra vez dentro del estado de obsesión y de trastorno profundo como antes. Los científicos empezaron a notar los cambios significantes de su conducta y afloraron las primeras preocupaciones. Luego se infectó Broky y la conexión, por fin, se creó.

Flegg podía entrar en su cabeza y manejarlo.

Al mismo tiempo se terminaron las últimas modificaciones del ADN de mutación y al abrir la brecha los científicos mandaron a Rhod un ser que finalmente cumplió todos los requisitos. Flegg le ordenó matar a Pragg y apoderarse del feto. Quería vincular todos los infectados y comenzar la fase dos. Formar un ejército y machacar a Lorm.

/

Flegg no podía entrar en los cerebros atrofiados o poco desarrollados de las formas animales inferiores o superiores, sólo podía manejar a los Xibogs transformados, a los Kuxs transformados (si no había interferencias) y por supuesto, a los nuevos y perfeccionados seres que comenzó a llamar los Mixs (mezclados). Y el primero de ellos ya se estaba aproximando al cobertizo de Broky.

Tampoco sabía nada de las mutaciones horribles y mortíferas de los escarabajos o las sanguijuelas (tun-tuns) provocados por el contacto directo con los humanos infectados y las consecuencias que podrían conllevar. Sin embargo, si lo hubiese sabido se habría alegrado aún más.