Peñas Arriba by José María de Pereda - HTML preview

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Al principio todo fue bien, y hasta abundaron las zumbas, las indirectasy las ironías enderezadas a Pepazos, que no se enteraba de la mayorparte de ellas por natural torpeza de su magín. Pito Salces se desató enbarbaridades contra él, y, sobre todo, contra el Topero, que le abría lapuerta, mientras se la cerraba a un hombre tan avispado como uno que él(Chorcos) conocía «igual que a sí mesmo», y que, aunque otra cosa sedijera por ciertas lenguas, era el que plantaba el jito en el corazón deTanasia. Esto, dicho entre cabriolas, manoteos y risotadas, delante detoda aquella gente, y sin respeto alguno a la autoridad del señor Cura,dejó desconcertado y mohíno a Pepazos, y a Chisco del color de la nieve,y no de frío, sino de santa indignación que puso a Chorcos en graveriesgo de bajar rodando una ladera «pendía» que asomaba a diez varas deellos.

Pero pasó la gresca, como pasaban a cada instante ciertas rachas decierzo que flagelaban las caras con manojos (tales parecían) de la nieveseca que llevaba consigo.

Lo que no pasaba era aquella negrura que se veía sobre el horizontefrontero: lejos de pasar, iba avanzando y extendiéndose en todasdirecciones; y cuanto más avanzaba y se extendía, «más de ella» quedabaa la otra parte; vamos, como la «jumera» de un calero muy grande queacabara de encenderse detrás de los montes lejanos. Y esto era lo que noperdían de vista don Sabas y los que, aunque no tanto como él, eran muyentendidos en aquella casta de nublados; y por esto husmeaba el Cura elpaisaje con avidez, y cortaba las apuntadas conversaciones con mandatossecos de avivar la marcha. Hasta los perros encogían el rabo y se poníana la vera y al andar de la gente, sobre todo cuando se oyó bramar elcierzo entre los pelados robledales y en las gargantas de la cordillera,y se enturbió de repente la luz, como si fuera a anochecer enseguida, yse vio desprenderse de lo más negro y más lejano de las nubes aquelpingajo siniestro que había visto yo desde mi casa, y unirse luego conel otro pingajo que ascendía de la tierra, y comenzar, fundidos ya enuna pieza los dos, a dar vueltas como un huso entre los dedos de una«jiladora» y andar, andar, andar hacia ellos, los peregrinos del monte,como si lo empujara el bramar que se oía detrás de ellos, si no era ellomismo lo que bramaba, repleto de iras y de ansias de exterminio, muertesy desolaciones.

Don Sabas miró entonces a Neluco con ojos de alarma; Neluco al Cura;Chisco y Pito Salces a los dos; y todos se miraron unos a otros, y todosse detuvieron de repente como si obedecieran al impulso de un mismoresorte. Canelo y sus congéneres se detuvieron también y se arrimaronal grupo, mirando a todas las caras y exhalando entrecortados aullidosquejumbrosos.

—Aquello—dijo Sabas apuntando a la tromba—, ha de pasar por aquí sintardar mucho... ¡Y en qué sitio nos coge!

Estaban a la sazón en el centro de una altura, casi una meseta,desamparada por todas partes y dominada hacia la izquierda por unpicacho, entre el cual y la sierra se abría la boca de una barrancaprofundísima. Cerca de la barranca y en el lado de la sierra, había unrobledal bastante espeso y de recios troncos. Escaso refugio era aquél ypeligroso en sumo grado para defenderse de un enemigo tan formidablecomo el que se les iba encima a paso de gigante; pero como no teníanotro mejor a sus alcances, a él acudieron sin tardanza. Eligió cada cualsu tronco, en la seguridad de que lo mismo podía servirle de amparo quede verdugo; y allí se estuvieron, encomendándose a Dios y respondiendo alas preces que en voz resonante le dirigía don Sabas, pidiéndole por lavida de todos, aunque fuera al precio de la suya propia.

Lo tan temido y esperado no tardó en llegar, negro, espeso, rugiente,furibundo, como si toda la mar con sus olas embravecidas, y sushuracanes y sus bramidos, y su empuje irresistible, hubiera salido de suálveo incomensurable para pasar por allí. Temblaron hasta los másvalientes (y lo eran mucho todos los de aquella denodada legión), yninguno de ellos supo darse cuenta cabal del principio ni del fin delpaso de aquel tan rápido como espantoso huracán. ¡Y que solamente leshabía alcanzado uno de los jirones de la tromba, desgarrada en su primerchoque contra las moles de la cordillera!

Hubo en el robledal ramas desgajadas y troncos removidos, y apareciódesfigurado el suelo, barrido de nieve donde antes hubo mucha, y enormescúmulos de ella donde había escaseado más.

Esto fue lo primero que semetió por los ojos de los infelices, tan pronto como los abrieron parabuscarse con la vista unos a otros.

Nadie estaba en el sitio que habíaocupado antes de la tormenta, y Pepazos yacía sepultado de medio abajoen una pila de nieve, fuera del robledal y a muy pocos pasos de labarranca... ¡Pero faltaba uno! ¡faltaba Chisco! y no respondía a lasvoces con que se le llamaba, ni se le veía por ninguna parte... ¿Dóndebuscarle?

¿Qué sitio había ocupado en el robledal? ¿Quién estuvo cercade él? ¿Quién le había visto al reventar la cellerisca negra?

En aquel mismo instante sacó Pepazos sus zancas de la nieve y rompió ahablar. Él se había salido del robledal por creerse más seguro afuera alsentir en la cara los primeros latigazos de «la nube». Observólo Chisco,que estaba a su lado, y le llamó para que se volviera al robledal antescon antes, si no quería salir volando por encima de la barranca o caeren ella sepultado, que tanto daba: Pepazos que no, y Chisco que sí,échase sobre el otro para meterle adentro por buenas o por malas;revienta en esto la cellerisca, y no volvió Pepazos a oír ni a ver ni asentir cosa alguna de este mundo hasta lo que estaba viendo y oyendo ala presente.

Pito Salces, que no quitaba ojo a Pepazos ni perdía una sola palabra delas que iba diciendo el mozallón, en cuanto éste cesó de hablar seplantó de un saltó en la orilla de la barranca, y allí se puso ahusmear, con la avidez de un perro de buena nariz, en todas direccionesy hasta en las negras profundidades del abismo. El dolor, laconsternación de aquellas generosas y honradas gentes, no son parapintados. Se corría de acá para allá; olfateaba desesperadamente Canelo (a los otros dos canes los había barrido el huracán); sellamaba a Chisco en todos los imaginables tonos de la angustia humana, yse removían los montones de nieve con la pala, con la azada, con lospies, con las uñas... ¡y nada!

En esto se oye un grito de Pito Salces, y estas palabras que volvieronla vida a todos:

—¡Aquí está, puches! o yo no tengo ojos en la cara.

Hallábase el bueno de Pito esparrancado en el borde mismo de la quebraday mirando ansiosamente hacia abajo. Allí, en el estrecho lomo de laúnica peña que avanzaba sobre el abismo y se arraigaba en la orilla, acosa de treinta pies más abajo de donde afirmaban los suyos para mirarPito y los que habían acudido a su llamada, se veía un cuerpo humanomedio cubierto por la nieve. Indudablemente era el de Chisco, por lasseñales de su vestido y de su tamaño; pero ¿quedaría algo de vida enaquel ser que parecía inanimado? Pito sostenía que sí, porque se atrevíaa jurar que había pescado cierta «movición» de brazo en él. De todasmaneras, había que sacarle de allí. ¿Cómo? ¿Por dónde? Y aquí las ansiasy la desesperación, porque el socorro era dificultoso y el tiempoapremiaba inexorable. El corte de la montaña por aquel lado era casivertical, a pico sobre el barranco, y sólo había un ligero tramo, detalud muy enlomado, precisamente a plomo de la peña con la cual se uníapor su base.

Entre la peña y la base del talud había un espacio dealgunas varas. En aquel espacio, muy arrimado a la peña y con bienmarcada inclinación hacia el abismo, estaba lo que se parecía a Chiscoboca abajo e inmóvil; parecer que confirmaba Canelo desde arribalatiendo desaforadamente y buscando una senda por donde lanzarse enayuda de su dueño. Por razones de suma prudencia, mandó Neluco que sesujetara al perro en el acto y se le tuviera lejos del sitio en que sehallaban don Sabas, Pito Salces y él, discurriendo sobre el problema dela bajada.

Ésta

no

era

imposible,

ni

mucho

menos,

para

aquellosarriesgados y duchos montañeses con los recursos auxiliares que tenían asu disposición; pero en aquellos instantes ofrecía un peligro tremendo,no para el que bajara, sino para el que se hallaba abajo ya, indefenso einerte. El talud estaba cubierto, hasta la arista de arriba, de una capade nieve que no mediría menos de vara y media de espesor, y debía demedir mucho más tal vez el doble, la que había en la explanada de abajo,en uno de cuyos lados yacía Chisco sin dar señales de vida, por más quesiguiera jurando Chorcos que sí las daba.

Remover la nieve de arriba,siquiera fuese ligeramente (y de aquí la precaución de Neluco tomada con Canelo), equivalía a producir un corrimiento de ella, que, ganandopeso y velocidad de palmo en palmo, llegaría a la peña como un alud debastante empuje para arrastrar a Chisco a los profundos de la barranca.Esto, que estaba en la mente de todos, era lo que los tenía febriles yconsternados. Todos estaban dispuestos a bajar, pero a nadie le erapermitido. Pito Salces, que no cabía dentro de sí mismo y andaba leguaspor segundo en los tres palmos de suelo que ocupaban sus pies, se dio depronto un puñetazo en la frente. ¡Puches! ya tenía la idea.

—¿Están las cuerdas listas?—preguntó.

Respondiéronle que sí.

—¿Alcanzará ca una de eyas hasta abaju?

Se le respondió que con sobras de otro tanto. Pidió luego una pala.Examinó la cuerda, midiéndola braza a braza; la dejó después enroscadaen el suelo cerca del borde del barranco; puso la pala sobre la rosca, yvolvió a asomarse al precipicio.

Enseguida preguntó a los más cercanosde los que le miraban a él silenciosos y llenos de curiosidad:

—¿Habrá siquiera, siquiera, dos varas de nieve en la yanauca de ayábaju?

—Y más que más—se le respondió.

Quitóse los barajones en un periquete; los arrojó a un lado, enderezósey dijo:

—Los rayos, ¡puches!, son pa cuando truena, y las oraciones, señor donSabas, pa cuando se nesecitan como ahora mesmu.

Besó la mano al Cura; arrimóse otra vez a la orilla de la barranca; dijoa los que le contemplaban atónitos, por ignorar los planes que le movíana hacer aquellas cosas tan raras, que tuvieran listas la pala y lacuerda para cuando las pidiera él; miró un instante hacia abajo,santiguóse rápidamente, invocó a «Jesús crucificado...» ¡y allá va eso!Se lanzó al abismo entre el asombro y el espanto de todos. Hay queadvertir que desde que se notó la falta de Chisco hasta aquella sublimebarbaridad, no pasaron diez minutos. ¡Tan de prisa se andaba, sediscurría y se obraba allí!

Los que vieron caer a Pito Salces (que fueron todos los que de lacaravana quedaban arriba, Canelo inclusive) derecho, rígido como unhuso, y haciendo de los brazos alas y balancín para gobernarse en losaires, no lograron averiguar cuál fue primero, si el hundirse en lanieve hasta la cruz de los calzones, o el echar las dos manos sobre elcuerpo inmóvil de su amigo, haciendo presa en él. Enseguida tiró delcuerpo con todas sus fuerzas, logró arrastrarle a su terreno y le dejósobre la nieve en lugar más seguro y boca arriba. Todos conocieron aChisco en cuanto le vieron así; pero ¡horror de los horrores! en elsitio en que había estado apoyada su cabeza quedaba un manchón de sangreque se distinguía perfectamente sobre la blancura deslumbradora de lanieve. Casi al mismo tiempo que se hacía este triste descubrimiento,gritaba Pito desde abajo volviendo la mirada hacia los de arriba:

—¡Hay hombre, puches, y hasta con su resueyu correspondienti!

—¡Arriba con él sin tardanza!—gritó Neluco entonces desde lo alto.

—¡Hay que barrer primero el camino!—contestó Chorcos desde abajo—.Échenme una pala antes con antes, porque ya tengo la idea, ¡puches!, yvaigan jiciendu por arriba lo que a mí me vean jacer por acá abaju... encuanto yo avise.

Cayó la pala enseguida, perfectamente a plomo y en el sitio mismo queChorcos señalaba con la mano; apoderóse de ella, y comenzó a expalarnieve a diestro y a siniestro, arrojándola por encima de los bordes deaquella aérea y minúscula península unida al continente de la montañapor un istmo que no tenía tres varas de anchura. En dos minutos quedó elistmo despejado y abierta una senda en el campizo que tapizaba por allílos raigones del peñasco, hasta el montón de nieve sobre el cual yacíaChisco.

Enseguida se arrimó el intrépido muchacho a la base del talud, yallí, como si se hallara en el huerto de su casa, sin inquietarse lo másmínimo por la visión de los abismos horrendos que se abrían a media varade cada uno de sus pies, púsose a expalar la nieve del talud, a un ladoy a otro, mandando al propio tiempo que se hiciera arriba lo mismo, encuanto alcanzaran las palas.

Sin base ya la nieve del talud y removidapor lo alto, empezó a escurrirse hasta el istmo, donde se partía en doscascadas que desaparecían en el barranco. Despejado y limpio el talud enbreves momentos y desembarazado, por consiguiente, de los peligros quese temían antes, echóse abajo la cuerda que pidió Chorcos; ató comodebía y él sabía hacerlo, a su amigo por los sobacos, y tirando contiento los de arriba y ayudando él con cariño desde abajo, quedó Chisco,que no podía hacer nada por sí, arrimado al talud.

—¡Arriba ahora con él!—voceó Pito Salces, y a pulsu, porque si no yevaun brazu cascau, ha de faltali pocu.

Llegó Chisco felizmente a lo alto, volvió a descender la cuerda, atósecon ella Chorcos, subiéronle; y sin detenerse nadie a ponderarle lahazaña, ni ocurrírsele a él que lo que acababa de hacer mereciera talnombre, corrieron todos a rodear a Chisco, de quien ya se habíaapoderado el médico en el robledal, asistido de don Sabasprincipalmente. La herida de la cabeza resultó insignificante, y lo delbrazo ni siquiera llegaba a dislocación del hombro. Lo peor era lasangre perdida que le debilitaba mucho, y lo que pudiera haber deconmoción cerebral, aunque era buen síntoma lo dócil que iba mostrándosetodo el organismo a los remedios que Neluco le aplicaba. A los trescuartos de hora se sentaba el enfermo por su propio esfuerzo y por sulibre voluntad; otro cuarto de hora después, pedía minuciosas noticiasde todo lo que le había pasado; a la hora y media, comía con granapetito y bebía cuando le daban; y sin cumplirse las dos horas, ensayabasus bríos de caminante pataleando sobre la nieve y rogando al Cura y aNeluco que se rompiera la marcha cuanto antes.

Caminando ya, decía don Sabas al médico:

—¡Y se dirá que ya no se hacen milagros! Haber en el paredón liso de labarranca una sola peña saliente; ir a dar Chisco a esa peña arrastradopor la cellerisca; tener la peña un colchón de más de dos varas denieve, y envolverle a él la cellerisca en cobertores de más de otrotanto, para que la caída fuera blanda.

¿No son milagros éstos? Y, porúltimo, ¿no es el mayor de todos la ocurrencia de Pito? Porque ¿de quéhubieran servido los otros sin esa barbaridad?

Como había que acomodarse al andar de Chisco, que no era su andarordinario, la bajada a Tablanca duró bastante más de lo calculado a lasalida de la «Cuevona» del «Pedregalón de Escajeras»; y como, así ytodo, el mozón de Robacío no era de hierro, llegó a cansarse mucho y ano sentirse bien a medida que avanzaba la noche y el frío arreciaba.

Hubo temores de que no pudiera llegar a Tablanca por sus pies, y sebuscaron atajos para llegar cuanto antes. Cómo llegaron, al fin, Nelucoy el enfermo, ya lo habíamos visto nosotros. Se calentó la cama deChisco, se le despojó de sus ropas húmedas, se le dieron unas friccionesde aguardiente; y en la cama seguía reposando al referir Neluco en lacocina estos sucesos que más de una vez empañaron los ojos de Facia, ehicieron estremecerse de pavor y de entusiasmo a su hija Tona, mientrasa mi tío le temblaba la barbilla y le chispeaban los ojuelos clavados enlos del narrador. En cuanto a mí, con admirar tanto como admiré laatrocidad heroica de Pito Salces, y con sentir tan hondamente como sentíel percance tremendo del pobre Chisco, aún me resultaba poco todo elloen comparación del cuadro de horrores que yo había estado forjándome enla cabeza durante el día y una buena parte de la noche.

Terminado el relato, con minuciosos comentarios de los oyentes, yreanimado ya Neluco con el calor de la lumbrona, diose una vuelta por laalcoba de Chisco; vio y vimos todos que dormía profundamente un sueñotranquilo y reparador sin señal de calentura; dionos instrucciones paralo que pudiera acontecer hasta que volviera él a la mañana siguiente;pidió el farol que ya le tenía Facia preparado; despidióse y se fue a sucasa, donde estaría

su

ama

de

gobierno

llorando

por

él

y

hastaencomendándole a Dios. Expliqué yo luego a mi tío, con la razón de estossucesos, mi conducta de todo el día; pareció tranquilizarse con ello;nos arrimamos poco después a la perezosa; cené yo con un apetito como nohabía sentido otro en mi vida, y una hora después nos retirábamos adormir.

¡A dormir!... ¡Buenas andaban para ello las horas de aquel día y deaquella noche memorables!

Habíame yo metido en la cama con la cabeza atiborrada de sucesosextraordinarios y el corazón henchido de impresiones; veía la tempestadrugiendo entre las montañas, desgajando peñascos y desarraigando troncosseculares, y a una docena de hombres, sencilla y naturalmente generosos,envueltos entre remolinos de nieve y de granizo, rodando por los suelos,como la hojarasca muerta de los árboles; veía a Chisco moribundo en ellomo de una roca, sobre el fondo negro de un abismo espantoso; veía lasansias desesperadas de sus compañeros de fatigas, que no hallaban lamanera de sacarle de allí, y veía, por último, al noblote Pito Salcesvolando por los aires y jugándose la vida en aquel arranque brutalmentesublime, por el intento solo de salvar la de su amigo, que de segurohubiera hecho una barbaridad idéntica por él; consideraba yo todo lo querepresentaban y valían a la luz del buen sentido estas cosas, y lasimple acometida de la excursión a la montaña en un día como aquél, porpuro y santo espíritu de caridad, como el hecho más natural y sencillo,sin la menor protesta, sin la más leve duda y sin idea siquiera de lamás remota esperanza de lucro ni de aplauso; y, sin poderlo remediar, meacordaba de lo que había leído y oído tantas veces en mi mundo; delclamoreo resonante que solía moverse en tertulias, casinos y papeles, yde los honores y cintajos que se pedían y se otorgaban para premiar una«hazaña» que no valía dos cominos en buena venta; pensaba también en mipobre tío, a quien las dudas primero, y después el conocimiento de larealidad con todos sus pormenores, habían afectado muy profundamente, yen que le había dejado yo a la puerta de su dormitorio mucho más abatidoy macilento que de costumbre, más fatigoso y más perseguido por la tos;en fin, hasta pensé en lo que, en buena justicia, habrían ganado Chiscoen la estimación de Tanasia, de quien no era digno un animalote comoPepazos, y Pito Salces en la de Tona, que no habría echado en saco rotolas heroicas atrocidades del mozallón que tan de veras la quería.

Hasta bien pasada la media noche no empezaron los amagos del sueño aconfundirme y amontonarme estos pensamientos y aquellas imágenes en lacabeza; y entonces fue, precisamente, cuando oí unos golpes dados en elsuelo del cuarto de mi tío.

Solía él llamar así con un palo que leponían arrimado a la cabecera de la cama. Pero en los golpes de aquellanoche había algo que los distinguía de los golpes de otras veces, oídospor mí sin alarma. Podía ser esto verdad, o producto de una alucinaciónmía; pero yo, en la duda, me atuve a lo primero y me levanté de unsalto, encendí la bujía, me vestí en el aire y acudí a la llamada. Yresultó lo que yo me temía. Hallé al pobre señor incorporado en la cama,de color de lirio, con la mirada de angustia, la boca entreabierta, larespiración anhelosa y difícil, y un estertor en el pecho que parecía elde la muerte. Recitaba, sílaba a sílaba, salmos del Miserere... y yono supe qué hacer ni qué decirle en los primeros momentos: me imponíaaquel cuadro que nunca había visto, y sentía al mismo tiempo muchacompasión. Contando con ataques de aquella especie, había en casa variosmedicamentos y nos había dado Neluco algunas instrucciones para combatirel apuro en los primeros instantes mientras se le avisaba a él; pero yono acertaba a hacer ni a disponer cosa con cosa. ¡Tan aturdido me veía!

Llegaron a esto las dos criadas, que también habían oído los golpes, y,por ver a su amo desde la puerta, me dijo Facia al oído:

—¡Lo mesmu que la otra vez!

Volvióse Tona volando hacia la cocina a cumplir un mandato de su madre,y se quedó ésta conmigo en el cuarto del enfermo.

Éter, maniluvios, sinapismos... ¡qué sé yo cuántos recursos se pusieronen juego allí! A todo se prestaba el angustiado señor, menos a que seavisara a Neluco ni a don Sabas, porque después de la brega que habíantenido desde el alba, necesitaban el descanso tanto como él. ¡Y cuidadocon que se enterara el pobre Chisco de lo que estaba pasando! porque eracapaz de levantarse con riesgo de ponerse peor; y Chisco y el Cura yNeluco y yo y Facia y todos y cada uno de los que dormían o descansabana aquellas horas o andaban sanos y buenos por la casa, hacían falta enel mundo; todos menos él, que viéndose en aquel trance se veía en losuyo propio y en lo que era natural.

Todo esto nos lo iba diciendo poco a poco, mientras clavaba en nosotrossu vista cristalizada y anhelosa y hundía sus manos cadavéricas en unapalangana llena de agua muy caliente, aprovechando el alivio que ibanproduciéndole éste y otros remedios heroicos que le aplicábamos sincesar.

—Además—nos dijo—, esto no es la muerte todavía; lo conozco yo bien;y si creyera otra cosa, ya estaría aquí el Cura por mi orden, por lacuenta que me tiene.

¡Cascajo!... Pero es otro aviso de ella... vamos, el segundo toque; altercero, la misa... y no miento, la misa de cuerpo presente; el cuerpode tu tío, Marcelo, de tu amo, Facia, que ya está de sobra en esta casay en el mundo... ¡Bendita sea la voluntad de Dios por siempre jamás,amén!

Después se puso a rezar por lo bajo; y a medida que se le calmaban lasangustias iba cerrando los ojos, hasta que acabó por quedarse dormido; yasí dormitando y despertando a cada instante, pasó mucho tiempo. Haciala madrugada desapareció por completo el ataque, y durmió el enfermotranquilamente y de un tirón, cerca de dos horas. ¡Pero qué ganas habíatenido yo durante la noche de avisar a Neluco, y qué ansiedad la mía porque amaneciera!

Cuando amaneció, al fin, tiritaba yo de frío... y de tristeza, sentado ala cabecera de la cama de mi tío, después de haber visto desde la solanade mi cuarto que no se presentaba el nuevo día más risueño que elanterior, y de enviar recado a Neluco para que anticipara la visitacuanto le fuera posible.

XXIII

En cuanto mi tío se halló libre del ataque al despertar del sueño,relativamente tranquilo, que yo le había velado desde el amanecer, y vioel cuarto alumbrado por la luz del día, aunque parda y melancólica,olvidóse de las mortales angustias que había sufrido pocas horas antes,y no tuvo ni declaró otro deseo que el de saltar de la cama para hacerla vida de costumbre. Dios y ayuda nos costó reducirle a que siquieranos escuchara las razones que teníamos para oponernos a su irreflexivo ypeligroso empeño. Neluco, que ya se hallaba presente y bien enterado detodo lo ocurrido durante la noche, tuvo que enfadarse de veras y hastafaltarle un poquillo al respeto. Si no por las buenas, por las malastendría que quedarse aquel día en la cama, y el siguiente, y el otro, ytodo el tiempo que durase el temporal de nieve. Había que evitar a todotrance los enfriamientos...

Después, ya se vería. A lo cual respondiódon Celso, echando lumbre por los ojillos de raposo y apretando lospuños de coraje:

—¡Para ti estaba! ¡para ti y para todos los de tu arrastrado oficio,mediquín trapacero del cascajo! ¿Por quién me tomas?

¿De qué madera tehas pensado que soy yo? Me levantaré... o no me levantaré, conforme ysegún me vea de agallas; pero no porque se le antoje así o asao a ningúnenterrador de vivos...

porque enterrar en vida es ¡cuartajo! tener en lacama días y días a un hombre como yo, sin calentura ni dolores.

Al cabo se entregó, más que por convencimiento, por falta de fuerzaspara salirse con la suya; pero volvió la cara hacia la paredrefunfuñando protestas e improperios como un chiquillo contrariado.

Despachado este asunto y mientras íbamos a ver a Chisco, decía yo almédico que acaso tuviera razón mi tío en su porfía con nosotros. ¡Eratan extraordinaria su naturaleza!

—No hay naturaleza que valga—me respondió Neluco—, a cierta edad dela vida y con determinadas enfermedades.

—Pero ¿tan grave es ésta que padece mi tío?—le pregunté.

—Ya le he respondido a usted en otra ocasión a esa pregunta.

—Efectivamente.

—Pues aténgase usted a ello, y sírvale de gobierno para su mejorinteligencia, que de cada cien enfermos de esta clase, aun siendo mozos,se mueren... ciento y uno; conque figúrese usted si habrá que andar concuidado, siquiera para detener la muerte de don Celso unos cuantos días.Lo que aquí se necesita ahora para disciplinarle un poco, es organizarla asistencia modificando al propio tiempo la vida de este hogar. Ustedno puede acomodarse a ciertas faenas, impropias de sus hábitos y hastade su naturaleza; Facia es la estampa de la melancolía, y su hija Tonaincapaz de suplir con la más cariñosa de las solicitudes, la habilidad yel pulimento que le faltan. Además, ni la madre ni la hija pueden, porsu condición de sirvientes, imponerse a los caprichos impetuosos de suamo, que, por otra parte, se las sabe ya de memoria, lo mismo que austed. Más que con caldos y con drogas, hay que atender a este enfermocon entretenimientos que le distraigan y alegren y le obliguen a serdócil, hasta por la cortesía. En fin, que he pensado en Mari Pepa. MariPepa vendrá aquí de enfermera con mil amores, y viniendo ella, vendráLita también; y con el pretexto de acompañar a don Celso, se pasarán asu lado todo el día y harán de este caserón una pajarera. A usted ¿quéle parece?

De perlas me pareció, y así se lo declaré a Neluco. Quedó él enconvertir el plan en cosa hecha, y llegamos en esto a la alcoba deChisco.

El cual no estaba ya en ella ni en sus inmediaciones.

Preguntando por éla Tona, supimos que andaba, buen rato hacía, arreglando el ganado.Bajamos a las cuadras y allí dimos con él.

Algo le dolía el brazotodavía «jancia el hombral»; pero como era el izquierdo, se manejababien para sus quehaceres. Tenía buena «apetencia», se «jallaba» firme delos otros remos, y por eso se había levantado como todos los días. Yasabía lo de su amo, y le llevaban «los diantris» al considerar quemientras el pobre señor pasaba las de Caín, él estuviera durmiendo apierna suelta toda la noche, y por culpa de «blanduras y arreparus»

quese habían tenido «malamenti» con un hombre de su correa.

Pulsóle elmédico y le reconoció el brazo y la herida de la cabeza; diole por sanoy bueno si se obligaba a observar ciertos cuidados que le prescribió;despidióse de mí hasta «más tarde», y se fue. Antes de salir me dijo muyquedo:

—Creo que hice muy mal anoche en referir ciertas cosas delante de sutío de usted, con lo impr