Peñas Arriba by José María de Pereda - HTML preview

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Y le duró más de siete, y se templó en tales términos y se arregló laenvejecida y desconcertada máquina de mi tío de tal manera, que, no enun cesto, sino bien sentado en el sillón de vaqueta de su dormitorio, ybien forrado y envuelto en mantas y capotes, consiguió darse más decuatro «panzadas de sol» al aire libre en el abrigado rincón de lasolana, adonde le sacaba yo poco menos que en vilo, por la puerta de sualcoba, entre las tempestades de votos y reniegos con que protestabacontra «la perra acabación» que en tan miserables extremos le ponía.

Tuvo muchas visitas en ese tiempo, y la familia de don Pedro Nolasco selas hacía por mañana y tarde. En las en que se hallaba el vejancón de laCastañalera, cada vez menos socorrido de palabra y de asuntos deconversación, solía interrumpir los largos paréntesis de silencio condescargas como ésta y dos cachiporrazos en el suelo:

—¡Vaya, vaya con el bueno de don Celso que se nos quiere morir sin másni más! No, no; pues como valga la mía, no te sales tú con la tuya. Esote lo juro yo.

Lituca, si se hallaba presente, salía al quite de la impertinencia conuna broma algo forzada en que me aludía a mí con los piadosos fines deque rematara ya la suerte para tranquilidad de mi tío. Y éstos y otrosparecidos lances eran el único lado agradable que tenía para mí aquelcuadro de continuas e interminables tristezas, sobre las cuales ibadescollando de día en día y a medida que la temperatura se templaba ysurgían riscos y laderas por los anchos desgarrones abiertos en elespeso tapiz de nieve por los rayos del sol, la figura, de suyomelancólica, de la mujer gris, particularmente hacia la caída de latarde, y, sobre todo, al descolgar el calderón y empuñar los doscántaros de barro para ir a la fuente entre día y noche, según costumbreinmemorial en ella. Como se había hecho tan visible para mí estaagravación de los espantos de la pobre mujer, la observaba con cuidadodesde lejos, y por eso pude notar que eran de prueba terrible para lainfeliz aquellos momentos: parecía un reo de muerte que caminaba haciael patíbulo cada vez que se alejaba del cantaral con el calderón sobrela cabeza y una

«escala» en cada mano.

De uno de aquellos viajes volvió que daba compasión y susto mirarla, ymás tarde que lo de costumbre. Se la conocía en los ojos que habíallorado mucho, y anduvo toda la noche por la casa de acá para allá sinsaber hacer cosa con arte. A ratos se quedaba como alelada, y a ratos sesentía acometida de una inquietud que no la dejaba parar en ningunaparte. La vi, sin que ella lo notara, más de dos veces, en la penumbradel carrejo, llevarse con desesperación ambas manos a la cabeza, y la oíinvocar al mismo tiempo, en voz enronquecida y mal dominada, al «devinoDios de las misericordias grandes» y a «la Virgen Santísima de lasNieves, la su madre clemente y amorosa». Deseaba morir de pronta muerte,si en el deseo no pecaba, antes de ser testigo «de eyu» y manchar lavista de los sus ojos en una vergüenza tal.

Temí por su razón; y movidode un sentimiento de lástima, me hice el encontradizo con ella. No sesobrecogió al verme, como solía en tales casos; al contrario: parecíacalmarse un poco y reanimarse con mi presencia, y hasta noté en ellacomo deseos de decirme algo. Tomándolo por motivo, la hablé, primeropara tranquilizarla, después para indagar, para descubrir la castasiquiera de aquellos misterios que en trance tan angustioso la ponían.

—¡Ahora no! ¡ahora no!—me dijo después de vacilar un poco—; cuando nopueda más... cuando la carga me rinda de too,

¡estonces! ¡estonces!... ya usté solo... Y, por caridá de Dios, don Marcelo: que, hoy por hoy, nosepa ná de estos espantos que me acaban, el señor su tío... ¡ni naide,si ser pudiera!...

Apartóse de mí con esto y huyó a encerrarse en su cuarto, mientrasvolvía yo al de mi tío seriamente preocupado y sin saber qué pensar deaquellas cosas tan raras.

Nada ocurrió, por fortuna, que hiciera necesaria la presencia de lainfeliz mujer en ninguna parte de la casa aquella noche. La cual debióser bien terrible para ella; porque apenas me hube levantado yo de lacama al día siguiente, y eso que madrugué tanto como el sol, apareciócomo un fantasma en mi cuarto, después de haberme pedido permiso paraello entreabriendo la puerta con mucho cuidado. Tenía los ojos hundidosy circundados de una aureola cenicienta; parecía que le habían chupadolas brujas los pocos jugos de la cara, sobre la que caían, por debajodel pañuelo atado a la cabeza, encrespados mechones de cabellos grises;le temblaban los resecos labios, y salía de su garganta la vozenronquecida y como rechinando. Dejóse caer de rodillas delante de mí, ypidió por todos los santos del cielo que la oyera como en confesión.

—Porque—me dijo por último, entre sollozos mal comprimidos y espasmosde todo el cuerpo—, ya no puedo más con la carga, y llegó la hora dequitármela de encima o de morir debaju de eya.

Hice, ante todo, que se incorporase y que se sentara en una silla, cerrépor dentro la puerta del gabinete, sentéme yo enseguida junto a lainfeliz mujer, y me dispuse a oírla, conforme ella lo deseaba, despuésde dirigirla palabras de conmiseración y de aliento.

XXV

Dos partes tuvo la confesión de Facia. En la primera me declaró todo loque yo sabía perfectamente por boca de Chisco: la historia de sudesdichada unión con el pícaro baratijero contra la voluntad y lassabias advertencias de mi tío, que era como su padre y señor. Pordesoírle, decía la infeliz, había faltado a la ley de Dios, y por estafalta había venido el castigo de sus desventuras; desventuras que ellahabía sufrido, aunque con muchas lágrimas, sin una sola queja. Era sudeber. Que arrastrara la vida como una carga ofrentosa; que laspesadumbres y los dolores fueran minándola y consumiéndola por dondenadie más que ella lo notara; que encanecieran sus cabellos fuera desazón y que no hallara, para reponer las fuerzas gastadas en lostrabajos y cavilaciones del día, el descanso de la noche, latranquilidad del sueño que no le falta al pordiosero que mata el hambrellamando de puerta en puerta y errando de monte en monte, con un zurróna la espalda y un paluco en la mano, ¿qué importaba?

Desconociéralo suhija, tuviérase por huérfana de un padre honrado, y esto solo la dabagran consuelo y las fuerzas necesarias para llevar su cruz como unacarga redentora de sus delitos, imperdonables en la otra vida sin unadura penitencia en ésta. Cuando, con las miras puestas en estos fines,vacilaba un poco, porque, al cabo, era tierra frágil y miserable, ydesconfiaba de sus bríos y se vela a punto de tropezar y de caer, acudíaal amparo de don Sabas; y allá, a la reja del confesonario, en losprofundos de la iglesia, al romper los primeros albores del día, ella,después de besar el polvo de los suelos y de regarle con sus lágrimas,declarando sus pesadumbres y flaquezas, y él reprendiéndola yexhortándola con la sabiduría y la dulzura de un padre cariñoso a unhijo muy desdichado, hallaba siempre los perdidos alientos paracontinuar la subida de su Calvario con la carga de su cruz... Asíestaban las cosas cuando yo había llegado a Tablanca.

Preguntéla por qué en la gran cuita que de tal modo la atribulabaentonces no había buscado, como otras veces, los consejos y la ayuda dedon Sabas. Respondióme que eran casos muy diferentes unos y otros; queno dependía de su resignación ni de sus ánimos el que en tales congojasla ponía, y que yo era el único ser viviente de los de ella conocidos,llamado a entender en él antes que nadie. Asombréme, lloró desconsolada,golpeóse la

cabeza

con

las

manos,

se

mordió

los

puños

apretadosconvulsivamente, volvió a hincarse en el suelo para pedirme perdónabrazada a mis rodillas, creció mi asombro, conseguí con trabajo que sesentara de nuevo, y la conjuré, por todos los santos de la cortecelestial, a que me declarara enseguida todo cuanto tenía quedeclararme.

Rehízose algo a fuerza de empeñarse en ello, y comenzó así entresuspiros muy hondos y sollozos mal reprimidos, la segunda parte de suextraña confesión:

—Estando las cosas de esta suerti, una tarde, al abocar ya de lanoche... (a los tres días, por más señas, de venir usté a Tablanca),cogí yo los cántaros, como los cogía todas las tardes al caer el sol ylos cojo a la presente y los he cogido dende que tuve fuerzas pa eyu, yfuime por el agua. La fuenti, tal que usté lo sabe, está cayeju arribade aquí, a medio cuarto de hora de un buen andar, subiendo, y en unarinconá muy jonda a la derecha, según se sube. Por estar tan a trasmanudel lugar y tan placentera de esta casa, solamente nusotros bebemos deeya; de suerte y modu, que es una soledá de las más solas a toas lassantas horas del día y de la noche. Pos quién le diz, señor don Marcelode mi alma, que andando, andando, y bien a la descuidá por cierto, enaqueya tardezuca que le pinto, malas penas aboco a lo más obscuro de larinconá, cuando me doy con los jocicos... ¡Virgen María la mi Madre delas Nieves! con la estampa de hombre más desastrá que en los jamaseshabía yo visto ni veré. Túvele por salteador facinerosu. Dime porfenecía ayí mesmu, y clamé al devino Dios, soltando los botijos de lasmanos y en un puro temblor de todo el cuerpo. Alzóse en esto el hombre,que estaba sentau en una peña debajo del binquizal más tupío que hayayí, y habló pa chunguease con los mis ajuegos que bien a la vistaestaban, y pa jurame que venía de paz, si no se le ponía en extremos devenir de guerra... porque él a too se amañaba... Y

entonces, entonces,señor don Marcelo, entonces fue cuando yo entendí que se me enturbiabala vista, y se me cuajaba la sangre en las venas, y se jundía el sueloen que pisaba... Aqueyu fue el espantu de los espantus, y las congojasde las agonías de la muerte... Porque ¡Santa Virgen la mi Madrecelestial! aquel enemigo de hombre tan jaraposu y tan mal encarau, porvoz y moviciones y palabras, resultó ser él, ¡el mesmu en huesu y carne,en alma y vida!

—¿Quién?—pregunté a Facia, más con la intención de distraerla delparoxismo en que había vuelto a caer, que por la curiosidad de unarespuesta que casi adivinaba yo.

—Pos él, señor don Marcelo—me dijo la infeliz retorciéndose las manosentrelazadas y con el espanto en los ojos, como si tuviera al hombreaquél delante de ellos—; el propiu causanti de mis penas sin consuelo;¡el mal padre de la hija infeliz de las mis entrañas!

—Pero ¿está usted segura de que era él?—pregunté a Facia fingiendounas dudas y un asombro que no sentía.

—¡Ay, señor!—me respondió sollozando—; aunque no lo hubiera estauentoncis, que bien lo estuve, ¡he tenío tantos motivos pa estarludimpués acá!

—Corriente—añadí—. Pero ¿de dónde venía... y para qué... y por qué?

—Pos venía, según relate que me jizo con aquel palabrear zalameru quesiempre tuvo y a mí me entonteció en su día, de por esus mundus ayá;lejos, ¡muy lejos!... hasta más lejos, a veces, que la otra banda. Ya veusté si será bien lejos. Siempre buscándose el bien vivir, y nunca dandocon él. Llegó a verse hasta en cadenas, años y años, aunque nunca porculpa suya, sino de otros, malos amigos y piores compañerus de trabajo.Al cabo de los tiempos, alcontróse libre de prisiones y señor de símesmo; pero se vio solo y desamparado, envejecío de cuerpo y falto desalú; le jalaba esta tierra porque, al cabo y finiquito, aquí lequedaban peazos de las sus entrañas; y en busca del amparo de eyus lepuso el su corazón que no le mentía. Tomando lenguas a tiempo, supo demí... ¡ay, señor don Marcelo! creo que hasta más de lo que sé yo mesma.Por saber de too, sabía desde que me lo había oído a mí en horasmejores, aunque bien contás fueron, que el señor mi amo entrega a sussirvientis las soldás de tiempo en tiempo, pa que hagamus de eyas lo quemás nos venga en gusto.

Con este saber y el del vivir de nusotras dos,traía el indino de él ajustá la cuenta, año por año y día por día, delmontante del agorro que yo debía guardar, y guardaba en verdá de Dios,como oro en paño, pa el mejor acomodo de mi Tona el día de mañana.

Noquería darse a ver por entonces en el pueblo; pero vivía en otro no muylejanu y podíamos entendernos él y yo muy a menudo si el caso lo pedía.

Hasta aquí fue lo dulce de la entrevista, según el relato de Facia. Parala pintura de lo amargo de ella y mucho de lo sucedido después, ya notuvo la infeliz relatora ni colores ni arte ni fuerzas. Perdía el hilode los sucesos y me embrollaba el asunto. Deseando yo conocerle a fondoy por derecho, acudí a confortarla y a dirigirla con reflexiones decariño y con preguntas

de

indagación

minuciosa.

Me

salió

bien

elprocedimiento, y la sustancia de mi labor fue ésta: Bien ajustada por el marido la cuenta de los haberes de su mujer, vinola exigencia del primer «donativo». Por entonces tenía bastante conello; después, ya se vería. Facia no lo traería a mano, porque nocontaba al ir a la fuente con aquella urgencia repentina; pero él secomprometía a volver a recogerlo allí mismo al día siguiente a la mismahora, y era igual. Si ella deseaba callarse como una muerta en lotocante a aquel encuentro y a lo que fuera siguiéndose de él «porrespetos equis o tales» el hombre no se opondría a ello, porque era «deun natural caballero y generoso, y sabía ponerse en todos los casos».Pero debía de tener Facia entendido (y le encarecía mucho laadvertencia, por su bien) que él, con las carceladas y cadenas que habíasufrido, tenía saldadas todas sus cuentas con la justicia. Era librecomo el aire, y estaba en posesión de todos sus derechos, incluso el devivir con su mujer o el de reclamar a su hija para llevársela consigo,si lo primero no le convenía. Si la decían otra cosa por lo de lasrequisitorias llegadas a Tablanca a raíz de faltar él de allí, no ledirían la verdad: primero, porque era inocente de todo lo que se leachacaba; y segundo, porque, aunque no lo fuera, pagado con sobras lotenía ya en montón con otros pecados... que tampoco había cometido. Peroél (volvía a repetirlo) no intentaría prevalerse de su derecho: conocíalas cosas, y no se apartaría del gusto de su mujer, si le tenía en quelo tapado no se descubriese ni por las moscas. Así, y con estesacrificio de su parte, podía llegarse también a los fines que él ibabuscando con su vuelta a Tablanca.

Para la desdichada mujer, que ya se había considerado libre de aquelpadrón de afrenta, y sólo aspiraba a que en el pueblo se fueraolvidando, como se olvidaba, que había existido, y a que su hija notuviera jamás la menor sospecha de él, la aparición repentina de aquelhombre superaba con mucho a todo cuanto podía imaginarse en la escala delas humanas desventuras. Creyó a puño cerrado cuanto el pícaro laafirmó, y desde aquel instante quedó indefensa esclava suya, como elpájaro de la sierpe que le fascina y aterra. La hacienda, la vida: todole parecía poco para comprar el silencio del infame y poner entre él ysu hija un muro tal, que ni las águilas fueran capaces de volar tanalto.

Y todo se fue haciendo como el bribón lo pedía. En la fuente y alanochecer, las entrevistas; y en cada entrevista, un «donativo»

de Faciay nuevas baladronadas del tunante sobre el sacrificio que hacía por elbien y el sosiego de su «familia», viviendo sin hogar y a salto de mata.Como su «prestado domicilio» estaba lejos de Tablanca (aunque tenía paralas ocasiones de apuro «un apeadero» a la mitad del camino, bienabrigado de los temporales y a cubierto de la curiosidad de las gentes),las apariciones del hombre aquél sólo ocurrían en tiempo bonancible; yde aquí lo que angustiaban a Facia los días soleados y lo que ladeleitaban los borrascosos, pues aunque no eran diarias, ni mucho menos,las entrevistas en los primeros, se hacían imposibles en los segundos.

Uva a uva, pronto se acabó el racimo de los ahorros de la desventuradamujer; y cuando ya nada la quedó que ofrecer a la insaciable voracidaddel vampiro, comenzó éste a esbozar otras exigencias que tardó encomprender el ofuscado y nunca muy sutil entendimiento de Facia.

Cuando llegó a comprenderlas por declararlas el otro sin ambages nirepulgos, las angustias de la desventurada fueron tales, que leparecieron de juego las sufridas hasta allí. Él no podía, en conciencia,conformarse con la miseria recibida de su mujer. Su abnegación y sussacrificios en bien de la tranquilidad de su «adorada familia» valíanmucho más, y había que buscarlo donde lo hubiera; y como lo habíaabundante en casa de su amo, de mi tío, de allí había de salir, y mucho,y enseguida, y con el ingenio y por la mano de su misma sirviente, de lapropia Facia.

Sentía muchísimo llevar las cosas por ese lado y tan deprisa; pero la pícara necesidad le obligaba a ello. Era, ante todo, lealy agradecido, y debía grandes favores, que quería pagar, a otros doscaballeros que habían compartido con él sus trabajos de presidio y no lehabían abandonado después hasta el momento en que así lo declaraba.

Aquí me asaltó de pronto un recuerdo, y pedí a Facia las señas«particulares» de su marido. Comenzó por la de un chirlo en la cara quele partía un ojo y la nariz, y no necesité de las restantes para dar porconocido al personaje. Sin descubrirle mis sospechas, la reprendíduramente por haberme ocultado hasta entonces lo que me estabadeclarando. A él, más que a ella, le importaba callar, porque teníagrandes cuentas pendientes con la justicia. Todo lo que la había dichoen contrario, era un embuste para explotar su candorosa ignorancia. Sele podía haber cogido en una de sus emboscadas, como a un zorro en elcepo, como se le cogería de seguro si aún andaba por allí...

A esto se estremeció de espanto la angustiada mujer y volvió a caer derodillas delante de mí, para pedirme por Dios crucificado que no sehiciera tal cosa. También a ella se la había ocurrido alguna vez quepodía no ser verdad todo lo que él la decía «al auto de aquellosparticulares»; pero ¿y qué?... Si lo que la acongojaba no era eso, sinoel temor al ruido y al escándalo; a que el lugar se enterara del caso, ydespués don Celso y, sobre todo, su hija, ¡Oh, esto nunca!... ¡Tapar,tapar y no más que tapar!... Por ello, la vida suya y cien vidas y milvidas; el suplicio en cruz, en la lumbre de un horno; descuartizadaviva... enterrada en salud, entre sapos y serpientes.

—¿Y el robo también?—la interrumpí con mal disimulada dureza.

—¡Señor!—me respondió como aterrada por el sonido de la pregunta—.Aunque capaz fuera de eyu, ¿qué sé yo ónde guarda las riquezas el miamo, ni si las tiene en casa tan siquiera?

Aquí me refirió, espiritada y convulsa, después de sentarse otra vez,por mis reiterados mandatos, cómo, no teniendo valor para hacer lo queel infame la proponía, ni resolución bastante para negarse a ello, habíaido entreteniéndole las impaciencias con aquel reparo y con el de lacontinua presencia mía y de otras gentes en la casa con motivo de larecaída de su amo (porque esto ocurrió en los días que siguieron a lanevada); pero, aunque de todo estaba enterado él, a nada de ello daba lamenor importancia: al contrario, sostenía que al amparo de aquellosquehaceres y preocupaciones, era como mejor podía ella lograr susintentos, si los ponía por obra. Esto, por las buenas; porque si aún laparecía mucho, acudiría a las malas, pues, por las malas o por lasbuenas, ello había de hacerse, y en el aire.

La infeliz no sabía qué partido tomar dentro de aquel estrecho círculode hierro candente, abrasador; y como las impaciencias del pícaro nodaban la menor tregua, un día, la víspera del en que Facia me locontaba, la había dicho él: «Puesto que no te resuelves a cogerlo contus manos, «hemos» resuelto «nosotros»

robarlo con las nuestras. Haciala media noche de mañana, cuando ya no quede señal de hombre en lacocina ni chispa de rescoldo en el hogar y duerman todos en la casa,llegaremos al portón de la calleja. Entonces oirás un silbido de esteaire (y silbó por lo bajo de cierto modo). Sin más que oírle, te llegascallandito al estragal y me abres la puerta, con tal finura y cuidado,que ni las mismas bisagras se enteren de ello. Lo demás corre de nuestracuenta. Ya daremos con el gato, por escondido que esté. Si hay algunodemasiado ligero de sueño, boca abajo para in saecula en cuanto sedespierte, y el primero tu amo, si es que no ha habido que empezar porsu sobrino... o no se dejan amarrar todos con la docilidad que pide elcaso. Conque ya estás advertida, y bien te consta cómo las gasto.Sabiendo que me juego la vida en el trance, figúrate lo que se meimportará de la tuya si hay que ponerla en pleito porque se te haya idoun poco la lengua en todo el día, y por razón de ello no encontramos lacasa por la noche en el sosiego y la tranquilidad que siempre tuvo atales horas.»

Dicho todo esto con un cinismo feroz, marchóse, dejando a Facia másmuerta que viva. Y así estaban las cosas; y estando así, ¿cómo gozarhora de sueño ni minuto de tranquilidad, ni cómo dejar de confesarlo alfin y al postre, ni a quién, sino a mí?

Interesóme de veras el caso, porque vistos los antecedentes del«caballero» aquél y de sus fidalgos camaradas, no era para tomarlo arisa; y después de meditar un poco mientras Facia gemía y se retorcíalas manos cadavéricas, la dije:

—¿De manera que eso ha de suceder esta misma noche?

—Así fue la amenaza—respondióme, casi sin voz para ello.

Notaba yo que la pobre mujer estaba en aquellos instantes bajo la dobletortura de los sucesos mismos declarados, y del temor a lo que pudieraalcanzarla del mal juicio que yo hubiera formado de todo ello;inspirábame honda compasión, y con el fin de aliviarla un poco de ambostormentos, la hablé así:

—En primer lugar, del dicho al hecho siempre hay gran trecho, y muchomás si los hechos son de la magnitud de éste que a usted la espanta; demanera que las amenazas de venir esta noche esos bandoleros a desvalijara mi tío, se cumplirán... o no se cumplirán; y bien pesado y medidotodo, quizás fuera preferible que vinieran, particularmente para usted,por aquello de que «muerto el perro, se acabó la rabia». En segundolugar, con la confesión que usted me ha hecho, y ¡ojalá se le hubieraocurrido hacérmela la primera vez que topó con su marido en la fuente!si no viene por aquí esta noche a liquidar todas sus deudas en una solapartida, tengo todo lo que necesito saber para obligarle, por la cuentaque le trae, a que abandone esta comarca callandito la boca y a buenandar por donde nadie le vea, y la deje a usted en santa paz por todoslos días de su vida. De manera que no hay para qué gemir ni angustiarse,como usted gime y se angustia. Déjelo, pues, todo a mi cargo; obedézcameen cuanto yo disponga; comience por arreglarse el tocado y el vestido,después de alegrar un poco los sombríos celajes de la cara; vuelva aocuparse desde ahora en sus ordinarios quehaceres con el remango quesolía; atienda a mi tío como siempre, y cuide mucho de que Tona noempiece a poner en duda las disculpas con que, en éstos y otros días detormenta, ha estado usted engañando su candidez. Conque ya está ustedabsuelta de todo pecado por lo que a mí toca; y ánimo, y a cumplir lapenitencia que la acabo de imponer.

Con esto la di dos palmaditas en la espalda; logré que las angustiasdesesperadas de antes se trocaran en copioso y sosegado llanto;incorporóse al fin con cierto brío; intentó, y no se lo consentí,besarme las manos; y después de prometerme que emplearía todos losalientos que la quedaban de los suyos y los que yo la había prestado, enobedecer mis mandatos, se dirigió a la puerta. Pero yo no sé qué vio depronto en la luz del aposento, que se lanzó, con aquella fuerza quesiempre la arrastraba, un tiempo hacía, a leer los fenómenosmeteorológicos en la bóveda celeste, a uno de los cuarterones de lapuerta de la solana. Allí se estuvo unos instantes devorando el espaciocon los ojos.

Acerquéme yo al otro cuarterón, y exclamó ella entonces:

—¡Ay, señor don Marcelo!... Si las señales no mintieran, ¡qué suerte lanuestra!... ¡Miri, miri esas nieblas que abajan por ayí...

y por ayí, ypor toas partes; miri esi cielu encenizau y escuru; miri aqueyas motasnegras de ayá arriba, que son butres que pasan cara acá!... Pos lo unu ylo otru y too eyu en juntu, y ese frío que ahora noto que se sienti, tooes nieve, nieve pura que se cuez y está pa caer de una hora a otra. ¡Siel Señor y mi Padre de los cielos fuera tan misericordiosu que tampocuesta vez fallaran los barruntus!...

Y con esto abandonó el observatorio sin esperar mi respuesta, y saliódel gabinete casi batiendo las palmas y con una agilidad desconocida enella mucho tiempo hacía.

Yo me quedé ¿a qué negarlo? haciendo votos porque los barruntos nofallaran; después medité un rato sobre los sucesos que podrían ocurriraquella noche; y con el esbozo de un plan en la cabeza, dejé mi cuarto ypasé al de mi tío.

XXVI

En aquel momento entraba Neluco. Yo no había visto al enfermo más que uninstante después de saltar de la cama; nada había respondido a mispreguntas porque dormitaba, y a la escasa luz que entonces aclaraba unpoco las tinieblas del dormitorio, nada tampoco me había chocado en suaspecto; pero al observarle nuevamente y a mejor luz, ya me pareció cosamuy distinta. Estaba mucho más anheloso que por la noche, más azulado decolor, más vidrioso de mirada, y, sobre todo, muy atormentado por la tosy muy inquieto en la cama. Miré a Neluco, que le estaba pulsando, y leíen su cara sombría la confirmación de mi diagnóstico. De pronto, nosdijo él con voz tenue y silabeando casi las palabras por no alcanzar amás sus alientos:

—Hoy no me gusto pizca, muchachos.

Nos miramos el médico y yo, y le preguntó éste:

—¿Por qué lo dice usted?

—Porque me encuentro peor que el día en que más malo me he visto.

—Aprensiones de usted,—dije yo, por decir algo que le animase.

—Eso ha de verse pronto—respondió el enfermo.

Neluco, entre tanto, continuaba pulsándole, ora en una muñeca, ora en laotra; arrimó el oído a su pecho, encima del corazón, y le descubrió ypalpó las piernas hasta la rodilla; hízole varias preguntas luego, y,por último, se quedó un buen rato arrimado a la cama y mirándolefijamente, con la cabeza algo caída, como si no supiera qué decirle o loestuviera discurriendo en vista de los fenómenos que observaba. Yoestaba enfrente de Neluco, arrimado a la cama también; y a la puerta dela alcoba, con los brazos cruzados y en pie, como dos estatuas de lamelancolía y de la curiosidad, Facia y su hija esperando órdenes. Lasprimeras fueron de mi tío para pedir «otra almohada», y eso que pasabande tres las que le servían de apoyo para sus espaldas y cabeza.

Mientras las dos mujeres cumplían el mandato y mullían y arreglaban elmontón resultante para menor incomodidad del enfermo, salió Neluco deldormitorio y yo tras él, por una seña que me hizo.

—Esto va por la posta—me dijo, de modo que no lo oyera el enfermo.

—¿Tan grave le halla usted?—preguntéle.

—Gravísimo—me respondió—. Cuestión de horas más o menos. Así es quesi apunta el menor deseo de confesarse, no se le contraríen por ningúnmiramiento; y si no le apunta... procuren ustedes apuntársele. No ledispongo nada nuevo, porque todo sería inútil, incluso la mortificaciónde una cantárida. La hinchazón de las piernas, como usted habrá visto,ha tomado esta noche un gran incremento... el propio y natural delavance repentino que ha dado la enfermedad, quizás por el rápidodescenso que ha habido en la temperatura esta madrugada... porque no sési habrá usted notado que hace un frío desde el amanecer, que corta unpelo.

Esto del frío produjo en mi imaginación un trastrueque súbito de ideas;y olvidando al enfermo, no me acordé más que de la intentona dispuestapor los tres forajidos para aquella noche; y así es que pregunté aNeluco con la misma avidez que pudo hacerlo Facia en sus «mejores días»de