Peñas Arriba by José María de Pereda - HTML preview

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las

dos

mujeres

a

saquear

alacenas,armarios y cajones. Facia guiaba, y yo seguía como un autómata a lastres.

Mientras desvalijaban el último cajón de la cómoda de mi cuarto, seabrió la puerta de mi tío, y apareció don Sabas en el hueco. Noté quesalía lloriqueando, y corrí hacia él temiendo que ya hubiera concluidotodo allí; pero desde medio camino oí toser al enfermo, y esto metranquilizó. Salióme al encuentro el Cura, y me dijo, mientras se secabalos ojos con un pañuelo de yerbas:

—No se puede remediar, ¡qué jinojo!... por más avezado que uno esté acontemplar miserias y acabaciones humanas... Porque hay casos y casos,señor don Marcelo, y éste es uno de los más duros de pelar para el pobreCura. Sesenta años de vivir, más que como amigos, como hermanos, y cadacual en su ministerio... ¡y cuidado si ha sido de altura el suyo!...algo rejunde en la entraña... me parece a mí... De pronto diz el otro aluno de ellos:

«vaya, pues yo me marcho... y para no volver: conqueajústame tú estas cuentas que tengo que dar a Dios, por tu mediaciónmesma de lo mucho que le debo y de lo poco y mal que le he pagado... yahí te quedas, viejo y solo, hasta que te llegue la tuya, que no puedetardar porque de viejo nadie pasa; y ya verás lo que es jallarte un díay otro sin el amigo de siempre, que parecía ya carne de tus carnes yllenaba todo el lugar, aunque en él no se le viera...» Y vaya usté, porotra parte, a saber si al llegar la de uno, le cogerá así o le cogeráasao, porque la carne es flaca y Satanás no duerme, y si, por tomas opor dacas, tampoco volvemos a encontrarnos en el otro mundo. Porque élva bien de equipajes... ¡eso sí, jinojo! y derecha como un juso ha desubir la su alma. En lo humano no puede presumirse otra cosa, con lapreparación que él ha hecho, después de una vida de caridad, que yo mesé de memoria... En fin, que de ésta se va, y que no hay que dormirsepara disponerle todo lo que le falta en el trance en que se ve... Hayque viaticarle enseguida, y para ello me voy a la iglesia ahora mismo.Adviértase aquí para que se espere a Dios con la pompa que se le debe.

Se habían llevado sus talares a la cocina para secarlos a la lumbre; yal ir el Cura a recogerlos, hizo a la gente congregada en ella la mismaadvertencia que a mí, y la arrastró luego consigo, menos a Chisco y aPito Salces, a quienes ordené yo que se quedaran «vigilando la casa, porlo que pudiera ocurrir».

Ocioso lujo de precauciones a aquellas horas(cerca de las siete), con una noche oscura como boca de lobo, cayendo lanieve a puñados, y con unos rugidos del vendaval hacia la montaña, quedaban miedo.

Sin preocuparme gran cosa del pobre Marmitón, que se quedaba solo otravez, repantigado, mudo y atónito en el sillón de madera y muy arrimadoal fuego, volvíme al cuarto de mi tío para ver lo que pasaba en éldespués de la salida de don Sabas.

Ya estaba desconocido todo aquelinterior, y aún continuaban transformándole por momentos las dos hadasde la casona. En la cama del enfermo, la colcha de damasco rojo de losgrandes días, y vuelto sobre ella, el amplio y bordado embozo de unasábana de lujo; las almohadas, con fundas de grandes guarniciones muytiesas y escaroladas, y el enfermo mismo, con camisola limpia, calentadapoco antes al brasero y sahumada con tomillo, sobre el espeso chaquetónelástico que le abrigaba el tronco; junto a la cama, una alfombra enlugar del felpudo de siempre; encima de la cómoda, cayendo en airosospabellones por los lados, otra colcha de las buenas de la casa, y sobreella, esperando mejor destino, el crucifijo de marfil, seis candelerosde plata, un vaso con agua bendita y un ramito de laurel.

Cuando yo llegué, se ocupaban las dos mujeres, que parecían tenerdiablillos en las manos, en sustituir, ayudadas de Facia, el trastoviejo que siempre estuvo a la cabecera de la cama, con una mesitacuadrangular sacada de mi gabinete, donde la usaba yo para leer ydespachar mi correspondencia. Ofrecíles mi ayuda para aquella faena;pero la desdeñó Lita con un gestecillo muy intencionado y dos frases decortesía para templarle. Mientras Facia se llevaba el achacosoartefacto, tendieron ellas sobre la mesa otra colcha de damasco rojo, ysobre la colcha una muy blanca sabanilla con randas de muchos calados;luego trasladaron de la cómoda a la mesa el crucifijo de marfil, cuatrocandeleros y el vaso con agua bendita y el ramito de laurel; enseguidaotra alfombra delante de la mesita; después todas las tiras y ruedos quese encontraron para formar una senda tan larga como se pudo; cuatrovapuleos a las sillas antes de ponerlas en orden; unos toquecitos más alas ropas de la cama; una mirada desde lejos al conjunto de tantas y tandiversas cosas... y ya estaba aquello despachado.

Mi tío, entre tanto, jadeando y tosiendo y pasando entre los dedossarmentosos de su diestra cuentas y más cuentas del rosario, y reza quereza entre dientes, sin darse por enterado de lo que ocurría en suderredor, ni contestar más que con un gesto avinagrado a la menorpregunta que se le hiciera. Antes de morir con el cuerpo, estaba ya enel otro mundo con el espíritu. De Dios era, a Dios iba y sólo de Diosesperaba.

Terminado lo del cuarto, se emprendió afuera otra labor más peliaguda,para la que no bastaron las mujeres solas. Mari Pepa esparcía en elsuelo las colchas y pañolones que habían acopiado en el saqueo y andabanen confuso montón sobre las sillas; Lita escogía y combinaba colores ytamaños, y Pito Salces y yo, encaramados en muebles de la necesariaaltura, clavábamos en las paredes, y tan arriba como nos era posible,con tachuelas, con puntas... hasta con clavos «trabaderos» y cuantohabíamos podido haber a las manos en una mechinal de la bodega en queacumulaba Chisco las reservas de esta especie, lo que la diligente yafanada nieta del gigantón de la Castañalera nos iba alargando con susmanitas primorosas, de lo desparramado por el suelo.

Al andar rayando con la media tarea, el tañido de una campana, desiguale intermitente, ora remoto, ora cercano; como débil quejido de agonía,unas veces; vibrante y clamoroso otras, según los caprichos del vientoencajonado y revuelto en las estrecheces y encrucijadas del valle. Erael primer toque «a administrar», la señal que se hacía en la iglesia alvecindario para los fines que sabía él. Un ratito después, calló lacampana y llegaron dos hombres con sendos brazados de velas y de ciriosque mandaba el Cura, por delante. Venían enjutos de tobillos arriba,pero muy espelurciados y «ardiéndoles» las narices y las orejas; porque,según declararon, aunque había cesado de nevar, continuaba soplando elcierzo, más frío que la misma nieve. Si mal no nos parecía, quedaríanseallí ya, pues sobre estar seguros «de jallar al Señor» en el camino, sivolvían a tomar el de la iglesia, no estaba el pedregal, con la capa denieve que tenía encima, para muchas subidas y bajadas por él sin unaurgencia. Asentimos de buena gana a tan cuerdo parecer, y quedáronse loshombres... hasta pasmados del «visual pomposu»

que iban tomando lospasadizos y la escalera de la casona con la faena que nos hacía sudar.Continuámosla, sin embargo, con nuevos bríos, pero a puntada larga, esdecir, enrareciendo los colgajos, porque ya se oía otra vez el toque deantes, señal de que se había puesto en camino lo que esperábamos, aménde que no andábamos sobrados de telas ni de «herrajes» para cubrirtantas paredes.

Para vestir los desnudos suelos del tránsito, discurrió Litucasembrarlos, y los sembró ella misma, de penquitas olorosas de laurel queabundaba en las grietas de los peñascos de enfrente. Y aún la quedótiempo para sahumar toda la casa con romero y mejorana, quemado por ellaen las ascuas del brasero, llevándole Chisco y Pito Salces entre manospor salas, pasillos y escaleras. Después, velones, candeleros,palmatorias y candiles, iluminando hasta lo más obscuro y remoto; elcuarto de mi tío, con las seis velas encendidas ya, rechispeando la luz,y el brazado de cirios traídos de la iglesia, ardiendo también alcuidado de los dos hombres encargados de darles a tiempo el destino quetenían; Marmitón encuadrado en la puerta de la cocina y mirando alcrucero iluminado, sin atreverse a dar un paso hacia él; Mari Pepa yendoy viniendo por todas partes; su hija dando los últimos toques al cuadrogeneral; Tona sin chistar y pasmadota, cerca de don Pedro Nolasco; PitoSalces y Chisco, en el estragal, con sendos cirios ardiendo, en la mano;mi tío, con los ojos entreabiertos, recostado contra las almohadas yrezando sin cesar; Facia, con su mejor vestido negro y atenta a lo quepudiera necesitar el enfermo, junto a la puerta de su cuarto, de pie,inmóvil y melancólica; la campana de la iglesia tañendo acompasadamente;el silencio casi absoluto en los ámbitos de la casona, y yo, clavadocomo una estatua en el salón dominando con la vista el aposento de mitío y hasta el crucero del fondo del pasadizo, observándolo todo,oyéndolo todo, y presa de una emoción que, por lo compleja y extraña, nome podía explicar.

De pronto, una voz, la de Tona que se asomaba a menudo a la puerta delbalcón de la cocina, gritó desde el fondo del último carrejo:

—¡Ya vienin!

Cubriéronse entonces apresuradamente la cabeza las mujeres; tomamos cadacual un cirio de los que cuidaban los dos hombres, y dímosle otro a donPedro Nolasco que se había movido hacia el grupo; y siendo yo parteprincipalísima de él, con él llegué bien pronto, a todo andar y casiarrollando al aturdido gigante, al balcón de la cocina.

No solamente había cesado de nevar, sino que también se hallaba elviento encalmado; y, por una venturosa casualidad, por un rasgón abiertoen la espesura de los negros celajes asomaba la luna llena, derramandosu luz pálida sobre el blanco tapiz del valle y los más altos picos delbrocal de montes que le aprisionan. En otras circunstancias mejores,acaso me hubiera detenido a considerar lo que más me admiraba ysorprendía en aquel extraño panorama, y hasta qué punto se parecíaaquella fantástica realidad a los numerosos «efectos de luna» que yohabía visto pintados en lienzos y cartulinas; pero ¡bueno estabaentonces el horno de mi cabeza para pastelillos de aquel arte! Y aunquelo hubiera estado: necesitaba la atención para otro espectáculo que mela solicitaba con fuerza irresistible. Y fue que apenas abocado a lapuerta del balcón detrás de las mujeres, vi que, surgiendo de lastinieblas, iban apareciendo como fantasmas y coronando la altura delpedregal, dos filas de bultos negros, junto a muchos de los cualestitilaba oscilando una lucecilla triste y acobardada, como si ardieradetrás de los cristalejos de un faroluco roñoso. Cuanto más se alargabanlas filas hacia la casona, más bultos surgían de la oscuridad del agriodeclive. Se les veía moverse; pero no se oían sus pasos sobre el ásperosuelo nevado, ni alteraban el silencio de la Naturaleza, que parecíahaber enmudecido de repente por respeto a lo que estaba pasando allí,otros ruidos que algún murmurio de tarde en tarde, como de rezo coreado,y el tañido constante de la campana de la iglesia, repetido ya por eldébil tintineo de una campanilla de monago que aún no había surgido dela oscuridad.

De pronto apareció en la altura un bulto menor que losotros, con un farol de dos luces: éste era el monago de la campanilla, yhasta se le distinguía en la mano cuando la sacudía para que sonara.Detrás del monago, otros dos bultos con sendos faroles también; y enmedio de los dos, el párroco don Sabas, de capa pluvial y debajo de unparaguas muy grande (regalo, por cierto, hecho por mi padre, siendo yomozuelo aún, a la iglesia de Tablanca); y, por último, detrás del Cura,todavía más bultos con luces surgiendo de la vertiente sombría. Entoncescayó de rodillas Mari Pepa que estaba delante de todos, y exclamó convoz entera, mientras se llenaban de lágrimas sus ojos:

—En gracia te reciba el alma que te desea.

Yo me hinqué también, y con la cabeza humillada, repetí en el fondo demi corazón la plegaria de aquella noble mujer.

Poco después volvíamos todos, conservando aún las hachas encendidas, ymás corriendo que andando, hacia el crucero. Allí estaba ya Neluco, quese había disgregado de la procesión con algunos hombres de los másapegados a la casa, proveyéndolos de cirios y señalándoles puestos en elpasillo y a lo largo de la escalera; a Lita y a su madre se los dio a lapuerta de la salona;

«y usted, conmigo, allá dentro» me dijo,conduciéndome al mismo cuarto del enfermo, del que no se había apartadoFacia un instante. Preguntámosle si se encontraba bien; respondió que«como nunca jamás», aunque no hallaba en sus pulmones ingurgitadosalientos para decirlo; arrimámonos a la puerta, y allí esperamos, comodos centinelas inmóviles, lo que empezaba ya a llegar y se sentía haciael estragal por el ruido de las almadreñas o alguna palabra que otra amedia voz, y en la escalera y en el pasillo, por el sordo golpeteo delas pisadas con escarpines en los inseguros tablones del tillado, y elresoplar inconsciente de tantas respiraciones contenidas a la fuerza.Igual que cuando se va llenando de agua una vasija puesta debajo delcaño de una fuente, por el matiz de los sonidos se conocía por instantescómo se colmaban de gente los carrejos y el salón y el gabinete y todoslos rincones y escondrijos franqueables de la casa. Al fin se oyó en elestragal la campanilla del monago, y casi al mismo tiempo la voz potentede don Sabas rezando algo que no se entendía bien; después enmudecieronuno y otra, y se percibieron claramente las recias pisadas del Cura y delos que le escoltaban, sobre los peldaños de la escalera; al abocar alcrucero, los pasos más distintos y otro rezo de don Sabas; los que aúnno estábamos de rodillas, nos hincamos, y los pechos, oprimidos ya porel peso de aquel cuadro imponente... desahogáronse en suspiros o ensollozos entrecortados, que fueron recorriendo, como nota fúnebrellevada por el aire, todos los ámbitos de la casona. Hasta la puerta delsalón no volvió a oírse la voz del Cura: allí resonó otra vez,declamando, reposada y patética, este versículo del Miserere:

Ecce enim in inquitatibus conceptus sum: et in pecatis concepit memater mea.

A los rumores de antes sucedió el silencio más profundo; y avanzando donSabas con mesurado andar, la mirada puesta en el bordado relicario quecontenía las dos Hostias consagradas, rodeado de luces que resplandecíanen el oro de sus vestiduras y precedido de Mari-Pepa, de Lita y delmonago, llegó a la puerta donde nosotros esperábamos, y allí,deteniéndose unos instantes como para dar mayor solemnidad a suspalabras, rezó este otro salmo:

Ecce enim veritatem dilexisti: incerta et oculta sapientiae tuaemanifestati mihi.

Entonces el enfermo, tembloroso y lívido, cruzó las descarnadas manos,humilló la cabeza sobre el agitado pecho, y con una voz que parecíasalir del fondo de una sepultura, respondió a las palabras delsacerdote:

Averte faciem tuam a pecatis meis: et omnes iniquitates meas dele.

Aquí dio fin y término otra vez mi ya vacilante serenidad, y el

«nudo»que me estaba oprimiendo la garganta rato hacía, trocóse en humorbenéfico que me empañaba los ojos y crecía por el contagio del llorar delas mujeres que me acompañaban en el cuarto, y que, al fin, llegaron acontaminar a Neluco, médico y todo, mientras volvía a oírse afuera lanota triste de antes recorriendo los grupos y las masas de aquellascompungidas y humilladas gentes... Hasta que vibró de nuevo la voz delCura, y todo calló, como si hasta con el respirar se profanara laaugusta solemnidad de lo que iba a suceder allí... como creería yoprofanarlo si me atreviera a extraer su recuerdo del sagrado de lamemoria, donde lo guardo indeleble, para describirlo con mi pluma torpey grosera en este miserable papel.

No ha de merecerme igual respeto algo de lo humano que allí pasó porcomplemento del cuadro que tanto tenía de divino. Esto puede y debe ser,ya que no pintado, que no dan para empresa tan alta los colores de mipaleta, mencionado, por los menos; y vaya como ejemplo aquellaexhortación final de don Sabas a la paciencia, al recogimiento, a lagratitud a Dios, del enfermo; cómo empezó encarrilado en las fórmulastrilladas del ritual, y se fue descarrilando poco a poco y entrándosepor las sendas de su propio estilo y particulares sentimientos; cómo deesta manera se confundían y enredaban en la exhortación, el lenguajesolemne del sacerdote con el familiar de la pasión desbordada del amigocariñoso; cómo llegó a responderle mi tío, ya para protestar nuevamentede su fe acendrada, de su resignación sin límites y de su conformidadabsoluta con los decretos de Dios, ya para quejarse mansamente de quepudiera ser puesto en tela de duda por nadie el cumplimiento de éstossus deberes de cristiano; cómo le replicó don Sabas para tranquilizarlesobre tan delicado

particular,

al

que

en

modo

alguno

había

intentadoreferirse él, cómo, enredados en este singularísimo diálogo, ya nohablaba el Cura en impersonal, y llegaron a tutearse los dos; cómo en lallaneza de este estilo tocaron puntos de sumo alcance piadoso, y sedeclaró don Sabas envidioso de la suerte de mi tío, a quien tantos, muyerradamente, compadecían entonces, y se dieron mutuas paces, poniendopor testigo de la cordialidad del impulso a «aquel Dios sacramentado queallí estaba presente en cuerpo y sangre»; cómo, al fin, bajándose muchoel Cura y alzándose un poco mi tío, se confundieron los dos en unabrazo, llorando don Sabas y ahogándose de fatiga el pobre enfermoconmovido; cómo con estos actos y aquellos dichos, el torrente desollozos, mal contenido afuera, se desbordó por toda la casa, y tratóNeluco de cerrar la puerta del cuarto en que nos encontrábamos para quemi tío no lo oyera, y cómo éste se lo impidió con sorprendente energía,y mandó que se franqueara la puerta a cuantos cupieran adentro paradarles el último adiós; cómo hubo que complacerle, aunque ya no podíamosrespirar ni los sanos en aquella estancia, y cómo se despidió sinretóricas sentimentales, pero en cristiano puro, sin dejar de seraldeano neto, acabando por decirles: «Si lloráis porque perdéis lo quehe sido, Dios vos lo pague en la medida del consuelo que me dais conello; pero si vos duele mi muerte por la falta que he de haceros, malllorado, porque aunque me voy, aquí vos dejo quien hará mis veces, yhasta con ventaja para vosotros. Ven acá, Marcelo. (Acerquéme a la cama,hecho un doctrino,

torpe

y

desconcertado.

Luego

añadió

él,

mostrándomeal montón de tablanqueses que habían invadido la habitación): Éste es;de la mi sangre neta, y amo ya y señor de esta casa. De vosotros dependedesde hoy que sea, no lo que yo he sido, que bien poco fue ello, sinotodo lo que debí de ser. Para él todo vuestro respeto y vuestra lealtadde hombres honrados y agradecidos, y para mí... que pidáis a Dios de vezen cuando por el buen paradero de esta alma, a punto ya de subir ajuicio en su divina presencia. Y con esto, hijos míos, y la bendición deun padre viejo y moribundo... ¡hasta la eternidad!»

Es también de mencionarse cómo le respondieron con gemidos y lágrimasaquellas rudas y buenas gentes, por no hallar en sus lenguas palabrascon que expresar lo que sentían; y cómo, finalmente, puso término a estaescena don Sabas acercándose a adorar y recoger la Forma consagrada, ysonó otra vez la campanilla... y salió del cuarto y de la casa el Señorde los señores y Rey de los reyes con la misma solemnidad y reverenciacon que en ella había penetrado.

XXVIII

En un pie andaba el Cura con lo cuidadoso que le traía lo extremo ydesesperado de mi tío, y, sin embargo, cuando llegó a la casona resueltoa no salir de ella mientras al enfermo le quedara un soplo de vida y aél una sola función que llenar a su lado como sacerdote o como amigo, yagruñía el temporal en la montaña y descendía la nieve sobre el valle enespesos remolinos. Es decir, que sólo habían durado la «escampa» y elsosiego lo estrictamente necesario para que fuera Dios a la casona desdela iglesia, y volviera a la iglesia desde la casona; milagro patente enopinión de Facia, y no puesto en duda por los que departían con ellasobre el caso.

Entró, pues, el Cura como la vez primera en aquella noche, sacudiéndosela ropa para «desnevarse»; arrojó el capote sobre lo primero que se lepuso por delante, y llevando en la mano un saquillo de color, cerradocon una jareta, se coló, sin detenerse, en el cuarto de mi tío, que sóloparecía vivir para esperarle.

Encerráronse allá los dos; y mientrasandábamos en la salona los de siempre, de aquí para allí y en derredordel brasero, sin saber qué decirnos ni en qué sitio ni para quédetenernos ni sentarnos, oía yo cómo iban pasando desde la escaleragentes y más gentes hacia la cocina, donde continuaba el giganteconsternadón y arrimado a la lumbre, pero con muchas ganas de cenar.Porque las funciones de comer y digerir no se regían en aquel hombrazopor las grandes crisis del espíritu, sino por una ley mecánica.Necesitaba comer, mucho y a menudo, como la mole ruinosa necesita elpuntal para no desplomarse. No obstaba aquel insaciable apetito de suestómago para sentir el pobre hombre desfallecido de pena su corazón.Deploraba la muerte de don Celso como todos y cada uno de lostablanqueses que más hubieran estimado sus prendas, y la lloraba tambiéncomo amigo; pero le dolía, además y sobre todo, por la edad que élcontaba y por lo viejo y arraigado de su intimidad con el que se iba. Enalturas semejantes, cada amigo de esos que se va, es un sillar que searranca en los cimientos de la vida del que se queda; y don PedroNolasco no había tomado en serio hasta aquel día lo de la muerte de suamigo, a quien por su carácter y correa consideró siempre «incapaz» demorirse. También le dolía en el alma una separación así, sin despedida;pero no tenía valor para intentarla, y nosotros nos guardábamos muy biende estimularle a vencer sus resistencias: al contrario, le manteníamosen ellas pintándoselas como muy justificables, y encomendábamos a losque de ordinario le acompañaban en la cocina la caritativa labor deentretenerle y animarle, como hacíamos a menudo el médico y yo conMari-Pepa y Lituca, que no le perdían de vista ni desconocían laimportancia de aquella crisis excepcional, a una edad y un temperamentocomo los suyos.

De esto precisamente se había llegado a tratar en la salona, cuando seabrió la puerta cerrada antes por el Cura y apareció éste consobrepelliz y estola preguntando por el monaguillo que había venido conél y debía de andar por la cocina. Corrió Facia a avisarle y entramoslos demás en el cuarto del enfermo, en los linderos ya de la agonía ycon los ojos clavados en un crucifijo colocado por el Cura para eso alos pies de la cama. Vino el muchacho, y, con su ayuda, administró donSabas la Extremaunción

al

moribundo.

Lloraba

Mari

Pepa

y

sollozabaLituca mientras colocaban sobre él todas las medallas y reliquias quehabía en casa con indulgencia plenaria para la hora de la muerte;lagrimeaban callando muchos de los que habían acudido de la cocina conel monago; rezábamos todos respondiendo a las oraciones del Cura, y enlos intervalos de silencio se oían a la vez el respirar estertoroso yagitado del agonizante, y el zumbido del temporal entre las espesuras ycañadas de los montes. A este acto imponente siguió otro que no lo eramenos: la recomendación del alma, leída en voz clamorosa por don Sabas,con los consiguientes rezos en que todos tomábamos parte. Y esto fuelargo, muy largo, pues que llegó a medirse por horas, con algunosdescansos breves, durante los cuales se movían o se renovaban muchos delos congregados, andando de puntillas y devorando suspiros y sollozos, yvolvía a oírse adentro el estertor acompasado del moribundo, y afuera elmugir de los vendavales.

Por el fúnebre colorido del cuadro, por la lentitud en su desarrollo,por el exceso mismo de la atención con que yo le seguía, la visión de lamuerte con todo su cortejo de tristezas se enseñoreó de mí de tal arte,que más que sentirla y estimarla en la región de las ideas, me parecíaolerla y paladearla; confundía ya las sensaciones morales con losquebrantos del organismo, y el color y las figuras y los sonidos deltriste cuadro caían a golpes sobre mi cerebro y me le contundían yfatigaban. El instinto de la vida me excitaba de vez en cuando arespirar otro ambiente, a contemplar otra luz y a renovar el espíritu enotros horizontes más saludables que aquéllos; y paseando la vista porlos mezquinos términos de aquel recinto fúnebre, acababa siempre pordetenerla en la cara de Lituca, en la que cuanto más se grababan lossurcos de sus lágrimas, más de relieve ponían la frescura de sujuventud. Y era muy de notarse que no hacían mis ojos un viaje de esos,sin topar con los suyos en el camino.

¿Estaría la pobre subyugada porlos propios influjos y buscaría, por instinto también, los mismosasideros que yo? Es muy posible, porque para entrambos era igualmenteaflictivo y desconsolador y nuevo (para mí a lo menos) aquelespectáculo.

Nuevo, sí, porque en los recuerdos que yo guardaba y guardoen la memoria del paso de la muerte por mi hogar, nada había que separeciera en los procedimientos ni en los detalles ni en los accesoriosa aquella lenta, cruel e inexorable labor destructora; a aquelacabamiento de un hombre fibra a fibra, en lo recóndito de un caseróndestartalado y embutido en una rendija de la cordillera cantábrica, y ala mortecina luz de dos velucas de cera, mientras zumbaba y rugía lanevasca en las tenebrosas soledades del contorno.

Pero Lituca, de rodillas y rezando, como su madre, volvía rápida aclavar la vista en el crucifijo, como el sediento caminante los labiosen el caño de una fuente, y así refrigeraba y fortalecía su espíritu encada desfallecimiento que le causaba aquel incesante batallar de lamuerte para acabar con una vida que también había sido risueña y juvenilcomo la suya. No dejaba yo de acudir a la misma fuente que ella endemanda de los mismos alientos; pero ahondaban mucho más las raíces dela vida en, mi naturaleza curtida de las intemperies del mundo, que enel organismo tierno y virginal de aquella criatura, y por eso noresultaban iguales en los dos los frutos de un mismo esfuerzo moral.

De pronto se produjo un fenómeno en la agonía del enfermo.

Abrió losojos, clavó la vista en el crucifijo y movió las manos hacia él.Entendióle don Sabas, púsosele entre ellas, acercóle él mismo a suslabios, se abrazó a la cruz; y con esto y un suspiro muy hondo, entregóa Dios el alma.

¡Extraña coincidencia! Al indescriptible rumor de los últimos alientosde mi tío, respondió en el acto desde la iglesia el primer tañido de lascampanas que doblaban a muerto por él. Otro

«milagro» que jamás quisoexplicarse Facia por la oficiosa intervención de algún mal informadotertuliano de la cocina, en la incesante comunicación que hubo aquellanoche entre ella y el pueblo, no obstante lo duro y hasta peligroso deltemporal.

Con aquel triste desenlace de todo el día, los inseguros diques quehabían mantenido a la pobre sirvienta devorando en silencio las hielesde su pesadumbre, se derrumbaron de golpe, y salieron en torrentes laslágrimas y los gemidos. Parecía no haber, en lo humano, consuelo paraella, ni fuerzas capaces de arrancarla del borde de la cama, dondebesaba las manos yertas «del su señor», y ponía a Dios por testigo de lomal que le había pagado en vida los beneficios que le debía. Y sucediólo que era de temerse: el estruendo de esta explosión de doloresprofundamente sentidos, se fue propagando por toda la casa, en la cualacabaron por llorar a gritos también hasta los que no habían pensadollorar de ninguna manera, y los lazos de la disciplina y de los humanosrespetos, muy relajados ya durante la agonía del patriarca, acabaron deromperse con este descomunal y plañidero vocerío: invadieron la estanciamortuoria gentes que en tropel brotaban de todos los senos del caserón,y