Ranas a Princesas Latinas Sufridas y Travestidas by Jacobo Schifter - HTML preview

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LA PROSTITUCIÓN COMO NEGOCIO

Las pobres del Líbano

En la época del Cine Líbano, los travestis pertenecían a un sector marginal de la sociedad costarricense. Su extracción era de clase baja urbana o rural y la mayoría había padecido grandes necesidades económicas. Existían pocos casos de personas con niveles económicos altos. Éstos últimos eran las aparentes excepciones.

Karina perdió a su madre desde muy joven y fue criado como niño arrimado a una familia adinerada de Alajuela:

"Me vine porque mamá murió cuando tenía ocho años y sufría muchas necesidades con mis hermanos. Vine a dar a Naranjo con una gente de plata, los (...), y después me conocieron los (...) en Sarchí y ahí me crié hasta los 14 años..., sufrí mucho en mi infancia. Todos ellos abusaban de mí. Por unos frijoles querían usarme todo el día. Entonces fue cuando decidí que era mejor vender el cuerpo pero por algo más que frijoles y techo”.

Gina es un individuo de extracción muy humilde que trabajaba en una fábrica, pero el dinero que ganaba no era suficiente para mantenerse, por eso debió buscar una mejor alternativa:

“Tengo 30 años, vivo en Limón. Antes de llegar aquí al lugar, trabajé en una fábrica hasta cumplir los 18 años; después me dediqué a la prostitución...En la fábrica laboraba como una esclava, con apenas media hora al día para almorzar. Nos pagaban una mierda a mí y a mis compañeras. Además, una tenía que sometérsele a los capataces. Varias de mis amigas, con tal de no perder el trabajo, tenían que meterse con ellos. Uno de ellos era famoso porque se había volado casi a una docena de trabajadoras. Cuando se dio cuenta que era un travesti, me mandó a llamar a su oficina y me exigió que me desvistiera para ver si era verdad. Le dije que fuera a eschingar a su propia madre y renuncié”.

Para Antonieta, la prostitución era una necesidad ya que el corte de pelo (la otra profesión en la cual los hombres afeminados son tolerados en el país) no le dejaba lo suficiente para vivir:

“No me gusta la prostitución, lo hago para vivir. Me gusta ser travesti y me gustaría trabajar..., lo que más me gusta es la relación con la gente. Sería feliz de presentadora de noticias. Admiro mucho a las periodistas que dan las noticias. Me imagino algún día sentada a la par de una Amelia Rueda (destacada periodista de radio y televisión) dando el pronóstico del tiempo: ‘El día está muy templado por la mañana, mejor quédese en la cama. En la noche, la retaguardia estará muy caliente. Les recomiendo que la enfríen con una vergapirina’. Sería fabulosa, mágica, ingeniosa, pero ¿quién le va a dar trabajo a una pobre travesti?”.

Discriminación en el trabajo

Parte del fenómeno de la prostitución y el travestismo es que, en una sociedad como la costarricense, aquellos individuos que sienten necesidad de vestirse de mujer únicamente tienen una manera de hacerlo y es mediante la prostitución. En otras palabras, no han existido, y aún son escasas, alternativas para que estos individuos puedan trabajar vestidos de mujer. La asociación entre ambas profesiones se hace así inevitable. Si un travesti, por ejemplo, pudiera trabajar en una tienda o empresa vestido de mujer, recurriría menos a la prostitución. Lulú pudo por un tiempo engañar a su jefe y laborar como secretaria:

“Me sentí felíz porque era la primera vez que tenía un trabajo distinto, honrado. El patrón no sabía que era un hombre. Al principio me costaba un poco escribir a máquina pero después lo aprendí ya que lo que había que hacer era llenar solicitudes. El problema empezó con los clientes. Siempre me invitaban a salir y a tomar un trago. Me negaba para que nadie supiera que era hombre. Un día uno de los choferes de la empresa me empezó a seguir cuando salía del trabajo. Se me apareció en la casa y me dijo que sabía que era un travesti y que quería tener algo conmigo. Le dije que era una secretaria y que por favor no me buscara en la casa. ‘Secretaria, secretaria, la que mama, coge y no habla’, se burló de mí con esta canción. Le dije que me dejara en paz y se fue por ese día. Pero al siguiente, ya le había contado a mi patrón y me tenían la carta de despido. Pues ni modo, ¡a putear de nuevo!”.

Así opinó July cuando se le preguntó por qué creía que era un travesti trabajador del sexo:

“Creo que soy travesti porque así soy desde niño. Venía con inclinaciones más de niña que de niño, ya en mi destino venía ser así; cada una de nosotras tenemos nuestro mundo. Si pudiera ser una estrella de Hollywood, preferiría éso que andar mamando hombres, de seguro. Pero, ¿quién me va a dar trabajo? Creo que sería una muy buena anfitriona de hotel. Un día fui al Sheraton a buscar trabajo como directora de eventos especiales. Cuando me presenté, bien vestidita y recatada, me preguntaron que si era un travesti, así de buenas a primeras. ‘¿Por qué, se me nota?’, pregunté. ‘No mijita, no se le nota nada. Lo único es que se le ven los huevos por su faldita’, me respondió el tipo odioso ese. Me hicieron echada como una perra”.

Para Elvetia, dejar la profesión resultaría ser más difícil de lo que creyó:

“Empecé hace seis años en la prostitución; tengo 30 años. Mis amigas me dijeron una vez que me vistiera de mujer; lo hice y me fui a bailar y de ahí me seguí vistiendo así. Los primeros años varios hombres creían que era una mujer; para que me creyeran tenía que enseñarles mis genitales. Creo que soy travesti porque cuando me empecé a vestir, me sentí distinto y me sentí mujer, pero ahora me estoy agüevando. Estoy harto de putear, quiero vestirme de hombre para conseguir trabajo. Sin embargo, no puedo hacer los trabajos de varones. Lo único que me ofrecen es un oficio de construcción o de jardinería. ¿Te imaginás a esta pobre loca jalando sacos de cemento? Una vez traté de hacerlo y cuando me presenté donde el capataz, me dijo que lo esperara chinga en su oficina. ‘¿Pero no comprende que vengo a trabajar?’, le dije furiosa. ‘Pues mijita, con esa pinta de loca que tiene, usted sólo sirve para que le rellenen su tunelcito’, me dijo el desgraciado”.

Pandora también creía que la prostitución la ejerce porque es algo que deseaba hacer desde niño, como si vestirse de mujer implicara prostituirse. La historia de Leticia no difiere de las demás, su iniciación se dio cuando disfrutó vestirse de mujer:

“Empecé en la prostitución hace ocho años, tengo 32. Me inicié por medio de una amistad que tenía, Ana Yanci, por mero vacilón. Me gusta ésto y me divierto. Gano más o menos, me mantengo. Antes trabajaba en una fábrica maquilando talladores. Sin embargo, siempre me molestaba el jefe, un chino que era terrible. ‘Vení a mi oficina’, me decía, ‘tenel algo pala usted’. Como era tonta le creí y me fui a ver qué era la cosa. Pues el chinito se me deschingó y dijo ‘Mamal todo lo que quiela, te legalalé tles talladoles’. ‘¡Ah grandísimo desglaciado’, le dije, ‘vaya a vel que mula lo mama!’ y me fui furiosa. Al otro día, la pobre puta ésta quedaba ´sin tlabajo (sic)”.

La excepción que confirmaba la regla es Karina, que era un travesti tan femenino que pasaba fácilmente por mujer y de ahí que no debiera ejercer la prostitución. Los hombres no se daban cuenta de que era un varón y así la presión por prostituirse aminoraba y él podía emplearse en otros oficios.

Plata no alcanzaba

Los travestis tenían niveles de educación bajos. Un tercio de ellos (36%) apenas había concluido los estudios primarios. Su promedio de escolaridad era de 7.4 años. Casi ninguno de ellos había aprendido un oficio que no fuera el corte de pelo y eso hace que no pudieran obtener otros tipos de trabajo.

Los travestis trabajadores del sexo tenían ingresos que, a simple vista, parecieran ubicarlos en un sector de clase media baja. En 1990, el 59% de ellos reportaba recibir entre 15.000 y 35.000 colones mensuales, el 27% recibía menos de 15.000 colones, mientras el 14% tenía ingresos superiores a 35.000 colones (el salario de un trabajador de clase media baja en ese mismo año).

El hecho de que un tercio de ellos ganara menos de 15.000 colones mensuales indica que, como tenían que compartir los gastos de habitación, alimentación y vestido y, además, como señalan algunos, ayudar a sus familias, era imposible vivir con estos ingresos más allá de la mera subsistencia.

¿Qué es pertenecer a un sector marginal? Cuando le hicimos esta pregunta a Karla, replicó que es “tener sed, mirar una Coca Cola bien fría y no poder tomarla”. Los travestis de la zona del Líbano debían contentarse con mirar la clase media sin poder alcanzarla.

“Ser pobre es estar obsesionada todo el día por el dinero. Éste es otra droga para uno. ¿Cómo lo conseguiré, cómo lo usaré, cómo lo mantendré?”, nos cuenta Luisa. Otros lo ven como tener pasaporte de otra Costa Rica, vivir ilegales en su propia patria, ser como “los indios del siglo XX, de quienes se espera que desaparezcan un día”, según Cleopatra.

Los travestis tenían acceso a observar la riqueza, a sentarse en el televisor frente al programa de alguna de las tías que cocinan rico y recomiendan comprar todo fresco.

“Fijáte que sufro cuando la Arlene (un programa de cocina por televisión) se queja de que los camarones están por las nubes. Un día nos dijo molesta que estaban tan caros que solo íbamos a utilizar un cuarto de quilo en la receta”, cuenta Chepa, la cocinera. “¿Y qué hiciste?”, preguntamos con curiosidad. “Pues como no tengo ni mierda de plata para comprar un camarón, opté por reducir los chiles dulces que uso en vez de ellos”, nos confesó. Penélope, por su parte, mira alelada las ventanas de las tiendas de lujo en San José. “Entré nada menos que al Palacio de Modas (exclusiva tienda de ropa) y le pregunté al vendedor que cuánto valía esa faja divina de cocodrilo salvaje. Cuando me dijo que 10.000 colones le repliqué: ‘Salvaje es el precio que usted cobra, ¿no ve que tendría que echarme como diez viejos para pagarla?”.

AnaYanci sufría su pobreza en la pulpería. “Fui de compras con lo que me gané con el borracho”, nos cuenta con tristeza, “pero cuando voy a pagar no me alcanzó el dinero para pagar los frijoles y la mantequilla. ´¿No me fía hoy?´, le preguntó al dueño. ´Claro que sí muchacha, ábrase de piernas para firmarle con este bolígrafo su valecito”.

Los clientes, por su parte, tampoco querían pagar lo justo:

-Mamita divina, ¿cuánto me cobra por llevarme al Cielo?
-¡Ay mi amor!, no me vengás con tanto romance, para ir al Cielo se puede llegar de muchas formas. Necesito que me digás en qué clase querés viajar porque esta aerolínea es muy cara.
-Lo único que he viajado es en bus, rica, ¿qué sos vos, LACSA o una sádica?
-Soy una sádica pero doy servicio de primera. El precio por el viajecito a Miami es de dos mil colones, con derecho a ir bien montado en primera fila y ser atendido por mí, que me encanta la gente.
-¡Qué estafadora, ni que éste fuera el primer viaje! Estoy seguro que ese motorcito está bien abierto y chimado.
-¡Bueno, basta ya! Usted tampoco tiene cara de virgen, cobro dos mil con todo, ¿lo toma o lo deja?.
-No, mamita, vea, le doy mil pero usted solo se prende a mi freno de mano, ¿entiende? No quiero montarme ni nada.
-Está bien, como estamos fuera de temporada y tengo algunos espacios vacíos, te hago la rebaja, pero sólo por hoy…
-Sí mamacita, está bien, ¿pero que otros espacios vacíos tenés fuera de la falta de dientes?

El aumento del dinero

Pero las cosas cambiarían para algunos en el primer lustro de los años noventa. La lenta evolución hacia la prostitución callejera, no vinculada con los “bunkers”, depararía mejores ingresos. En la calle, los travestis empezarían a relacionarse con una clientela media y alta, capaz de pagar un precio mayor por el contacto sexual.

“Te voy a explicar por qué subieron los precios. En realidad, es muy sencillo y se debe al proceso de globalización”, nos dice Tirana. “Los travestis nos pusimos de moda después de que Hollywood descubrió nuestros ‘globos’ e hizo películas sobre nuestras vidas. Entonces, vimos que más clientes ricos querían meterse con una”.

Troyana sólo sale a “pulsearla” dos veces por semana, pero su mejor día es el viernes, aunque reconoce que en la zona lo mejor es trabajar los días 15 y 30 de cada mes, los días de pago. Ella tiene de cuatro a cinco clientes en cualquier viernes y suele ser directa con ellos: “les pregunto si quiere mamarme o que lo mame, que me penetre o penetrarlo, o si quiere servicio completo”.

El cobro lo realiza de acuerdo al auto del cliente. Para uno fino son de ¢5.000 a ¢8.000 por sexo completo y ¢1.500 a ¢2.500 por sexo oral; un carro menos fino recibe ¢3.000 a ¢4.000 por servicio completo, y de ¢1.000 a ¢1.500 por sexo oral; cualquier otra cosa se paga adicional, como maquillar al cliente o prestarle su ropa, algo que parece ser común en estos casos. Usualmente dedica una hora u hora y media a cada uno y cobra ¢2.500 por cada media hora adicional.

Como a todos los travestis, a Troyana le cuesta calcular sus ingresos, pero dice obtener de ¢40.000 a ¢50.000 mensuales.

Miriam es reconocida por muchos de sus compañeros como uno de las pocos travestis que tiene una marcada tendencia al ahorro, costumbre difícil de encontrar en el mundo de la prostitución homosexual.

Como con otros hombres dedicados a la prostitución5, la entrada y salida de dinero de los travestis es prácticamente inmediata y casi sólo tienen conciencia del ingreso diario. Existe en ellos la idea de que el dinero ganado en la prostitución es malhabido y debe gastarse rápido para aminorar la culpa por la forma en que se obtuvo. Como se ha señalado, el dinero se gasta primordialmente en lujos o excesos y es raro el ahorro.

No es ese el caso de Miriam, quien tiene un marcado concepto de la ganancia y el ahorro, quizás porque, como él dice, “amo el dinero. Si me dicen que en un barranco hay cinco mil colones veo la forma de bajar y agarrarlos”. Sea como sea, sale casi todas las noches a “putear” y en promedio tiene unos cinco clientes, “aunque otras veces he salido y ni una peseta, ni hola me dicen”. En un mes malo puede hacer de ¢95.000 a ¢100.000, aunque asegura que su promedio es de ¢150.000 mensuales, de los cuales mete al banco entre ¢70.000 a ¢80.000.

Miriam dedica unas dos horas por cliente y cobra la tarifa básica de ¢5.000, en tanto puede negociar de ¢2.500 a ¢3.000 por sexo oral. Igual que los otros, los clientes deben pagar por cualquier gusto adicional.

Colirio coincide en el promedio de cinco clientes por noche y, como Troyana, negocia sus tarifas de acuerdo al auto del cliente: “si veo un Mercedes le cobro más, pero si viene más humilde puedo negociar, si me trata bien”.

Ella cobra de ¢6.000 a ¢7.000 por sexo completo y de ¢2.500 a ¢3.000 por sexo oral. “No, no saco cuentas de cuánto hago, un buen día es el de ¢10.000, uno super bueno es el de ¢20.000”, afirma.

Elena es más explícita en cuanto a tarifas y servicios. Su promedio son tres a cuatro clientes por noche, a los cuales dedica de media a una hora. Su tarifa por sexo con penetración es de ¢5.000 y de ¢1.500 a ¢3.000 por el sexo oral, que en su opinión es el servicio que se brinda con más frecuencia.

Además, ella ha participado en “shows” sexuales que involucran a dos travestis, o un travesti y una “zorra” (prostituto homosexual que viste como hombre y se prostituye en parques), incluso para parejas de clientes. Por ésto puede cobrar de ¢15.000 a ¢20.000. Cualquier acto adicional se cobra por aparte.

Elena ha tenido clientes que le han pagado de ¢10.000 a ¢20.000 en una noche y, aunque dice que es difícil que aparezca uno que pague ¢30.000, asegura que en cierta ocasión uno le dio ¢85.000 de una sola vez.

Varias de las personas entrevistadas coincidieron en que en el mundo travesti se exagera mucho la cuestión de las ganancias, para tratar de ganar imagen. Versiones que han circulado en medios de comunicación y que atribuyen ganancias de hasta ¢350.000 a ¢400.000 mensuales fueron categóricamente desmentidas por travestis como Miriam, uno de los que mejor se cotizan.

Hacer “cuechas”

En este mundo de negocios la competencia tiene características específicas. Los travestis coinciden en que la peor competencia la hacen los que rebajan sus tarifas hasta límites intolerables. “En las diez cuadras en que estamos encuentra de todo, buenos cuerpos, buen maquillaje, miradas exóticas, buenas pelucas, fachas. El travesti que cobra barato es el que nos hace perder clientes”, afirma Elena.

Hacer “cuechas” es el término que usan para referirse a este tipo de competencia. Una “cuecha” es una tarifa rebajada por el mismo servicio: ¢1.500 o ¢2.000 por sexo completo (el precio usual es ¢5.000) o ¢500 por sexo oral.

Los que hacen eso merecen, usualmente, el desprecio de sus compañeros. “La picha no tiene ojos”, dice Miriam. “Les cobro ¢5.000 a los clientes pero se llevan a una de ¢500…, esos sólo quieren descargar sus aberraciones, no son nada selectivos. No creo que eso sea competencia, es cuestión de saber qué se ofrece y tener suerte”.

Por la misma senda va Elena. “Siempre hay alguien que cobra más barato y esa es la peor competencia. Tuve un cliente fijo que me lo quitó una que le bajó la tarifa…, a mí no me molesta, porque no fue a mí a quien quemó”.

Aunque en las calles es evidente el esfuerzo por atraer al cliente, cada travesti tiene su estrategia. Colirio afirma que no compite con nadie, “sólo con el cliente”. “No creo en bellezas, creo en la suerte. Si la tienes te lleva cualquiera, por más fea que seas. En todo caso, hay cosas que otras tienen y yo no y hay cosas que tengo y ellas no”.

“En la calle no vale belleza, cuerpo, mirada o pelo. Nada cuenta, excepto cobrar. Si no le robo a mis clientes, ellos vuelven”, dice Elena.

Para Troyana, la clave está en “verse femenina, hablar femenina, verse aseada y decente”. Hay que saber adaptar el comportamiento y el discurso al cliente, porque no es lo mismo “estar con un abogado que con un mecánico”.

Miriam apuesta por el “caché”, el refinamiento, convencido de que la imagen que el travesti proyecta atrae a los clientes:

“A mí no se me acercan pachucos porque la imagen que brindo atrae más a clientes cultos. El pachuco se lleva a la que anda el cepillito en la mano y mascando chicle, porque se identifica con ella. El cliente fino que viene a mí me reconoce el perfume, la ropa”.

Marilyn nos dice que puede cobrar fácilmente de 10.000 a 20.000 colones por un ligue sexual. “Prefiero dólares porque el colón está muy devaluado y hasta cheques de viajero acepto. Aún no he incluido las tarjetas de crédito porque soy muy anarquista y no quiero pagar impuestos”, nos confiesa. Elvetia ha cobrado $150 o $200 por noche: “te digo el precio en dólares porque no tengo tiempo de estar con la calculadora para ver cuánto se devaluó el colón”.

Más plata por más belleza

Mabé opina que “ahora una puede vivir mejor por medio de la prostitución”. Según ella, “los clientes pagan más pero quieren a mujeres más bellas. Ya no aceptan a las locas horrorosas del Cine Líbano. Ahora exigen travestis que parezcan estrellas de cine”.

Que el dinero ha aumentado en la comunidad travesti se hace evidente. En lugar de vestidos, pelucas y maquillajes baratos, los travestis se visten con ropa importada de Estados Unidos, pelucas de pelo real, maquillajes profesionales y perfumes finos. Pili ha podido darse el lujo de hacerse una cirugía plástica para implantarse senos de silicón. “Estas tetas me han costado una fortuna. Antes me inyectaba hormonas pero decidí hacerme la plástica”. Corella se ha depilado, arreglado su nariz y enblanquecido sus dientes, mientras que Marlene se hizo la liposucción para mejorar su cintura.

El embellecimiento de los travestis se hace posible por el mayor apetito de los clientes ricos por “mujeres” fabulosas. Lulú nos cuenta que los clientes quieren mujeres hermosas, iguales a las del cine. “Sin embargo, las mujeres costarricenses son pequeñas y con mucha cadera. Sólo un hombre delgado y alto puede darles un cuerpo fenomenal”.

Cuando observamos a Sharon vemos a una mujer muy alta, con un cuerpo ideal para la “pasarela”. “Mirá, la verdad es que ninguna puta de clase media puede verse tan glamorosa como yo. A mí me vuelven a ver los hombres, les gusten o no los travestis”, nos dice orgullosa. La competencia de las mujeres trabajadoras del sexo es “muy poca”, según Angelita. “Las prostitutas están muy avejentadas, con hijos, se ven baratas, gordas”, agrega.

Pero los travestis no sólo compiten con las mujeres por sus estaturas y figuras más esbeltas sino también por ser hombres, aunque ésto suene paradójico. Como varones, los travestis conocen mejor y saben más sobre los cuerpos y deseos de otros hombres. Penélope considera que sabe lo que el macho “desea” y “cómo un hombre siente con diferentes toques”. El travesti cree que una prostituta mujer no sabe cómo masturbar, hacer sexo oral y hasta penetrar a un macho. Tampoco sabe “cómo al varón le gusta que le hablen, le respondan y le actúen en la cama”. “A mí un macho no me tiene que decir qué es lo que le gusta que le hagan”, dice Lola, “porque tengo un cuerpo igual al de él, sé cómo volverlo loco”.

El travesti no sólo vende un acto sexual sino un “show” para los clientes. Algunas, antes de las relaciones, modelan, cantan y actúan. Conocedoras de los secretos de los varones, pueden explotarlos para ganar miles de colones. Eva cobra hasta 10.000 colones por hacer el papel de una niñera que va a ser violada por su patrono. El cliente paga por algo más que un acto sexual: su fantasía más secreta. Esther hace el papel de Marylin Monroe y hasta tiene un vestido parecido al famoso de la falda al viento. Kristina canta en mímica como Gloria Estefan y cobra 13.000 por el show. A Fresa le gusta hacer el papel de monja y hasta tiene un traje y un rosario para hacerlo más real.

A pesar de esta aparente “bonanza” económica, pocos travestis pueden surgir en esta profesión.

Como veremos más adelante, la adicción a las drogas les roba gran parte de las ganancias, lo mismo hacen sus amantes y los policías. Como la prostitución dura lo que una mañana de primavera, la edad las saca del negocio antes de que hayan aprendido a ahorrar un centavo. Muchas, después de haber tenido fama y dinero, terminan muriendo de sida en el mismo lugar de donde salieron hace diez años: los tenebrosos “bunkers” cerca del Líbano.

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En 1997 un dólar equivalía a unos 245 colones.

5 Schifter, Jacobo. “La casa de Lila. Un estudio sobre la prostitución masculina”. San José, Editorial ILPES, 1997.