Riverita by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¡Y yo que pensaba que era V. mi rival! Le estuve a V. esperando más dedos horas: no quería marcharme a casa sin darle una satisfacción... Heperdido la academia por ello.

—Lo siento mucho y se lo agradezco; pero no había necesidad.

—Ahora voy a pedir a V. un favor—dijo vacilando un poco.

—Usted dirá.

—Que venga V. conmigo a beber una botella de cerveza al Suizo.

—No me gusta la cerveza.

—Quien dice cerveza, dice cognac, marrasquino, chartreusse..., en fin,lo que V.

guste.

—No tengo inconveniente en ello: lo que sentiré es que, por mi causa,pierda V.

alguna otra clase.

—No señor, ya las he perdido todas.

—Pues vamos allá.

Y se emparejaron caminando en dirección al café Suizo. El cadete le dejórespetuosamente la acera.

—Mozo, una copa... ¿de qué, D. Miguel?

—De agua.

—¿Cómo de agua?—dijo sorprendido y un tanto amostazado.

—Es lo único que me apetece en este momento.

—¿Pero?...

—¿No quería V. antes darme una satisfacción?

—Sí señor.

—Pues deme V. ahora la de dejarme beber agua, puesto que tengo sed.

—Bueno; si V. se empeña...—Y dirigiéndose al mozo con voz ronca demando:

—Con azucarillo y gotas, ¿entiendes? A mí una copa de ron. Tráeteademás los cigarros, para que escojamos.

Se habían sentado uno frente a otro. El cadete, siempre galante, habíaobligado a Miguel a sentarse en el diván, mientras él se había acomodadoen una silla.

Examinábale aquél atentamente sin quitarle ojo, mostrandoen el semblante tal gravedad, que a leguas se adivinaba que era forzada.Realmente el cadete era un ser curioso en su aspecto físico. Por sudelgadez parecía montado en alambres; tan rubio, que casi daba enalbino; el cuello largo como el de las girafas, y con una nuez...

Miguelno había visto jamás nuez tan desmesurada: de todo el individuo era loque preferentemente llamaba su atención.

Vino el mozo con el servicio y los cigarros. Utrilla, que así se llamabael cadete, se empeñaba en que Miguel escogiese uno.

—No puede ser, querido: esas brevas son demasiado fuertes para mí; yogasto unos cigarros más flojos... aquí tiene V... si V. gusta...

—Muchas gracias: yo necesito que pique un poco el tabaco; lo flojo nome sabe a nada...

—¡Milagro será—pensó Miguel—que tú te tragues esa copaza y esa breva!

—Pues como le iba diciendo, Sr. Rivera—manifestó Utrilla, comenzando apegar feroces chupetones al cigarro,—no sabe V. lo que a mí me alarmóverle pasear la calle de su hermanita. En seguida se me subió el tufo alas narices... Los militares somos así... Y dije para mí, entonces: Hayque cortar esto por lo sano y jugar el todo por el todo: o tú o yo. ¿Aqué vienen esas rivalidades en que los dos se están odiando, y sinembargo, se aguantan un día y otro sin decirse una palabra? Eso lo puedehacer muy bien un paisano, pero un militar... creo yo... V. bien mecomprende. Así que ¡zás!

en cuanto vi la cosa seria, me fui derecho albulto y me aboqué con V...

—Y si yo no hubiera sido hermano de Julia y la galantease, ¿qué hubieraV. hecho?

—Pues nada... hubiéramos ido al terreno.

—¿A qué terreno?

—Al del honor. Nosotros, los militares, estamos más comprometidos queVV., los paisanos, cuando llegan estos casos. A nosotros el uniforme nosobliga a no transigir...

—Con que una muchacha prefiera a otro, ¿verdad?

—No señor, no es eso; entre nosotros hay ciertas leyes... Lo que enotro cualquiera no es cobardía, pongo por caso, en uno de nosotros loes... Luego hay el espíritu de cuerpo... Si los compañeros saben que V.no ha quedado encima en cualquier cuestión, le dejan de saludar y leobligan a salirse del cuerpo... La verdad es que la milicia es una cosamuy seria, y que no se puede jugar con ella.

—Mucho—afirmó Miguel gravemente, lanzando al aire una bocanada dehumo.—

¿Y cuánto tiempo hace que es V. militar, Sr. Utrilla?

—En la academia—respondió el cadete después de vacilar un poco ytoser—no llevo más que seis meses... pero me he estado preparando antesdos años con un comandante del cuerpo... y en realidad, desde que unoentra en la academia preparatoria, ya se le considera como militar.

—Mucho—volvió a afirmar Miguel inclinando la cabeza.

—Dentro de quince días nos examinamos del primer semestre; si salgobien, me faltarán cuatro años y medio nada más para salir a teniente delcuerpo...; por supuesto, si no pierdo algún semestre. Hacen faltaoficiales; de modo, que lo más probable es que no aprieten mucho...Además, estos quince días pienso estar empollando el álgebra. Soy unhombre muy especial. ¡Caramba, si no fuera su hermanita, algo mejorandaría yo de ella! En dibujo estoy bastante bien... ¡claro, como que mipadre me ha hecho dibujar desde los diez años! En topografía tampocoando mal. Al único que tengo miedo, es al tío del álgebra... ¡Es un tíomás marrajo y más seco! Sale uno al encerado a exponer un teorema, y alo mejor se equivoca, porque es muy fácil equivocarse... ¿V. cree que selo advierte? ¡Nada! El muy perro se queda serio como un poste, y V. nosabe que se ha equivocado hasta el fin, después de una hora...

Miguel le escuchaba distraído, pensando en su hermana y en su madrastra,echando cálculos alegres sobre la vida feliz que iba a hacer en sucompañía, recordando con placer los pormenores de la entrevista que conellas acababa de tener.

Cuando el cadete hizo una pausa, le preguntó por hablar algo:

—¿Y V. es natural de Madrid?

—Sí, señor; he nacido aquí, y aquí me he criado... Mi padre tiene unafábrica de bujías esteáricas en las afueras, cerca de los CuatroCaminos... acaso V. la haya visto...

¿no?... pues si V. va por allíalgún día de paseo, no tiene V. más que preguntar por mí, y le dejaránpasar a verla. O mejor será, que el día que V. quiera ir allá, me avise,y le acompañaré, con tal que sea después de los exámenes. Mi padre esviudo, y tiene tres hijos; el último de ellos soy yo; mi hermano primeroes el que corre ahora con la fábrica; mi hermana Eugenia está casada conun agente de Bolsa... A mí también quería meterme mi padre en estoslíos, pero yo soy un hombre muy especial; basta que me manden una cosa,para hacer la contraria. A mí siempre me gustó mucho la vida delmilitar; hoy aquí, mañana allí, unas veces con mucho dinero, otras vecessin una peseta.

—¿De modo, que a V. le gustaría viajar, conocer países?

—Sí, señor, muchísimo; yo soy un hombre muy especial en eso.

—¿Y qué necesidad tiene V. de hacerse militar para ello? ¿No se puedeviajar de paisano?

—Claro; habiendo dinero... Pero a mí me gusta viajar de cierto modo;estando en un pueblo quince días, en otro un mes... y luego que siendouno militar, en todas partes se le recibe con los brazos abiertos... Laschicas se mueren por el uniforme... ¡Es una tontería, porsupuesto!—añadió sonriendo y dejando bien traslucir que no la tenía portal, sino por una prueba grande de sabiduría.—Mire V., a mí no me gustael uniforme; soy un hombre muy especial. Los primeros días, me lo poníacon entusiasmo; pero ahora ya me apesta... Además, como uno tiene quesaludar a todos los oficiales, ¡y hay tantos en Madrid!...

El cadete siguió todavía bastante rato hablando de sí mismo con voz debajo profundo, contándole cien mil cosas que no le importaban nada, yafirmando a cada instante que era un hombre muy especial. Miguel nopodía adivinar en qué consistía esta especialidad, como no fuese en lanuez, que, en efecto, cada vez le parecía más especial. Observó tambiénque estaba un poco más pálido que al principio, lo cual le movió apreguntarle por dos veces si se sentía mal, pero el cadete afirmórotundamente que se encontraba admirablemente. No obstante, allá a loúltimo, se puso en pie, confesando que la atmósfera del café estaba algopesada y que sería bueno dar una vueltecita entre calles, a lo cualaccedió muy gustoso su compañero.

Llamaron al mozo, y ambos trataron de pagar; pero éste, sea porquejuzgase a Miguel con más edad y carácter para el caso o por otra causaque no es fácil adivinar, rechazó el dinero que el cadete le ponía en lamano y tomó la moneda que aquél le ofrecía. ¡Aquí fue Troya! El cadetese indignó con esta acción, de un modo indecible, se puso aún más pálidode lo que estaba, echó tres o cuatro ternos redondos con la voz máscavernosa que halló entre sus registros, y amenazó con estrangular almozo acto continuo. Esfuerzos inauditos costó a Miguel sosegarle, ysolamente lo consiguió con la promesa de que vendría otro día a tomarcualquier cosa para que él la pagase.

Apesar de esto salió del cafétaciturno y sombrío; aquello de que Miguel hubiese pagado siendo élquien le invitara, parecíale el colmo de la humillación. Todavía cuandoiba en dirección a la puerta cruzando por entre las mesas, se volvió doso tres veces para lanzar una mirada de desafío al mozo, que ya estabasirviendo a otros parroquianos sin hacer caso.

Una vez en la calle, Utrilla se mostró mucho menos locuaz. Miguel se vioprecisado, para sostener la conversación, a hacerle preguntas a lascuales contestaba cada vez con más concisión. Al poco rato se detuvorepentinamente y manifestó que no se sentía nada bien. Decir esto yarrimarse a un portal y echar los hígados por la boca, fue todo uno.

—¿Le habrá hecho a V. daño el cigarro?—le preguntó Miguel.

—¡Cá, no señor!... No comprendo lo que pudo ser... Acaso el ron que medieron estaría malo.

—Sin embargo, el cigarro... V. escupía mucho...

—No señor, no; estoy acostumbrado.

Viéndole aún bastante pálido y desfallecido, Miguel llamó a un coche depunto, le hizo subir a él y le condujo a su casa, situada en la calledel Sacramento. El cadete, apesar de su mal estado, quería descoyuntarsedándole las gracias.

FIN DEL TOMO I

RIVERITA

NOVELA DE COSTUMBRES

POR

ARMANDO PALACIO VALDÉS

MADRID

TIPOGRAFIA DE MANUEL G. HERNÁNDEZ

Libertad, 16 duplicado

1886

TOMO II

I

Miguel no fue tan feliz como había imaginado viviendo con su madrastra.Aunque Julita le proporcionaba con su alegría infantil y cándido donairegratísimos momentos, estaban amargamente compensados éstos por elmalestar que le producía el carácter rígido, inflexible, de labrigadiera. Este carácter no tenía ocasión de manifestarse con él,porque evitaba escrupulosamente todo motivo de choque o disgusto; perose mostraba en toda su violencia y a cada hora del día con su hijaJulia. No podía hacer la pobre niña nada, fuese tuerto o derecho, quemereciese su aprobación; era un ordenar constante de la mañana a lanoche, primero una cosa, después otra, a menudo cosas contrarias, loque producía disgustos, conflictos y escenas ruidosas. Julia teníaocupados todos los minutos del día; cinco horas de piano, dos debordado, dos de estudio, etc. Por nada en el mundo podía infringirseeste régimen despótico: la menor infracción costaba muchas lágrimas. Sipor impaciencia, o arrastrada de su genio vivo y desenfadado, contestabaalguna cosa que oliese de cien leguas a falta de respeto, ya podíaprepararse: la brigadiera se erguía como una fiera, la llenaba deinsultos, y olvidándose a menudo de lo que debía a su propia dignidad, yapesar de los años de Julita, la pellizcaba cruelmente, la abofeteaba yla tiraba de los cabellos:—«¡A su madre no se contesta jamás; seobedece y se calla, aunque no tenga razón!»—Eran las palabras quesiempre salían de su boca en casos tales. La brigadiera tenía de lapatria potestad la misma idea que los romanos; no había límites paraella. Cuando se efectuaba alguna de estas escenas, y por desgracia erandemasiado frecuentes, siempre concluían del mismo modo: Julita se iba allorar la reprensión, los pellizcos o las bofetadas a su cuarto; sumadre no volvía a hablar con ella, ni a dirigirle siquiera una mirada:para que hubiese reconciliación, era necesario que Julia fuese a ponersede rodillas delante de ella, y cruzadas las manos en el pecho, comoestaba acostumbrada desde niña, la pidiese perdón. Sólo así lograbaentrar en su gracia.

Poco tiempo después de haberse trasladado Miguel, fue testigo de una delas más repugnantes escenas de este género. Cuando terminó con el pianouna mañana, Julita se fue al comedor, y motu propio, por su extremadainclinación al aseo, sacó toda la vajilla de los armarios y se puso alimpiarla esmeradamente y a colocarla de nuevo en su sitio. Empleó en latarea mucho más tiempo de lo que había imaginado: cuando tornó algabinete donde su madre se hallaba, ésta le preguntó con la asperezaacostumbrada si había cosido un vestido que se le había roto el díaanterior.

—Todavía no—contestó Julita tranquilamente.

—¿Y qué te has hecho toda la mañana? ¡holgazana! ¡más queholgazana!—exclamó la brigadiera con ira.

Julia, que estaba muy ufana de su labor y que pensaba dar una sorpresaagradable a su madre, le dijo riendo:

—¿Mamá, tiene V. vergüenza para llamarme holgazana?

Nunca lo hubiera dicho. La brigadiera, sin oír más, se lanzó sobre ella,la cogió por un brazo y la sacudió tan fuertemente, que la chica perdióel equilibrio y cayó al suelo, dando con la cabeza sobre un pie delpiano: lanzó un grito y se llevó la mano a la cabeza, de donde corríaun hilo de sangre. La brigadiera, terriblemente asustada, pálida comouna muerta, se arrodilló cerca de su hija, la incorporó, y empezó abesarla frenéticamente, mientras Miguel iba corriendo a su cuarto enbusca del frasco del árnica. Pusiéronla inmediatamente una compresa,sujetándola con una venda, y gracias a esto la herida quedó prontocerrada. Julia no tardó en serenarse: su madre también se calmó poco apoco. Pero todavía mientras la quitaba la sangre de la cara con un pañomojado, no podía menos de dar suelta a su genio exclamando:

—¿Lo ves? Esto te ha sucedido por desvergonzada.

La brigadiera, aunque parezca extraño después de lo que acabamos dedecir, amaba a su hija; pero la amaba a su manera, mortificándola sincesar para plegarla de un modo incondicional a su voluntad. La voluntadera la facultad dominante, característica de su espíritu; todas lasdemás, el entendimiento, la sensibilidad, la memoria, estabanavasalladas por ella, hasta poder dudarse algunas veces de si existían.Ante el capricho más insignificante, la ternura y hasta el amor maternalhuían a esconderse; pero sería injusto afirmar que estaba desprovista deellos. La prueba es que en el momento en que su hija se ponía enferma,no se apartaba de ella un instante, ni de día ni de noche. Verdad esque, aun en tal estado, su voluntad no dejaba de seguir activa,haciéndole tragar las medicinas con terrible exactitud, noconsintiéndole sacar un brazo fuera, ni dar tantas vueltas, etc., etc.Esto era irremediable. Además, para vestir a Julia con elegancia, paraproporcionarle una educación brillante, no le dolía gastar todo sucaudal, ni aun sacrificar sus propias comodidades. Mientras estuvo enSevilla pudo competir en vestidos y sombreros con las hijas de lasfamilias más aristocráticas. A esto se debía, por supuesto, la granmerma que sobrevino en la hacienda que el brigadier la había dejado.

No obstante el régimen severo en que su madre la tenía aprisionada y elferoz despotismo que sobre ella ejercía, Julia no era tan desgraciadacomo pudiera presumirse. La naturaleza la había dotado de un carácteralegre, bondadoso y algo tornadizo, y este carácter la salvaba de unadesdicha cierta; las impresiones en ella duraban poco y se sucedían conpasmosa rapidez; pasaba con increíble facilidad del llanto a la risa, yde la risa al llanto; era incapaz de meditar sobre las injurias que lahacían, ni menos de guardar por ellas el más leve rencor. Además, comoestuvo toda su vida bajo el poder y la vigilancia de su madre, nopensaba que hubiera más vida, y estaba tan acostumbrada a sus filípicasque, cuando no eran extraordinarias, las escuchaba como un ruidoenfadoso, y se autorizaba una que otra vez, si el temporal no era muyrecio, ciertas salidas graciosas, aunque atrevidas.

—Mamá, me ha dicho una persona bien enterada que en el purgatorioacaban de suprimir los pianos. Hasta allí se van mejorando lascostumbres.—Mamá, ¿será faltarte al respeto decirte que hoy te hasechado muchos polvos de arroz?—Mamá, si yo tuviese una hija, por lomenos un día a la semana, la dejaría dormir cuanto quisiera.

Estos donaires, cuando subían de punto, solían costarle bastante caros.

Miguel, a quien todo aquello cogía de nuevas, y que adoraba a suhermana, no podía sufrirlo con calma: cada vez que le tocaba ser testigode una de estas escenas, padecía horriblemente y le costaba esfuerzosdesesperados el reprimir sus ímpetus y no hacer a la brigadiera algunaáspera advertencia. Pero comprendía que con esto no adelantaba nada; alcontrario, pondría las cosas en peor estado, y se callaba tragando biliso apelaba con timidez a los ruegos para conjurar la borrasca. Más de unavez pensó en irse de nuevo a la fonda; pero al instante su conciencia serebelaba. ¿Esto no era egoísmo? ¿Qué adelantaba su hermana con que él noestuviese en casa? Por el contrario, sabía perfectamente que Julita seconsolaba mucho teniéndole cerca, no sólo porque templaba algunas vecesel rigor de su madre, sino también, y esto era lo principal para ella,porque desahogaba con él su pecho, porque la animaba, porque pasabacharlando deliciosamente muchos ratos en su compañía, porque se placíaen arreglarle el cuarto, porque la llevaba con frecuencia al teatro yprocuraba, en suma, por todos los medios que estaban a su alcance,hacerle más dulce la existencia. Por otra parte, tampoco Miguel era denatural melancólico, como ya sabemos; Julia y él se entendíanadmirablemente para bromear, reír, bailar y hasta brincar por la casa.

Ycomo la alegría es contagiosa, algunas veces, muy pocas, también labrigadiera participaba de ella y sonreía a sus juegos. Miguel solíaaprovechar esta buena disposición y osaba retozar con la fiera:cogiéndola súbito de la cintura la empujaba con alguna violencia y lahacía correr, a su pesar, por la sala o el corredor hasta fatigarla, sinhacer caso de sus protestas.

—¡Estate quieto, Miguel! ¡Basta, Miguel! ¡Mira que me fatigo!

La brigadiera, enfadada a medias, no podía menos de reírse. Miguelcomprendía bien cuándo convenía soltarla.

—¡Eres un loco incorregible!... ¡Eres más chiquillo aún que tuhermana!

—Vamos, cállese V., señora, o volvemos a dar otros seis galopes.

—No, no, me marcho, porque eres muy capaz de hacerlo—decía riendo.

Estas sonrisas tenían para nuestros jóvenes el incalculable valor quetiene para los habitantes de Londres un rayo de sol en medio delinvierno.

Miguel entregaba a su madrastra puntualmente la mitad de su renta. No selimitaba a esto su liberalidad: a menudo las hacía valiosos regalos, lasllevaba al teatro y las obsequiaba de mil modos distintos. La casa sehabía montado sobre un pie más alto: vivían en un cuarto desahogado dela calle Mayor: en vez de la cocinera y la doncella que antes tenían,había ahora otros dos sirvientes más, una doncella para Julia y uncriado para Miguel. La brigadiera aceptaba, sin embargo, la generosidadde su hijastro sin mostrar pizca de agradecimiento: al contrario,parecía que tomando su dinero o sus regalos le otorgaba un gran favor,le daba una prueba de confianza, y que él era quien estaba obligado porello a guardarle eterna gratitud.

Algún tiempo después de vivir de aquel modo, tuvo nuestro joven otroencuentro, fecundo también en graves consecuencias. Aconteció que un díade Carnaval se disfrazó de máscara, y en compañía de otros dos amigos,se bajó al Prado. Vestía traje de chula, y ostentaba, para mayorregocijo de los mirones, un seno exuberante, embutido de algodón.

El salón rebosaba de gente; pocas máscaras, no obstante. Las que había,desfilaban entre los carruajes dando saltos para no ser atropelladas, yse montaban en la trasera de ellos, en el estribo, y a veces se sentabanal lado de los dueños para embromarlos. El grupo donde iba Miguel sequedó algunos minutos inmóvil presenciando el desfile e inquiriendo conla vista si entre las graves damas y caballeros que venían arrellanadosen los landaux o mylords había algunos de sus conocidos a quienpoder dirigirse. Uno de los compañeros atisbó al diputado Vidal queguiaba un tílbury, y escapó a colocarse a su lado, lanzando chillidoshorrísonos. «¡Perico! ¡Perico! padre de la patria, aguárdame.» El otrotuvo la felicidad de ver a su novia en carretela y fue a colocarse depie en el estribo. Quedó Miguel solamente en espera de algún amigo; perono acababa de pasar. Conocía bastante de vista y de oídas a la mayorparte de las personas que ocupaban los aristocráticos trenes quecruzaban lentamente guardando fila, pero no trataba a ninguna: el barónde Aguilar con su señora, la marquesa viuda de Istúriz con su hija,después los señores de Pérez Blanco, en seguida el embajador inglés,luego la señora de Manzanillo con sus tres hijas, unas señoras que noconocía, un consejero de Estado próximo a ser ministro, el banqueroMendiburu con su señora y hermana, la generala Bembo:... a ésta sí laconocía. Era Lucía Población, aquella rubia tan espiritual, amiga de sumadrastra, que había casado mientras él estuvo en el colegio con elcoronel Bembo, ascendido hacía poco a general. D. Pablo estaba enFilipinas en un cargo importante; decíase que había ido allá a reponersu fortuna, quebrantada por las prodigalidades de su esposa. Vivía éstaen Madrid con sus tres hijos, gastando un arreo que confirmaba taljuicio. Además, en los últimos tiempos había dado bastante que decir conalgunas historias galantes, lo que por otra parte la había elevado a lacategoría de «mujer a la moda.» Miguel no había hablado con ella desdeniño: y esto porque sabía que estaba hacía muchos años reñida con sufamilia. La había encontrado varias veces en los salones de la corte;pero como Lucía afectaba no conocerle, él tampoco se había decidido asaludarla. Sin embargo, no tenía contra ella queja alguna: en la rupturade relaciones con su madrastra, estaba convencido de que la culpa era deésta.

Viendo que no cruzaba ningún amigo, Miguel se decidió a pasar un ratocon la generala.

—Lucía, Lucía, hermosa Lucía, déjame contemplarte un instante decerca...

Y saltó sobre el estribo de la victoria en que iba la dama y se sentóa sus pies.

—He aguardado más de una hora para verte pasar y poder ofrecerte micaja de dulces... toma.

—Gracias, máscara—dijo la dama con sonrisa de complacencia, abriendoal mismo tiempo la cajita de Miguel y sacando de ella una almendra consus dedos enguantados.

—¡Qué envidia sentirán ahora los que me vean!

—¿Por qué?

—Porque voy sentado a los pies de la reina de la hermosura, la estrellaSirio de los salones de Madrid.

El joven exageraba. No obstante, Lucía era una de las bellezas quecitaban los periódicos en sus revistas de salones y teatros. Los años nola habían hecho desaparecer; por el contrario, al redondear y abultarsus formas, habían dado a su figura una majestad que antes no tenía.Conservaba el rostro terso y nacarado: sus cabellos dorados no conteníanaún ninguna hebra de plata: sus ojos límpidos, azules, tenían

unaexpresión

vaga

de

melancolía

e

inocencia

que

contrastaba

singularmentecon lo que de ella se decía, y que la comunicaba cierto misteriosoatractivo. Vestía con extraordinaria elegancia.

Al aspirar la tufarada de incienso que Miguel le echó de improviso, unasonrisa placentera contrajo sus labios.

—¡Oh! máscara, eres muy galante, muy galante...

—No es galantería; es pura verdad: todo el mundo te admira en Madrid...

—Vamos, acepto eso como broma de Carnaval; pero te la agradezco, porquees delicada.

—Agradéceselo a Dios, que te ha hecho así... Aunque alguna partetambién debió tomar el diablo cuando te ha formado, porque has hechomuchos desgraciados.

Y siguió un buen rato manejando el incensario: la generala sonreíasiempre y se iba interesando cada vez más por la máscara. Cuando estuvoya bastante preparada, el joven dio otro giro a la conversación,enderezándola por ciertos caminos peligrosos.

—¡Ay, Lucía, tú no sabes cuánto me has hecho pecar de pensamiento!

—¿Y por qué?—repuso la dama; en sus ojos brilló una chispa de malicia.

—Porque... porque... ¡bah! ¿Quieres que te lo diga?

—Sí, dímelo.

—No me atrevo; te vas a enfadar conmigo.

—No me enfadaré; dímelo.

—Sí te enfadarás; y yo quiero seguir siendo tu amigo... digo, tuamiga...

—¡Cuando te digo que no me enfadaré!... Vamos, me comprometo a elloformalmente; habla.

—¡Ay, Lucía! ¿Me lo juras?

—Te lo juro.

El joven se levantó, acercó su cabeza a la de la dama, y rozando con loslabios su oído, dejó caer en él unas cuantas palabritas, que la hicieronprorrumpir en carcajadas.

Miguel no esperaba tan buena acogida, y quedóun poco cortado; inmediatamente se repuso, y comprendiendo que lagenerala estaba curada de espantos, se enfrascó en una conversaciónlibre y desvergonzada.

La generala, a cada nuevo equívoco o reticencia, mostraba mayor alegría,se desternillaba de risa y daba pie con sus ingeniosas y picarescasrespuestas a que el joven se engolfase cada vez más adentro. Ya no pensómás en cambiar de sitio; se encontraba admirablemente a los pies deLucía.

La generala quería averiguar quién era la máscara que tantas y tantasbuenas cosas sabía.

—Soy tu lavandera, ¿no me has conocido?—respondía el joven.

—¡Oh, mi lavandera no es tan pícara como tú!

—La careta me hace ser pícara; sin careta soy muy inocente.

—Vamos, máscara, dime quién eres; has conseguido interesarme... si melo dices, prometo guardarte el secreto.

El joven se obstinaba en sostener que era la lavandera; ambos se reíande aquel disparate. La noche iba cayendo; los carruajes ya dejaban elPrado, y la muchedumbre que se apiñaba en el salón se había enrarecidobastante.

La generala desplegó el abrigo y se lo metió con la ayuda de Miguel;pero no acababa de dar al cochero la orden de retirarse; la máscarahabía picado su curiosidad de mujer caprichosa, y buscaba una aventuracon el deseo irritado de quien va a despedirse de ellas para siempre.Por último, Miguel se declaró: era un joven enamorado tiempo hacía, yque devoraba en secreto su amor sin esperanza, y sus celos. Nunca habíatenido ocasión de acercarse a ella, y aunque la hubiera tenido, tal vezno la aprovechara, porque temía ser despreciado; con la máscara puesta,ya era otra cosa; no estaba embarazado por el miedo; se sentía confuerzas bastantes para decirle en voz alta:

—Te adoro, Lucía, te adoro... te adoro... te adoro...

Y el joven repetía casi a gritos su frase, llamando la atención de laspersonas que pasaban cerca.

La generala reía a carcajadas y hallaba ca