Riverita by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—Tenemos que llevar cinco.

—¡Ah!—exclamó comprendiendo lo que aquello significaba.—Y si no loslleváis os pegan, ¿verdad?

El chico bajó los ojos y la cabeza en señal afirmativa.

—¿Tenéis padres?

—Madre.

—¿Y es la que os manda a las calles a estas horas?

—Sí, señor.

—¡Excelente persona!—dijo por lo bajo; y sacando unas pesetas delbolsillo:

—Toma; marchaos ahora mismo a casa.

El niño fue a levantarse, pero no pudo; su hermanito se lo estorbaba.

—Levanta, Rafaelito.

El chiquitín no se movía.

—¡Levanta, Rafaelito!

Miguel lo cogió entre los brazos y lo puso en pie; pero al ver que no setenía, exclamó en alta voz:

—¡Este niño está yerto! ¡Qué atrocidad!

Y comenzó a sacudirlo y a frotarlo.

Algunos transeúntes se habían parado y formaron en torno de nuestrojoven y de los niños un grupo que fue engrosando por momentos. Algunosquisieron ayudarle en la tarea: otros comenzaron a interrogar al mayor.Miguel les explicó lo que sabía, y causó gran indignación. No se oíanmás que estas exclamaciones:—«¡Pobrecillos! ¡Qué vergüenza de madre!¡La autoridad debía de intervenir en estas cosas!» etc.

Al fin se había conseguido que el niño se tuviese en pie; pero estabacadavérico, haciendo rodar sus ojillos de un lado a otro sin darsecuenta de dónde estaba. Tendría unos cuatro o cinco años. A Miguel se leocurrió de pronto que a más de frío tendrían hambre aquellasdesgraciadas criaturas, y tomando a cada una de la mano, rompió conellas, por entre la mucha gente que se había aglomerado, con intenciónde llevarlas a algún sitio donde reparasen el estómago. Cuando ya sealejaba del grupo, oyó a una joven del pueblo exclamar:

—¡Y luego dirán que no hay caridad en Madrid! Mira, chica, mira a aquelseñorito cómo se lleva a esos pobres niños...

El hijo del brigadier sintió un dulce estremecimiento de gozo alescuchar aquellas palabras: y siguió triunfante con los dos niños. Peroen la esquina de la calle del Prado sintió unos pasos precipitados queseguían los suyos y oyó que le decían:

—Caballero, déjeme V. llevar uno de esos niños.

La voz era conocida. Volviose y reconoció la fisonomía del boticarioHojeda, el fiel amigo de su tío Bernardo, el barón humilde y bondadosoque tantas veces le había ido a visitar cuando era colegial.

—¡D. Facundo!

—¡Miguelito!... Me alegro mucho que seas tú, querido... ¡Dios te lopagará!... Dame acá el más pequeño.

—¿De dónde venía V. a estas horas?

—De casa de tu tío... como siempre... Hoy me he descuidado un poco más.Cuando llegué a ese grupo de gente ya tú venías con los muchachos, perono te conocí: me enteré de lo que era y quise también tener mi parte enla buena obra.

—¿Dónde quiere V. que vayamos?... Yo pensaba llevarlos a un restaurant.

—Si te parece—dijo tímidamente D. Facundo,—entraremos en el café delPrado que es el más próximo: conozco al dueño.

—Adelante; vamos al café del Prado.

Cuando llegaron a él, Hojeda propuso que entrasen por el portal, dondehabía una puertecilla que comunicaba con la cocina; así evitaban laexhibición. Entraron, pues, en la cocina, donde los pinches, el cocineroy algunos mozos que allí estaban los examinaron con sorpresa. Hojedaordenó que al instante frieran un par de chuletas: el cocinero, al saberde lo que se trataba, se puso a prepararlas con gran prisa; los pinchestambién desplegaron toda su actividad. Pronto se reunieron en aquelsitio otros cuantos mozos formando círculo en torno de los dosmuchachos, que con el calorcillo del fogón y de las luces comenzaron arevivir. Miguel se quedó absorto contemplando los andrajos de que ibanvestidos. Acudió también el amo, a quien Hojeda mandó avisar; todoshacían preguntas sobre preguntas a los pobres chicos, que apenasarticulaban más que monosílabos.

—Dejadlos ahora—dijo el amo,—ya hablarán cuando tengan el estómagolleno.

—Vaya, rumia, aquí tenéis con qué llenar el fuelle—dijo el cocineroen gallego cerrado, presentándoles las chuletas, cada una en un plato, ycolocando los platos sobre una silla. Los niños se arrojaron a ellascomo lobos. Al verlos desgarrarlas con los dientes y soplar al mismotiempo para no quemarse, Miguel sintió los ojos húmedos. Uno de lospinches colocó sendas rebanadas de pan al lado de los platos.

—A ver—dijo Miguel,—que traigan dos copas de Jerez.

Mientras los chicos comían, enteramente abstraídos de lo que lesrodeaba, el dueño del café, Hojeda, Miguel y los demás que asistían aesta escena los contemplaban con ojos que brillaban de alegría: todoslos rostros expresaban un deleite casi sensual.

Cuando hubieron dadobuen fin al pan y a las chuletas y se hubieron bebido el Jerez, losniños se animaron repentinamente, sobre todo el pequeño, que era el másaterido; sus mejillas recobraron el suave color de la infancia, ycomenzaron a examinar con atención los objetos y las personas.

—¿Habéis despachado ya?—preguntó Hojeda... Pues vamos con la música aotra parte.

—¿Cuánto es esto?—dijo Miguel a un mozo, llevando la mano al bolsillo.

El dueño del café, que había oído la pregunta, se apresuró a decirle,sujetándole el brazo:

—Caballero, yo no cobro las limosnas.

Miguel no insistió.

—Dios se lo pagará a V., D. Ramón—le dijo Hojeda apretándoleefusivamente la mano.

Y salieron a la calle llevando por delante a los niños, los cuales ibanbrincando como cervatillos por la acera.

—¡Eh chis chis!—gritó el boticario llamándolos.—¿En qué calle vivís?

—En la calle del Tribulete—contestó el mayor.

—¿Qué número?

Los chicos se miraron uno a otro con sorpresa y quedaron silenciosos.

—¿No lo sabéis? Está bien. ¿Pero sabréis ir a casa?

—¡Ah, sí señor!

—Bueno: ahí en la esquina tomaremos un coche, ¿no le parece a V., D.Facundo?—

manifestó Miguel.

—Cómo quieras, Miguelito.

Tomaron un simón en la plaza de Santa Ana, dando orden al cochero de queparase en la esquina de la calle del Tribulete. Los chicos, que sehabían sentado en la bigotera de la berlina, iban tan sorprendidos ygozosos, que costó gran trabajo hacerles contestar a ciertas preguntas.Mientras D. Facundo interrogaba al mayor con extremada habilidad paraenterarse pronto de lo que necesitaba saber, Miguel hablaba con elchiquitín.

—¿No os habrán dado hoy de cenar?

—No—dijo el niño moviendo la cabeza a un lado y a otro.

—¿Y habéis comido por la mañana?

—Sí.

—¿Y qué habéis comido?

—Lentejas y pan.

—¿No habéis comido nada desde entonces?

—Un poco de pan que me dio Pepe.

—¿Quién es Pepe?

Silencio y asombro del niño.

—¿Es algún amigo tuyo?

—Es el chico de la vecina.

—¡Ah! ¿Y quién te ha dado ese chaquetón que te llega a los pies?

—El tío Remigio.

—¿Quién es el tío Remigio?

Nuevo y mayor asombro del niño, que le mira con ojos estáticos.

—¿Es algún hermano o pariente de tu madre?

—Es albañil.

—¡Ah, es albañil!—Y comprendiendo que no sacaría más en limpio, Migueltomó otro rumbo.

—¿Y ganáis todos los días los cinco reales?

—Algunos días no.

—¿Y qué os sucede cuando no los ganáis?

El niño vaciló un instante, y después hizo con su manecita un ademán devapuleo muy expresivo.

Miguel conmovido guardó silencio.

En la esquina de la calle del Tribulete despidieron el coche; los chicossin vacilar fueron derechos a la puerta de una casa vieja y sucia; elmayor se volvió de espaldas y dio con los tacones de sus zapatos rotosalgunos golpes; al poco rato abrió una vieja, que dejó escapar al verlosun gruñido nada pacífico; pero su mal humor se convirtió en sorpresa alobservar que Hojeda y Miguel atravesaban el portal y seguían a losmuchachos; éstos subían decididos la escalera, como hormigas que entranen su guarida; Miguel sacó un fósforo, porque la vieja portera se habíaretirado con la luz.

Subieron hasta la guardilla; los niños sedetuvieron delante de una puertecita.

—Aquí es—dijo el mayor.

Hojeda llamó con los nudillos de los dedos, pero nadie contestó.

—No habrá venido todavía mi madre—manifestó el mismo chico.

—¿Y qué os hacéis cuando llegáis antes que vuestra madre?

—Nos sentamos en la escalera.

En esto se abrió una puertecita contigua a la primera y apareció unhombre en traje de obrero, con una lamparilla de petróleo en la mano. Alver a aquellos señores les dio las buenas noches y les preguntó lo quedeseaban. Hojeda le explicó el caso en pocas palabras. El obrero lesinvitó a pasar a su habitación, y una vez dentro, les manifestó enconfianza que también él y su mujer sabían la desgracia de aquellospobres niños, y que habían querida intervenir para remediarla, peroinútilmente; la madre era una mujer viciosa, oficiala de sastre,amancebada tiempo hacía con un albañil, y que había tenido aquellosniños con un primer marido o querido, que esto no lo sabían; diolesalgunos otros pormenores, que indignaron extremadamente a Miguel.

Pero aquella mala mujer no acababa de llegar; y fue necesario despedirsedel obrero y dejar a los chicos en la escalera, con una buena limosnaque nuestro joven les dio.

Cuando ya bajaban, apareció por fin su madre.Hojeda entró con ella en la vivienda, que era un triste y desabrigadodesván, sin otros muebles que una mesilla y dos o tres taburetes; en unaesquina había un miserable fogón apagado; en otra, un montón de trapos,restos, al parecer, de un antiguo colchón, donde dormía toda la familia.

Miguel quedó asombrado del tacto y la habilidad que D. Facundo desplegópara noticiar a aquella mujer lo que habían hecho y para arrancarlatodos los datos que necesitaba saber; de dónde era, con quién habíaestado casada, dónde trabajaba, etc. La mujer, que al principio losacogiera con marcada hostilidad, ante la mirada dulce y serena y laspalabras sinceras de Hojeda, se fue poco a poco suavizando. Al fin,cuando éste le recordó con tono afectuoso los deberes que tenía paracon sus hijos, aquellas infelices criaturas, sin otro amparo en el mundoque ella, rompió a sollozar. El boticario la consoló, prometiéndolavolver al día siguiente y hacer por los niños todo cuanto pudiera. Loque más le sorprendió a Miguel fue que en ninguna de sus frases hizo donFacundo la más leve alusión a los malos tratos que daba a los hijos ni ala conducta licenciosa que observaba.

Cuando al fin salieron a la calle, le dijo:

—¿Y qué piensa V. hacer mañana, D. Facundo, con todos esos datos que hatomado?

—Procuraré comprobarlos; tengo muchos conocimientos entre los pobres deMadrid. Después trataré de sacar para ella la ración de San Vicente dePaul y mandar al chico primero a un colegio.

—¿Por cuenta de V.?

—Es muy barato: no vayas a creer que se trata de una gran cantidad.Entre unos cuantos amigos, hemos fundado un colegio para niñosdesamparados y nos sale por muy poco cada plaza.

—¡Pobres criaturas! ¡Dejarlos así abandonados a la intemperie,expuestos a quedarse muertos en medio de la calle, y todavía si no traenel dinero justo pegarles!...

Esa mujer es una infame que no merece queV. se ocupe de ella.

D. Facundo dio un suspiro y dijo poniéndole la mano sobre el hombro.

—¡Ay, Miguelito, sobre estas cosas y otras parecidas, hay mucho quehablar! Yo no diré que no esté mal lo que hace esa mujer; pero llamarlainfame, no es tan justo como a primera vista parece. Después de haberpasado muchos años contemplando todos los días cuadros semejantes al queacabamos de ver; después de haberme familiarizado con los tormentos quepasan los pobres, con sus ideas, y hasta con su lenguaje, he concluidopor hallar muchos más desgraciados que infames. En el mismo casopresente, cierto que lo primero que salta a la vista, es la maldad deesa mujer; pero no te detengas en la superficie; ve más adelante;examina, investiga y hallarás seguramente que no es tan culpable.Primero tienes que considerar que en la sastrería no gana más que sietereales; y que con siete reales no pueden comer siquiera pan seco trespersonas en Madrid; después debes tener en cuenta que una mujer sola,sin amparo, está expuesta siempre a caer en las garras de cualquiertunante que la enamora; después las ideas que esa gente tiene de laeducación de los niños, no son como las tuyas y las mías, porque no hanvisto ni entendido nada bueno; el golpear a los chicos es una de tantascostumbres feas y repugnantes como tienen...

—¡De todos modos, D. Facundo!...

—Sí, sí, te concedo que esa mujer obra mal; pero bien examinadas y bienpesadas todas las circunstancias, no es tan perversa, de seguro, como túte imaginas.

Miguel guardó silencio y se puso a meditar sobre las palabras de Hojeda,mientras caminaban emparejados hacia el centro de la villa. Después deuna larga pausa, levantó la cabeza y dijo:

—¿Sabe V., D. Facundo, que no sospechaba que V. se dedicase tanparticularmente a hacer obras de caridad?

El pedazo de cara que la enorme bufanda del boticario dejaba aldescubierto, se coloreó fuertemente.

—¿Yo?... ¡ca hombre! no... ¡qué tontería!... de ningún modo... no locreas...—

comenzó a balbucir torpemente como un hombre cogido infraganti de algún delito.

—Lo que está a la vista no se puede negar—dijo Miguel sonriendo.

Hojeda se mantuvo silencioso algunos instantes; después, parándose depronto y cogiendo a nuestro joven por el brazo con mucho aparato demisterio, y esforzándose por dar a su voz y a sus ojos la mayorexpresión posible de severidad, le dijo:

—¿Sabes, Miguelito, por qué hago yo todas estas cosas?

—¿Por qué?

El boticario le estuvo mirando algunos segundos con extraordinariadureza; después exclamó:

—¡Por egoísmo!

Y soltándole el brazo, dio rápidamente unos cuantos pasos dejándoleatrás.

—¿Cómo? ¿cómo?—dijo Miguel todo asombrado.

El boticario sin volverse, pero haciendo un ademán expresivo con elbrazo, volvió a exclamar con más fuerza:

—¡Por puro egoísmo!

—¿Cómo es eso, D. Facundo?—preguntó avanzando hasta colocarse a sulado.

—Te lo explicaré en seguida—repuso Hojeda en tono confidencial,parándose otra vez y otra vez cogiéndole por la manga del gabán.—Yo notengo familia, como tú sabes; no soy aficionado al estudio, porquecomprendo que aunque me haga pedazos los cascos nunca pasaré de ciertolímite: tampoco me gustan los juegos, pues el billar lo tomo solamentecomo un medio de hacer ejercicio: los teatros no los piso jamás; entrelos espectáculos públicos únicamente me gustan...

—Los toros, ya sé.

—Es mi único vicio... pero no los hay más que en la primavera y una vezpor semana, aparte de algunas corridas extraordinarias. La botica no meocupa ningún tiempo, porque tengo al frente de ella a un pobre muchachoque acaba de hacerse farmacéutico y al cual se la pienso dejar cuando memuera... Si no me voy a los sermones y no me entretengo en proteger aalgunos pobrecillos, ¿qué quieres que haga yo de mí?... ¿No comprendesque me moriría de aburrimiento?

—Sin embargo, los actos en sí no dejan de tener mérito.

—¡Ninguno, hombre, ninguno!—repuso con energía.—Mira: te lo explicarémejor.

Yo, cuando subo a casa de un pobre y me entero de su vida, y lesocorro y le aconsejo; cuando doy vueltas por Madrid buscándole algunacolocación, estoy entretenidísimo, tanto como cualquier señorito en losbailes de Montijo, con la diferencia de que mientras él llega a casa alamanecer, hastiado, ojeroso y mustio, yo me acuesto tranquilito a lasdoce, y si he hallado empleo para mi hombre, me duermo más contento queel Rey de Prusia, y si no lo he hallado, me levanto por la mañana conánimos para revolver todo Madrid... Dime tú ahora, ¿quién entiende mejorla vida, él o yo? ¿Quién es aquí el egoísta?... Voy a ponerte otroejemplo. Acabas de pasar una hora conmigo desde que nos hemos encontradoen la calle del Príncipe. Quiero que me digas con sinceridad si en estahora te has aburrido...

—No sólo no me he aburrido, sino que he pasado uno de los ratos másfelices de mi vida.

—¿Lo ves? ¿Qué mérito tiene entonces lo que hemos hecho? Lejos dejuzgarnos dignos de admiración, somos dignos de envidia por lo que hemosdisfrutado...

—Concedo, D. Facundo, que en este caso particular, acaso tenga V.razón; pero consagrar la vida entera como V. a hacer obras de caridad,es digno de alabanza y recompensa.

—¡Recompensa! ¡recompensa!—exclamó con fuego el boticario.—Pues qué,¿te juzgarás acaso resarcido del dinero que has dado por una butaca enel teatro después de haber pasado la noche quizá bostezando, y no teconsiderarás pagado del que regalaste a esos niños, gozando una hora defelicidad?

—Bien, pero V. es otra cosa: yo lo acabo de hacer por casualidad,mientras que V.

lo tiene por costumbre.

—¡Mejor que mejor! Yo gozo todos los días tanto o más de lo que tú hasgozado hoy...

Siguió desenvolviendo con brío su tesis nuestro farmacéutico, mientrascaminaban hacia la Puerta del Sol. Miguel había concluido por guardarsilencio, escuchando con placer y curiosidad aquellas peregrinasteorías. Al llegar a la esquina de la calle de la Montera, Hojeda volvióen sí de pronto y dijo en el tono afectuoso y humilde que lecaracterizaba.

—¡Buena matraca te he dado, Miguelito! Perdona a este viejo chocho yvete con Dios a descansar, que aquí nos separamos.

Miguel se despidió de él apretándole con efusión la mano. Cuando se huboapartado seis u ocho pasos, le dijo volviendo a llamarle:

—Conste, D. Facundo, que no me ha convencido V., y que es V. una granpersona.

—¡Un gran egoísta!—gritó el boticario alejándose.

V

¿Qué te pasa hoy? ¿Parece que estás triste?—decía la generala ciertanoche, tomando las manos de su amante entre las suyas.

—Pues no tengo nada (al menos, que yo sepa)—repuso en tono humorísticoél.

—Sí tal; hay en tu fisonomía cierta expresión melancólica; por más quetrates de ocultarla con aparente alegría, no lo consigues; en tus ojoshay menos brillo que otras veces; tienes la mirada vaga y perdida...

—No; lo que tengo, es la mirada de perdido.

—Ríete lo que quieras: tengo un corazón que no se engaña. Tú estástriste, y me lo ocultas.

—Si tienes mucho empeño en ello, lo estaré; pero sólo por galantería.Por lo demás, nunca he estado más alegre.

—Pero la tuya es una alegría marchita... no tiene frescura... no saledel corazón... es una máscara. Yo quisiera, Miguel mío, saber todo loque acontece en tu espíritu, todo lo que piensas, todo lo que sientes...No me basta saber los pensamientos y los sentimientos grandes; deseoconocer también los más íntimos; deseo escudriñar los últimos rincones,los últimos pliegues... quiero que no pase por tu cabeza una idea,aunque sea tan débil como el soplo de un niño, que no llegue a minoticia... quiero conocer todas las emociones que experimentas, aunaquellas que apenas sean capaces de mover tu corazón... quiero entrardentro de ti mismo... quiero formar una sola persona contigo...

Los grandes ojos azules, lascivos, de la generala, se clavaban conamorosa inquietud en su amante al proferir estas palabras.

Miguel despertó de la indiferencia en que yacía.

—Todo eso eres, cielo mío... Todo eso y mucho más—contestó,apretándole con efusión las manos.

—¡Si fuese cierto!... Pero no... tu amor va siendo cada día mástibio... A medida que el mío se enciende, el tuyo se apaga...

—¡No lo creas, Lucía!—exclamó el joven, dando a su exclamación mayorfuego del que le hubiera correspondido si no se hubiera tomado un pocode trabajo.—¡Te adoro... te adoro con pasión loca... frenética! Eres elúnico pensamiento dulce que anima mi existencia... Pídeme la vida, y meverás darla con alegría...

—¡No quiero tu vida, chiquillo!—dijo la generala sonriendo yhaciéndole mimos con la mano en el rostro.—Quiero tu amor; pero un amorverdadero, grande, infinito...

¡Tú no sabes las locuras que yo sueño,los castillos que levanto en el aire! Muchas veces me figuro que enefecto me adoras con todo tu corazón, con todas las fuerzas de tu alma,y que yo soy para ti lo que fue Beatriz para el Dante y Laura para elPetrarca, un objeto divino que te preserva de todo pensamiento innoble,que gracias a mi amor se va engrandeciendo tu espíritu, despierta tugenio, el genio que tienes en el fondo del alma... porque yo estoysegura de que lo tienes...

—En efecto, tengo un genio muy malo; a veces no hay quien me resista.

—No, no; es otra clase de genio—dijo la dama riendo.—Mas aunque estono fuese una quimera, aunque tú alcanzases algún día la celebridad, soymuy tonta en forjarme ilusiones... Tú estás comenzando la vida casi,casi... el porvenir se presenta risueño.

Cuando llegues a donde yo creoque tienes derecho a llegar, ¿qué seré para ti?... Una vieja

que

hacometido

la

insensatez

de

amarte.

Una

pobre

mujer

enamoradaridículamente...

—¡Alto, querida! Te anuncio que ya estoy enternecido. No sigasadelante, si no quieres verme hacer pucheritos... Hablemos de otracosa—añadió reclinándose perezosamente en el sofá y estirando laspiernas con demasiada confianza,—hablemos de Pérez Almagro.

Pérez Almagro era el último amante que la generala había tenido, y queno dejaba de inspirar cierta inquietud, ya que no celos, a nuestrojoven.

—¡Oh, qué cruel eres! ¡No perdonas medio de hacerme sufrir!

Miguel iba a replicar; pero en aquel instante un leve rumor lejano sedejó oír en el pasillo. Lucía se puso en pie con súbito y prontomovimiento; el rostro pálido, el oído atento, la mirada estática.Escuchó un momento.

—¡Alguien viene!... Es la doncella... ¡De prisa, de prisa! ¡Escóndete!

—¿Dónde?—preguntó aturdido.

La dama paseó una mirada intensa y ansiosa por la habitación.

—Aquí—dijo corriendo a un armario embutido en la pared y abriendo elcompartimento inferior.

Miguel se metió allá de cabeza. Lucía dio la vuelta a la llave. En aquelmomento entraba la doncella.

—¿Qué hay, Carmen?—preguntó con gran calma, dirigiéndose al espejopara arreglar el pelo.

—Señorita, vengo a darle cuenta del billete que me entregó por lamañana.

—¡Ah! sí... el billete... ¿De cuánto era?

—De diez duros.

—Bien, ¿qué ha comprado V.?

—Los botones para el vestido de la niña, han costado veintisietereales...

—¿Qué más?

La sombrilla de miss Ana, que he pagado yo; no la han querido dar menosde tres duros.

—Bien; son cuatro duros y siete reales.

—La corbata para Chuchú... catorce reales.

—Son... cinco duros y un real... ¿se la ha puesto ya?

—No, señorita; mañana cuando vaya a paseo; es muy bonita; a María le hagustado;

¿no sabe usted? El chico quería ponérsela cuando salíamos delcomercio... ¡Poco trabajo que me costó quitárselo de la cabeza!

—¡Pobre Chuchú!

—Cuando vio que no conseguía nada por las malas, se puso a hacermecaricias...

¡Anda, Carmelita, monina, ponme la corbata... te he de darun dulce de los de la mesa...—Yo le decía:—¿El que te toque a ti?—Sí,sí, el que me toque a mí...

—¡Oh, qué malo!

—¡No sabe V., señorita, las monerías que hizo para sacármela!

—¡Pobre Chuchú! ¿Por qué no se la ha puesto V.?

—Porque en casa no habría quien se la quitase después.

—¿Le ha encargado V. los guantes?

—Sí, señorita.

—¿En casa de Clement?

—Sí, señorita: quedaron en mandarlos el sábado.

—¿Los ha pagado?

—Sí, señorita: doce reales.

—Bueno, entonces son... cinco duros y trece reales.

—He comprado también el agremán que faltaba para el vestido de laniña.

—¿Cuánto faltaba?

—Dos tercias: quince reales.

—Son entonces... aguarde V.... son... seis duros y ocho reales... ¿noes eso?...

Carmen afirmó con la cabeza, mientras hacía mentalmente la cuenta.

—¿Qué más?

—No me acuerdo de más—manifestó, después de vacilar unos instantes.

—¿Y la esponja del tocador que le he encargado?

—¡Ah! ¡se me olvidaba, señorita!... diez y ocho reales.

Miguel se asfixiaba en el armario. Estaba de rodillas, el cuerpodoblado, la cabeza apoyada en uno de los rincones. Así que entró, empezóa sentir el malestar de la postura; no podía alzar la cabeza, nienderezar poco ni mucho el cuerpo; las piernas encogidas también de talmanera, que le causaban calambres. Pero a los pocos segundos, notó ocreyó notar que le faltaba aire para la respiración, y se estremeció decongoja: hizo frecuentes y largas inspiraciones para probar, y observóque cada vez hallaba más dificultad; trató de contener el aliento paraeconomizar el aire, pero esto no hizo sino fatigarle más. Entonces quisodar la vuelta y aplicar la boca a una rendija a ver si conseguía recogermás oxígeno: no le fue posible. La idea de morir asfixiado cruzó por sucerebro: un sudor frío y copioso le bañó todo el cuerpo: la congoja seapoderó de él. En pocos segundos pensó millares de cosas aterradoras;vio la muerte cara a cara; el miedo le dejó yerto, desmayado; estuvo apunto de perder el sentido.

Mas de pronto, el instinto de la vidadespertó, se reveló con ímpetu en su organismo y le sugirió pensamientosde salvación:

—«¡No, lo que es yo no me ahogo aquí como un ratón por esa!... Voy adar una patada a la puerta y hacer saltar la cerradura.»—Esta idea leconfortó un instante y dio tiempo a que penetrase en su mente otroproyecto menos violento, el de llamar la atención de la generala sin sernotado de la doncella: si este proyecto fracasaba, acudiríainmediatamente al recurso extremo. Extendió una mano hacia atrás y rascóla puerta con la uña, produciendo un rumor semejante al de losratones...

El fino y atento oído de la dama se dio por enterado.

—Carmen, vaya V. al comedor, y tráigame un vaso de agua... ¡Siento unpicor en la garganta!... ¡Jesús, qué tos tan rara!

Y la dama tosió hasta querer reventar.