Sangre y Arena by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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El espada, cuando le preguntaban acerca de esto, sonreía modestamente.El había tenido siempre mucha devoción a la Macarena. Era la Virgen delos barrios en que había nacido, y además su pobre padre no dejabaningún año de ir en la procesión vestido de «armado». Era un honor quele correspondía a la familia, y a no ser él quien era, se calaría elcasco y empuñaría la lanza, yendo de legionario romano, como habían idomuchos Gallardos que estaban pudriendo tierra.

Le halagaba esta popularidad devota; quería que todos supiesen en elbarrio su asistencia a la procesión, y al mismo tiempo temía que lanoticia se esparciese por la ciudad. Creía en la Virgen y deseabaponerse bien con ella, para los peligros futuros, con devoto egoísmo;pero temblaba pensando en las burlas de los amigos que se reunían en loscafés y sociedades de la calle de las Sierpes.

—Me van a tomá er pelo si me conosen—decía—. Hay que viví con too ermundo.

El Jueves Santo por la noche fue a la catedral con su mujer, para oír el Miserere. El templo, con sus arcos ojivales disparatadamente altos,estaba sin otra luz que la de unos cirios rojizos colocados en laspilastras: la necesaria nada más para que la muchedumbre no marchase atientas. Tras las rejas de las capillas laterales estaban enjauladas lasgentes de buena posición social, huyendo del contacto con la muchedumbresudorosa que se empujaba en las naves.

En la obscuridad del coro brillaban como una constelación de estrellasrojas las luces destinadas a los músicos y cantores. El Miserere deEslava esparcía sus alegres melodías italianas en este ambienteterrorífico de sombra y misterio. Era un Miserere andaluz, algojuguetón y gracioso, como el batir de alas de un pájaro, con romanzassemejantes a serenatas de amor y coros que parecían rondas debebedores; la alegría de vivir en un país dulce que hace olvidar a lamuerte y se rebela contra las lobregueces de la Pasión.

Cuando la voz del tenor terminó la última romanza y sus lamentos seperdieron en las bóvedas apostrofando a la ciudad deicida, «Jerusalén,Jerusalén», la muchedumbre se esparció, deseando cuanto antes volver alas calles, que tenían aspecto de teatro con sus focos eléctricos, susfilas de sillas en las aceras y sus palcos en las plazas.

Gallardo volvió a casa para vestirse de «nazareno». La señora Angustiashabía cuidado de su traje con una ternura que la volvía a los tiempos dela juventud. ¡Ay, su pobrecito marido, que en esta noche cubríase consus arreos belicosos, y echándose la lanza al hombro salía a la callepara no volver hasta el día siguiente, con el casco abollado y eltonelete perdido de suciedad, luego de acampar con sus hermanos de armasen todas las tabernas de Sevilla!...

El espada cuidó de sus bajos con una escrupulosidad femenil. Manejaba eltraje de

«nazareno» con las mismas atenciones que un vestido de lidia entarde de corrida. Se calzó con medias de seda y zapatos de charol.Púsose el ropón de satén blanco, confeccionado por las manos de sumadre, y sobre éste la alta y puntiaguda caperuza de terciopelo verde,que descendía sobre sus hombros formando una máscara y se prolongabahasta más abajo de las rodillas, a modo de casulla. A un lado del pecho,el escudo de la cofradía estaba bordado con rica y minuciosa profusiónde colores. El torero se puso unos guantes blancos y agarró el altobastón, signo de dignidad en la cofradía: una vara forrada de terciopeloverde, con contera de plata y rematada por un óvalo del mismo metal.

Eran más de las doce cuando el elegante encapuchado se encaminó a SanGil, por las calles llenas de gentío. En las blancas paredes de lascasas, las luces de los cirios y las puertas iluminadas de las tabernastrazaban un reflejo temblón de sombras y resplandores de incendio.

Antes de llegar a la iglesia, Gallardo encontró en la estrecha calle pordonde iba a marchar la procesión la compañía de los «judíos», la tropade los «armados», fieros sayones que, impacientes por mostrar suguerrera disciplina, marcaban el paso sin moverse del sitio, al compásde un tambor que redoblaba sin cansarse.

Eran mozos y viejos con el rostro encuadrado por las carrillerasmetálicas del casco, un sayo color de vino, las piernas enfundadas encalzas de algodón que imitaban el rosa de la carne femenil, y altassandalias. Al cinto llevaban la espada romana, y para imitar a lossoldados modernos, colgaban de un hombro, a guisa de portafusil, elcordón que sostenía sus lanzas. Al frente de la compañía ondeaba labandera romana con su inscripción senatorial, meciéndose al compás delos redobles del tamborcillo como todas las filas de legionarios.

Un personaje de suntuosidad imponente contoneábase con la espada en lamano al frente de este ejército. Gallardo lo reconoció al pasar.

—¡Mardita sea!—dijo riendo bajo su máscara—. No me van a hacé caso.Ese gachó se lleva toas las parmas esta noche.

Era el capitán Chivo, un gitano cantaor que había llegado por lamañana del mismísimo París, fiel a la disciplina militar, para ponerseal frente de sus soldados.

Faltar a este llamamiento del deber era renunciar al título de capitánque ostentaba el Chivo en todos los carteles de los music-halls deParís donde cantaba y bailaba con sus hijas. Eran éstas a modo degraciosas lagartijas, de donosos movimientos, grandes ojos, una delgadezalgo subida de color y una diabólica movilidad que trastornaba a loshombres. La mayor había hecho una gran fortuna fugándose con un prínciperuso, y los periódicos de París hablaron varios días de la desesperacióndel «bravo oficial del ejército español», que deseaba matar, vengando suhonor, y hasta le compararon con Don Quijote. En un teatro del Bulevarhabían dado una opereta sobre el rapto de la gitana, con bailes detoreros, coros de frailes y demás escenas de exacto colorido local.

El Chivo acabó por transigir con este yerno de la mano izquierda,admitiendo sus indemnizaciones, y siguió bailando en París con lasniñas, en espera de otro ruso. Su graduación de capitán dejabapensativos a muchos extranjeros conocedores exactos de todo lo queocurre en el mundo. «¡Ah, España!... País decaído, que no paga a susnobles soldados y obliga a los «hidalgos» a exhibir las hijas en lastablas...»

Al aproximarse la Semana Santa, el capitán Chivo no podía soportar sualejamiento de Sevilla, y se despedía de las hijas con un gesto de padreintransigente y severo.

—Niñas: me voy. A ve si son güenas ustés. Que haiga formaliá ydesensia... La compañía me espera. ¿Qué diría si fartase su capitán?...

Y emprendía el viaje de París a Sevilla, pensando con orgullo en supadre y sus abuelos, que habían sido capitanes de los «judíos» de laMacarena, y en él mismo, que proporcionaba nueva gloria a esta herenciade los antepasados.

En un sorteo de la Lotería Nacional había ganado diez mil pesetas, ytoda la cantidad por entero la dedicó a un «uniforme» digno de sugraduación. Las comadres del barrio corrían para contemplar de cerca alcapitán, deslumbrante de bordados de oro, con un coselete de metalbruñido y un casco del que se derrumbaban en cascada las plumas blancas,reflejando sobre la limpidez de su acero todas las luces de laprocesión. Era una fantasía suntuaria de pielroja; un traje principescotal como lo podría soñar un araucano ebrio. Las mujeres le cogían elfaldellín de terciopelo para admirar de cerca los bordados: clavos,martillos, espinas, todos los atributos de la Pasión. Sus botas parecíantemblar a cada paso con el brillo de los espejuelos y la pedrería falsaque las cubrían. Bajo las plumas del casco, que aún hacían más obscurasu tez africana, destacábanse las patillas grises del gitano. Esto noera militar: el mismo capitán lo confesaba noblemente; pero debía volvera París, y algo había que concederle al arte.

Torcía la cabeza con belicosa arrogancia, clavando sus ojos de águila enlos legionarios.

—¡A ve! ¡que no se iga de la compañía!... ¡Que haiga desensia ydisiplina!

Y daba sus órdenes al través de las mellas de la dentadura, con la mismavoz ronca y canallesca con que jaleaba el baile de sus niñas en lostablados.

Avanzaba la compañía marcando el paso cadencioso y lento al compás delredoblante. En cada calle había varias tabernas, y a la puerta de ellasalegres compadres con el sombrero echado atrás y el chaleco abierto, quellevaban perdida la cuenta de las cañas bebidas para olvidar el martirioy muerte del Señor.

Al ver al imponente guerrero lo saludaban, ofreciéndole de lejos un vasolleno de líquido oloroso color de ámbar. El capitán disimulaba suturbación apartando la vista y poniéndose aún más rígido dentro de sumetálico coselete. ¡Si no estuviese de servicio!...

Alguno más audaz atravesaba la calle para colocarle el vaso bajo lacascada de plumas, queriendo tentarlo con el perfume; pero elincorruptible centurión se echaba atrás, presentando la punta de suespada. El deber era el deber. Este año no sería como otros, en los quela compañía, a poco de salir, marchaba en desorden, vacilante sobre suspies y marcando mal el paso.

Las calles no tardaron en convertirse en vías de Amargura para elcapitán Chivo.

Sentía calor bajo sus armas; por un poco de vino no ibaa alterarse la disciplina. Y

aceptaba una copa, y luego otra, y al pocorato todo el ejército movíase con las filas incompletas, sembrando elcamino de rezagados que se retardaban en las tabernas del tránsito.

Marchaba la procesión con una lentitud tradicional, deteniéndose horasenteras en las encrucijadas. No apremiaba el tiempo. Eran las doce de lanoche, y la Macarena no volvería a su casa hasta las doce de la mañanasiguiente, necesitando para recorrer la ciudad más tiempo que para ir deSevilla a Madrid.

Primeramente avanzaba el «paso» de la Sentencia de Nuestro SeñorJesucristo, tablado lleno de figuras representando a Pilatos sentado enáureo trono, y alrededor de él sayones de multicolores faldellines ycasco empenachado vigilando al triste Jesús, pronto a marchar alsuplicio, con túnica de terciopelo morado cargado de bordados y tresplumeros de oro que fingían ser rayos de divinidad sobre su corona deespinas. Con ser este «paso» tan abundante en figuras y prolijo enadornos, avanzaba sin llamar la atención, como humillado por la vecindaddel que venía detrás: la reina de los barrios populares, la milagrosaVirgen de la Esperanza, la Macarena.

Cuando salió de San Gil la Virgen de mejillas sonrosadas y largaspestañas, bajo un palio tembloroso de terciopelo, cabeceando con losvaivenes de los ocultos portadores, una aclamación ensordecedora surgióde la muchedumbre que se agolpaba en la plazoleta... Pero ¡qué bonita lagran señora! ¡No pasaban años por ella!

El manto esplendoroso, inmenso, con grueso bordado de oro que imitabalas mallas de una red, extendíase por detrás del «paso» como la colacaída de un gigantesco pavo real. Brillaban sus ojos de vidrio, como silagrimeasen de emoción contestando a las aclamaciones de los fieles, y aeste brillo uníase el centelleo de las joyas que cubrían su cuerpo,formando una nueva armadura de oro y pedrería sobre la de terciopelobordado. Eran centenares, eran tal vez millares. Parecía mojada por unalluvia de gotas luminosas, en las que flameaban todos los colores deliris. Del cuello pendíanle sartas de perlas, cadenas de oro con docenasde sortijas enhebradas, que esparcían al moverse mágicos resplandores.La túnica y el delantero del manto iban chapados de relojes de oroprendidos con alfileres, pendientes de esmeraldas y brillantes, sortijascon piedras enormes cual guijarros luminosos. Todos los devotos enviabansus joyas para que las luciese en el paseo la Santísima Macarena. Lasmujeres exhibían las manos limpias de adornos en esta noche de religiosodolor, contentas de que la madre de Dios ostentase unas joyas que eransu orgullo. El público las conocía, por verlas todos los años, y llevabala cuenta, señalando las novedades. Lo que ostentaba la Virgen en elpecho, pendiente de una cadena, era de Gallardo el torero.

Pero otroscompartían con él la admiración popular. Las miradas femeninas devorabanabsortas dos perlas enormes y una hilera de sortijas. Eran de unamuchacha del barrio que se había ido a Madrid dos años antes, y, devotade la Macarena, volvía para ver la fiesta con un caballero viejo... ¡Lasuerte de la niña!...

Gallardo, con la faz cubierta y apoyado en el bastón, signo deautoridad, marchaba ante el «paso» con los dignatarios de la cofradía.Otros encapuchados ostentaban en las manos largas trompetas adornadascon paños verdes de flecos de oro. Llevábanse las boquillas de losinstrumentos a un agujero de sus antifaces, y un trompeteo desgarrador,un toque de suplicio, cortaba el silencio. Pero este rugido espeluznanteno despertaba eco alguno en las almas haciéndolas pensar en la muerte.Por los callejones transversales, obscuros y solitarios, veníanbocanadas de brisa primaveral cargada de perfumes de jardín, de olor denaranjo, de aroma de las flores alineadas en tiestos tras rejas ybalcones. Blanqueaba el azul del cielo con la caricia de la luna, que sedesperezaba sobre el plumón de las nubes, avanzando el rostro entre dosaleros. El desfile lúgubre parecía marchar contra la corriente de laNaturaleza, perdiendo a cada paso su fúnebre gravedad. En vano gemíanlas trompetas lamentos de muerte, y lloraban los cantores al entonarsagradas coplas, y marcaban el paso con ceño de verdugos los espantablessayones. La noche primaveral reía, esparciendo su respiración deperfumes. Nadie podía acordarse de la muerte.

En torno de la Virgen iban como revuelta tropa los entusiastas«macarenos», hortelanos de las afueras, con sus mujeres desgreñadas quearrastraban de la mano una fila de niños, llevándolos de excursión hastael amanecer. Mocitos del barrio, con fieltro nuevo y los bucles alisadossobre las orejas, blandían garrotes con belicoso fervor, como si alguiense propusiese faltarle al respeto a la hermosa señora y fuera preciso elauxilio de sus brazos. Iban todos confundidos, aplastándose en lascalles estrechas entre el «paso» enorme y las paredes, pero con los ojosfijos en los de la imagen, hablándola, lanzando piropos a su hermosura ysu milagroso poder, con la inconsciencia del vino y de su ligeropensamiento de pájaro.

—¡Olé la Macarena!... ¡La primé Virgen der mundo!... ¡La que le da porel... pelo a toas la Vírgenes!...

Cada cincuenta pasos deteníase la sagrada plataforma. No había prisa; lajornada era larga. En muchas casas exigían que se detuviese la Virgenpara verla con detención.

Todo tabernero pedía igualmente un descanso ala puerta del establecimiento, alegando sus derechos de vecino delbarrio.

Un hombre atravesaba la calle dirigiéndose a los encapuchados de losbastones que iban ante el «paso».

—¡A ve! ¡que paren... que ahí está el primé cantaor der mundo, que quiéecharle una

«saeta» a la Virgen!

El primer cantaor del mundo, apoyado en un amigo, con las piernastemblonas y pasando a otro su vaso, avanzaba hasta la imagen, y luego detoser, soltaba el torrente de su voz ronca, en la que los gorgoritosborraban toda claridad a las palabras. Sólo se entendía que cantaba a«la mare», la madre de Dios, y al frasear esta palabra, su voz adquiríatemblores de emoción, con esa sensibilidad de la poesía popular, queencuentra sus más sinceras inspiraciones en el amor maternal.

Aún no había llegado el cantaor a mitad de su lenta copla, cuandosonaba otra voz, y luego otra, como si se entablase un pugilato musical,y la calle se poblaba de invisibles pájaros, unos roncos, conestremecimientos de pulmón quebrantado, otros chillones, con alaridoperforante que hacía pensar en un cuello rojo e hinchado próximo adesgarrarse. Los más de los cantores permanecían ocultos en lamuchedumbre, con la simpleza de una devoción que no necesita ser vistaen sus expansiones; otros, orgullosos de su voz y de su «estilo»,ansiaban exhibirse, plantándose en mitad del arroyo ante la santaMacarena.

Muchachas flacas, de lacias faldas y pelo cargado de aceite, cruzabanlas manos sobre el hundido vientre, y fijando sus ojos en los de la granseñora, cantaban con un hilillo de voz las angustias de la madre al vera su hijo chorreando sangre y tropezando en las piedras bajo el peso dela cruz.

A los pocos pasos, un gitano joven, bronceado, con las mejillas roídas,oliendo a ropa sucia y a viruelas, quedaba como en éxtasis, con elsombrero pendiente de las dos manos, y rompía a cantar también a «lamare», «maresita der arma», «maresita e Dió», admirado por un grupo decamaradas que aprobaban con la cabeza las bellezas de su

«estilo».

Y los tambores seguían redoblando detrás de la imagen, y las trompetaslanzaban su lamento, y todos cantaban a la vez, mezclando sus vocesdiscordantes, sin que nadie se confundiese, comenzando y acabando cadauno su «saeta» sin tropiezo, como si todos fuesen sordos, como si elfervor religioso los aislase, sin otra vida exterior que la voz detemblona adoración y los ojos fijos en la imagen con una tenacidadhipnótica.

Cuando acababan los cantos, prorrumpía el público en aclamaciones deentusiasmo obsceno, y otra vez era glorificada la Macarena, la hermosa,la única, la que daba...

disgustos a todas las Vírgenes; y el vinocirculaba en vasos a los pies de la imagen, y los más vehementes learrojaban el sombrero como si fuese una moza guapa; y no se sabía ya quéera lo cierto, si el fervor de iluminados con que cantaban a la Virgeno la orgía ambulante y pagana que acompañaba su tránsito por las calles.

Delante del «paso» iba un mocetón vestido con túnica morada y coronadode espinas. Sus pies hollaban descalzos las azuladas piedras de lascallejuelas. Marchaba encorvado bajo la pesadumbre de una cruz dos vecesmás grande que él, y cuando tras larga detención reanudaba el paso, lasbuenas almas ayudábanle a tirar de su carga.

Las mujeres gimoteaban al verle, con una ternura compasiva. ¡Pobrecito!¡Y con qué santo fervor cumplía su penitencia!... Todos recordaban en elbarrio su crimen sacrílego. ¡El maldito vino, que vuelve locos a loshombres! Tres años antes, en la mañana del Viernes Santo, cuando ya seretiraba la Macarena a su iglesia luego de vagar toda la noche por lascalles de Sevilla, este pecador, que era un buen muchacho y andaba desdeel día antes de juerga con los amigos, había hecho detener el

«paso»ante una taberna de la plaza del Mercado. Le cantó a la Virgen, y luego,poseído de santo entusiasmo, prorrumpió en requiebros. ¡Olé la Macarenabonita! ¡La quería más que a su novia! Para expresar mejor su fe, quisoarrojar a sus pies lo que llevaba en la mano, creyendo que era elsombrero, y un vaso fue a estrellarse en la hermosa faz de la granseñora. Le llevaron lloriqueando a la cárcel... ¡Si él amaba a laMacarena como si fuese su madre! ¡Si era el vino maldito, que deja a loshombres sin saber lo que hacen! Tembló de miedo ante los años depresidio que le esperaban por desacato a la religión; lloró dearrepentimiento por su sacrilegio, y al fin, los más indignados acabaronpor influir en su favor, y se arregló todo mediante la promesa de darejemplo a los pecadores con una penitencia extraordinaria.

Arrastraba la cruz sudoroso y jadeante, cambiando la carga de lugarcuando sentía uno de sus hombros entumecido por la dolorosa pesadumbre.Las mujeres lloraban con la vehemencia meridional, dramática en susmanifestaciones. Los camaradas le tenían lástima, y sin osar reírse desu penitencia, le ofrecían por compasión vasos de vino. Iba a reventarsede fatiga; necesitaba refrescar; no era por burla, sino porcompañerismo.

Pero él huía los ojos del ofrecimiento, volviéndolos a la Virgen paratomarla por testigo de su martirio. Ya bebería al día siguiente, sinmiedo alguno, cuando dejase a la Macarena segura en su iglesia.

Estaba el «paso» detenido en una calle del barrio de la Feria, y ya lacabeza de la procesión había llegado al centro de Sevilla. Losencapuchados verdes y la compañía de «armados» avanzaban con belicosaastucia, como un ejército que marcha al asalto.

Querían ganar LaCampana, apoderándose con ella de la entrada de la calle de las Sierpes,antes de que se presentase otra cofradía. Una vez dueña la vanguardia deesta posición, podría esperar tranquilamente a que llegase la Virgen.Los «macarenos»

todos los años se hacían señores de la famosa calle, ynecesitaban horas enteras para recorrerla, gozándose en las protestasimpacientes de los cofrades de otros barrios, gente inferior, cuyasimágenes no podían compararse con la de la Macarena, y que por suinsignificancia vivían condenados a aguardar humildemente detrás deellos.

Sonó el redoblante de las tropas del capitán Chivo a la entrada de lacalle de la Campana, al mismo tiempo que asomaban por distinto lado losencapuchados negros de otra cofradía, deseosos igualmente de ganar laprioridad en el paso. La muchedumbre, curiosa, se agitó entre lascabezas de las dos procesiones. ¡Bronca!...

Los encapuchados negros norespetaban gran cosa a los «judíos» y a su espantable capitán. Este, porsu parte, tampoco quería salir de su fría altivez. La fuerza armada nodebe mezclarse en las reyertas entre paisanos. Fueron los «macarenos»que escoltaban a la procesión los que, en nombre de la gloria delbarrio, acometieron a los

«nazarenos» negros, chocando palos y cirios.Corrieron los polizontes, llevándose presos por un lado a dos mozos quese lamentaban de haber perdido sombreros y bastones, mientras por otroeran conducidos a una farmacia varios «nazarenos» sin capucha, que sellevaban las manos a la cabeza con ademán doloroso.

Mientras tanto, el capitán Chivo, astuto como un conquistador,realizaba un movimiento estratégico con sus tropas, ocupando La Campanahasta la entrada de la calle de las Sierpes, acompañado por elredoblante, que aceleraba su baqueteo con una alegría ruidosa ytriunfal, entre las aclamaciones de los bravos auxiliares del barrio.«¡Aquí no ha pasao na! ¡Viva la Virgen de la Macarena!...»

La calle de las Sierpes estaba convertida en un salón, con los balconesrepletos de gentío, focos eléctricos pendientes de cables entre pared ypared y todos los cafés y tiendas iluminados, con las ventanasobstruidas de cabezas, y filas de sillas junto a los muros, en los quese agolpaba la gente subiendo sobre los asientos cada vez que el lejanotrompeteo y el redoblar de los tambores anunciaba la proximidad de un«paso».

Aquella noche no se dormía en la ciudad. Hasta las viejas de timoratascostumbres, recluidas siempre en sus viviendas a la hora del rosario,velaban ahora para contemplar, cerca de la madrugada, el paso de lasinnumerables procesiones.

Eran las tres de la mañana y nada indicaba lo avanzado de la hora. Lagente comía en cafés y tabernas. Por las puertas de las freidurías depescado se escapaba el tufillo suculento del aceite. En el centro de lacalle estacionábanse los vendedores ambulantes pregonando dulces ybebidas. Familias enteras que sólo salían a luz en las grandesfestividades estaban allí desde las dos de la tarde, viendo pasarprocesiones y más procesiones; mantos de Virgen, de aplastantesuntuosidad, que arrancaban gritos de admiración por sus metros deterciopelo; Redentores coronados de oro, con vestimenta de brocado; todoun mundo de imágenes absurdas, en las que contrastaban los rostrostrágicos, sanguinolentos o lloriqueantes, con las ropas de un lujoteatral cargadas de riquezas.

Los extranjeros, atraídos por lo extraño de esta ceremonia cristiana,alegre como una fiesta del paganismo, en la que no había otro gesto dedolor y tristeza que el de las imágenes, oían los nombres de éstas deboca de los sevillanos sentados junto a ellos.

Desfilaban los «pasos» del Sagrado Decreto, del Santo Cristo delSilencio, de Nuestra Señora de la Amargura, de Jesús con la cruz alhombro, Nuestra Señora del Valle, Nuestro Padre Jesús de las TresCaídas, Nuestra Señora de las Lágrimas, el Señor de la Buena Muerte yNuestra Señora de las Tres Necesidades; y este desfile de imágenes ibaacompañado de «nazarenos» negros y blancos, rojos, verdes, azules yvioleta, todos enmascarados, guardando bajo las puntiagudas caperuzas supersonalidad misteriosa, de la que sólo se revelaban los ojos al travésde los orificios del antifaz.

Avanzaban las pesadas plataformas lentamente, con gran trabajo, por laestrechez de la calle. Cuando salían de esta angostura, llegando a laplaza de San Francisco, frente a los palcos levantados en el palacio delAyuntamiento, los «pasos» daban media vuelta hasta quedar de frente lasimágenes, y saludaban con una genuflexión de sus portadores a losextranjeros ilustres y personas reales venidos para presenciar lafiesta.

Junto a los «pasos» marchaban mozos con cántaros de agua. Apenas sedetenía el catafalco, alzábase una punta de las faldas de terciopelo queocultaban su interior, y aparecían veinte o treinta hombres sudorosos,purpúreos por la fatiga, medio desnudos, con pañuelos ceñidos a lascabezas y un aire de salvajes fatigados. Eran los «gallegos», losconductores forzudos, a los que se confundía, fuese cual fuese suorigen, en esta denominación geográfica, como si los hijos del país nose creyesen aptos para ningún trabajo constante y fatigoso. Bebíanávidamente el agua, y si había próxima una taberna, se insubordinabancontra el director del «paso» reclamando vino. Obligados a permanecer eneste encierro muchas horas, comían agachados y satisfacían otrasnecesidades. Muchas veces, al alejarse el santo «paso» tras largadetención, la muchedumbre reía viendo lo que quedaba al descubiertosobre el limpio adoquinado, residuos que obligaban a correr conespuertas a los dependientes municipales.

Este desfile de suntuosidad abrumadora, corriente de movibles patíbuloscon rostros cadavéricos y vestiduras deslumbrantes, prolongábase toda lanoche, frívolo, alegre y teatral. En vano lanzaban los cobres susgemidos de muerte, llorando la más ruidosa de las injusticias, la muerteinfamante de un Dios. La Naturaleza no se conmovía, uniéndose a estedolor tradicional. El río seguía susurrando bajo los puentes,extendiendo su sábana luminosa entre los silenciosos campos; losnaranjos, incensarios de la noche, abrían sus mil bocas blancas,esparciendo en el ambiente un olor de carne voluptuosa; las palmerasmecían sus surtidores de plumas sobre las almenas morunas del Alcázar;la Giralda, fantasma azul, remontábase devorando estrellas, ocultando unpedazo de cielo tras su esbelta mole; y la luna, ebria de perfumesnocturnos, parecía sonreír a la tierra hinchada de savia primaveral, alos surcos luminosos de la ciudad, en cuyo fondo rojizo agitábase unhormiguero satisfecho de vivir, que bebía y cantaba, encontrandopretexto para interminable fiesta en un remota muerte.

Jesús había muerto: por él las mujeres se vestían de negro y los hombresse disfrazaban con túnicas puntiagudas que les daban aspecto de extrañosinsectos; los cobres lo proclamaban con sus quejidos teatrales; lostemplos lo decían con su obscuro silencio y los velos lóbregos de suspuertas... Y el río seguía suspirando con idílico susurro, como siinvitase a sentarse en sus orillas a las parejas solitarias; y laspalmeras mecían sus capiteles sobre las almenas con un vaivén deindiferencia; y los naranjos exhalaban su perfume de tentación, como sisólo reconociesen la majestad del amor, que crea la vida y la deleita; yla luna sonreía impávida; y la torre, azulada por la noche, perdíase enel misterio de las alturas, pensando tal vez, con la simpleza de alma delas cosas inanimadas, que las ideas de los hombres cambian con lossiglos, y los que a ella la sacaron de la nada creían en otras cosas.

Se agitó la muchedumbre en la calle de las Sierpes con alegrecuriosidad. Los

«pasos» de la Macarena, formando ahora compactaprocesión, avanzaban acompañados de una banda de música. Redoblaban confuria los tambores, rugían las trompetas, gritaba el bullicioso tropelde los «macarenos», y la gente subíase en las sillas para ver mejor elruidoso y lento desfile.

Inundose el centro de la calle de mozos despechugados que blandían suspalos dando vivas a la Virgen. Las mujeres, despeinadas y míseramentevestidas, agitaban sus brazos al verse en el centro de Sevilla, en lacalle de las Sierpes, por donde sólo pasaban de tarde en tarde,desfilando bajo las miradas curio