Sangre y Arena by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—Suértale una de las tuyas... ¡Zas! Estocá, y te lo metes en erborsiyo.

Era demasiado grande y receloso el animal para que se lo pudiera meteren el bolsillo. Excitado por la vecindad del caballo muerto, tenía latendencia de volver a él, como si le embriagase el hedor de su vientre.

En una de las evoluciones, el toro, fatigado por la muleta, quedóinmóvil sobre sus patas. Gallardo tenía detrás de él el caballo muerto.Era una mala situación, pero de peores había salido victorioso.

Quiso aprovechar la posición de la bestia. El público le excitaba aello. Entre los hombres puestos de pie en la contrabarrera, con elcuerpo echado adelante para no perder un detalle del momento decisivo,reconoció a muchos aficionados populares que comenzaban a apartarse deél y volvían ahora a aplaudirle, conmovidos por su muestra deconsideración al «pueblo».

—¡Aprovéchate, güen mozo!... ¡Vamo a ve la verdá!... ¡Tírate de veras!

Gallardo volvió un poco la cabeza para saludar a Plumitas, quepermanecía sonriente, con la cara de luna asomada sobre los brazos y elchaquetón.

—¡Por usté, camará!...

Se perfiló con la espada al frente para entrar a matar, pero en el mismoinstante creyó que la tierra temblaba, despidiéndolo a gran distancia,que la plaza se venía abajo, que todo se volvía negro y soplaba unvendaval de feroz bramido. Vibró dolorosamente su cuerpo de pies acabeza, próximo a estallar; le zumbó el cráneo cual si reventase; unamortal angustia contrajo su pecho... y cayó en un vacío lóbrego einterminable, con la inconsciencia del no ser.

El toro, en el mismo instante en que él se disponía a entrar a matar,había arrancado inesperadamente contra él, atraído por la «querencia»del caballo que estaba a sus espaldas. Fue un encontronazo brutal, quehizo rodar y desaparecer entre sus patas aquel cuerpo forrado de seda yoro. No lo enganchó con los pitones, pero el golpe fue horrible,demoledor, y testuz y cuernos, toda la defensa frontal de la fiera,abatió al hombre como una maza de hueso.

El toro, que sólo veía al caballo, sintió entre sus patas un obstáculo,y despreciando el cadáver de la bestia, se revolvió para atacar de nuevoal brillante monigote que yacía inmóvil en la arena. Lo levantó con uncuerno, arrojándolo a algunos pasos de distancia tras breve zarandeo, yquiso volver sobre él por tercera vez.

La muchedumbre, aturdida por la velocidad con que había ocurrido todoesto, permanecía silenciosa, con el pecho oprimido. ¡Lo iba a matar!¡Tal vez lo había matado ya!... De pronto, un alarido de todo el públicorompió este silencio angustioso.

Una capa se tendió entre la fiera y lavíctima, un trapo casi pegado al testuz por unos brazos vigorosos quepretendían cegar a la bestia. Era el Nacional, que, a impulsos de ladesesperación, se arrojaba sobre el toro, queriendo ser cogido por éstepara librar al maestro. La bestia, aturdida por el nuevo obstáculo, selanzó contra él, volviendo el rabo al caído. El banderillero, metidoentre los cuernos, corrió de espaldas agitando la capa, no sabiendo cómolibrarse de esta situación peligrosa, pero satisfecho al ver que alejabaal toro del herido.

El público casi olvidó al espada, impresionado por este nuevo incidente.El Nacional iba a caer también; no podía salirse de entre los cuernos:la fiera le llevaba ya casi enganchado... Gritaban los hombres, como sisus gritos pudieran servir de auxilio al perseguido; suspiraban deangustia las mujeres, volviendo la cara y agarrándose convulsas lasmanos; hasta que el banderillero, aprovechando un momento en que lafiera bajaba la cabeza para engancharle, se salió de entre los cuernos,quedando a un lado, mientras aquélla corría ciegamente conservando elcapote desgarrado entre las astas.

La emoción estalló en un aplauso ensordecedor. La muchedumbre,tornadiza, impresionada únicamente por el peligro del momento, aclamabaal Nacional. Fue uno de los mejores momentos de su vida. El público,ocupado en aplaudirle, apenas se fijó en el cuerpo inánime de Gallardo,que era sacado del redondel, con la cabeza caída, entre toreros yempleados de la plaza.

Al anochecer, sólo se habló en la ciudad de la cogida de Gallardo: lamás terrible de su vida. A aquellas horas se estaban publicando hojasextraordinarias en muchas ciudades, y los periódicos de toda Españadaban cuenta del suceso con extensos comentarios. Funcionaba eltelégrafo lo mismo que si un personaje político acabase de ser víctimade un atentado.

Circulaban por la calle de las Sierpes noticias aterradoras, exageradaspor el hiperbólico comentario meridional. Acababa de morir el pobreGallardo. El que daba el triste aviso le había visto en una cama de laenfermería de la plaza blanco como el papel y con una cruz entre lasmanos. Otro se presentaba con noticias menos lúgubres.

Aún no habíamuerto, pero moriría de un momento a otro.

—Lo tié suerto too: er corazón, los reaños, ¡too! Ar probesito lo hadejao er bicho como una criba.

Habíanse establecido guardias en los alrededores de la plaza, para quela gente ansiosa de noticias no asaltase la enfermería. Fuera del circoagolpábase la muchedumbre, preguntando a los que entraban y salían porel estado del espada.

El Nacional, vestido aún con el traje de lidia, se asomó varias veces,malhumorado y ceñudo, dando gritos y enfadándose porque no estabadispuesto lo necesario para la traslación del maestro a su casa.

La gente, al ver al banderillero, olvidaba al herido para felicitarle.

—Señó Sebastián, ha estao usté mu güeno. ¡Si no es por usté!...

Pero él rehusaba estas felicitaciones. ¿Qué importaba lo que él hubiesehecho?

¡Todo... «líquido»! Lo interesante era el pobre Juan, que estabaen la enfermería luchando con la muerte.

—¿Y cómo está, señó Sebastián?—preguntaba la gente, volviendo a suprimer interés.

—Muy malito. Ahora acaba de gorverle el conosimiento. Tiene una piernahecha porvo, un puntaso bajo el brazo, ¡y qué sé yo!... El probe estácomo mi santo... Vamo a yevarlo a casa.

Cerrada la noche, salió Gallardo del circo tendido en una camilla. Lamultitud marchaba silenciosa detrás de él. El viaje fue largo. A cadamomento, el Nacional, que iba con la capa al brazo, confundiendo sutraje vistoso de torero con los vulgares de la muchedumbre, inclinábasesobre el hule de la cubierta de la camilla y mandaba descansar a losportadores.

Los médicos de la plaza caminaban detrás, y con ellos el marqués deMoraima y don José el apoderado, que parecía próximo a desmayarse en losbrazos de algunos compañeros de los Cuarenta y cinco, todosconfundidos y revueltos por la común emoción con las gentes desarrapadasque seguían al torero.

La muchedumbre estaba consternada. Era un desfile triste, como siacabase de ocurrir uno de esos desastres nacionales que suprimen lasdiferencias de clases y nivelan a todos los hombres bajo el infortuniogeneral.

—¡Qué desgrasia, señó marqué!—dijo al de Moraima un rústico mofletudoy rubio llevando el chaquetón sobre un hombro.

Por dos veces había apartado rudamente a uno de los portadores de lacamilla, queriendo ayudar a su conducción. El marqués le miró consimpatía. Debía ser alguno de aquellos hombres del campo que estabanacostumbrados a saludarle en los caminos.

—Sí; una desgrasia grande, muchacho.

—¿Y cree usté que morirá, señó marqué?...

—Eso se teme, a menos que no lo salve un milagro. Está hecho porvo.

Y el marqués, poniendo su diestra en un hombro del desconocido, parecíaagradecer la tristeza que se reflejaba en su rostro.

La llegada a la casa de Gallardo fue penosa. Sonaron adentro, en elpatio, alaridos de desesperación. En la calle gritaban y se mesaban lospelos otras mujeres vecinas y amigas de la familia, que creían ya muertoa Juanillo.

Potaje, con otros camaradas, tuvo que oponer en la puerta elobstáculo de su cuerpo, repartiendo empellones y golpes para que lamultitud no asaltase la casa en seguimiento de la camilla. La callequedó repleta de una muchedumbre que zumbaba comentando el suceso. Todosmiraban la casa, con la ansiedad de adivinar algo al través de lasparedes.

La camilla penetró en una habitación inmediata al patio, y el espada,con minuciosas precauciones, fue trasladado a la cama. Estaba envueltoen trapos y vendajes sanguinolentos que olían a fuertes antisépticos. Desu traje de lidia sólo conservaba una media de color rosa. Las ropasinteriores estaban rotas en unos sitios y cortadas en otros por tijeras.

La coleta pendía deshecha y enmarañada sobre su cuello; el rostro teníauna palidez de hostia. Abrió los ojos al sentir una mano en las suyas, ysonrió levemente viendo a Carmen, pero una Carmen tan blanca como él,con los ojos secos, la boca lívida y una expresión de espanto, como sifuese aquel su último instante.

Los graves señores amigos del espada intervinieron prudentemente.Aquello no podía continuar: Carmen debía retirarse. Aún no se habíahecho al herido mas que la primera cura, y quedaba mucho trabajo paralos médicos.

La esposa acabó por salir de la habitación, empujada por los amigos dela casa. El herido hizo una seña con los ojos al Nacional, y éste seinclinó, esforzándose por comprender su ligero susurro.

—Dice Juan—murmuró saliendo al patio—que telegrafíen en seguida aldoctó Ruiz.

El apoderado le contestó, satisfecho de su previsión. Ya habíatelegrafiado él a media tarde, al convencerse de la importancia de ladesgracia. Era casi seguro que el doctor estaría a aquellas horas encamino, para llegar a la mañana siguiente.

Después de esto, don José siguió preguntando a los médicos que habíanhecho la cura en la plaza. Pasado su primer aturdimiento, mostrábanseéstos más optimistas. Era posible que no muriese. ¡Tenía aquel organismotales energías!... Lo temible era la conmoción que había sufrido, elsacudimiento, capaz de matar a otros instantáneamente; pero ya habíasalido del colapso y recobrado sus sentidos, aunque la debilidad eragrande... Cuanto a las heridas, no las consideraban de peligro. Lo delbrazo era poca cosa; tal vez quedase menos ágil que antes. Lo de lapierna no ofrecía iguales esperanzas. El hueso estaba fracturado:Gallardo podía quedar cojo.

Don José, que había hecho esfuerzos para mostrarse impasible cuandohoras antes consideraban todos inevitable la muerte del espada, seconmovió al oír esto. ¡Cojo su matador!... ¿Entonces no podríatorear?...

Indignábase ante la calma con que hablaban los médicos de la posibilidadde que Gallardo quedase inútil para el toreo.

—Eso no puede ser. ¿Ustedes creen lógico que Juan viva y no toree?...¿Quién ocuparía su puesto? ¡Que no puede ser digo! El primer hombre delmundo... ¡y quieren que se retire!

Pasó la noche en vela con los individuos de la cuadrilla y el cuñado deGallardo.

Este, tan pronto estaba en la habitación del herido como subíaal piso superior para consolar a las mujeres, oponiéndose a su propósitode ver al torero. Debían obedecer a los médicos y evitar emociones alenfermo. Juan estaba muy débil, y esta debilidad inspiraba más cuidado alos doctores que las heridas.

A la mañana siguiente, el apoderado corrió a la estación. Llegó elexpreso de Madrid, y en él el doctor Ruiz. Venía sin equipaje, vestidocon el abandono de siempre, sonriendo bajo su barba de un blancoamarillento, bailoteándole en el suelto chaleco, con el vaivén de suspiernas cortas, el grueso abdomen, semejante al de un Buda. Habíarecibido la noticia en Madrid al salir de una corrida de novillosorganizada para dar a conocer a cierto «niño» de las Ventas. Unapayasada que le había divertido mucho... Y reía, tras una noche decansancio en el tren, recordando esta corrida grotesca, como si hubieseolvidado el objeto de su viaje.

Al entrar en la habitación del torero, éste, que parecía sumido en ellimbo de su debilidad, abrió los ojos y le reconoció, animándose con unasonrisa de confianza.

Ruiz, luego de escuchar en un rincón los susurrosde los médicos que habían hecho la primera cura, se aproximó al enfermocon aire resuelto.

—¡Animo, buen mozo, que de ésta no acabas! ¡Tienes una suerte!...

Y luego añadió, dirigiéndose a sus colegas:

—Pero ¡qué magnífico animal este Juanillo! Otro, a estas horas, no nosdaría ningún trabajo.

Le reconoció con gran atención. Una cogida de cuidado; pero ¡había vistotantas!...

En los casos de enfermedades que llamaba «corrientes»,vacilaba indeciso, no atreviéndose a sostener una opinión. Pero lascogidas de toro eran su especialidad, y en ellas aguardaba siempre lasmás estupendas curaciones, como si los cuernos diesen al mismo tiempo laherida y el remedio.

—El que no muere en la misma plaza—decía—casi puede decir que se hasalvado.

La curación no es mas que asunto de tiempo.

Durante tres días permaneció Gallardo sometido a operaciones atroces,rugiendo de dolor, pues su estado de debilidad no le permitía seranestesiado. De una pierna le extrajo el doctor Ruiz varias esquirlas dehueso, fragmentos de la tibia fracturada.

—¿Quién ha dicho que ibas a quedar inútil para la lidia?—exclamó eldoctor, satisfecho de su habilidad—. Torearás, hijo; aún te ha deaplaudir mucho el público.

El apoderado asentía a estas palabras. Lo mismo había creído él. ¿Asípodía acabar su vida aquel mozo, que era el primer hombre del mundo?...

Por mandato del doctor Ruiz, la familia del torero se había trasladado ala casa de don José. Estorbaban las mujeres: su proximidad eraintolerable en las horas de operación. Bastaba un quejido del torero,para que al momento respondiesen desde todos los extremos de la casa,como ecos dolorosos, los alaridos de la madre y la hermana, y hubieraque contener a Carmen, que se debatía como una loca, queriendo ir allado de su marido.

El dolor había trastornado a la esposa, haciéndola olvidar sus rencores.Muchas veces su llanto era de remordimiento, pues se creía autorainconsciente de aquella desgracia.

—¡Yo tengo la curpa, lo sé!—decía con desesperación al Nacional—.Repitió muchas veces que ¡ojalá lo cogiese un toro, pa acabar de unavez! He sido muy mala: le he amargao la vida.

En vano el banderillero hacía memoria del suceso, con toda clase dedetalles, para convencerla de que la desgracia había sido casual. No;Gallardo, según ella, había querido acabar para siempre, y a no ser porel banderillero, le habrían sacado muerto del redondel.

Cuando terminaron las operaciones, la familia volvió a la casa.

Entraba Carmen en la habitación del herido con leve paso, bajos losojos, como avergonzada de su anterior hostilidad.

—¿Cómo estás?—preguntaba cogiendo entre sus dos manos una de Juan.

Y así permanecía, silenciosa y tímida, en presencia de Ruiz y otrosamigos que no se apartaban de la cama del herido.

De estar sola, tal vez se habría arrodillado ante su esposo, pidiéndoleperdón.

¡Pobrecito! Lo había desesperado con sus crueldades,impulsándolo a la muerte. Había que olvidarlo todo. Y su alma sencillaasomaba a los ojos con una expresión abnegada y cariñosa, mezcla de amory ternura maternal.

Gallardo parecía empequeñecido por el dolor, flaco, pálido, con unencogimiento infantil. Nada quedaba del mozo arrogante que enardecía alos públicos con sus audacias. Quejábase de su quietismo, de aquellapierna sometida a la inmovilidad, con un peso abrumador, como si fuesede plomo. Parecía acobardado por las terribles operaciones sufridas enpleno conocimiento. Su antigua dureza para el dolor había desaparecido,y gemía a la más leve molestia.

Su cuarto era a modo de un lugar de reunión, por donde pasaban duranteel día los aficionados más célebres de la ciudad. El humo de loscigarros mezclábase al hedor del yodoformo y otros olores fuertes. Enlas mesas asomaban entre los frascos de medicamentos y los paquetes dealgodones y vendajes las botellas de vino con que eran obsequiados losvisitantes.

—Eso no es nada—gritaban los amigos, queriendo animar al torero con suruidoso optimismo—. Dentro de un par de meses ya estás toreando. Enbuenas manos has caído. El doctor Ruiz hace milagros.

El doctor se mostraba igualmente alegre.

—Ya tenemos hombre. Mírenlo ustedes: ya fuma. ¡Y enfermo que fuma...!

Hasta altas horas de la noche acompañaban al herido el doctor, elapoderado y algunos individuos de la cuadrilla. Cuando llegaba Potaje,quedábase cerca de una mesa, procurando tener las botellas al alcance dela mano.

La conversación entre Ruiz, el apoderado y el Nacional era siempresobre los toros.

Imposible juntarse con don José para hablar de otracosa. Comentaban los defectos de todos los espadas, discutían susméritos y el dinero que ganaban, mientras el enfermo escuchábales enforzosa inmovilidad o caía en una torpeza soñolienta, mecido por elsusurro de la conversación.

Las más de las veces era el doctor el único que hablaba, seguido en elcurso de sus palabras por los ojos admirativos y graves del Nacional.¡Lo que sabía aquel hombre!... El banderillero, a impulsos de la fe,retiraba a don Joselito, al maestro, una parte de su confianza, ypreguntaba al doctor cuándo sería la revolución.

—¿Y a ti qué te importa? Tú lo que debes desear es conocer a los torospara librarte de una desgracia, y torear mucho para llevar dinero a lafamilia.

El Nacional protestaba de esta humillación que pretendía imponerle porsu carácter de torero. El era un ciudadano como los demás, un elector alque buscaban los personajes políticos en días de elecciones.

—Yo creo que tengo derecho a opinar. Digo, ¡me paece!... Yo soy delcomité de mi partido: eso es... ¿Que soy torero? Ya sé que es un ofisiobajo y reasionario, pero eso no quita que tenga mis ideas.

Insistía en lo de la reacción, sin hacer caso de las burlas de don José,pues él, aun respetando mucho a éste, sólo hablaba para el doctor Ruiz.La culpa de todo la tenía Fernando VII, sí señor; un tirano que alcerrar las universidades y abrir la Escuela de Tauromaquia de Sevillahabía hecho odioso este arte, poniendo en ridículo al toreo.

—¡Mardito sea el tirano, dotor!

El Nacional conocía la historia política del país en relación con latauromaquia, y a la par que execraba al Sombrerero y otros lidiadorespartidarios del rey absoluto, hacía memoria del arrogante Juan León,desafiador de los públicos durante la época del absolutismo, el cual sepresentaba a torear en traje negro, ya que a los liberales les llamaban«negros», y tenía que salir de la plaza entre las amenazas delpopulacho, afrontando impávido sus iras. El Nacional insistía en suscreencias. El toreo era arte de otros tiempos, oficio de bárbaros, perotambién tenía sus hombres dignos de iguales consideraciones que losdemás.

—¿Y de dónde sacas eso de reaccionario?—dijo el doctor—. Tú eres unabuena persona, Nacional, con los mejores deseos del mundo, perotambién eres un ignorante.

—Eso—exclamó don José—, eso es la verdad. En el comité lo han vueltomedio tonto con sermones y soflamas.

—El toreo es un progreso—continuó el doctor, sonriendo—, ¿te enteras,Sebastián?

un progreso de las costumbres de nuestro país, unadulcificación de las diversiones populares a que se entregaban losespañoles de otros tiempos; esos tiempos de que te habrá hablado muchasveces tu don Joselito.

Y Ruiz, con una copa en la mano, hablaba y hablaba, deteniéndosesolamente para beber un sorbo.

—Eso de que el toreo es antiquísimo no pasa de ser una enorme mentira.Se mataban fieras en España para diversión de la gente, pero no existíael toreo tal como hoy se conoce. El Cid alanceaba toros, conforme; loscaballeros moros y cristianos se entretenían en los cosos; pero niexistía el torero de profesión, ni a los animales se les daba unamuerte noble y conforme a reglas.

El doctor evocaba el pasado de la fiesta nacional durante siglos. Sóloen muy contadas circunstancias, cuando se casaban los reyes, se firmabauna paz o se inauguraba una capilla en una catedral, celebrábanse talessucesos con corridas de toros. Ni había regularidad en la repetición deestas fiestas, ni se conocía el lidiador profesional. Los apuestoscaballeros, vestidos de brillantes sedas, salían al coso, jinetes en suscorceles, para alancear la bestia o rejonearla ante los ojos de lasdamas. Si el toro llegaba a desmontarlos, tiraban de la espada, y conayuda de los lacayos daban muerte a la bestia, hiriéndola donde podían,sin ajustarse a regla alguna. Cuando la corrida era popular, bajaba a laarena la muchedumbre, atacando en masa al toro, hasta que conseguíaderribarlo, rematándole a puñaladas.

—No existían las corridas de toros—continuaba el doctor—. Aquelloeran cacerías de reses bravas... Bien considerado, la gente tenía otrasocupaciones y contaba con otras fiestas propias de la época, nonecesitando perfeccionar esta diversión.

El español belicoso tenía como medio seguro de abrirse paso las guerrasincesantes en diversos territorios de Europa y el embarcarse para lasAméricas, siempre necesitadas de hombres valerosos. Además, la religióndaba con frecuencia espectáculos emocionantes, en los cuales sentíase elescalofrío que proporciona el peligro ajeno y se ganaban indulgenciaspara el alma. Los autos de fe, seguidos de quemas de hombres, eranespectáculos fuertes que quitaban interés a unos juegos con simplesanimales montaraces. La Inquisición resultaba la gran fiesta nacional.

—Pero llegó un día—siguió diciendo Ruiz con fina sonrisa—en que laInquisición comenzó a debilitarse. Todo se gasta en este mundo. Al finse murió de vieja, mucho antes de que la suprimiesen las leyesrevolucionarias. Estaba cansada de existir; el mundo había cambiado, ysus fiestas resultaban algo semejante a lo que sería una corrida detoros en Noruega, entre hielos y con cielo obscuro. Le faltaba ambiente.Comenzó a sentir vergüenza de quemar hombres, con todo su aparato desermones, vestiduras ridículas, abjuraciones, etc. Ya no se atrevió adar autos de fe.

Cuando le era necesario revelar que aún existía,contentábase con unos azotes dados a puerta cerrada. Al mismo tiempo,los españoles, cansados de andar por el mundo en busca de aventuras, nosmetimos en casa: ya no hubo más guerras en Flandes ni en Italia; seterminó la conquista de América con el continuo embarque de aventureros,y entonces fue cuando comenzó el arte del toreo, y se construyeronplazas permanentes, y se formaron cuadrillas de toreros de profesión, yse ajustó la lidia a reglas, y se crearon tal como hoy las conocemos lassuertes de banderillas y de matar. La muchedumbre encontró la fiesta muyde su gusto. El toreo se hizo democrático al convertirse en unaprofesión. Los caballeros fueron sustituidos por plebeyos, que cobrabanal exponer su vida, y el pueblo entró en masa en las plazas como únicoseñor, dueño de sus actos, pudiendo insultar desde las gradas a la mismaautoridad que le inspiraba terror en la calle. Los hijos de los queasistían con religioso y concentrado entusiasmo al achicharramiento deherejes y judaizantes se dedicaron a presenciar con ruidosa algazara lalucha del hombre con el toro, en la que sólo de tarde en tarde llega lamuerte para el lidiador. ¿No es esto un progreso?...

Ruiz insistía en su idea. A mediados del siglo XVIII, cuando España semetía en su caparazón, renunciando a lejanas guerras y nuevascolonizaciones, y se extinguía por falta de ambiente la fría crueldadreligiosa, era cuando florecía el torero. El heroísmo popular necesitabanuevos caminos para subir hasta la notoriedad y la fortuna. La ferocidadde la muchedumbre, habituada a fiestas de muerte, necesitaba una válvulade escape para dar expansión a su alma, educada durante siglos en lacontemplación de suplicios. El auto de fe era sustituido por la corridade toros. El que un siglo antes hubiese sido soldado en Flandes ocolonizador militar de las soledades del Nuevo Mundo, convertíase entorero. El pueblo, al ver cerradas sus fuentes de expansión, labraba conla nueva fiesta nacional una salida gloriosa para todos los ambiciososque tenían valor y audacia.

—Un progreso—continuó el doctor—. Me parece que está claro. Por esoyo, que soy revolucionario en todo, no me avergüenzo de decir que megustan los toros... El hombre necesita el picante de la maldad paraalegrar la monotonía de su existencia.

También es malo el alcohol ysabemos que nos hace daño, pero casi todos lo bebemos.

Un poco desalvajismo de vez en cuando da nuevas energías para continuar laexistencia. Todos gustamos de volver la vista atrás, de tarde en tarde,y vivir un poco la vida de nuestros remotos abuelos. La brutalidad hacerenacer en nuestro interior fuerzas misteriosas que no es convenientedejar morir. ¿Que las corridas de toros son bárbaras? Conforme; pero noson la única fiesta bárbara del mundo. La vuelta a los placeresviolentos y salvajes es una enfermedad humana que todos los pueblossufren por igual. Por eso yo me indigno cuando veo a los extranjerosfijar sus ojos en España, como si sólo aquí existiesen fiestas deviolencia.

Y el doctor clamaba contra las inútiles carreras de caballos, en lascuales mueren muchos más hombres que en las corridas de toros; contralas cacerías de ratas por perros amaestrados, presenciadas por públicoscultos; contra los juegos del sport moderno, de los que salen loscampeones con las piernas rotas, el cráneo fracturado o las naricesaplastadas; contra el duelo, las más de las veces sin otra causa que undeseo malsano de publicidad.

—El toro y el caballo—clamaba Ruiz—hacen llorar de pena a esas gentesque no gritan en sus países al ver cómo cae en el hipódromo un animal decarreras reventado, con las patas rotas, y que consideran comocomplemento de la belleza de toda gran ciudad el establecimiento de unjardín zoológico.

El doctor Ruiz se indignaba de que en nombre de la civilización seanatematizase por bárbara y sangrienta la corrida de toros, y en nombrede la misma civilización se alojasen en un jardín los animales másdañinos e inútiles de la tierra, manteniéndolos y calentándolos con unlujo principesco. ¿Para qué esto? La ciencia los conocía perfectamente ylos tenía ya catalogados. Si el exterminio repugnaba a ciertas almas,¿por qué no clamar contra las obscuras tragedias que todos los días sedesarrollaban en las jaulas de los parques zoológicos? La cabra detrémulo balido y cuernos inútiles veíase metida sin defensa en el antrode la pantera, y allí sufría la arremetida que quebraba sus huesos conespeluznante crujido, hundiendo la bestia sus zarpas en las entrañas dela víctima y el hocico en su sangre humeante. Los míseros conejosarrancados a la paz olorosa del monte temblaban de miedo al sentirerizarse su pelaje bajo el soplo de la boa, que parecía hipnotizarloscon sus ojos y avanzaba traidora las revueltas de sus pintarrajeadosanillos para ahogarlos con glacial presión...

Cientos de pobresanimales respetables por su debilidad morían para el sustento de bestiasferoces completamente inútiles, guardadas y festejadas en ciudades quese creían de la mayor civilización; y de esas mismas ciudades salíaninsultos para la barbarie española, porque hombres valerosos y ágiles,siguiendo reglas de indiscutible sabiduría, mataban frente a frente auna fiera arrogante y temible, en pleno sol, bajo el cielo azul, anteuna muchedumbre ruidosa y multicolor, uniendo a la emoción del peligroel encanto de la belleza pintoresca... ¡Vive Dios!...

—Nos insultan porque somos ahora poca cosa—decía Ruiz, indignándosecontra lo que consideraba una injustic