Sangre y Arena by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Gallardo fue recibido como un semidiós por las tres mujeres, que,olvidando a sus amigos, sólo le miraban a él y se disputaban el honor desentarse a su lado, acariciándolo con ojos de lobas en celo... Lerecordaban a la otra, a la ausente, a la casi olvidada, con suscabelleras de oro, sus trajes elegantes y un ambiente de carne perfumaday tentadora que, emanando de sus cuerpos, parecía envolverle en unaespiral de embriaguez.

La presencia de sus camaradas contribuía a hacer más vivo este recuerdo.Todos eran amigos de doña Sol; algunos hasta pertenecían a su familia yél los había mirado como parientes.

Comieron y bebieron con esa voracidad salvaje de las fiestas nocturnas,a las que se va con un propósito firme de excederse en todo, buscandoembriagarse cuanto antes para atrapar la alegría del aturdimiento.

En un extremo del salón rasgueaban sus guitarras unos gitanos, entonandocanciones melancólicas. Una de aquellas mujeres, con entusiasmo deneófita, saltó sobre la mesa, comenzando a mover torpemente lassoberbias caderas, queriendo imitar las danzas del país, haciendo alardede los adelantos realizados en pocos días bajo la dirección de unmaestro sevillano.

—¡Asaúra!... ¡Malaje!... ¡Sosa!—gritaban irónicamente los amigos,jaleándola con rítmicas palmadas.

Se burlaban de su pesadez, pero admiraban con ojos de deseo la gallardíade su cuerpo. Y ella, orgullosa de su arte, tomando por elogiosentusiastas estos gritos incomprensibles, seguía moviendo las caderas yelevaba los brazos como asas de ánfora en torno de su cabeza, con lamirada en alto.

Pasada media noche, estaban todos ebrios. Las mujeres, perdido el pudor,asediaban con su admiración al espada. Este se dejaba manejar impasiblepor las manos que se lo disputaban, mientras las bocas le sorprendíancon ardorosos contactos en las mejillas y el cuello. Estaba borracho,pero su borrachera era triste. ¡Ay, la otra!... ¡la rubia verdadera! Eloro de estas cabelleras que comenzaban a deshacerse en torno de él eraartificial, cubriendo un pelo grueso y fuerte, endurecido por laquímica. Los labios tenían un sabor de manteca perfumada. Sus redondecesdaban una sensación de dureza pulida por el contacto, semejante a la delas aceras. Al través de los perfumes, su imaginación olfateaba un olorde vulgaridad original. ¡Ay, la otra! ¡la otra!...

Gallardo, sin saber cómo, se vio en los jardines, bajo el solemnesilencio que parecía descender de las estrellas, entre cenadores defrondosa vegetación, siguiendo una senda tortuosa, viendo al través delfollaje las ventanas del comedor iluminadas cual bocas de infierno, porlas que pasaban y repasaban las sombras como demonios negros.

Una mujer oprimía su brazo tirando de él, y Gallardo se dejaba llevar,sin verla siquiera, con el pensamiento lejos, muy lejos.

Una hora después volvió al comedor. Su compañera, con los pelosalborotados y los ojos brillantes y hostiles, hablaba a las amigas.Estas reían y le señalaban con gesto despectivo a los demás hombres, quereían también... ¡Ah, España! ¡País de desilusiones, donde todo era puraleyenda, hasta el coraje de los héroes!...

Gallardo bebió más y más. Las mujeres, que antes se lo disputaban,asediándolo con sus caricias, volvíanle la espalda, cayendo en brazos delos otros hombres. Los guitarristas apenas tocaban, y ahitos de vinoinclinábanse sobre sus instrumentos con placentera somnolencia.

El torero iba también a dormirse sobre una banqueta, cuando le ofrecióllevarle a casa en su carruaje uno de aquellos amigos, obligado aretirarse antes de que su madre la condesa se levantara, como todos losdías, para ir a la misa del alba.

El viento de la noche no disipó la embriaguez del torero. Cuando elamigo le dejó en la esquina de su calle, Gallardo anduvo con pasovacilante hacia su casa. Cerca de la puerta se detuvo, agarrándose a lapared con ambas manos y descansando la cabeza en los brazos, como si nopudiese soportar el peso de sus meditaciones.

Había olvidado completamente a sus amigos, la cena en Eritaña y las tresextranjeras pintarrajeadas que se lo habían disputado, acabando porinsultarle. Algo quedaba en su memoria de la otra, ¡eso siempre!... peroindeciso y en último término. Ahora su pensamiento, por uno de esossaltos caprichosos de la embriaguez, lo ocupaban por entero lascorridas de toros.

El era el primer matador del mundo, ¡olé! Así lo afirmaban su apoderadoy los amigos, y así era la verdad. Ya verían los adversarios cosa buenacuando él volviese a la plaza. Lo del otro día era un simple descuido:la mala suerte, que le había jugado una de las suyas.

Orgulloso de la fuerza omnipotente que en aquel instante le comunicabala embriaguez, veía a todos los toros, andaluces y castellanos, comodébiles cabras que podía abatir con sólo un golpe de su mano.

Lo del otro día no era nada. «¡Líquido!»... como decía el Nacional.«Al mejor cantaor se le escapa un gallo.»

Y este aforismo, aprendido de la boca de venerables patriarcas del toreoen tardes de desgracia, le comunicó un deseo irresistible de cantar,poblando con su voz el silencio de la calle solitaria.

Con la cabeza siempre apoyada en los brazos comenzó a canturrear unaestrofa de su invención, que era una alabanza disparatada a sus méritos:«Yo soy Juaniyo Gallardo...

con más c...oraje que Dió.» Y no pudiendoimprovisar más en su honor, repetía y repetía las mismas palabras convoz ronca y monótona, que alteraba el silencio y hacía ladrar a un perroinvisible en el fondo de la calle.

Era la herencia paternal que renacía en él: la manía cantante queacompañaba al señor Juan el remendón en sus borracheras semanales.

Se abrió la puerta de la casa y avanzó Garabato la cabeza, mediodormido aún, para ver al beodo, cuya voz había creído reconocer.

—¡Ah! ¿eres tú?—dijo el espada—. Aspérate, que voy a sortá la última.

Y todavía repitió varias veces la incompleta canción en honor de suvalentía, hasta que al fin se decidió a entrar en la casa.

No sentía deseos de acostarse. Adivinando su estado retardaba el momentode subir a la habitación, donde le aguardaba Carmen, tal vez despierta.

—Ve a dormir, Garabato. Yo tengo que hasé muchas cosas.

No sabía cuáles eran, pero le atraía su despacho, con todo aqueldecorado de arrogantes retratos, moñas arrancadas a los toros y cartelesque pregonaban su fama.

Cuando se inflamaron los globos de luz eléctrica y se alejó el criado,Gallardo quedó en el centro del despacho, vacilante sobre sus piernas,paseando por las paredes una mirada de admiración, como si contemplasepor primera vez este museo de gloria.

—Mu bien... ¡pero que mu bien!—murmuraba—. Ese güen mozo soy yo... yese otro también... ¡y toos!... ¡Y aún hay quien dise de mí!... ¡Marditasea!... Yo soy el primé hombre der mundo. Don José lo dise, y dise laverdá.

Arrojó su sombrero sobre el diván, como si se despojase de una corona degloria que abrumaba su frente, y tambaleándose fue a apoyar las manos enel escritorio, quedando con la mirada fija en la enorme cabeza de toroque adornaba la pared del fondo del despacho.

—¡Hola! ¡Güenas noches, mozo güeno!... ¿Qué pintas tú aquí?... ¡Muuú!¡muuú!

Lo saludaba con mugidos, imitando infantilmente el bramar de los torosen la dehesa y en la plaza. No lo reconocía; no podía acordarse de porqué estaba allí la peluda cabeza con sus cuernos amenazadores. Poco apoco fue haciendo memoria.

—Te conosco, gachó... Me acuerdo de lo que me hiciste rabiá aquellatarde. La gente silbaba, me tiraban boteyas... hasta le fartaron a miprobe mare, ¡y tú tan contento!... ¡Cómo te divertirías, ¿he?sinvergüensón!...

Su mirada de ebrio creyó ver temblar con estremecimiento de risa elbrillo del hocico barnizado y la luz de los ojos de cristal. Hasta seimaginó que el cornúpeto movía el testuz, asintiendo a esta pregunta conuna ondulación de su cuello colgante.

El borracho, hasta entonces sonriente y bonachón, sintió nacer su cóleracon el recuerdo de aquella tarde de desgracia. ¿Y aún se reía aquel malbicho?... Estos toros de perversa intención, marrulleros y reflexivos,que parecían burlarse del lidiador, eran los que tenían la culpa de queun hombre de bien fuese insultado y se viera en ridículo.

¡Ay, cómo losodiaba Gallardo! ¡Qué mirada de odio la suya al fijarla en los ojos decristal de la cornuda cabeza!...

—¿Aún te ríes, hijo de perra? ¡Mardito seas, guasón! ¡Mardita la vacaque te parió y el ladrón de tu amo que te dio hierba en la dehesa!¡Ojalá esté en presidio!... ¿Aún te ríes? ¿aún me haces muecas?

A impulsos de su rabia, tendió el busto sobre la mesa, avanzando losbrazos y abriendo los cajones. Después se irguió, levantando una manohacia el cornudo testuz.

¡Pum! ¡pum!... Dos tiros de revólver.

Saltó un globo de vidrio en menudos fragmentos de la cuenca de un ojo, yen la frente de la bestia se abrió un agujero redondo y negro entrepelos chamuscados.

VIII

En plena primavera la temperatura dio un salto atrás, con la extremadaviolencia del clima de Madrid, inconstante y loco.

Hacía frío. El cielo gris derramaba violentas lluvias, acompañadasalgunas veces de copos de nieve. La gente, vestida ya con trajesligeros, abría armarios y cofres para sacar capas y gabanes. La lluviaennegrecía y deformaba los blancos sombreros primaverales.

Hacía dos semanas que no se daban funciones en la Plaza de Toros. Lacorrida del domingo aplazábase para un día de la semana en que hiciesebuen tiempo. El empresario, los empleados de la plaza y los innumerablesaficionados, a los que esta suspensión forzosa traía de mal humor,espiaban el firmamento con la ansiedad del labriego que teme por suscosechas. Una clara en el cielo o la aparición de unas estrellas a medianoche, cuando salían ellos de los cafés, les devolvían la alegría.

—Va a levantarse el tiempo... Pasado mañana corrida.

Pero las nubes volvían a juntarse, persistía la cerrazón gris, con suconstante lloro, e indignábase la gente de la afición contra latemperatura, que parecía haber declarado guerra a la fiesta nacional...¡País desgraciado! Hasta las corridas de toros iban siendo imposibles enél.

Gallardo llevaba dos semanas de forzoso descanso. Su cuadrilla quejábasede la inacción. En cualquier otro punto de España habrían sufridoresignados los toreros esta demora. La estancia en el hotel la pagaba elespada en todas partes menos en Madrid.

Era una mala costumbreestablecida hacía tiempo por los maestros vecinos de la capital. Sesuponía que todos los toreros debían tener en la corte domicilio propio.Y

los pobres peones y picadores, que habitaban una casucha de huéspedestenida por la viuda de un banderillero, apretaban su existencia con todaclase de economías, fumando poco y quedándose a la puerta de los cafés.Pensaban en sus familias con una avaricia de hombres que a cambio de susangre sólo recibían un puñado de duros.

Cuando vinieran a darse las doscorridas, ya se habrían comido el producto de ellas.

El espada mostrábase igualmente malhumorado en la soledad de su hotel,pero no a causa del tiempo, sino de su mala suerte.

Había toreado la primera corrida en Madrid con resultado deplorable. Elpúblico era otro para él. Aún le quedaban partidarios de feinquebrantable que se aferraban a su defensa; pero estos entusiastas,ruidosos y agresivos un año antes, mostraban ahora cierta tristeza, ycuando hallaban ocasión de aplaudirle lo hacían con timidez. En cambio,los enemigos y la gran masa del público, que desea peligros y muertes,¡qué injustos en sus apreciaciones! ¡qué audaces para insultarle!... Loque toleraban a otros matadores, estaba vedado para él.

Le habían visto audaz, lanzándose ciegamente en el peligro, y así lequerían para siempre, hasta que la muerte cortase su carrera. Había sidoun suicida con suerte en los primeros tiempos, cuando necesitabacrearse un nombre, y la gente no transigía ahora con su prudencia. Elinsulto acompañaba siempre a sus intentos de conservación.

Apenas tendíala muleta ante el toro a cierta distancia, estallaba la protesta. ¡No searrimaba! ¡tenía miedo! Y bastaba que diese un paso atrás, para que elpopulacho saludase esta precaución con insultos soeces.

La noticia de lo ocurrido en Sevilla en la corrida de Pascua parecíahaber circulado por toda España. Los enemigos se vengaban de largos añosde envidia. Los compañeros profesionales, a los que había empujadomuchas veces al peligro por exigencias de la emulación, propagaban conhipócritas expresiones de lástima la decadencia de Gallardo. ¡Se acabóel valor! La última cogida le había hecho demasiado prudente. Y lospúblicos, impresionados por estas noticias, fijaban sus ojos en eltorero apenas salía a la plaza, con una predisposición a encontrar malotodo cuanto hiciese, así como antes le aplaudían hasta en sus defectos.

La veleidad característica de las muchedumbres ayudaba a este cambio deopinión.

La gente estaba fatigada de admirar el valor de Gallardo, ygozaba ahora apreciando su miedo o su prudencia, como si esto la hiciesea ella más valerosa.

Nunca creía el público que estaba bastante cerca del toro. «¡Hay quearrimarse más!» Y cuando él, dominando con un esfuerzo de voluntad suorganismo, que tendía a rehuir el peligro, conseguía matar un toro comoen otros tiempos, la ovación no era igualmente ruidosa. Parecía haberseroto la corriente de entusiasmo que le unía antes con el público. Susescasos triunfos servían para que la gente le abrumase con lecciones yconsejos. «¡Así se mata! ¡Así debes hacer siempre, maulón!»

Los partidarios fieles reconocían sus fracasos, pero los excusabanhablando de las hazañas realizadas por Gallardo en las tardes de buenafortuna.

—Se descuida algo—decían—. Está cansado. ¡Pero cuando él quiere!...

—¡Ay! Gallardo quería siempre. ¿Por qué no hacerlo bien, ganando elaplauso del público?... Pero sus éxitos, que los aficionados creían uncapricho de la voluntad, eran obra del azar o de un conjunto decircunstancias; la corazonada audaz de los buenos tiempos, que sólo lasentía ahora muy de tarde en tarde.

En varias plazas de provincia había oído ya silbidos. Las gentes del solle insultaban con bramar de cuernos y toques de cencerro cuando sedemoraba en dar muerte a los toros, clavándoles medias estocadas que nollegaban a hacer doblar las patas a la fiera.

En Madrid, el público «le aguardaba de uña», como él decía. Apenas levieron los espectadores de la primera corrida pasar de muleta a un toroy entrar a matar, estalló el escándalo. ¡Les habían cambiado al «niño»de Sevilla! Aquel no era Gallardo: era otro.

Encogía el brazo, volvía lacara, corría con una viveza de ardilla, poniéndose fuera del alcance deltoro, sin serenidad para aguardarle a pie firme. Notábase en él unadeplorable disminución de valor y de fuerzas.

La corrida fue un fracaso para Gallardo, y en las tertulias de losaficionados se habló mucho de este suceso. Los viejos, que encontrabanmalo todo lo presente, comentaron la flojedad de los toreros modernos.Presentábanse con un atrevimiento loco, y apenas sentían en la carne elcontacto del cuerno... ¡se acabaron los hombres!

Gallardo, obligado al descanso por el mal tiempo, aguardaba impacientela segunda corrida, con el propósito de realizar grandes hazañas. Ledolía mucho la herida abierta en su amor propio por las burlas de losenemigos. Si volvía a provincias con la mala fama de un fracaso enMadrid, era hombre perdido. El dominaría su nerviosidad, venceríaaquella preocupación que le hacía huir el cuerpo y ver los toros másgrandes y temibles. Considerábase con fuerzas para realizar el mismotrabajo de otros tiempos.

Un poco de flojera en el brazo y en la pierna,pero esto pasaría.

Su apoderado le habló de una contrata ventajosísima para ciertas plazasde América.

No; él no pasaba ahora los mares. Necesitaba demostrar enEspaña que era el espada de siempre. Luego ya pensaría en laconveniencia de hacer este viaje.

Con el ansia del hombre popular que siente quebrantarse su prestigio,Gallardo exhibíase pródigamente en los lugares frecuentados por lasgentes de la afición.

Entraba en el Café Inglés, donde se reunen lospartidarios de los toreros andaluces, y con su presencia evitaba que elimplacable comentario siguiera cebándose en su nombre. El mismo,sonriente y modesto, iniciaba la conversación, con una humildad quedesarmaba a los más intransigentes.

—Es sierto que no estuve bien, lo reconosco... Pero ya verán ustés enla prósima corría, así que aclare el tiempo... Se hará lo que se puea.

En ciertos cafés de la Puerta del Sol, donde se reunían otrosaficionados de clase más modesta, no se atrevía a entrar. Eran losenemigos del toreo andaluz, los madrileños netos, amargados por lainjusticia de que todos los matadores fuesen de Córdoba y Sevilla, sinque la capital tuviera un representante glorioso. El recuerdo de Frascuelo, al que consideraban hijo de Madrid, perduraba en estastertulias con una veneración de santo milagroso. Los había de ellos queen muchos años no habían ido a la plaza, desde que se retiró el «negro».¿Para qué? Contentábanse con leer las reseñas de los periódicos,convencidos de que no había toros, ni siquiera toreros, desde la muertede Frascuelo. Niños andaluces nada más; bailarines que hacían monadascon la capa y el cuerpo, sin saber lo que era «recibir» un toro.

De vez en cuando circulaba entre ellos un soplo de esperanza. Madrid ibaa tener un gran matador. Acababan de descubrir a un novillero, hijo delas afueras, que, después de cubrirse de gloria en las plazas deVallecas y Tetuán, trabajaba los domingos en la plaza grande en corridasbaratas.

Su nombre se hacía popular. En las barberías de los barrios bajoshablaban de él con entusiasmo, profetizándole los mayores triunfos. Elhéroe andaba de taberna en taberna bebiendo copas y engrosando el núcleode partidarios. Los aficionados pobres que no asistían a las grandescorridas por ser cara la entrada, y esperaban al anochecer la salida de El Enano para comentar el mérito de unos lances no vistos, agrupábanseen torno del futuro maestro, protegiéndolo con la sabiduría de suexperiencia.

—Nosotros—decían con orgullo—conocemos a las «estrellas» del toreoantes que los ricos.

Pero transcurría el tiempo sin que las profecías se cumpliesen. El héroecaía víctima de una cornada mortal, sin otro responso de gloria quecuatro líneas en los periódicos, o se «achicaba» tras una cogida,quedando convertido en uno de tantos paseantes que exhiben la coleta enla Puerta del Sol aguardando imaginarias contratas. Entonces losaficionados volvían los ojos a otros principiantes, esperando con una fehebraica la llegada del matador gloria de Madrid.

Gallardo no osaba aproximarse a esta demagogia tauromáquica, que lehabía odiado siempre y celebraba su decadencia. Los más de ellos noiban a verle en el redondel, ni admiraban a ningún torero del presente.Esperaban su Mesías para decidirse a volver a la plaza.

Cuando vagaba al anochecer por el centro de Madrid, dejábase abordar enla Puerta del Sol y la acera de la calle de Sevilla por los vagabundosdel toreo que forman corrillos en estos puntos, hablando de sus hazañasjunto a los cómicos sin contrata y murmurando de los maestros con unarabia de desheredados.

Eran mozos que le saludaban llamándole «maestro» o «señó Juan», muchoscon aire famélico, preparando con tortuosas razones la petición de unaspesetas, pero bien vestidos, limpios, flamantes, adoptando actitudesgallardas, como si estuviesen ahitos de los placeres de la existencia, yluciendo una escandalosa latonería de sortijas y cadenas falsas.

Algunos eran muchachos honrados que pretendían abrirse paso en latauromaquia para sostener a sus familias con algo más que el jornal deun obrero. Otros, menos escrupulosos, tenían fieles amigas quetrabajaban en ocupaciones indeclarables, satisfechas de sacrificar elcuerpo para la manutención y adecentamiento de un buen mozo que, a creeren sus palabras, acabaría por ser una celebridad.

Sin más equipo que lo puesto, pavoneábanse de la mañana a la noche en elcentro de Madrid, hablando de contratas que no habían querido admitir yespiándose unos a otros para saber quién tenía dinero y podía convidar alos camaradas. Cuando alguno, por un recuerdo caprichoso de la suerte,conseguía una corrida de novillos en un lugar de la provincia, teníaantes que redimir el traje de luces, cautivo en una casa de préstamos.Eran vestímentas venerables que habían pertenecido a varios héroes, conlos dorados opacos y cobrizos; oro de velón, según decían losinteligentes. La seda abundaba en remiendos, gloriosos recuerdos decornadas en las que quedaban al aire faldones y vergüenzas, y estabamanchada de amarillentos rodales, viles vestigios de las expansiones delmiedo.

Entre este populacho de la tauromaquia, amargado por el fracaso ymantenido en la obscuridad por la torpeza o el miedo, existían grandeshombres rodeados de general respeto. Uno que huía ante los toros eratemido por la facilidad con que tiraba de navaja. Otro había estado enpresidio por matar a un hombre de un puñetazo. El famoso Tragasombreros gozaba los honores de la celebridad luego que unatarde, en una taberna de Vallecas, se comió un fieltro cordobés frito enpedazos, con vino a discreción para hacer pasar los bocados.

Algunos de suaves maneras, siempre bien vestidos y recién afeitados, seapegaban a Gallardo, acompañándole en sus paseos, con la esperanza deque los invitase a comer.

—A mí me va bien, maestro—decía uno de buen rostro—. Se torea poco,los tiempos están malos, pero tengo a mi padrino... el marqués: ya loconose usté.

Y mientras Gallardo sonreía de un modo enigmático, el torerillorebuscaba en sus bolsillos.

—Me apresia mucho... ¡Mie usté qué pitillera me ha traío de París!...

Y mostraba con orgullo la metálica cigarrera, en cuya tapa lucían susdesnudeces unos angelitos esmaltados sobre una dedicatoria casi amorosa.

Otros buenos mozos, de aire arrogante, que parecían proclamar en susojos atrevidos el orgullo de su virilidad, entretenían alegremente alespada con el relato de sus aventuras.

En las mañanas de sol iban de cacería a la Castellana, a la hora en quelas institutrices de casa grande sacan a pasear a los niños. Eran misses inglesas, frauleins alemanas, que acababan de llegar a Madridcon la cabeza repleta de concepciones fantásticas sobre este país deleyenda, y al ver a un buen mozo de cara afeitada y ancho fieltro, lecreían inmediatamente torero... ¡Un novio torero!

—Son unas gachís sosas como el pan sin sá, ¿sabe usté, maestro? La patagrande, el pelo de cáñamo; pero se traen sus cosas, ¡vaya si se lastraen!... Y como apenas camelan lo que uno las dise, too es reír yenseñar los piños, que son mu blancos, y abrir los ojasos... No hablancristiano, pero entienden cuando se les hase la seña del parné; y comouno es un cabayero y grasia a Dió quea siempre bien, dan pa tabaco y paotras cosas, y se va viviendo. Yo yevo ahora tres entre manos.

Y el que así hablaba enorgullecíase de su guapeza incansable, que ibadevorando los ahorros de las institutrices.

Otros dedicábanse a las extranjeras de los music-halls, bailarinas ycupletistas que llegaban a España con el ansia de conocer desde elprimer día las dulzuras de «un novio togego». Eran francesasvivarachas, de naricilla empinada y corsé plano, que en su espiritualdelgadez apenas si podían ofrecer algo tangible entre la rizada col desu faldamenta perfumada y susurrante; alemanas de carnes macizas,pesadas, imponentes y rubias como walkyrias; italianas de pelo negro yaceitoso, con la tez de morena verdosidad y la mirada trágica.

Los torerillos reían recordando sus primeras entrevistas a solas conestas devotas entusiastas. La extranjera temía siempre ser engañada,como si la desconcertase ver que el héroe legendario resultaba un hombrecomo los demás. ¿Realmente era togego?... Y le buscaba la coleta,sonriendo satisfecha de su astucia cuando sentía entre las manos elpeludo apéndice, que equivalía a un testimonio de identificación.

—Usté no sabe lo que son esas hembras, maestro. Se pasan la noche besaque te besa, con la coleta en la boca, como si uno no tuviese na demejor... ¡Y unos caprichos! Pa darles gusto tie uno que saltá de la camaa los medios de la habitasión y explicarles cómo se torea, poniendoacostá una silla, dándola capotasos con una sábana y clavandobanderillas con los deos... ¡la mar! Y aluego, como son unas gachís quevan por er mundo sacándole los reaños a too cristiano que se aserca aellas, empiesan las petisiones en su media lengua, que ni Dios lasentiende. «Novio togego, ¿me regalarías una capa de las tuyas, todabordá de oro, pa lucirla cuando salga a bailar?» Ya ve usté, maestro,las tragaeras de esas niñas. ¡Como si las capas se comprasen lo mismoque compra uno un periódico! ¡Como si las tuviese uno a ocenas!...

Prometía la capa el torerillo con generosa arrogancia. Los toreros todosson ricos. Y

mientras llegaba el vistoso regalo, iba estrechándose laintimidad; y el «novio» hacía empréstitos a su amiga; y si no teníadinero, la empeñaba una joya; y a impulsos de la confianza, ibaguardándose lo que encontraba al alcance de su mano, y cuando ellapretendía salir del ensueño amoroso, protestando de tales libertades, elbuen mozo demostraba la vehemencia de su pasión y volvía por susprestigios de héroe legendario dándola una paliza.

Gallardo se regocijaba con este relato, especialmente al llegar alúltimo punto.

—¡Así!... ¡haces bien!—decía con una alegría salvaje—. ¡Duro con esasgachís! Tú las conoses. Así te querrán más. Lo peó que le pué pasar aun cristiano es achicarse con ciertas mujeres. El hombre debe haserserespetá.

Admiraba ingenuamente la falta de escrúpulos de estos mozos, que vivíande poner a contribución las ilusiones de las extranjeras de paso, y secompadecía a él mismo recordando sus debilidades con cierta mujer.

A estas distracciones que le ofrecía el trato con algunos torerillosuníase la pegajosidad de cierto entusiasta que le perseguía con sussúplicas. Era un tabernero de las Ventas, gallego, de recia musculatura,corto de pescuezo y rubicundo de color, que había hecho una pequeñafortuna en su tienda, donde bailaban los domingos criadas y soldados.

No tenía mas que un hijo, y este muchacho, pequeño de cuerpo y decontextura débil, estaba destinado por su padre a ser una de las grandesfiguras de la tauromaquia.

El tabernero, gran entusiasta de Gallardo yde todos los espadas de fama, lo había decidido así.

—El chico vale—decía—. Ya sabe usted, señor Juan, que yo entiendoalgo de estas cosas. Me tiene a mí, que llevo gastado un porción dedinero por darle carrera, pero necesita un padrino si ha de ir adelante,y nadie mejor que usted. ¡Si usted quisiera dirigir una novillada en laque matase el chico!... Iría la mar de gente: yo correría con todos losgastos.

Esta facilidad para «correr con los gastos», ayudando al chico en sucarrera, había ocasionado grandes pérdidas al tabernero. Pero seguíaadelante, sintiéndose alentado por el espíritu comercial, que le hacíasobrellevar los fracasos con la esperanza de enormes ganancias cuando suhijo fuese un matador de cartel.

El pobre muchacho, que en sus primeros años había manifestado aficionesal toreo, como la mayoría de los chicuelos de su clase, veíase ahoraprisionero del entusiasmo del padre. Este había creído seriamente en suvocación, descubriendo cada día nuevas facultades en él. Su apocamientode ánimo era tomado como pereza; su miedo, como falta de v