Otras veces dirigíanse a la estación del Empalme, si se anunciaba algúnencajonamiento de toros para las plazas que daban corridasextraordinarias a fines de invierno.
Doña Sol examinaba curiosamente este lugar, el más importante centro deexportación de la industria taurina. Eran extensos corrales inmediatos ala vía férrea.
Enormes cajones de madera gris montados sobre ruedas ycon dos puertas levadizas alineábanse a docenas, aguardando la buenaépoca de las expediciones, o sea las corridas del verano.
Estos cajones habían viajado por toda la Península llevando en suinterior un toro bravo hasta una plaza lejana y volviendo de vacío, paraalojar en sus entrañas otro y otro.
El engaño ideado por el hombre, la astuta destreza humana, conseguíanmanejar fácilmente, como una mercancía, a estas fieras habituadas a lalibertad del campo.
Llegaban los toros que habían de ser expedidos en eltren galopando por una ancha y polvorienta carretera entre dosalambrados de agudas puntas. Venían de lejanas dehesas, y al llegar alEmpalme, sus conductores les hacían emprender una carrera desaforada,para engañarlos mejor en el ímpetu de la velocidad.
Delante marchaban a todo galope de sus caballos los mayorales y pastorescon la pica al hombro, y tras ellos corrían los prudentes cabestros,cubriendo a los conductores con sus astas enormes de reses viejas. Acontinuación trotaban los toros bravos, las fieras destinadas a lamuerte, marchando «bien arropadas», o lo que es lo mismo, rodeadas detoros mansos que evitaban se apartasen del camino, y de fuertes vaquerosque corrían honda en mano, prontos a saludar con una pedrada certera alpar de cuernos que se separase del grupo.
Al llegar a los corrales, los jinetes delanteros se apartaban, quedandofuera de la puerta, y todo el tropel de toros, avalancha de polvo,patadas, bufidos y cencerreos, metíase en el recinto con ímpetuarrollador, cerrándose prontamente las vallas sobre el rabo del últimoanimal. Gentes a horcajadas en los muros o asomadas a unas galerías losazuzaban con sus gritos o agitando los sombreros. Atravesaban el primercorral sin darse cuenta de su encierro, como si corriesen aún en campolibre. Los cabestros, aleccionados por la experiencia y obedientes a lospastores, quedábanse a un lado apenas atravesaban la puerta, dejandopasar tranquilamente el torbellino de toros que corría detrás bufandosobre su cuarto trasero. Estos sólo se detenían, con asombro eincertidumbre, en el segundo corral, viendo ante ellos la pared yencontrando, al revolverse, la puerta cerrada.
Comenzaba entonces el encajonamiento. Uno a uno eran dirigidos lostoros, con tremolar de trapos, gritos y golpes de garrocha, hacia unacallejuela, en mitad de la cual estaba colocado el cajón de viaje conlas dos puertas levantadas. Era a modo de un pequeño túnel, al extremodel cual se veía el espacio libre de otros corrales, con hierba en elsuelo y cabestros que paseaban placenteramente: una ficción de la lejanadehesa, que atraía a la fiera.
Avanzaba ésta lentamente por el callejón, como si husmease el peligro,temiendo poner sus pies en la suave rampa de madera que corregía laaltura del encierro montado sobre ruedas. Adivinaba el toro un peligroen este pequeño túnel que se presentaba ante él como paso obligado.Sentía en su parte trasera los continuos pinchazos que le soltaban desdelas galerías, obligándolo a avanzar; veía ante él dos filas de gentesasomadas a los balconajes, las cuales le excitaban con sus manoteos ysilbidos. Del techo del cajón, donde se ocultaban los carpinteros,prontos a dejar caer las compuertas, pendía un trapo rojo, agitándose enel rectángulo de luz encuadrado por la salida del cajón. Los pinchazos,los gritos, el bulto informe que danzaba ante sus ojos como desafiándoley la vista de sus tranquilos compañeros que pastaban al final delpasadizo, acababan por decidirle. Tomaba carrera para atravesar elpequeño túnel, hacía temblar con su peso la rampa de tablas, pero apenasentraba en aquél, caía la compuerta delantera, y antes de que pudieseretroceder escurríase también la de detrás.
Sonaba el fuerte herraje de los cierres, y la bestia se veía sumida enla obscuridad y el silencio, prisionera en un pequeño espacio donde sólole era posible acostarse sobre sus patas. Por una trapa del techo caíansobre ella brazadas de forraje, empujaban los mozos el calabozoambulante sobre sus pequeñas ruedas, llevándolo al cercano ferrocarril,e inmediatamente otro cajón era colocado en el pasadizo, repitiéndose elengaño, hasta que quedaban listos para emprender el viaje todos losanimales de la corrida.
Doña Sol admiraba, con su entusiasmo hambriento de «color», estosprocedimientos de la gran industria nacional, y quería imitar a losmayorales y vaqueros. Gustábale la vida al aire libre, galopando por lasinmensas llanuras seguidas de agudos cuernos y huesudas testas quepodían dar la muerte con sólo un leve movimiento. Bullía en su alma laafición al pastoreo que todos llevamos en nosotros como herenciaancestral de remotos ascendientes, en la época en que el hombre, nosabiendo explotar las entrañas de la tierra, vivía de reunir a lasbestias, sustentándose de sus despojos. Ser pastor, pero pastor defieras, era para doña Sol la más interesante y heroica de lasprofesiones.
Gallardo, desvanecida la primera embriaguez de su buena suerte,contemplaba asombrado a la dama en las horas de mayor intimidad,preguntándose si serían iguales todas las señoras del gran mundo.
Sus caprichos, sus veleidades de carácter, le tenían aturdido. No seatrevía a tutearla: no, eso no. Nunca lo había incitado ella a talfamiliaridad, y una vez que quiso él intentarlo, torpe la lengua ytrémula la voz, vio en sus ojos de dorado resplandor tal expresión deextrañeza, que retrocedió avergonzado, volviendo al antiguo tratamiento.
Ella, en cambio, le hablaba de tú, lo mismo que los grandes señoresamigos del torero; pero esto sólo era en la intimidad, pues cuando teníaque escribirle una breve carta avisándole que no pasase por su casa portener que salir con sus parientes, le trataba de usted, y no había en suestilo otras expresiones de afecto que las fríamente corteses que sededican a un amigo de clase inferior.
—¡Esa gachí!...—murmuraba Gallardo, descorazonado—. Paese que havivío siempre con granujas que enseñaban sus cartas a too er mundo, ytié mieo. Cualquiera diría que no me cree cabayero porque soy un mataor.
Otras originalidades de la gran señora traían enfurruñado y triste altorero. A lo mejor, al presentarse en su casa, uno de aquellos criadosque parecían grandes señores venidos a menos le cerraba el pasofríamente: «La señora no está. La señora ha salido.» Y él adivinaba queera mentira, presintiendo a doña Sol a corta distancia de él, al otrolado de puertas y cortinajes. Sin duda se cansaba, sentía una aversiónrepentina hacia él, y próximo el momento de la visita, daba orden a loscriados para que no le recibiesen.
—¡Vaya, se acabó el carbón!—decíase el espada al retirarse—. Ya nogüervo más.
Esta gachí no se divierte conmigo.
Y cuando volvía, avergonzábase de haber creído en la posibilidad de nover más a doña Sol. Le recibía tendiéndole los brazos, estrujándoloentre sus blancas y firmes durezas de hembra belicosa, la boca algotorcida por una crispación de deseo, los ojos agrandados y vagos, conuna luz extraña que parecía reflejar mentales desarreglos.
—¿Por qué te perfumas?—protestaba ella, como si percibiese los másrepugnantes hedores—. Es una cosa indigna de ti... Yo quiero que huelasa toro, que huelas a caballo... ¡Qué olores tan ricos! ¿No te gustan?...¡Di que sí, Juanín, bestia de Dios, animal mío!
Gallardo, una noche, en la dulce penumbra del dormitorio de doña Sol,sintió cierto miedo oyéndola hablar y viendo sus ojos.
—Tengo deseos de correr a cuatro patas. Quisiera ser toro y que tú tepusieras delante de mí, estoque en mano. ¡Flojas cornadas ibas allevarte! ¡Aquí... aquí!
Y con los puños cerrados, a los que comunicaba su nerviosidad una nuevafuerza, marcaba terribles golpes en el busto del torero, cubierto sólocon una elástica de seda.
Gallardo se echaba atrás, no queriendoconfesar que una mujer podía hacerle daño.
—No; toro no. Ahora quisiera ser perro... un perro de pastor, con unoscolmillos así de largos, y salirte al camino y ladrarte. «¿Ven ustedesese fachendoso que mata fieras y que el público dice que es muyvaliente? Pues ¡me lo como! ¡Me lo como así!
¡Haam!»
Y con histérica delectación clavó sus dientes en un brazo del torero,martirizando su hinchado bíceps. El espada lanzó una blasfemia, aimpulsos del dolor, desasiéndose de aquella mujer hermosa y semidesnuda,con la cabeza erizada de serpientes de oro, como una bacante ebria.
Doña Sol pareció despertar.
—¡Pobrecito! Le han hecho daño. ¡Y he sido yo!... ¡yo, que a vecesestoy loca!
Déjame que te bese el mordisco, para curártelo. Déjame quete bese todas esas cicatrices tan monas. ¡Pobre de mi brutito, que lehan hecho pupa!
Y la hermosa furia volvíase humilde y tierna, arrullando al torero congestos de gata.
Gallardo, que entendía el amor a la antigua usanza, con intimidadesiguales a las de la vida matrimonial, jamás consiguió pasar una nocheentera en casa de doña Sol.
Cuando creía sometida a la hembra en fuerzade amorosas generosidades, estallaba la orden imperiosa, el despego dela repugnancia física.
—Márchate. Necesito estar sola. Ya sabes que no puedo aguantarte. Ni ati ni a nadie. ¡Los hombres! ¡qué asco!...
Y Gallardo emprendía la fuga humillado y triste por los caprichos deesta mujer incomprensible.
Una tarde, el torero, viéndola inclinada a las confidencias, sintiócuriosidad por su pasado, queriendo conocer a los reyes y los grandespersonajes que, al decir de la gente, habían transcurrido por laexistencia de doña Sol.
Esta respondió a su curiosidad con una mirada fría de sus ojos claros.
—¿Y a ti qué te importa eso?... ¿Tienes, acaso, celos?... Y aunquefuese verdad,
¿qué?...
Permaneció silenciosa largo rato, con la mirada vaga: su mirada delocura, acompañada siempre de pensamientos absurdos.
—Tú debes haber pegado a las mujeres—dijo mirándole con curiosidad—.No lo niegues. ¡Si eso me interesa mucho!... A tu mujer, no; sé que esmuy buena. Quiero decir a las otras mujeres, a todas esas que tratáislos toreros: a las hembras que aman con más furia cuanto más lasgolpean. ¿No? ¿De veras que no has pegado nunca?
Gallardo protestaba con una dignidad de hombre valeroso, incapaz demaltratar a los que no fuesen fuertes como él. Doña Sol mostraba ciertadecepción ante sus explicaciones.
—Un día me has de pegar. Quiero saber lo que es eso—dijo conresolución.
Pero se entenebreció su gesto, se juntaron sus cejas, y un fulgorazulado animó el polvillo de oro de sus pupilas.
—No, bruto mío; no me hagas caso: no lo intentes. Saldrías perdiendo.
El consejo era justo, y Gallardo tuvo ocasión de acordarse de él. Undía, en momentos de intimidad, bastó una caricia algo ruda de sus manosde luchador para despertar la furia de aquella mujer que atraía alhombre y lo odiaba al mismo tiempo.
«¡Toma!» Y su diestra, cerrada ydura como una maza, dio un golpe de abajo arriba en la mandíbula delespada, con una seguridad que parecía obedecer a determinadas reglas deesgrima.
Gallardo quedó aturdido por el dolor y la vergüenza, mientras la dama,como si comprendiese lo extemporáneo de su agresión, intentabajustificarla con una fría hostilidad.
—Es para que aprendas. Yo sé lo que sois vosotros los toreros. Medejaría atropellar una vez, y acabarías zurrándome todos los días, comoa una gitana de Triana... Bien está lo hecho. Hay que conservar lasdistancias.
Una tarde, al principio de la primavera, volvían los dos de una tientade becerros en una dehesa del marqués. Este, con un grupo de jinetes,marchaba por la carretera.
Doña Sol, seguida del espada, metió su caballo por las praderas,gozándose en la blanda impresión que comunicaba el almohadillado de lahierba a las patas de las cabalgaduras.
El sol agonizante teñía de suave carmesí el verde de la llanura,espolvoreado de blanco y amarillo por las flores silvestres. Sobre estaextensión, en la que todos los colores tomaban un tono rojizo de lejanoincendio, marcábanse las sombras de los caballos y los jinetes estrechasy prolongadas. Las garrochas que llevaban al hombro eran tan gigantescasen la sombra, que su línea obscura perdíase en el horizonte. A un ladobrillaba el curso del río como una lámina de acero enrojecida mediooculta entre hierbas.
Doña Sol miró a Gallardo con ojos imperiosos.
—Cógeme de la cintura.
El espada obedeció, y así marcharon, con los caballos juntos, unidos losdos jinetes del talle arriba. La dama contemplaba sus sombrasconfundidas avanzando sobre la mágica luz de la pradera, con el cabeceode una lenta marcha.
—Parece que vivimos en otro mundo—murmuró—, un mundo de leyenda: algoasí como las praderas que se ven en los tapices. Una escena de libros decaballerías: el paladín y la amazona que viajan juntos con la lanza alhombro, enamorados y en busca de aventuras y peligros. Pero tú noentiendes de esto, bestia de mi alma. ¿Verdad que no me comprendes?
El torero sonrió, mostrando sus dientes sanos y fuertes, de luminosablancura. Ella, como atraída por su ruda ignorancia, aumentó el contactode los cuerpos, dejando caer la cabeza sobre uno de sus hombros yestremeciéndose con el cosquilleo de la respiración de Gallardo en losmúsculos de su cuello.
Así caminaron en silencio. Doña Sol parecía adormecida en el hombro deltorero.
De pronto se abrieron sus ojos, brillando en ellos la expresiónextraña que era precursora de las más raras preguntas.
—Di: ¿no has matado nunca a un hombre?
Gallardo se agitó, llegando en su asombro a despegarse de doña Sol.¡Quién! ¿él?...
Nunca. Era un buen muchacho, que había seguido sucarrera sin hacer daño a nadie.
Apenas si se había peleado con loscamaradas de las capeas cuando se quedaban con los cuartos por ser másfuertes. Unas cuantas bofetadas en ciertas disputas con los compañerosde profesión; un botellazo en un café: estas eran todas sus hazañas.
Leinspiraba un respeto invencible la vida de las personas. Los toros eranotra cosa.
—¿De suerte, que no has tenido nunca ganas de matar a un hombre?... ¡Yyo que creía que los toreros...!
Se ocultó el sol, perdió la pradera su fantástica iluminación, se apagóel río, y la dama vio obscuro y vulgar el paisaje de tapiz que tantohabía admirado. Los otros jinetes marchaban lejos, y ella espoleó sucaballo para unirse al grupo, sin decir una palabra al espada, como sino se diese cuenta de que la seguía.
En las fiestas de Semana Santa volvió a la ciudad la familia deGallardo. El espada toreaba en la corrida de Pascua. Era la primera vezque iba a matar en presencia de doña Sol después que la conocía, y estopreocupábale, haciendo que dudase de sus fuerzas.
Además, no podía torear en Sevilla sin sentir cierta emoción. Aceptabaun fracaso en cualquier plaza de España, pensando que no volvería a ellaen mucho tiempo; ¡pero en su tierra, donde estaban sus mayoresenemigos!...
—A ver si te luces—decía el apoderado—. Piensa en los que te van aver. Quiero que quedes como el primer hombre del mundo.
El sábado de Gloria se verificó a altas horas de la noche el encierro delas reses destinadas a la corrida, y doña Sol quiso asistir como piqueroa esta operación, que ofrecía el encanto de realizarse en la sombra.Los toros habían de ser conducidos desde la dehesa de Tablada a loscorrales de la plaza.
Gallardo no asistió, a pesar de sus deseos de acompañar a doña Sol. Seopuso el apoderado, alegando lo necesario que le era descansar, paraencontrarse fresco y vigoroso en la tarde siguiente. A media noche, elcamino que conduce de la dehesa a la plaza estaba animado como unaferia. En las quintas iluminábanse las ventanas, pasando por ellassombras agarradas, moviéndose con el contoneo del baile al son de lospianos. En las ventas, las puertas rojas extendían un rectángulo de luzsobre el suelo obscuro, y en su interior sonaban gritos, risas, rasgueode guitarras, choques de cristales, adivinándose que circulaba el vinoen abundancia.
Cerca de la una de la madrugada pasó por la carretera un jinete conmenudo trote.
Era el «aviso», un rudo pastor que se detenía ante lasventas y las casas iluminadas, anunciando que el encierro iba a pasarantes de un cuarto de hora, para que apagasen las luces y quedara todoen silencio.
Este mandato en nombre de la fiesta nacional era obedecido con máspresteza que una orden de la autoridad. Quedaban a obscuras las casas,confundiendo su blancura con la lóbrega masa de los árboles; callabanlas gentes, agrupándose invisibles tras las verjas, empalizadas yalambrados, con el silencio del que aguarda algo extraordinario.
En lospaseos inmediatos al río extinguíanse uno a uno los faroles de gasconforme avanzaba el pastor dando gritos anunciadores del encierro.
Permaneció todo en silencio. Arriba, sobre las masas de la arboleda,centelleaban los astros en la densa calma del espacio; abajo, a ras detierra, notábase un leve movimiento, un susurro contenido, como si enla sombra se revolviesen enjambres de insectos. La espera pareciólarguísima, hasta que en el fresco silencio sonaron muy lejanos losgraves tintineos de unos cencerros. ¡Ya venían! ¡Iban a llegar!...
Aumentó el estruendo de los cobres, acompañado de un galopar confuso quehacía estremecerse el suelo. Pasaron al principio algunos jinetes, queparecían gigantescos en la obscuridad, a todo correr de sus caballos,con la lanza baja. Eran los pastores.
Luego, un grupo de garrochistas deafición, entre los cuales galopaba doña Sol, palpitante por esta carreraloca al través de las sombras, en la cual un paso en falso de lacabalgadura, una caída, significaba la muerte por aplastamiento bajo lasduras patas del feroz rebaño que venía detrás, ciego en su desaforadacarrera.
Sonaron furiosos los cencerros; las bocas abiertas de los espectadores,ocultos en la obscuridad, tragaron varios golpes de polvo, y pasó comouna pesadilla el rebaño feroz, monstruos informes de la noche, quetrotaban, pesados y ágiles a la vez, estremeciendo sus moles de carne,dando horrorosos bufidos, corneando a las sombras, asustados e irritadosal mismo tiempo por los gritos de los zagales que los seguían a pie ypor el galopar de los jinetes que cerraban la marcha acosándolos con suspicas.
El tránsito de esta tropa pesada y ruidosa duró sólo un instante. Ya noquedaba más que ver... La muchedumbre, satisfecha de este espectáculofugaz después de larga espera, salía de sus escondrijos, y muchosentusiastas rompían a correr detrás del ganado, con la esperanza de versu entrada en los corrales.
Al llegar cerca de la plaza echábanse a un lado los jinetes, dejandopaso libre a las bestias, y éstas, con el impulso de su carrera y larutina de seguir a los cabestros, metíanse en «la manga», callejónformado de empalizadas que las conducía a los corrales.
Los garrochistas de afición felicitábanse por el buen éxito delencierro. El ganado había venido «bien arropao», sin que un solo toro sedistrajese ni apartase, dando que hacer a piqueros y peones. Erananimales de buena casta: lo mejorcito de la ganadería del marqués. Aldía siguiente, si los maestros tenían vergüenza torera, iban a versegrandes cosas... Y con la esperanza de una buena fiesta, fueronretirándose jinetes y peones. Una hora después quedaban completamentesolitarios los alrededores de la plaza, confundiéndose ésta en laobscuridad y guardando en sus entrañas las bestias feroces, que,tranquilas en el corral, volvían a reanudar el último sueño de suexistencia.
A la mañana siguiente, Juan Gallardo se levantó temprano. Había dormidomal, con una inquietud que poblaba su sueño de pesadillas.
¡Que no le diesen a él corridas en Sevilla! En otras poblaciones vivíacomo un soltero, olvidado momentáneamente de la familia, en unahabitación de hotel completamente extraña, que «no le decía» nada, puesnada tenía suyo. Pero vestirse el traje de lidia en su propiodormitorio, encontrando en sillas y mesas objetos que le recordaban aCarmen; salir hacia el peligro de aquella casa que había él levantado ycontenía lo más íntimo de su existencia, le desconcertaba e infundíaigual zozobra que si fuese por primera vez a matar un toro. Además,sentía el miedo a los compatriotas, con los cuales debía vivir siempre,y cuya opinión era más importante para él que los aplausos del resto deEspaña. ¡Ay, el terrible momento de la salida, cuando, vestido por Garabato con el traje de luces, bajaba al patio silencioso!
Lossobrinillos venían a él intimidados por los adornos brillantes de suvestidura, tocándolos con admiración, sin atreverse a hablar; labigotuda de su hermana le daba un beso con gesto de terror, como sifuese a morir; la mamita se ocultaba en los cuartos más obscuros. No; noquería verle, sentíase enferma. Carmen mostrábase animosa, muy pálida,apretando los labios, azulados por la emoción, moviendo nerviosamentelas pestañas para mantenerse serena; y cuando le veía ya en elvestíbulo, llevábase de pronto el pañuelo a los ojos, estremecido elcuerpo por las bascas de suspiros y llantos que no lograban salir, y suhermana y otras mujeres tenían que sostenerla para que no viniese alsuelo.
Era para acobardar hasta al propio Roger de Flor de que hablaba sucuñado.
—¡Mardita sea!... ¡Vamos, hombre—decía Gallardo—, que ni por too eloro der mundo torearía uno en Seviya, si no fuese por el aquel de dargusto a los paisanos y que no digan los sinvergüenzas que tengo mieo alos públicos de la tierra!
Al levantarse, anduvo el espada por la casa con un cigarrillo en laboca, desperezándose para probar si sus membrudos brazos conservaban suagilidad. Tomó en la cocina una copa de Cazalla, y vio a la mamita,siempre diligente a pesar de sus años y sus carnes, moviéndose cerca delos fogones, tratando con maternal vigilancia a las criadas,disponiéndolo todo para el buen gobierno de la casa.
Gallardo salió al patio, fresco, luminoso. Los pájaros canturreaban enel silencio matinal, saltando en sus jaulas doradas. Un chorro de soldescendía hasta las losas de mármol. Era un triángulo de oro queenvolvía en su base la orla de hojas verdes de la fuente y el agua deltazón, burbujeante a impulsos de las redondas boquitas de unos pecesrojos.
El espada vio casi tendida en el suelo a una mujer vestida de negro,con el cubo al lado, moviendo un trapo sobre las losas de mármol, queparecían resucitar sus colores bajo la húmeda caricia. La mujer levantóla cabeza.
—Güenos días, señó Juan—dijo con la familiaridad cariñosa que inspiratodo héroe popular.
Y clavó en él con admiración la mirada de un ojo único. El otro perdíasebajo un oleaje de arrugas concéntricas que parecían afluir a la cuencanegruzca y hundida.
El señor Juan no contestó. Con nervioso impulso corrió a la cocina,llamando a la señora Angustias.
—Pero mamita, ¿quién es esa mujer, esa tuerta roía que está lavando erpatio?
—¡Quién ha de sé, hijo!... Una probe. La asistenta se ha puesto mala, yhe llamao a esa infeliz, que está cargá de hijos.
El torero mostrábase inquieto, con una expresión en la mirada de zozobray de miedo. ¡Maldita sea! ¡Toros en Sevilla, y para colmo, la primerapersona que se echaba a la cara... una tuerta! Vamos, hombre, que lo quele pasaba a él no le ocurría a nadie. Aquello no podía ser de peor pata.¿Era que deseaban su muerte?...
Y la pobre mamita, aterrada por los tétricos pronósticos del torero y suvehemente enfado, intentaba sincerarse. ¿Cómo iba ella a pensar en eso?Era una pobre que necesitaba ganarse una peseta para los pequeños. Habíaque tener buen corazón y dar gracias a Dios porque se había acordado deellos, librándolos de miserias iguales.
Gallardo acabó por tranquilizarse con estas palabras; el recuerdo de lasantiguas privaciones le hizo ser tolerante con la pobre mujer. Bueno;que se quedase la tuerta, y que ocurriese lo que Dios quisiera.
Y atravesando el patio casi de espaldas para no encontrarse con el ojotemible de aquella hembra de mal agüero, el matador fue a refugiarse ensu despacho, inmediato al vestíbulo.
Las paredes blancas, chapadas de azulejos árabes hasta la altura de unhombre, estaban adornadas con prospectos de corridas de toros impresosen sedas de diversos colores. Diplomas con vistosos títulos deasociaciones benéficas recordaban las corridas en que Gallardo habíatoreado gratuitamente para los pobres. Innumerables retratos deldiestro, de pie, sentado, con la capa tendida o entrando a matar,atestiguaban el cuidado con que los periódicos reproducían los gestos ydiversas actitudes del grande hombre. Sobre la puerta veíase un retratode Carmen puesta de mantilla blanca, que hacía resaltar más aún lanegrura de sus ojos, y con un golpe de claveles en la obscura cabellera.En el testero opuesto, sobre el sillón de la mesa-escritorio, parecíapresidir el aspecto ordenado de la pieza una enorme cabeza de toronegro, con ojos de vidrio, narices brillantes de barniz, una mancha depelos blancos en la frente y unos cuernos enormes, de fino remate, conuna claridad marfileña en su base, que gradualmente iba obscureciéndose,hasta tomar la densidad de la tinta en las puntas agudísimas. Potaje el picador prorrumpía en imágenes poéticas de las suyas al contemplar laenorme astamenta de aquel animal. Eran tan grandes y tan separados suscuernos, que un mirlo podía cantar en la punta de uno de ellos sin quele oyesen desde el otro.
Gallardo se sentó junto a la mesa, elegante y llena de bronces, sinencontrar en su superficie otra incorrección que el polvo de variosdías. La escribanía, de tamaño colosal, con dos caballos metálicos,tenía el tintero blanco y limpio. Los vistosos palilleros, rematadospor cabezas de perro, carecían de plumas. El grande hombre no necesitabaescribir. Don José, su apoderado, corría con todos los contratos y demásdocumentos profesionales, y él echaba las firmas, lentas y complicadas,en una mesilla del club de la calle de las Sierpes.
A un lado estaba la librería: un armario de roble con los cristalessiempre cerrados, viéndose al través de ellos las imponentes filas devolúmenes, respetables por su tamaño y su brillantez.
Cuando don José comenzó a titular a su matador «el torero de laaristocracia», sintió Gallardo la necesidad de corresponder a estadistinción instruyéndose, para que sus poderosos amigos no rieran de suignorancia, como les ocurría con otros compañeros de profesión. Un díaentró en una librería con aire resuelto.
—Envíeme usté tres mil pesetas de libros.
Y como el librero quedara indeciso, cual si no le comprendiese, eltorero afirmó enérgicamente:
—Libros, ¿me entiende usté?... Libros de los más grandes; y si no lepaece mal, que tengan doraos.
Gallardo estaba satisfecho del aspecto de su biblioteca. Cuando hablabanen el club de algo que no llegaba a entender, sonreía con expresión deinteligencia, diciéndose:
—Eso debe estar en arguno de los libros que tengo en er despacho.
Una tarde de lluvia, en que estaba malucho de salud, vagando por la casasin saber qué hacer, acabó por abrir el armario con una emociónsacerdotal y tiró de un volumen, el más grande, como si fuese un diosmisterioso extraído de su santuario.
Renunció a leer a los primerosrenglones, y comenzó a p