Gallardo arregló el viaje. Pensaba ir solo, pero la compañía de doña Solle obligó a buscar un refuerzo, temiendo un mal encuentro en el camino.
Buscó a Potaje, el picador. Era muy bruto y no temía en el mundo masque a la gitana de su mujer, que cuando se cansaba de recibir palizasintentaba morderle. A éste no había que darle explicaciones, sino vinoen abundancia. El alcohol y las atroces caídas en el redondel lemantenían en perpetuo aturdimiento, como si la cabeza le zumbase, nopermitiéndole mas que lentas palabras y una visión turbia de las cosas.
Ordenó también al Nacional que fuese con ellos: uno más, y dediscreción a toda prueba.
El banderillero obedeció por subordinación, pero rezongando al saber queiba con ellos doña Sol.
—¡Por vía e la paloma azul!... ¡Y que un pare de familia se vea metíoen estas cosas feas!... ¿Qué dirán de mí Carmen y la seña Angustias siyegan a enterarse?...
Cuando se vio en pleno campo, sentado al lado de Potaje en la banquetade un automóvil, frente al espada y la gran señora, fue desvaneciéndosepoco a poco su enfado.
No la veía bien, envuelta como iba en un gran velo azul que descendía desu gorra de viaje, anudándose sobre el gabán de seda amarilla; pero eramuy hermosa... ¡Y qué conversación! ¡Y qué saber de cosas!...
Antes de la mitad del viaje, el Nacional, con sus veinticinco años defidelidad casera, excusaba las debilidades del matador, explicándose susentusiasmos. ¡El que se viera en el propio caso, y haría lo mismo!...
¡La instrucción!... Una gran cosa, capaz de infundir respetabilidadhasta a los mayores pecados.
V
—Que te iga quién es, o que se lo yeven los demonios. ¡Mardita sea lasuerte!... ¿Es que no podrá uno dormir?...
El Nacional escuchó esta contestación al través de la puerta delcuarto de su maestro, y la transmitió a un peón del cortijo queaguardaba en la escalera.
—Que te iga quién es. Sin eso, el amo no se levanta.
Eran las ocho. El banderillero se asomó a una ventana, siguiendo con lavista al peón, que corría por un camino frente al cortijo, hasta llegaral lejano término del alambrado que circuía la finca. Junto a la entradade esta valla vio un jinete empequeñecido por la distancia: un hombre yun caballo que parecían salidos de una caja de juguetes.
Al poco rato volvió el jornalero, luego de hablar con el jinete.
El Nacional, interesado por estas idas y venidas, le recibió al pie dela escalera.
—Ice que nesesita ve al amo—masculló atropelladamente el gañán—.Paece hombre de malas purgas. Ha icho que quié que baje en seguía, puestié una rasón que darle.
Volvió el banderillero a aporrear la puerta del espada, sin hacer casode las protestas de éste. Debía levantarse; para el campo era una horaavanzada, y aquel hombre podía traer un recado interesante.
—¡Ya voy!—contestó Gallardo con mal humor, sin moverse de la cama.
Volvió a asomarse el Nacional, y vio que el jinete avanzaba por elcamino hacia el cortijo.
El peón salió a su encuentro con la respuesta. El pobre hombre parecíaintranquilo, y en sus dos diálogos con el banderillero balbuceaba conuna expresión de espasmo y de duda, no atreviéndose a manifestar supensamiento.
Al unirse con el jinete, le escuchó breves momentos y volvió a desandarsu camino, corriendo hacia el cortijo, pero esta vez con másprecipitación.
El Nacional le oyó subir la escalera con no menos velocidad,presentándose ante él tembloroso y pálido.
—¡Es er Plumitas, señó Sebastián! Ice que es er Plumitas, y quenesesita hablá con el amo... Me lo dio er corasón denque le vi.
¡El Plumitas!... La voz del peón, a pesar de ser balbuciente ysofocada por la fatiga, pareció esparcirse por todas las habitaciones alpronunciar este nombre. El banderillero quedó mudo por la sorpresa. Enel cuarto del espada sonaron unos cuantos juramentos acompañados de rocede ropas y el golpe de un cuerpo que rudamente se echaba fuera dellecho. En el que ocupaba doña Sol notose también cierto movimiento queparecía responder a la estupenda noticia.
—Pero ¡mardita sea! ¿Qué me quié ese hombre? ¿Por qué se mete en LaRinconá?
¡Y justamente ahora!...
Era Gallardo, que salía con precipitación de su cuarto, sin más que unospantalones y un chaquetón, puestos a toda prisa sobre sus ropasinteriores. Pasó corriendo ante el banderillero, con la ciega vehemenciade su carácter impulsivo, y se echó escalera abajo, más bien quedescendió, seguido del Nacional.
En la entrada del cortijo desmontábase el jinete. Un gañán sostenía lasriendas de la jaca y los demás trabajadores formaban un grupo a cortadistancia, contemplando al recién venido con curiosidad y respeto.
Era un hombre de mediana estatura, más bien bajo que alto, carilleno,rubio y de miembros cortos y fuertes. Vestía una blusa gris adornada detrencillas negras, calzones obscuros y raídos, con grueso refuerzo depaño en la entrepierna, y unas polainas de cuero resquebrajado por elsol, la lluvia y el lodo. Bajo la blusa, el vientre parecía hinchado porlos aditamentos de una gruesa faja y una canana de cartuchos, a la quese añadían los volúmenes de un revólver y un cuchillo atravesados en elcinto.
En la diestra llevaba una carabina de repetición. Cubría sucabeza un sombrero que había sido blanco, con los bordes desmayados yroídos por las inclemencias del aire libre. Un pañuelo rojo anudado alcuello era el adorno más vistoso de su persona.
Su rostro, ancho y mofletudo, tenía una placidez de luna llena. Sobrelas mejillas, que delataban su blancura al través de la pátina delsoleamiento, avanzaban las púas de una barba rubia no afeitada enalgunos días, tomando a la luz una transparencia de oro viejo. Los ojoseran lo único inquietante en aquella cara bondadosa de sacristán dealdea: unos ojos pequeños y triangulares sumidos entre bullones degrasa; unos ojillos estirados, que recordaban los de los cerdos, con unapupila maligna de azul sombrío.
Al aparecer Gallardo en la puerta del cortijo lo reconocióinmediatamente y levantó su sombrero sobre la redonda cabeza.
—Güenos días nos dé Dió, señó Juan—dijo con la grave cortesía delcampesino andaluz.
—Güenos días.
—¿La familia güena, señó Juan?
—Güena, grasias. ¿Y la de usté?—preguntó el espada, con el automatismode la costumbre.
—Creo que güena también. Hase tiempo que no la veo.
Los dos hombres se habían aproximado, examinándose de cerca con la mayornaturalidad, como si fuesen dos caminantes que se encontraban en plenocampo.
El torero estaba pálido y apretaba los labios para ocultar susimpresiones. ¡Si creía el bandolero que iba a intimidarle!... En otraocasión tal vez le habría dado miedo esta visita; pero ahora, teniendoarriba lo que tenía, sentíase capaz de pelear con él, como si fuese untoro, tan pronto como anunciase malos propósitos.
Transcurrieron algunos instantes de silencio. Todos los hombres delcortijo que no habían salido a los trabajos de campo—más de unadocena—contemplaban con un asombro que tenía algo de infantil a aquelpersonaje terrible, obsesionados por la tétrica fama de su nombre.
—¿Pueen yevar la jaca a la cuadra pa que descanse un poco?—preguntó elbandido.
Gallardo hizo una seña, y un mozo tiró de las riendas del animal,llevándoselo.
—Cuíala bien—dijo el Plumitas—. Mia que es lo mejor que tengo en ermundo, y la quiero más que a la mujer y a los chiquiyos.
Un nuevo personaje se unió al grupo que formaban el espada y el bandidoen medio de la gente absorta.
Era Potaje, el picador, que salía despechugado, desperezándose contoda la brutal grandeza de su cuerpo atlético. Se frotó los ojos,siempre sanguinolentos e inflamados por el abuso de la bebida, yaproximándose al bandido, dejó caer una manaza sobre uno de sus hombroscon estudiada familiaridad, como gozándose en hacerle estremecer bajo sugarra y expresándole al mismo tiempo su bárbara simpatía.
—¿Cómo estás, Plumitas?
Le veía por primera vez. El bandido se encogió como si fuese a saltarbajo esta caricia ruda e irreverente y su diestra levantó el rifle. Perolos azules ojillos, fijándose en el picador, parecieron reconocerle.
—Tú eres Potaje, si no me engaño. Te he visto picá en Seviya en laotra feria.
¡Camará, qué caías! ¡Qué bruto eres!... ¡Ni que fueras dejierro durse!
Y como para devolverle el saludo, agarró con su mano callosa un brazodel picador, apretándole el bíceps con sonrisa de admiración. Quedaronlos dos contemplándose con ojos afectuosos. El picador reía sonoramente.
—¡Jo! ¡jo! Yo te creía más grande, Plumitas... Pero no le hase; así ytoo, eres un güen mozo.
El bandido se dirigió al espada:
—¿Pueo almorzar aquí?
Gallardo tuvo un gesto de gran señor.
—Nadie que viene a La Rinconá se va sin almorzar.
Entraron todos en la cocina del cortijo, vasta pieza con chimenea decampana, que era el sitio habitual de reunión.
El espada se sentó en una silla de brazos, y una muchacha, hija delaperador, se ocupó en calzarle, pues en la precipitación de la sorpresahabía bajado con sólo unas babuchas.
El Nacional, queriendo dar señales de existencia, tranquilizado ya porel aspecto cortés de esta visita, apareció con una botella de vino de latierra y vasos.
—A ti también te conosco—dijo el bandido, tratándole con igual llanezaque al picador—. Te he visto clavar banderiyas. Cuando quieres lo hasesbien; pero hay que arrimarse más...
Potaje y el maestro rieron de este consejo. Al ir a tomar el vaso, Plumitas se vio embarazado por la carabina, que conservaba entre lasrodillas.
—Eja eso, hombre—dijo el picador—. ¿Es que guardas er chisme hastacuando vas de visita?
El bandido se puso serio. Bien estaba así: era su costumbre. El rifle leacompañaba siempre, hasta cuando dormía. Y esta alusión al arma, que eracomo un nuevo miembro siempre unido a su cuerpo, le devolvía sugravedad. Miraba a todos lados con cierto azoramiento. Notábase en sucara el recelo, la costumbre de vivir alerta, sin fiarse de nadie, sinotra confianza que la del propio esfuerzo, presintiendo a todas horas elpeligro en torno de su persona.
Un gañán atravesó la cocina marchando hacia la puerta.
—¿Aónde va ese hombre?
Y al decir esto se incorporó en el asiento, atrayendo con las rodillashacia su pecho el ladeado rifle.
Iba a un gran campo vecino, donde trabajaban los jornaleros del cortijo.El Plumitas se tranquilizó.
—Oiga usté, señó Juan. Yo he venío por er gusto de verle y porque séque es usté un cabayero, incapaz de enviar soplos... Aemás, usté habráoído hablar der Plumitas. No es fácil cogerle, y er que se la hase sela paga.
El picador intervino antes de que hablase su maestro.
— Plumitas, no seas bruto. Aquí estás entre camarás, mientras teportes bien y haiga desensia.
Y súbitamente tranquilizado, el bandido habló de su jaca al picador,encareciendo sus méritos. Los dos hombres se enfrascaron en suentusiasmo de jinetes montaraces, que les hacía mirar al caballo con másamor que a las personas.
Gallardo, algo inquieto aún, andaba por la cocina, mientras las mujeresdel cortijo, morenas y hombrunas, atizaban el fuego y preparaban elalmuerzo, mirando de reojo al célebre Plumitas.
El espada, en una de sus evoluciones, se acercó al Nacional. Debía iral cuarto de doña Sol y rogarla que no bajase. El bandido se marcharíaseguramente después del almuerzo. ¿Para qué dejarse ver de este tristepersonaje?...
Desapareció el banderillero, y el Plumitas, viendo al maestro apartadode la conversación, se dirigió a él, preguntando con interés por lascorridas que aún le quedaban en el año.
—Yo soy «gallardista», ¿sabe usté?... Yo le he aplaudió más veses queusté pué figurarse. Le he visto en Seviya, en Jaén, en Córdoba... enmuchos sitios.
Gallardo se asombró de esto. Pero ¿cómo podía él, que llevaba a sustalones un verdadero ejército de perseguidores, asistir tranquilamente alas corridas de toros?... El Plumitas sonrió con expresión desuperioridad.
—¡Bah! Yo voy aonde quiero. Yo estoy en toas partes.
Después habló de las ocasiones en que había visto al espada camino delcortijo, unas veces acompañado, otras solo, pasando junto a él en lacarretera sin reparar en su persona, como si fuese un misero gañánmontado en su jaca para llevar un aviso a cualquier choza cercana.
—Cuando usté vino de Seviya a comprá los dos molinos que tié abajo, leencontré en er camino. Yevaba usté sinco mil duros. ¿No es así? Iga laverdá. Ya ve que estaba bien enterao... Otra ves le vi en un animal deesos que yaman otomóviles, con otro señó de Seviya que creo es suapoderao. Iba usté a firmar la escritura del Olivar del Cura, y yevabauna porrá de dinero aún más grande.
Gallardo recordaba poco a poco la exactitud de estos hechos, mirando conasombro a aquel hombre enterado de todo. Y el bandido, para demostrar sugenerosidad con el torero, habló del escaso respeto que le inspirabanlos obstáculos.
—¿Ve usté eso de los otomóviles? ¡Pamplina! A esos bichos los paro yona más que con esto—y mostraba su rifle—. En Córdoba tuve cuentas quearreglar con un señó rico que era mi enemigo. Planté mi jaca a un lao dela carretera, y cuando yegó er bicho levantando porvo y hediendo apetróleo, di el ¡alto! No quiso pararse, y le metí una bala al que ibaen la rueda. Pa abreviá: que el otomóvil se etuvo un poco más ayá, y yodi una galopá pa reunirme con er señó y ajustar las cuentas. Un hombreque pué meter la bala aonde quiere, lo para too en er camino.
Gallardo escuchaba asombrado al Plumitas hablar de sus hazañas decarretera con una naturalidad profesional.
—A usté no tenía por qué detenerle. Usté no es de los ricos. Usté es unprobe como yo, pero con más suerte, con más aquel en su ofisio, y si hahecho dinero, bien se lo yeva ganao. Yo le tengo mucha ley, señó Juan.Le quiero porque es un mataor de vergüensa, y yo tengo debiliá por loshombres valientes. Los dos somos casi camarás; los dos vivimos deexponer la vida. Por eso, aunque usté no me conosía, yo estaba allí,viéndole pasar, sin pedirle ni un pitiyo, pa que nadie le tocase ni unauña, pa cuidá de que algún sinvergüensa no se aprovechase saliéndole alcamino y disiendo que él era el Plumitas, pues cosas más raras se hanvisto...
Una inesperada aparición cortó la palabra al bandido y movió el rostrodel torero con un gesto de contrariedad. ¡Maldita sea! ¡Doña Sol! Pero¿no le había dado su aviso el Nacional?... El banderillero veníadetrás de la dama, y desde la puerta de la cocina hizo varios ademanesde desaliento para indicar al maestro que habían sido inútiles susruegos y consejos.
Venía doña Sol con su gabán de viaje, al aire la cabellera de oro,peinada y anudada a toda prisa. ¡El Plumitas en el cortijo! ¡Quéfelicidad! Una parte de la noche había pensado en él, con dulcesestremecimientos de terror, proponiéndose a la mañana siguiente recorrera caballo las soledades inmediatas a La Rinconada, esperando que subuena suerte le hiciera tropezarse con el interesante bandido. Y como sisus pensamientos ejerciesen influencia a larga distancia, atrayendo alas personas, el bandolero obedecía a sus deseos presentándose de buenamañana en el cortijo.
¡El Plumitas! Este nombre evocaba en su imaginación la figura completadel bandido. Casi no necesitaba conocerlo: apenas iba a experimentarsorpresa. Le veía alto, esbelto, de un moreno pálido, con el calañéssobre un pañuelo rojo, por debajo del cual se escapaban bucles de pelocolor de azabache, el cuerpo ágil vestido de terciopelo negro, lacintura cimbreante ceñida por una faja de seda purpúrea, las piernasenfundadas en polainas de cuero color de dátil: un caballero andante delas estepas andaluzas, casi igual a los apuestos tenores que ella habíavisto en Carmen abandonar el uniforme de soldado, víctimas del amor,para convertirse en contrabandistas.
Sus ojos, agrandados por la emoción, vagaron por la cocina, sinencontrar un sombrero calañés ni un trabuco. Vio un hombre desconocidoque se ponía de pie: una especie de guarda de campo con carabina, iguala los que había encontrado muchas veces en las propiedades de sufamilia.
—Güenos días, señora marquesa... Y su señó tío el marqué, ¿sigue güeno?
Las miradas de todos convergiendo hacia aquel hombre le hicieronadivinar la verdad. ¡Ay! ¿Este era el Plumitas?...
Se había despojado de su sombrero con torpe cortesía, intimidado por lapresencia de la señora, y continuaba de pie, con la carabina en una manoy el viejo fieltro en la otra.
Gallardo se asombró de las palabras del bandido. Aquel hombre conocía atodo el mundo. Sabía quién era doña Sol, y por un exceso de respetohacía extensivos a ella los títulos de la familia.
La dama, repuesta de su sorpresa, le hizo seña para que se sentase ycubriese; pero él, aunque la obedeció en lo primero, dejó el fieltro enuna silla inmediata.
Como si adivinase una pregunta en los ojos de doña Sol fijos en él,añadió:
—No extrañe la señora marquesa que la conosca; la he visto muchas vesescon el marqué y otros señores cuando iban a las tientas de beserros. Hevisto también de lejos cómo la señora acosaba con la garrocha a losbichos. La señora es muy valiente y la más güena moza que se ha visto enesta tierra de Dió. Es gloria pura verla a cabayo, con su calañé, sucorbata y su faja. Los hombres debían ir a puñalás por sus ojitos desielo.
El bandido dejábase arrastrar por su entusiasmo meridional con la mayornaturalidad, buscando nuevas expresiones de elogio para la señora.
Esta palidecía y agrandaba sus ojos con grato terror, comenzando aencontrar interesante al bandolero. ¿Si habría venido al cortijo sólopor ella?... ¿Si se propondría robarla, llevándosela a sus escondrijosdel monte, con la rapacidad hambrienta de un pájaro de presa que vuelvedel llano a su nido de las alturas?...
El torero también se alarmó escuchando estos elogios de ruda admiración.¡Maldita sea! ¡En su cortijo... y en su misma cara! Si continuaba así,iba a subir en busca de la escopeta, y por más Plumitas que fuese elotro, ya se vería quién se la llevaba.
El bandido pareció comprender de pronto la molestia que causaban suspalabras, y adoptó una actitud respetuosa.
—Usté perdone, señora marquesa. Es cháchara, y na más. Tengo mujer ycuatro hijos, y la probesita llora por mi causa más que la Virgen de lasAngustias. Yo soy moro de paz. Un desgrasio, que es como es porque lepersigue la mala sombra.
Y como si tuviese empeño en hacerse agradable a doña Sol, rompió enentusiastas elogios a su familia. El marqués de Moraima era uno de loshombres que más respetaba en el mundo.
—Toos los ricos que juesen así. Mi pare trabajó pa él, y nos hablaba desu cariá. Yo he pasao unas calenturas en un chozo de pastores de unadehesa suya. Lo ha sabío él, y no ha dicho na. En sus cortijos hay ordenpa que me den lo que pía y me dejen en paz... Esas cosas no se orvíannunca. ¡Con tanto rico pillo que hay en er mundo!... A lo mejor loencuentro solo, montao en su cabayo lo mismo que un chaval, como si porél no pasasen años. «Vaya usté con Dió, señó marqué.» «Salú, muchacho.»No me conose, no adivina quién soy, porque yevo mi compañera—y señalabaa la carabina—
metía bajo la manta. Y a mí me dan ganas de pararlo ypedirle la mano, no pa chocarla, eso no (¡cómo va un señó tan güeno achocarla conmigo, que yevo sobre el arma tantas muertes y estropisios!),sino pa besársela como si fuese mi pare, pa arrodiyarme y darle grasiapor lo que jase conmigo.
La vehemencia con que hablaba de su agradecimiento no conmovía a doñaSol. ¿Y
aquél era el famoso Plumitas?... Un pobre hombre, un buenconejo del campo, que todos miraban como lobo, engañados por la fama.
—Hay ricos muy malos—prosiguió el bandido—. ¡Lo que argunos jasensufrí a los probes!... Serca de mi pueblo hay uno que da dinero a réditoy es más perverso que Judas. Le envié una rasón pa que no hisiese pená ala gente, y el muy ladrón, en vez de haserme caso, avisó a la Guardiasiví pa que me persiguiera. Totá: que le quemé un pajar, jice contra élotras cosiyas, y yeva más de medio año sin ir a Seviya, sin salí derpueblo, por mieo a encontrarse con el Plumitas. Otro iba a desahuciara una probe viejesita porque yevaba un año sin pagá el alquiler de unacasucha en la que vive desde tiempo de sus pares. Me fui a ve al señó unanocheser, cuando iba a sentarse a cená con la familia. «Mi amo, yo soyel Plumitas, y nesesito sien duros.» Me los dio, y me fui con ellos ala vieja. «Abuela, tome: páguele a ese judío, y lo que sobre pa usté yque de salú le sirva.»
Doña Sol contempló con más interés al bandido.
—¿Y muertes?—preguntó—. ¿Cuántos ha matado usted?
—Señora, no hablemos de eso—dijo el bandolero con gravedad—. Metomaría usté repugnansia, y yo no soy mas que un infeliz, un desgrasiaoa quien acorralan y se defiende como puee...
Transcurrió un largo silencio.
—Usté no sabe cómo vivo, señora marquesa—continuó—. Las fieras lopasan mejor que yo. Duermo donde pueo o no duermo. Amanesco en un lao dela provinsia pa acostarme en el otro. Hay que tené el ojo bien abierto yla mano dura, pa que le respeten a uno y no lo vendan. Los probes songüenos, pero la miseria es una cosa fea que güerve malo al mejor. Si nome tuviean mieo, ya me habrían entregao a los siviles muchas veses. Notengo más amigos de verdá que mi jaca y ésta—y mostró la carabina—. Alo mejor me entra la murria de ver a mi hembra y a mis pequeños, y entropor la noche en mi pueblo, y toos los vesinos, que me apresian, jasen lavista gorda. Pero esto cualquier día acabará mal... Hay veses que mejarto de la soleá y nesesito ver gente. Hase tiempo que quería venir a La Rinconá. «¿Por qué no he de ver de serca al señó Juan Gallardo, yoque le apresio y le he tocao parmas?» Pero le veía a usté siempre conmuchos amigos, o estaban en el cortijo su señora y su mare conchiquillos. Yo sé lo que es eso: se habrían asustao a morir sólo con veral Plumitas... Pero ahora es diferente. Ahora venía usté con la señoramarquesa, y me he dicho: «Vamos ayá a saluar a esos señores y platicá unrato con eyos.»
Y la fina sonrisa con que acompañaba estas palabras establecía unadiferencia entre la familia del torero y aquella señora, dando aentender que no eran un secreto para él las relaciones de Gallardo ydoña Sol. Perduraba en su alma de hombre del campo el respeto a lalegitimidad del matrimonio, creyéndose autorizado a mayores libertadescon la aristocrática amiga del torero que con las pobres mujeres queformaban la familia de éste.
Pasó por alto doña Sol estas palabras y acosó con sus preguntas albandolero, queriendo saber cómo había llegado a su estado actual.
—Na, señora marquesa: una injustisia; una desgrasia de esas que caensobre nosotros los probes. Yo era de los más listos de mi pueblo, y lostrabajaores me tomaban siempre por pregonero cuando había que pedir algoa los ricos. Sé leé y escribí; de muchacho fui sacristán, y me sacaronel mote de Plumitas porque andaba tras de las gallinas arrancándolasplumas del rabo pa mis escrituras.
Una manotada de Potaje le interrumpió.
—Compare, ya había yo camelao denque te vi que eres rata de iglesia oargo paresío.
El Nacional callaba, sin atreverse a estas confianzas, pero sonreíalevemente. ¡Un sacristán convertido en bandido! ¡Qué cosas diría donJoselito cuando él le contase eso!...
—Me casé con la mía, y tuvimos el primer chiquiyo. Una noche yama encasa la pareja de los siviles y se me yeva fuera del pueblo, a las eras.Habían disparao unos tiros en la puerta de un rico, y aqueyos güenosseñores empeñaos en que era yo...
Negué y me pegaron con los fusiles.Gorví a negar y gorvieron a pegarme. Pa abreviá: que me tuvieron hastala aurora gorpeándome en todo er cuerpo, unas veses con las baquetas,otras con las culatas, hasta que se cansaron, y yo queé en er suelo sinconosimiento. Me tenían atao de pies y manos, gorpeándome como si fueseun fardo, y entoavía me desían: «¿No eres tú el más valiente del pueblo?Anda, defiéndete; a ver hasta dónde yegan tus reaños.» Esto fue lo quemás sentí: la burla. La probesita de mi mujer me curó como pudo, y yo nodescansaba, no podía viví acordándome de los golpes y la burla... Paabreviá otra vez: un día aparesió uno de los siviles muerto en las eras,y yo, pa evitarme un disgusto, me fui ar monte... y hasta ahora.
—¡Gachó, buena mano tiés!—dijo Potaje con admiración—. ¿Y el otro?
—No sé; debe andá po er mundo. Se fue der pueblo, pidió ser trasladaocon toa su valentía; pero yo no le orvío. Tengo que darle una razón. Alo mejor, me disen que está al otro lao de España, y allá voy, aunqueestuviera en er mismo infierno. Dejo la yegua y la carabina a cualquieramigo pa que me las guarde, y tomo el tren como un señor.
He estao enBarselona, en Valladolí, en muchas siudades. Me pongo serca del cuartely veo a los siviles que entran y salen. «Este no es mi hombre; estetampoco.» Se equivocan al darme informes; pero no importa. Lo busco haceaños y yo lo encontraré.
A no ser que se haya muerto, lo que sería unalástima.
Doña Sol seguía con interés este relato. ¡Una figura original el tal Plumitas! Se había equivocado al creerle un conejo.
El bandido callaba, frunciendo las cejas, como si temiera haber dichodemasiado y quisiera evitar una nueva expansión de confianza.
—Con su permiso—dijo al espada—voy a la cuadra a ver cómo han trataoa la jaca... ¿Vienes, camará?... Verás cosa güena.
Y Potaje, aceptando la invitación, salió con él de la cocina.
Al quedar solos el torero y la dama, aquél mostró su mal humor. ¿Por quéhabía bajado? Era una temeridad mostrarse a un hombre como aquel; unbandido cuyo nombre era el espanto de las gentes.
Pero doña Sol, satisfecha del buen éxito de su presentación, reía delmiedo del espada. Parecíale el bandido un buen hombre, un desgraciadocuyas maldades exageraba la fantasía popular. Casi era un servidor desu familia.
—Yo le creía otro; pero de todos modos, celebro haberle visto. Ledaremos una limosna cuando