Allí trabajaba Agustín todos los días dos o tres horas.Escribía cartas larguísimas a su primo, que había quedado al frente dela casa de Brownsville; y también tenía correspondencia tirada con susagentes de Burdeos, Londres, París y Nueva York. Su letra clara,comercial bien rasgueada y limpia era un encanto; mas su estilo, ajeno atoda pretensión literaria y aun a veces desligado de todo compromisogramatical, no merece ciertamente que por él se rompa el respetablesecreto del correo. Aquel día, no obstante, introdujo en su epístolanovedades tan ajenas al comercio, que no es posible dejar de llamar laatención sobre ellas. En un párrafo decía: «Me he enamorado de unapobre», y más adelante: «Si tú la vieras me envidiarías. La conocí encasa del primo Bringas. Su hermosura, que es mucha, no es lo queprincipalmente me flechó, sino sus virtudes y su inocencia... QueridoClaudio, pongo en tu conocimiento que el señorío de esta tierra merevienta. Las niñas estas, cuanto más pobres más soberbias.
No tieneneducación ninguna; son unas charlatanas, unas gastadoras, y no piensanmás que en divertirse y en ponerse perifollos. En los teatros ves damasque parecen duquesas, y resulta que son esposas de tristes empleados queno ganan ni para zapatos.
Mujeres guapas hay; pero muchas se blanqueancon cualquier droga, comen mal y están todas pálidas y medio tísicas;mas antes de ir al baile se dan bofetadas para que les salgan los colores... Las pollas no saben hablar más que de noviazgos, depollos, de trapos, del tenor H, del baile X, de álbums y de sombrerosasí o asado... Una señorita, que ha estado seis años en el mejor colegiode aquí, me dijo hace días que Méjico está al lado de Filipinas. Nosaben hacer unas sopas, ni pegar un triste botón, ni sumar doscantidades, aunque hay excepciones, Claudio, hay excepciones...».
Y en otra carta decía: «La mía es una joya. La conocí trabajando día ynoche, con la cabeza baja sin decir esta boca es mía... La he conocidocon las botas rotas, ¡ella, tan hermosísima, que con mirar a cualquierhombre habría tenido millones a sus pies!...
Pero es una inocente y tanapocada como yo. Somos el uno para el otro, y mejor pareja no creo quepueda existir. En fin, Claudio, estoy contentísimo, y paso a decirte quela partida de cueros la guardes hasta que pase el verano y sean másescasos los arribos de Buenos Aires. He tenido aviso de la remesa depesos a Burdeos y de otra más pequeña a Santander. Ambas te las dejoabonadas en cuenta».
Es de advertir que el afán de orden y de legalidad que dominaba al buenCaballero desde su llegada a Europa, se extendía, por abarcarlo todo,hasta lo que pertenece al fuero del lenguaje. Deseando no faltar aninguna regla, se había comprado el Diccionario y Gramática dela Academia, y no los perdía de vista mientras escribía, para llegar avencer, con el trabajo de oportunas consultas, las dificultades deortografía que le salían al paso a cada momento. Tanto bregó, que susepístolas veíanse cada día más limpias de las gárrulas imperfeccionesque las afearan antaño, cuando las trazaba en el inmundo y desordenadoescritorio de su casa de Brownsville.
Todas las tardes salía a dar un paseo a caballo. Era diestro y segurojinete, de esa escuela mejicana, única, que parece fundir en una solapieza el corcel y el hombre. Lo mismo en sus correrías por las afuerasque en la soledad y sosiego de su casa, no se desmentía jamás en él sucondición de enamorado, es decir, que ni un instante dejaba de pensar ensu ídolo, contemplándolo en el espejo de su mente y acariciándolo de unay otra manera. A veces tan clara la veía, como si viva la tuvieraenfrente de sí.
Otras se enturbiaba de un modo extraño su imaginación, ytenía que hacer un esfuerzo para saber cómo era y reconstruir aquellaslindas facciones. ¡Fenómeno singular este desvanecimiento de la imagenen el mismo cerebro que la agasaja! Por fortuna, no tardaba enpresentarse otra vez tan clara y tan viva como la realidad.
Aquelloshoyuelos, cuando se reía, ¡qué bonitos eran! Aquella manera particularde decir gracias, ¿cómo se podía borrar de la fantasía del enamorado? ¿Ni cómo olvidar aquella muequecilla antes de decir no,aquel repentino y gracioso movimiento de cabeza al afirmar, la buenacompañía que hacían los cabellos a los ojos, aquel tono de inocencia, desencillez, de insignificancia con que hablaba de sí misma? ¡Qué maneraaquella de mirar cuando se le decía una cosa grave! ¿Pues aquel modo decruzar el manto sobre el pecho, con la mano derecha forrada en él ytapando la boca...?
Al día siguiente de la entrevista en la calle fría (y en dichaentrevista fue donde Caballero observó el accidente aquel de la manoforrada, que tan bien conservara en la memoria), escribiole una largacarta. En ella, más que las palabras amorosas, abundaban las frialdadespositivas. Empezando por señalarle cuantiosa pensión mensual, mientrasllegase el feliz día del casorio, le proponía vivir en casa de Bringas.Si los primos se negaban a esto, él la visitaría en casa de ella. Amparodebía disponer con prontitud sus ajuares de ropa para entrar triunfal ydecorosamente en su nuevo estado.
XXII
A sus amigos, que eran pocos y bien escogidos, había anunciado Caballerode un modo vago sus proyectos matrimoniales. Pero como no lo conocíannovia, todo se volvía cálculos, acertijos y conjeturas. Biensabían ellos que Caballero no frecuentaba la sociedad. Jamás le vieronen los paseos haciendo el oso, rarísimas veces en los teatros, y nofrecuentaba reuniones de señoras, como no fuese la de Bringas, dondebrillaba por su frialdad y lo seco y esquivo de su conversación. Todosconvenían en que era Agustín el más raro de los hombres; pero estabantan satisfechos de su simpática amistad y le querían tanto, que no lefaltaban al respeto ni aun con la inocente crítica de sus rarezas.
Entre los tales amigos descollaban tres, que eran los propiamenteíntimos. Helos aquí: Arnáiz, ya viejo, dueño de un antiguo y acreditadoalmacén de paños al por mayor, importaba géneros de Nottingham y tomabaaquí letras sobre Londres. Había labrado con su honrada constancia unabonita fortuna, y a la sazón, apartado del tráfico activo, había cedidola casa a los hijos de su hermano, que la conservan con la afamada razónde Sobrinos de Arnáiz. Trujillo y Fernández, que había casado, con lahija única de Sampelayo, estaba al frente de la antigua y respetablecasa de Banca de Madrid G. de Sampelayo Fernández y Compañía, que datadel siglo pasado. Mompous y Bruil, corredor de cambios primero, habíahecho después un buen caudal comprando terrenos para venderlos porsolares. Los tres eran personas de la más exquisita formalidad, deexcelentes costumbres y con crédito firmísimo en la plaza.
Trujillo, que tenía varias hijas casaderas y bonitas, intentó agasajar aCaballero desde que le conoció, y no fueron esfuerzos los que hizo paraque frecuentara su casa.
Una noche estuvo al fin; pero no volvió a ponerlos pies allá sino para hacer la visita de ordenanza cada tres meses, lacual visita duraba un cuarto de hora, y en ella estaba Agustínviolentísimo y cohibido, hablando del tiempo y contando los minutos quele separaban del bendito momento de ponerse en la calle. Trujillo,emperrado con su idea, invitábale a comer para tal o cual día; peroCaballero buscaba siempre un medio de excusarse y huir el bulto,pretextando enfermedad u ocupaciones. Por fin, hubo de renunciar elhonrado banquero a tenerle por yerno, sin que por eso disminuyese elnoble afecto que a entrambos les unía. Por su parte, Mompous habíaacariciado en su mente de arbitrista iguales proyectos. Tenía un solar,es decir, una hija única y hermosa, y sobre ella pensó edificar, con laayuda de Agustín, el gallardo edificio de la perpetuidad de su raza...«Caballero, mi mujer me ha dicho que vaya usted a comer el domingo».Tanto repitió esto el ambicioso catalán, que un día Caballero no tuvomás remedio que ir. ¡Qué mal rato pasó el pobre, deseando que volara eltiempo! La chica, que era vaporosa y linda, no le gustaba nada; mas noexistía habilidad femenina que ella no tuviese, incluso la detocar el piano y cantar acompañándose. Delante de él lució la variadamultiplicidad de sus talentos, mientras la mamá alababa sin tasa el buennatural de aquel espejo de las niñas. Pero Agustín no supo o no quisodirigirle más galanterías que aquellas que, por lo comunes, caen detodos los labios y no son sentidas ni verdaderas. «Este hombre es unoso». Tal apreciación se hizo proverbial en casa de Mompous. El oso, olo que fuera, no volvió más a aparecer por allí a pesar de las ardientesinsinuaciones de su amigo. La señora de este, con su charlar meloso ysus rebuscadas expresiones de naturalidad, le hacía a Caballero tan pocagracia que por no verla daría cualquier cosa. Así, cuando a la casa ibapara hablar con Mompous de algún negocio, se metía de rondón en eldespacho y estaba el menor tiempo posible. Si sentía ruido de faldas,entrábale de repente una gran prisa y se marchaba dejando el negocio amedio tratar.
Hablando del misterio que envolvía los planes matrimoniales deCaballero, decía Trujillo:
«Verán ustedes cómo este hombre va a traer a su casa una tarasca».
Mompous opinaba lo mismo; pero Arnáiz, que veía más claro, por no tenermás niñas disponibles que las de sus ojos, salía prontamente a ladefensa de su amigo:
«Se equivocan ustedes. Este hombre de escasas palabras tienemuy buen sentido.
Habla poco y sabe lo que hace».
Los domingos, esta ilustre trinidad reuníase puntual en la casa del ricoindiano a tomar café, porque, verdaderamente, no había café en Madridcomo el que allí se hacía. También solía entrometerse aquel Torrespazguato y mirón que vimos en casa de Bringas, y era un cesante a quienMompous daba de tiempo en tiempo trabajillos de corretaje y comisionesde venta o compra de inmuebles. En días de trabajo iban los tres amigospor la noche a jugar al billar con Caballero, y a tertuliar apurando lostemas políticos de la época, por punto general muy candentes. Arnáiz yTrujilo eran progresistas templados; Mompous y Caballero defendían a laUnión Liberal como el gobierno más práctico y eficaz, y todosvituperaban a la situación dominante, que con sus imprudencias lanzabaal país a buscar su remedio en la revolución. Pero las discusiones no seacaloraban sino al tocar los temas de política comercial, pues siendoCaballero libre-cambista furioso y Mompous, como fiel catalán,partidario de un arancel prohibitivo, nunca llegaban a entenderse.Arnáiz y Trujillo se inclinaban a las ideas de Agustín, ero protestandode que en la práctica se debían plantear poquito a poco. No traspasabannunca estas contiendas el límite de la urbanidad. Caballero hablabasiempre muy bajo, cual si tuviera miedo de su propio acento, ysus conceptos eran siempre muy comedidos. A menudo sus tertulios, nooyendo bien sus palabras, decían «¿qué?», y él entonces alzaba un puntola voz, que su timidez hacía un tanto temblorosa. En cambio Arnáiz,hombre obeso y pletórico, decía con voz de trueno, precedida deviolentas toses, los conceptos más triviales. Júpiter tonante llamábale Trujillo, y era cosa de taparse los oídos cuando decía: «Hoyhe pagado el Londres a 47,90».
Los domingos, al caer de la tarde, solía tener Caballero la grata visitade su prima, que pasaba siempre por allí con los niños al volver depaseo.
Una tarde observó que la casa se había enriquecido con valiosos objetosde capricho y elegantísimos muebles que Agustín, insaciable comprador,había adquirido días antes. Espejos de tallados chaflanes, bronces,porcelanas, cuadritos, amén de una galana sillería de raso rosa, ornabanlo que había de ser gabinete de la desconocida y mitológica señora deCaballero. Quedose pasmada la de Bringas ante estos primores, y no hallómejor modo de endulzar su disgusto que estrenando un hermoso sillón,cuya comodidad y amplitud eran tales que no había visto ella nadasemejante.
Arrellenándose en él con ambas manos en el manguito, echadahacia atrás la cachemira que Su Majestad le había regalado elaño anterior, disparó a su primo miradas inquisitoriales. Agustín estabasentado delante de ella, con Isabelita sobre las rodillas.
«Esto está perdido, Agustín—le dijo—; tienes aquí un lujo insultante yrevolucionario... Ya no me queda duda de que piensas casarte. ¿Pero conquién? Eres un topo, y todo lo has de hacer a la chita callando. Arnáizle dijo ayer a Bringas que sí, que te casabas; pero que nadie sabe conquién. ¡Por Dios!—terminó con mal disimulada ira—, sé franco, sécomunicativo, sé persona tratable».
Esperando la contestación de su primo, que había de ser tardía y oscura,Rosalía contemplaba a la niña, tan chiquita aún. ¡Ah!, maldito Bringas,¡por qué no nació Isabel cinco años antes!
«Pues sí—manifestó Caballero—; me caso».
La Pipaón de la Barca se quedó como quien ve visiones al oír tanterroríficas palabras.
«Pégale, hija, pégale, sí—dijo a la niña—. Tírale de esas barbas. Esmuy malo, muy malo».
Isabelita, lejos de hacer lo que su madre le mandaba, mirábale dudosa ycomo suspensa. Tenía de él concepto elevadísimo; considerábale como unser a todos superior, y la acusación de maldad lanzada por su mamáponíala en gran confusión.
Enlazaba con sus brazos el cuello de Agustíny le decía secretos al oído.
«Tu hija no te hace caso—observó Caballero riendo—. Dice queme quiere mucho y que no soy malo».
—Hija, no sobes... Vete con tu hermano, que está jugando con Felipe...Con que a ver, hombre, explícate. Tú no vas a ninguna parte, no se teconocen relaciones... ¿A dónde demonios has ido a buscar esa mujer? ¿Lahas encargado a una fábrica de muñecas? ¿Vas a traer aquí una salvaje deAmérica, con los brazos pintados y con una argolla en la nariz? Porquetú eres capaz de cualquier extravagancia.
Diciendo esto, por la mente de la dama pasó una sospecha, una idea quela espeluznaba como presentimiento de muerte y tragedias. Aquelresplandor lívido pasó pronto, cual relámpago, dejando la susodichamente Pipaónica en la oscuridad de las anteriores dudas.
«Hija, no sobes...».
—Dice Isabel que no quiere ir a jugar con Felipe; que prefiere jugarconmigo.
—¿Con que te descubres o no, mascarita? No sé a qué vienen esostapujos...
—Pronto te lo diré.
—Pues no sé... Ni que fuera delito—manifestó con repentina vehemenciala Bringas, levantándose—. Yo he visto hombres topos, he visto hombrespesados, hombres inaguantables; pero ninguno, ningunito como tú. Hija,vámonos de aquí; llama a tu hermano. Esta casa me apesta con tantochirimbolo inútil. No, no me huele esto a cosa buena. Y enresumidas cuentas, ¿A mí qué me importa? Ya puedes casarte con unafuencarralera o con alguna loreta de París... Abur. Eso, eso; guardabien el secreto, no sea que te lo roben. Así, callandito se hacen lascosas.
Y el más reservado de los hombres, al despedirla en la puerta, le dijodos o tres veces:
«¡Mañana, mañana te lo diré!».
Y en efecto, a la mañana siguiente se lo dijo.
Por espacio de algunos minutos Rosalía se quedó como si le administraranuna ducha con la catarata del Niágara.
«¡Con Amp...!».
No tenía aliento para concluir de pronunciar la palabra. Representose ala hija de Sánchez Emperador disfrutando de los tesoros de aquella casasin igual, y consideraba esto tan absurdo como si los bueyes volaran enbandadas por encima de los tejados, y los gorriones, uncidos en parejas,tiraran de las carretas. Sus confusiones no se disiparon en todo aqueldía; se le subió el color cual si le hubiera entrado erisipela, yllevaba frecuentemente la mano a su cabeza, diciendo: «Parece que lestengo aquí a los dos convertidos en plomo». Mas reflexionando sobre elperegrino caso, no acertaba a explicarse el motivo de su despecho.«Porque a mí ¿qué me va ni me viene en esto?... Conmigo no se había decasar, porque soy casada; ni con Isabelita tampoco, porque es muyniña».
No veía la hora de que viniese Bringas para dispararle a boca de jarrola tremenda nueva. También fue grande el asombro de D. Francisco. Suesposa, encolerizada, dirigíase a él con impertinentes modos, como siaquel santo varón tuviera la culpa, y le decía: «Pero ¿has visto... hasvisto qué atrocidad?
—Pero mujer, ¿qué...?
—La verdad, yo contaba con que Agustín esperase siquiera seis años...Isabel tiene diez... ya ves... Pero a ti no se te ocurre nada.
—¡Ave María Purísima!...
—Y pretende que la traigamos a casa mientras llega el día delbodorrio... Sí, aquí estamos para tapadera...
Bringas, hombre de sano juicio, que siempre trataba de ver las cosas concalma y como eran realmente, intentó aplacar a su exaltada cónyuge conlas razones más filosóficas que de labios humanos pudieran salir. Segúnél, antes que ofenderse debían alegrarse de la elección de su primo,porque Amparo era una buena muchacha y no tenía más defecto que serpobre. Agustín deseaba mujer modesta, virtuosa y sin pretensiones... Noera tonto el tal, y bien sabía gobernarse. Convenía, pues, celebrar laelección como feliz suceso y no mostrar contrariedad ni menos enojo. SiAgustín quería que su futura viviese con ellos una corta temporada, muysanto y muy bueno.
«Porque, mira tú—añadió con centelleos deperspicacia en sus ojos—, más cuenta nos tendrá siempre estar bien conel primo y su esposa que estar mal. Si ahora les desairamos, quizásdespués de casados nos tomen ojeriza, y... no te quiero decir quiénperderá más. Él es muy bueno para nosotros, y no creo que Amparo seoponga a que lo siga siendo. Le debemos obsequios y favores sin fin, ynosotros ¿qué le hemos dado a él? Una triste botella de tinta, hija...Tengamos calma, calma y aplaudámosle ahora como siempre. Probablementeseremos padrinos, y habrá que correrse con un buen regalo. No importa;se sacará como se pueda. Ya sabes que él no se queda nunca atrás.Nuestra situación hoy, hija de mi alma, es apretadilla. Si me encargo elgabán, que tanta falta me hace; si vamos al baile de Palacio, tendremosque imponernos privaciones crueles: eso contando siempre con que la Señora te dé el vestido de color melocotón que te tiene ofrecido, quesi no, ¡a dónde iríamos a parar!... Pero la economía y un mal pasardentro de casa harán este milagro y el del regalo para Agustín. Con quemucha prudencia y cara de Pascua.
Este sustancioso discursillo tuvo eco tan sonoro en el egoísmo deRosalía, que se amansó su bravura y conoció lo impertinente de suoposición al casorio. Deseaba que Amparo llegase para hablarle delasunto y saber más de lo que sabía. ¡La muy pícara no había ido desde elsábado!... Estaba endiosada. Quería hacer ya papeles dehumilladora, por venganza de haber sido tantas veces humillada.
XXIII
La increíble fortuna no llevó al ánimo de Amparo franca alegría, sinoalternadas torturas de esperanza y temor. Porque si negarse era muytriste y doloroso, consentir era felonía. El miedo a la delación hacíalaestremecer; la idea de engañar a tan generoso y leal hombre la poníacomo loca; mas la renuncia de la corona que se le ofrecía era virtudsuperior a sus débiles fuerzas. ¡Oh, egoísmo, raíz de la vida, cómodueles cuando la mano del deber trata de arrancarte!... No teníaperversidad para cometer el fraude, ni abnegación bastante paraevitarlo. No le parecía bien atropellar por todo y dejarse conducir porlos sucesos; ni su endeble voluntad le daba alientos para decir: «SeñorCaballero, yo no me puedo casar con usted... por esto, por esto y poresto».
Pasaba las horas del día y de la noche pensando en los rudos términos desu problema, perseguida por la imagen de su generoso pretendiente, enquien veía un hombre sin igual, avalorado por méritos rarísimos en elmundo. Aun antes de tener sospechas del enamoramiento de Caballero,había sentido Amparo simpatías vivísimas hacia él. Lo que losdemás tenían por defectuoso en el carácter del indiano, conceptuábaloella perfecciones. Adivinaba cierta armonía y parentesco entre su propiocarácter y el de aquel señor tan callado y temeroso de todo; y cuandoAgustín se le acercó, movido de un afecto amoroso, ella le esperaba,preparada también con un afecto semejante.
Desde que se trataron un poco, vio la medrosa en el tímido, como se vela imagen propia en un espejo, sentimientos y gustos que eran tambiénlos de ella. Sí, ambos estaban, como suele decirse, vaciados en la mismaturquesa. Agustín, como ella, tenía la pasión del bienestar sosegado ysin ruido; como ella aborrecía los dicharachos, la palabreríainsustancial y las vanidades de la generación presente; como ella, teníael sentimiento intenso de la familia, la ambición de la comodidad oscuray sin aparato, de los afectos tranquilos y de la vida ordenada y legal.Sin duda él había sabido leer cumplidamente en ella; pero Dios quiso queal repasar las páginas de su alma, viese tan sólo las blancas y puras yno la negra. Estaba tan escondida, que ella sola podía y debíaenseñarla, consumando un acto de valor sublime. El único medio dearrancar la tal página era llegarse a Caballero y decirle: «No me puedocasar con usted... por esto, por esto y por esto».
Cuando la infeliz llegaba a esta conclusión, que aunquetardía, daba, por ser conclusión, algún descanso a sus torturas, parecíaque una sierpe le silbaba en el oído estos conceptos:
«Oiga usted, señorita, y si está decidida a no aceptar la mano de esesujeto, ¿qué papel hace usted tomando su dinero? Al día siguiente deaquella noche en que su novio la acompañó hasta la puerta, usted recibióuna carta con billetes de Banco. No eran los primeros que venían, perosí los más comprometedores. En esa carta decía, niña sin juicio, que yala consideraba a usted como su esposa, y que por tanto debía existirentre ambos franqueza y comunidad de intereses. Le enviaba a usted unacantidad, y anunciaba repetir el obsequio todos los meses, hasta que secasara. Y el objeto de estos auxilios era que su novia se preparasedignamente al matrimonio. Si el pensamiento de usted era negarse, ¿porqué no devolvió el dinero en el mismo sobre que lo trajo?...».
¡Qué voz aquella! ¡Argumento doloroso como una llaga, que no podía tenerel alivio de una contestación! Sin duda la infeliz, al recibir losdineros, no vio el compromiso que la aceptación le traía; estaba comotonta, embriagada con la ilusión de la espléndida suerte que Dios ledeparaba, con la idea de su magnífica casa y de aquella venturosafamilia que iba a fundar.
Cuando echó de ver la inconveniencia grande de aceptar el dinero, yaparte de este se había ido en seguimiento del pago de unasdeudas antiguas, ya la indigente novia se había encargado dos pares debotas y dos vestidos. ¡Ay Dios mío!, ¡qué situación tan equívoca! ¿Aquién pediría consejo? ¿Qué debía hacer?
Despertando asustada en lo mejor de su sueño, Amparo daba vueltas en elcerebro a esta idea: «Lo mejor es dejar correr, dejar pasar, callarme,por repugnante que este silencio sea a mi conciencia...». Entonces laculebra, deslizándose entre las almohadas, silbaba en su oído así: «Sitú callas, no faltará quien hable. Si tú no se lo dices, otro se lodirá. Si él lo sabe antes de la boda, te apartará de sí con desprecio, ysi lo sabe después, figúrate la que se armará...». Oyendo esto, lloró ensilencio, mojando con lágrimas sus almohadas, y se durmió sobre la tibiahumedad de ellas... A las tres o cuatro horas despertó de nuevo cual sioyera un grito. Era, sí, un grito que de su interior salía, diciendo...«Si lo sabe, antes o después, me perdonará... Como ha comprendido otrascosas que hay en mí, comprenderá mi arrepentimiento».
Levantose de prisa. Ya el día penetraba por las ventanas. Vistiose, y elagua fresca aclaró sus ideas... Estremecida de frío y después confortadapor la reacción, decía:
«Me perdonará... lo estoy viendo».
Púsose a arreglar la casa con nerviosa actividad. Se habían duplicadosus aptitudes domésticas, y sentía verdadero frenesí delimpieza, de poner todo en orden. Cogiendo la escoba, la manejó casicasi con inspiración. Había en sus manos algo de la convulsiva fuerza dela mano del violinista en el arco. Nubecillas de polvo rastreaban por elsuelo. Saliendo luego a la ventana, que daba a un panorama de tejados,la joven respiró con gusto el aire glacial de la mañana...
Luego pensó en los vestidos que le iba a traer la modista. Además teníaotro, no nuevo sino arreglado por ella misma, y pensaba estrenarlo aldía siguiente. No era esto presunción, sino el ardiente afán de ladecencia que en su alma tenía firme asiento. Su pasión por la vidaregular se manifestaba también prefiriendo lo útil a lo brillante, ydando la importancia debida al bien parecer de las personas...
Hizo un poco de chocolate y se lo tomó con pan duro. Era preciso ponerla casa como el oro, pues aquel día vendría Caballero a visitarla. Dieraella cualquier cosa por tener arte de encantamento para remendar losvetustos muebles, para darles barniz, para tapar los agujeros de losforros, y poner todo, no lujoso, sino presentable. Fija en su mente lavisita, consideró los peligros que la rodeaban, y de esta meditaciónsalió otra vez triunfante la idea grande y activa, la necesidad de abrirsu alma al que tan digno era de verla toda.
Mientras preparaba su comida, diose a discurrir los términos másadecuados para esta declaración espeluznante. Pensó primero quenecesitaba muchas, muchas palabras, estar hablando todo un día...Imaginó después que valía más decirlo en pocas. ¿Pero cuáles seríanestas pocas palabras? Seguramente cuando hiciera su confesión se lehabían de saltar las lágrimas. Diría, por ejemplo: «Mire usted,Caballero, antes de pasar adelante, es preciso que yo, le revele a ustedun secreto... Yo no valgo lo que usted cree, yo soy una mujer infame, yohe cometido...».
No, no, esto no, esto era un disparate. Mejor era: «yohe sido víctima...». Esto le parecía cursi. Se acordó de las novelas deD. José Ido. Diría: «Yo he tenido la desgracia... Esas cosas que no sesabe cómo pasan, esas alucinaciones, esos extravíos, esas cosasinexplicables...». Él, al oír esto, sería todo curiosidad. ¡Quépreguntas le haría, qué afán el suyo por saber hasta lo más escondido,aquello que ni a la propia conciencia se lo dice sin temor!... La grandificultad estaba en empezar. ¿Tendría ella el valor del principio? Sí,lo tendría, se proponía tenerlo, aunque muriera en las angustias deaquella revelación semejante al suicidio.
Sintió a su hermana levantándose. Refugio entró también en la cocina, ydespués de cambiar con Amparo palabras insignificantes, se metió en sucuarto para vestirse y acicalarse, operación en que empleabamucho tiempo. Deseaba Amparo que la pequeña saliera pronto: para que noestuviese allí cuando el otro llegara. Refugio estaba irritada, y setrasformaba rápidamente, por la ligereza de sus costumbres, en una mujertrapacera, envidiosa, chismosa. Amparo temía indiscreciones de ella.Siempre la reñía por sus salidas a la calle y por su desamor al trabajo.Aquel día no le dijo una palabra. Después que almorzaron, viendo que laotra se detenía, le habló así.
«Si sales, sal de una vez, porque yo también me voy, y quiero llevarmela llave».
Impertinente estaba aquel día la hermana menor. Comprendiendo Amparo quecon cierto talismán se aplacaría, le dio dinero.
«Estás rica...».
—Vete de una vez, y déjame en paz.
Cuando estuvo sola, dio otra mano de limpieza a los muebles y se arreglóa sí misma lo mejor que pudo con lo poquito que tenía. La idea de laconfesión no se apartaba de su pensamiento... Sentíase interiormenteacariciada por fuerza pujante nacida al calor de su conciencia, yfortificada después por un no sé qué de religioso y sublime que llenabasu alma. Figurábase tener delante al que iba a ser compañero de su vida,y ella valerosa, sin turbarse, acometía la santa empresa de confesar lamás grande falta que mujer alguna podría cometer. Y no seturbaba con las miradas de él, antes bien parecía que la honradezpintada en el austero semblante de Agustín le daba más ánimos...
Pero ¡ay!, estos ardores heroicos se apagaron cuando el amante sepresentó ante ella realmente. Amparo salió a a