El padre Arce decía que para él era caso de conciencia consentir en elcapricho femenino; pues una vez que se negó a conceder tal licenciaacontecióle que, a los tres días, se le presentó la niña del antojollevando el feto en un frasco y culpándolo de su desventura. Añadía elpadre Arce que por él no había de ir otra almita al limbo, que no sesentía con hígados para hacer un feo a antojos de mujer encinta.
El vicario foráneo se vió de los hombres más apurados para dar su fallo,y solicitó el dictamen de Matalinares, que era a la sazón fiscal de laAudiencia de Lima. Matalinares sostuvo que no por el peligro del feto,sino por corruptelas y consideraciones de conveniencia o por privilegiosapostólicos para determinadas personas de distinción, se había toleradola entrada de mujeres en clausura de regulares, y que eso de los antojosera grilla y preocupación.
En
resumen,
terminaba
opinando
que
sepreviniese al padre comisario general ordenase al guardián de laRecoleta que por ningún pretexto consintiese en lo sucesivo visitas defaldas, bajo las penas designadas por la Bula de Benedicto XV, expedidaen 3 de enero de 1742.
El vicario, apoyándose en tan autorizado dictamen, falló contra elguardián; pero éste no se dió por derrotado, y apeló ante el obispo,quien confirmó la resolución.
Fray Fernando Jesús de Arce era testarudo, y dijo en el primer momentoque no acataba el mandato mientras no viniese del mismo Papa; pero suamigo, el comisario general, consiguió apaciguarlo, diciéndole:
—Padre reverendo, más vale maña que fuerza. Pues la cuestión ante todoes de amor propio, éste quedará a salvo acatando y no cumpliendo.
El padre Arce quedó un minuto pensativo; y luego, pegándose una palmadaen la frente, como quien ha dado en el quid de intrincado asunto,exclamó:
—¡Cabalito! ¡Eso es!
Y en el acto hizo formal renuncia de la guardianía, para que otro y noél cargase con el mochuelo de enviar almitas al limbo.
CUADRO TRADICIONAL DE COSTUMBRES ANTIGUAS
Existía en Lima, hasta hace cincuenta años, una asociación de mujerestodas garabateadas de arrugas y más pilongas que piojo de pobre, cuyooficio era gimotear y echar lagrimones como garbanzos. ¡Vaya unaprofesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia era viejacomo el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana.En España dábanlas el nombre de plañidoras; pero en estos reinos delPerú se les bautizó con el de doloridas o lloronas.
Que el gobierno colonial hizo lo posible por desterrarlas, me lo pruebaun bando o reglamento de duelos que el virrey don Teodoro de Croix mandópromulgar en Lima con fecha 31 de agosto de 1786, y que he tenidooportunidad de leer en el tomo XXXVIII de Papeles varios de laBiblioteca Nacional. Dice así, al pie de la letra, el artículo 12 delbando: «El uso de las lloronas o plañidoras, tan opuesto a las máximasde nuestra religión como contrario a las leyes, queda perpetuamenteproscrito y abolido, imponiéndose a las contraventoras la pena de un mesde servicio en un hospital, casa de misericordia o panadería». Pareceque este bando fué como tantos otros, letra muerta.
No bien fallecía prójimo que dejase hacienda con que pagar un decentefuneral, cuando el albacea y deudos se echaban por esas calles en buscade la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a lascomadres que la habían de acompañar. El estipendio, según reza un añejocentón que he consultado, era de cuatro pesos para la plañidera en jefey dos para cada subalterna.
Y cuando los dolientes, echándola derumbosos, añadían algunos realejos sobre el precio de tarifa, entonceslas doloridas estaban también obligadas a hacer algo de extraordinario,y este algo era acompañar el llanto con patatuses, convulsionesepilépticas y repelones. Ellas, en unión de los llamados pobres dehacha, que concurrían con un cirio en la mano, esperaban a la puertadel templo la entrada y salida del cadáver para dar rienda suelta a suaflicción de contrabando.
Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo esque ganaban la plata en conciencia. Habíalas tan adiestradas que noparece sino que llevaban dentro del cuerpo un almacén de lágrimas; tantoeran éstas bien fingidas, merced al expediente de pasarse por los ojoslos dedos untados en zumo de ajos y cebollas. Con frecuencia, así habíanconocido ellas al difundo como al moro Muza, y mentían que era uncontento exaltando entre ayes y congojas las cualidades del muerto.
—¡Ay, ay! ¡Tan generoso y caritativo!—y el que iba en el cajón habíasido usurero nada menos.
—¡Ay, ay! ¡Tan valiente y animoso!—el infeliz había liado los bártulospor consecuencia del mal de espanto que le ocasionaron los duendes y las penas.
—¡Ay, ay! ¡Tan honrado y buen cristiano!—y el difunto había sido, porsus picardías y por lo encallecida que traía la conciencia, digno demorir en alto puesto, es decir, en la horca.
Y por este tono eran las jeremiadas.
No concluía aquí la misión de las lloronas. Quedaba aún el rabo pordesollar; esto es, la ceremonia de recibir el duelo en casa deldifunto durante treinta noches. Enlutábanse con cortinados negros lasala y cuadra, alumbrándolas con un fanal o guardabrisa cubierta por untul que escasamente dejaba adivinar la luz, o bien encendían unapalomilla de aceite que despedía algo como amago de claridad, pero querealmente no servía sino para hacer más terrorífica la lobreguez. Desdelas siete de la noche los amigos del finado entraban silenciosos en lasala y tomaban asiento sin proferir palabra. Un duelo era en buenromance una consagración de mudos.
La cuadra era el cuartel general de las faldas y de las pulgas.
Lasamigas imitaban a los varones en no mover sus labios, lo cual, bienmirado, debía ser ruda penitencia para las hijas de Eva.
Sólo a laslloronas les era lícito sonarse con estrépito y lanzar de rato en ratoun ¡ay Jesús! o un suspiro cavernoso, que parecía queja del otromundo.
Escenas ridículas acontecían en los duelos. Un travieso, por ejemplo,largaba media docena de ratoncillos en la cuadra, y entonces se armabauna de gritos, carreras, chillidos y pataletas.
Por fortuna, con las campanadas de las ocho terminaba la recepción: aquíeran los apuros entre las mujeres. Ninguna quería ser la primera enlevantarse. Llamábase este acto romper el chivato.
A la postre se decidía alguna a dar esta muestra de coraje, yacercándose a la no siempre inconsolable viuda, le decía:
—¡Cómo ha de ser! Hágase la voluntad de Dios. Confórmate, hija mía, queél está entre santos y descansando de este mundo ingrato. No te des a lapena, que eso es ofender a quien todo lo puede.
Y todas iban despidiéndose con idéntica retahila.
Cuando la familia regresaba de dar el pésame, por supuesto que poníasobre el tapete a la viuda y a la concurrencia, y cortaban lasmuchachas, con la tijera que Dios les dió, unos sayos primorosos. Lo quees la abuela o alguna tía, a quienes el romadizo había impedido ir acumplir con la viuda, preguntaban.
—¿Y quién rompió el chivato?
—Doña Estatira, la mujer del escribano.
—Ella había de ser, ¡la muy sinvergüenza! ¡Ya se ve..., una mujer quetiene coraje para llamarse Estatira!...
Por más que cavilo no acierto a darme cuenta del porqué de estamurmuración. ¡Caramba! Supongo que una visita no ha de ser eterna, y quealguien ha de dar ejemplo en lo de tomar el camino de la puerta, y queno hay ofensa a Dios ni al prójimo en llamarse Estatira.
En cada noche recibía la llorona una peseta columnaria y un bollo dechocolate. Y no se olvide que la ganga duraba un mes cabal.
Sólo en el fallecimiento de los niños no tenían las lloronas misión quedesempeñar. ¡Ya se ve! ¡Angelitos al cielo!
Pero entre todas las plañidoras había una que era la categoría, el nonplus ultra del género, y que sólo se dignaba asistir a entierro devirrey, de obispos o personajes muy encumbrados.
Distinguíase con eltítulo de la llorona del Viernes Santo. El pueblo la llamaba con otronombre que, por no ruborizar a nuestras lectoras, dejamos en el fondodel tintero.
Así, se decía:—El entierro de don Fulano ha estado de lo bueno lomejor. ¡Con decirte, niña, que hasta la llorona del Viernes Santo estuvoen la puerta de la iglesia!
Para mí sólo hay una profanación superior a ésta, y es la que anualmentese realiza en las grandes ciudades, con el paseo o romería que, ennoviembre, se emprende al cementerio. La vanidad de los vivos y no eldolor de los deudos es quien ese día adorna las tumbas con flores,cintas y coronas emblemáticas.—
¿Qué se diría de nosotros?—dicen loscariñosos parientes—. Es preciso que los demás vean que gastamoslujo—. Y encontré vanidad hasta en la muerte, dice el más sabio delos libros.
Las losas sepulcrales son objeto de escarnio y difamación en esaromería.
—¡Hombre!—dice un mozalbete a otro chisgarabís de su estofa, pasandorevista a las lápidas—. Mira quién está aquí... La Carmencita... ¿No teacuerdas, chico?... La que fué querida de mi primo el banquero, y lecostó un ojo de la cara... Muchacha muy caritativa... y bonita, eso sí,sólo que se pintaba las cejas y fruncía la boca para esconder un dientemellado.—¡Preciosa corona le han puesto a don Melquíades! Mejor se lapuso su mujer en vida.—¡Buen mausoleo tiene don Junípero! ¡Podría sermejor, que para eso robó bastante cuando fué ministro de Hacienda!¡Valiente pillo!—Fíjate en el epitafio que le han puesto a don Milón,que no fué sino un borrico con herrajes de oro y albarda de plata.¡Llamar pozo de ciencia y de sabiduría a ese grandísimo cangrejo!—¡Granzorra fué doña Remedios! La conocí mucho, mucho. ¡Como que casi tuve unlance con el Juan Lanas de su marido!—No sabía yo que se había yamuerto el marqués del Algarrobo. ¡Bien viejo ha ido al hoyo! ¡Como queera contemporáneo de los espolines de Pizarro!—¡Pucha!
Aquí está unpatriota abnegado, de esos que dan el ala para comerse la pechuga y quesaben sacar provecho de toda calamidad pública.
Y basta para muestra de irreverente murmuración. A estas maldicientesles viene a pelo la copla popular: El
zapato
traigo
roto,
¿con
qué
lo
remedaré?
Con
picos
de
malas
lenguas
que propalan lo que no es.
El verdadero dolor huye del bullicio. Ir de paseo al cementerio el díade finados por ver y hacerse ver, por aquello de—¿adónde vas Vicente?,a donde va toda la gente—como se va a la plaza de toros, por noveleríay por matar tiempo, es cometer el más repugnante y estúpido de lossacrilegios.
Dejo en paz a los difuntos y vuelvo a las lloronas.
Los padres mercedarios, en competencia con lo que la víspera hacían losagustinianos, sacaban el Viernes Santo en procesión unas andas con elsepulcro de Cristo, y tras ellas y rodeada por multitud de beatas, ibauna mujer desgreñada, dando alaridos, echando maldiciones a Judas, aCaifás, a Pilatos y a todos los sayones; y lo gracioso es que, sin quese escandalizase alma viviente, lanzaba a los judíos apóstrofes tansubidos de punto como el llamarlos hijos de... la mala palabra.
De la capilla de la Vera Cruz salía también, a las once de la noche, lafamosa procesión de la Minerva, que, como se sabe, era costeada porlos nobles descendientes de los compañeros de Pizarro, quien fué elfundador de la aristocrática hermandad y obtuvo que el Papa enviara parala iglesia un trozo del verdadero lignun crucis, reliquia que aunconservan los dominicos.
Pero en esta procesión todo era severidad, a la vez que lujo y grandeza.La aristocracia no dió cabida nunca a las lloronas, dejando ese adornopara la popular procesión de los mercedarios.
El arzobispo don Bartolomé María de las Heras no había gozado de esasmojigangas; y el primer año, que fué el de 1807, en que asistió a laprocesión hizo, a media calle, detener las andas, ordenando que seretirase aquella mujer escandalosa que, sin respeto a la santidad deldía, osaba pronunciar palabrotas inmundas.
¿Creerán ustedes que el pueblo se arremolinó para impedirlo?
Pues asícomo suena. ¡No faltaba más que deslucir la procesión eliminando de ellaa la llorona!
El sagaz arzobispo se sonrió y, acatando la voluntad del pueblo, mandóque siguiese su curso la procesión; pero en el año siguiente prohibiócon toda entereza a los mercedarios semejante profanación.
En cuanto a las plañidoras de entierros, ellas pelecharon por algunosaños más.
Como se ve por este ligero cuadro, si había en Lima oficio productivoera el de las lloronas. Pero vino la Patria con todo su cortejo deimpiedades, y desde entonces da grima morirse; pues lleva uno al mudarde barrio la certidumbre de que no lo han de llorar en regla.
A las lloronas las hemos reemplazado con algo peor si cabe..., con lasnecrologías de los periódicos.
Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el área en quehoy está situada la estación del ferrocarril de Lima al Callaoconstituyó en días no remotos la iglesia, convento y hospital de laspadres juandedianos.
En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo,existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entradoen años, conocido entre el pueblo con el apodo de el padre Carapulcra,mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.
Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimoingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichospicantes.
Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestrolego no era tan calvo que no tuviera enterrados, en un rincón de sucelda, cinco mil pesos en onzas de oro.
Era tertulio del convento un mozalbete, de aquellos que usaban arito de oro en la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en elbolsillo de la chaqueta, que hablaban ceceando, y que eran los dompreciso en las jaranas de mediopelo, que chupaban más que esponjay que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas dela guitarra.
Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre desolemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y dióse tal maña,que el padre Carapulcra llegó a confesarle en confianza que,realmente, tenía algunos maravedíes en lugar seguro.
—Pues ya son míos—dijo para sí el niño Cututeo, que tal era elnombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizadoentre la gente de chispa, arranque y traquido.
Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación.
Démosla avuela pluma.
El bautismo de un mozo de tumbo y trueno se hacía delante de unabotija de aguardiente, cubierta de cintas y flores. El aspirante larompía de una pedrada, que lanzaba a tres varas de distancia, y elmérito estribaba en que no excediese de un litro la cantidad de licorque caía al suelo; en seguida el padrino servía a todos los asistentes,mancebos y damiselas; y antes de apurar la primera copa, pronunciaba un speach, aplicando al candidato el apodo con que, desde ese instante,quedaba inscripto en la cofradía de los legítimos chuchumecos.Concluída esta ceremonia, empezaba una crápula de esas de hacer temblarel mundo y sus alrededores.
Entre esos bohemios del vicio era mucha honra poder decir:
—Yo soy chuchumeco legítimo y recibido, no como quiera, sino por elmismo Pablo Tello en persona, con botija abierta, arpa, guitarra ycajón.
Largo podríamos escribir sobre este tema y sobre el tecnicismo ojerigonza que hablaban los afiliados; pero ello es comprometedor ypeliagudo, y será mejor que lo dejemos para otro rato, que no se ganóZamora en una hora.
Una tarde en que, con motivo de no sé qué fiesta, hubo mantel largo enel refectorio de los juandedianos, se agarraron a trago va y trago vieneel lego y el chuchumeco, y cuando aquél estaba ya madio chispo, hubode parecerle a éste propicia la oportunidad para venturar el golpe degracia.
—Si su paternidad me confiara parte de esos realejos que tiene ociososy criando moho, permita Dios que el piscolabis que he bebido se mevuelva en el buche rejalgar o agua de estanque con sapos y sabandijas,si antes de un año no se los he triplicado.
El demonio de la codicia dió un mordisco en el corazón del lego.
—Mire su paternidad—prosiguió el niño—. Yo he sido mancebo de labotica de don Silverio, y tengo la farmacopea en la punta de la uña. Condos mil pesos ponemos una botica que le eche la pata encima a la delGato.
—¡Con tan poco, hombre!—balbuceó el juandediano.
—Y hasta con menos; pero me fijo en suma redonda porque me gusta hacerlas cosas en grande y sin miseria. Un almirez, un morterito de piedra,una retorta, un alambique, un tarro de sanguijuelas, unas cuantas onzasde goma, linaza, achicoria y raíz de altea, unos frascos vistosos,vacíos los más y pocos con droga, y pare de contar... Es cuantonecesitamos. Créame su paternidad. Con cuatro simples, en un verbo lepongo yo la primera botica de Lima.
Y prosiguió, con variaciones sobre el mismo tema, excitando la codiciadel hospitalario y halagando su vanidad con llamarlo a roso y velloso su paternidad. Parece que el muy tunante guardaba en la memoria estepareado:
para
surgir,
con
adularte
basta;
la lisonja es jabón que no se gasta.
Mucho alcanza un adulador, sobre todo cuando sabe exagerar la lisonja. Apropósito de adulaciones, no recuerdo en qué cronicón he leído que unode los virreyes del Perú fué hombre que se pagaba infinito que locreyesen omnipotente. Discurríase una noche en la tertulia palaciegasobre el Apocalipsis y el juicio final; y el virrey, volviéndose a ungarnacha, mozo limeño y decidor, que hasta ese momento no habíadespegado los labios para hablar en la cuestión, le dijo:—Y usted,señor doctor,
¿cuándo cree que se acabará el mundo?—Es claro—contestóel interpelado—, cuando vuecelencia mande que se acabe.—
Agrega elcronista que el virrey tomó por lisonja fina la picante y epigramáticarespuesta. ¡Si viviría el hombre convencido de su omnipotencia!
A la postre, el buen lego mordió el anzuelo y empezó por desenterrarcien peluconas.
Y la botica se puso, luciendo en el mostrador cuatro redomas con aguasde colores y una garrafa con pececitos del río. En los escaparates seostentaban también algunos elegantes frascos de drogas; pero con elpretexto de que hoy se necesita tal bálsamo y mañana cual menjurge,llegó el boticario a arrancarle a su socio todas las muelas que teníabajo tierra.
Y pasaron meses; y el mocito, que entendía de picardías más que unaculebra, le hacía cuentas alegres, hasta que aburrido Carapulcra, ledijo:
—Pues, señor, es preciso que demos un balance, y cuanto más prontomejor.
—Convenido—contestó impávido Cututeo—: mañana mismo nos ocuparemosde eso.
Y aquella tarde vendió a otros del oficio, por la mitad de precio,cuanto había en los escaparates, y la botica quedó limpia sin necesidadde escoba.
Cuando al día siguiente fué Carapulcra en busca del compañero para darprincipio al balance, se encontró con que el pájaro había volado, y porúnica existencia la garrafa de los peces.
Púsose el lego furioso, y en su arrebato cogió la garrafa y la arrojó ala acequia diciendo:
—¡A nadar, peces!
Y he aquí, por si ustedes lo ignoran, el origen de esta frase.
Y luego el padre Carapulcra, tomándose la cabeza entre las manos, sedejó caer en un sillón de vaqueta murmurando:
—¡Ah pícaro! Con cuatro simples me dijo que se ponía una botica...¡Embustero! El la puso con sólo un simple... ¡y ése fuí yo!
Un faldellín he de hacerme
de
bayeta
de
temblor,
con un letrero que diga:
¡misericordia,
Señor!
(Copla popular en 1746).
En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre acaballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentrode la iglesia y rodeado de la comunidad.
Como esto no pudo pintarse ahumo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, yhe aquí la tradición que sobre el particular me ha referido unreligioso.
I
Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozotigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no teníacoteja.
Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, comodicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo dearriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas,vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma ensu conducta.
Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.
El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunidocon otros como él y media docena de hembras de la cuerda, gente todade no inspirar codicia ni al demonio. El copeo era en regla, y al sonde una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con surespectivo galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy decimos,haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, paralevantar del suelo, con la boca y sin auxilio de las manos, un cacharrode aguardiente. A la vez, y llevando el compás con palmadas, cantabanlos circunstantes:
Levántamelo,
María;
levántamelo,
José;
si
tú
no
me
lo
levantas
yo
me
lo
levantaré.
¡Qué
se
quema
el
sango!
¡No
se
quemará,
pues
vendrán
las
olas
y lo apagarán!
Aquella bacanal no podía ser más inmunda, ni la bailarina másasquerosamente lúbrica en sus movimientos. Eso era para escandalizarhasta a un budinga. Con decir que la jarana era de las llamadas decascabel gordo, ahorro gasto de tinta.
La zamacueca o mozamala es un bailecito de mi tierra y que, nacidoen Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para bailarlo bienes indispensable una limeña con mucha sal y mucho rejo. Según la parejaque lo baila, puede tocar en los extremos: o fantásticamente espiritualo desvergonzadamente sensual; habla al alma o a los sentidos. Tododepende de la almea.
Refieren que un arzobispo vió de una manera casual bailar la mozamala, yvolviéndose al familiar que lo acompañaba, preguntó:
—¿Cómo se llama este bailecito?
—La zamacueca, ilustrísimo señor.
—Mal puesto nombre. Esto debe llamarse la resurrección de la carne.
II
Acababan de picar a bordo del navío de guerra San Fermín (construídoen 1731 en el astillero de Guayaquil, con gasto de ochenta mil pesos)las diez y media de la noche, cuando un ruido espantoso, acompañado deun atroz sacudimiento de tierra, vino a interrumpir a los jaranistas.Pasado éste, y sin cuidarse de averiguar lo ocurrido en la población,volvió aquella gentuza a meterse en el chiribitil y a continuar elfandango.
Un cuarto de hora después Juan de Andueza, que había dejado su caballo ala puerta del lupanar, salió para sacar cigarros de la bolsa del pellón,y de una manera inconsciente dirigió la mirada hacia el mar. Elespectáculo que éste ofrecía era tan aterrador, que Andueza se puso deun brinco sobra la silla, y aplicando espuela al caballo, pardo alescape, no sin gritar a sus compañeros de orgía:
—¡Agarrarse, muchachos, que el mar se sale y apaga el sango!
En efecto, el mar, como un gladiador que reconcentra sus fuerzas paralanzarse con mayor brío sobre su adversario, se había retirado dosmillas de la playa, y una ola gigantesca y espumosa alanzaba sobre lapoblación.
De los siete mil habitantes