Un Paseo por París Retratos al Natural by Roque Barcia - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Pasa el rato con su loro.

EL brigadier, por un efecto de hidalga galantería, celebró mucho estosmalos versos, y comiendo y conversando como buenos amigos, llegamos áSanta Genoveva. Despues de visitar el monumento que ya conocen mislectores, aunque muy superficialmente, manifestamos, al conserjenuestro, deseo de visitar el Panteon. Advierta el lector que yo no heandado esta vez por la linterna circular ni por la cúpula, ni he subidoun solo escalon, sino que he esperado á pié firme en la planta baja,contemplando una pintura al fresco, copia no muy feliz de Rafael deUrbino. Temí que el brigadier tuviera algun antojo, parecido á losinvasores antojos del travieso ingeniero. Vuelto el brigadier, tratamosde bajar á la capilla subterránea, como ya dije; pero se ofrecia unadificultad. El conserje nos manifestó que teniamos que esperar alguntiempo.

El brigadier, que á su despejo natural, une la impaciencia del soldado,preguntó al conserje por qué razón teniamos que esperar el tiempo quedecía.

El conserje le contestó que debian reunirse doce personas para bajar ála capilla.

Esto picó la desembarazada curiosidad de mi compañero, que volvió áreplicar á nuestro guia:

—Pero ¿por qué razon tienen que juntarse doce personas, para bajar á lacapilla subterránea? ¿Es esta costumbre, por ventura, una ritualidad delestablecimiento, ó como si dijeramos un estatuto de esta iglesia?

Non, monsieur

, (no, señor) murmuró el conserje, y bajó la cabeza,pareciendo que rezaba entre dientes. El brigadier me echó una mirada,como para decirme, si yo comprendia; yo echó otra mirada al brigadier,como si quisiera contestarle que no entendia una jota de aquella rarapantomima, y ambos miramos al conserje, el cual tenia vueltos los ojoshácia la puerta principal, en significacion sin duda de que no queriaresponder. Pero mi compañero, que no es hombre que se acorbarda ante ladistraccion estudiada de un conserje, volvió á llamarle la atencion deun modo resuelto, tan resuelto, que nuestro guia conoció que estaba enel caso de capitular. Los conserjes son gente en extremo conocedora.

—Entendámonos, si á usted le parece, le dijo el brigadier con ademansuelto y apremiante. ¿Hay alguna ordenanza de este cabildo, por la cualse manda que hayan de ser doce personas las que bajen siempre alPanteon?

—No, señor, no hay tal ordenanza; pero hay la costumbre de que cadapersona que baje al Panteon, tiene que pagar. 25 céntimos (un real denuestra moneda), y como yo no abro las puertas de aquel lugar por menosde tres francos, tengo que esperar que se reunan doce personas….

—¡Enhorabuena! exclamó el brigadier. Nosotros darémos á usted los tresfrancos, y todos los francos que sean menester, sin necesidad de esperará nadie. Con que ¡á la capilla!

Ante una oratoria tan elocuente, nuestro guia inclina la cabeza, cogeunas llaves, hace señas á tres caballeros y dos señoras que aguardaban,entra por una puerta lateral, abre otra, baja una escalera, y todosempezamos á bajar tras él, despues de abrir paso á las dos señoras, quéparecian ser personas muy distinguidas. Luego supimos casualmente queeran escocesas.

Estamos á siete ú ocho varas de profundidad. Hay poca luz. Los techosson bajos, abovedados, y no ofrecen nada de grande, de majestuoso, deimponente, ni de magnífico. Al contrario, despues de admirar elmonumento de arriba, el monumento de abajo parece ruin; mejor dicho, noparece monumento, porque no hay monumentos ruines. Sin embargo de que laoscuridad habla tanto á mi corazon; sin embargo de que no hay para míuna poesía tan grande como un sepulcro; sin embargo de que un ciprés mellama mucho más la atencion que unas pirámides, declaro con pena que herecibido una ingrata impresion. Esto dista infinito de ser lo que yo mehabia figurado, lo que todo el mundo se figura y debe figurarse, cuandosabe que una Asamblea Constituyente decreta que tome el nombre dePanteon, lo que la creencia y la gratitud de todo un pueblo llamabanantes Sta. Genoveva. Yo creía, como yo creian los demás, que el Panteonera un monumento más grande que la iglesia, puesto que la iglesia habiadesalojado su primer puesto, para cederlo al Panteon. La AsambleaConstituyente debió darle el sér antes de darle el nombre, porque deotro modo es un nombre sin sér. Lo declaró poema sin darle poesía; lodeclaró tiniebla sin darle sombra, y esto es gana de hablar. Ya dije queen Francia se hacen muchas cosas, infinitas cosas, por ganas de hacer,como se dicen otras por ganas de decir, como se piensan otras por ganasde pensar.

Creo que he dado con la expresion: esta capilla subterránea es unatiniebla que no tiene sombra, ó bien una sombra que no tiene tiniebla.

Estamos en el sepulcro de Voltaire, de este gran revolucionario, de estegran invasor, de este gran rey, como le apellidaba tan admirablementeFederico de Prusia. Esto no es una tumba histórica; no es tampoco unsepulcro; no es ni una sepultura. Es un escondrijo con cuatro paredes;un cachivache con una estátua, un hoyo, una losa, y un epitafio. Estaespecie de zaquizami dista tanto de estar á la altura de Voltaire, comola capilla subterránea de estar á la altura del nombre de Panteon.

La estátua de Voltaire se celebra mucho por los franceses. A mí no megusta. Esto procederá indudablemente de que no lo entiendo; pero para míno es cuestion de filosofía, sino de gusto. Creo que el gusto es la granescuela de las artes, y no me gusta ese mármol que miro, porque ahíVoltaire no parece un hombre de talento, sino una inteligenciamaliciosa. Las arrugas de ese semblante, lo hundido de esas sienes, loagudo de esos pómulos, lo contraido de esos labios, lo furtivo de esamirada, significan, malicia, perspicacia, argucia; no significan unentendimiento liberal, extenso, vario, rico, fecundo, inagotable; mesignifican el entendimiento de un Voltaire. Voltaire en esa piedra esmás bien un hombre de chispa, no un hombre de genio. Los que comprendanalgo, aunque no sea sino por instinto, por barrunto siquiera, acerca delo que es

genio

y de lo que es

chispa

, podrán explicarse el por quéno me gusta esa estátua que estoy viendo. Digo de esa estátua lo queantes dije del subterráneo. El subterráneo no es monumento, porque nohay monumentos ruines, del mismo modo que esa estátua no es estátua paramí, porqué no hay estátuas que se ven con disgusto.

Yo murmuré sobre el particular algunas palabras al oído del brigadier;el conserje hubo de apercibirse, y empezó á explicarme las maravillas deaquella piedra, como si quisiese tomar á empresa el persuadirme, enhonra del difunto cuyas cenizas nos escuchaban.

Yo dije al conserje: eso que se ve en esa piedra, es la estátua de lamalicia; la malicia es el talento de la ignorancia, y Voltaire, el jefede la Enciclopedia, el primer revolucionario de su siglo, el Robespierreliterario del mundo, la admiracion y el susto de la historia, Voltaire,señor conserje, es algo más que un ignorante.

El conserje hizo un gesto agridulce.

La inscripcion del sepulcro dice:

Ses manes sont ici; son génie est partout

. (Sus manes están aquí; sugenio está en todas partes.)

Yo, al estilo francés, pido mil perdones al poeta que escribió esteepitafio. No creo que el genio de Voltaire esté en todas partes, porqueaquí no está.

Mirado en este mezquino chirivitil aquel enorme personaje histórico,parece pequeño, muy pequeño; muy escaso, muy pobre. El rey es aquí unpordiosero que nos pide limosna. Voltaire habla más, infinitamente más,que todo esto. Es una cuna sin sepulcro, un Oriente que no halló suocaso.

Luego vimos la tumba de Rousseau. Es menos tumba todavía que la deVoltaire. Sobre la pared de su sepultura tiene pintada una mano queempuña una antorcha, en significacion de que su inteligencia lo alumbratodo. Digo de esta antorcha lo que dije del epitafio de su ilustrevecino. La inteligencia de Rousseau lo alumbrará todo, menos el lecho,en que reposa.

Luego visitamos ligeramente los sepulcros del arquitecto del edificio,Soufflot, de Bougainville, del mariscal Lannes, y de siete ú ochogenerales y senadores del primer imperio. Entre aquellos sepulcros vimoscomo escombros ó tierra removida.

—¿Qué es esto? preguntamos á nuestro guia.

—Ahí, contestó este, estuvieron los restos de Mirabeau y de Marat.

—¿No están ahora?

—No, señor.

—¿Quién desalojó sus cenizas de este asilo sagrado?

—La Convencion Nacional.

—¿Por qué?

El conserje movió la cabeza. Todos nos echamos á reir. Los franceses sonlos únicos hombres del globo que hacen cosas, las cuales obligan á quelos cristianos se rian en el momento de visitar un Panteon. Ya dije, nohá mucho, que el patético de los franceses hace á un mismo tiempo llorary reir, y lo que nos acaba de pasar es una prueba incontestable de queno los he calumniado. Es un patético que juega con las cenizas de loshombres. Al hablar de la

Bolsa

dije que ni las piedras están á salvodel genio francés; ahora debo añadir que no está seguro ni el polvo delque ha muerto hace muchos siglos.

Atravesamos un pasillo oscuro, muy oscuro, tenebroso. Aquí principia áser esto Panteon. El Panteon principia en donde el Panteon concluye.Despues entramos en una gruta, en donde se percibe confusamente algunaclaridad. Cualquier sepulcro que sé pusiera aquí, seria positivamentemás sepulcro que las covachas que hemos visitado.

El conserje se detuvo y calló. Todos nos detuvimos y callamos. Elconserje permanece mudo, todos enmudecimos del mismo modo. Nadierespira, no se oye ni una mosca. ¿Qué significa esto? Á través de laescasa luz que allí habia, todos queriamos mirarnos mútuamente á lascaras, como para ver qué gestos hacíamos ó qué nos parecia aquelsilencioso entremés. De pronto, como un rayo cae de las nubes, como eltañido arranca del golpe que el badajo da en una campana, se oye unestruendo agudo, agudísimo, formidable; un estruendo que viene á caerencima de nosotros, que parece aplastarnos. Todos creimos que el Panteonse hundia, y que la cúpula, y las naves, y los techos, y las columnas,aquella enorme masa revuelta y confundida, se desplomaba sobre nuestrascabezas. Las dos señoras arrojaron un chillido que nos heló la sangre;yo creí que la tierra faltaba á mis piés, y me agarré frenéticamente álos hombros del brigadier Rotalde.

Sin que nosotros pudiéramos verlo, porque no habia la necesariaclaridad, el conserje cogió un gran tambor que tenia oculto en uno deaquellos rincones, y sacudió en él un fuerte golpe, que aumentadoincreiblemente por un notable efecto acústico de aquellas bóvedas,produjo el estrépito de que he hecho mencion.

Luego que nos enteramos de la causa de aquel aparente terremoto, nostranquilizamos, y nos dispusimos á saborear el extraño chiste de aquelespectáculo.

El conserjé, despues de hacer varias evoluciones con el tambor, bajóla voz todo lo que pudo, y con un acento apenas perceptible, decia: ¿Quéquieres? ¿quién eres? ¿qué buscas aquí? Y á lo léjos, muy á lo léjos,como un aviso del otro mundo, con la expresion autómata de un hechomecánico, repetia el eco casi apagado: ¿qué quieres? ¿quién eres? ¿québuscas aquí? Aquel acento ténue, sutilísimo, se iba haciendo cada vezmás remoto, hasta que parecia perderse entre los escombros de aquellossepulcros, como, el acento de un moribundo parece perderse entre losmisterios de la eternidad. Las señoras chillaban furtivamente á despechosuyo, y habia hombre allí á quien se erizaban los cabellos. En aquellugar se experimenta una emocion en que entran á la vez la sorpresa, lacuriosidad, el asombro y la maravilla. Hay algo de arte, de religion yde fanatismo.

A los pocos minutos estabamos arriba. Nos despedimos de nuestros subterráneos

compañeros, no sin haber dado un napoleon al conserje, yal mismo tiempo, que atravesamos la espléndida nave de Santa Genoveva,el brigadier me dice:

—¿Qué le parece á usted?

—Es una cueva, le contesté; no es un Panteon. Son hoyos, no son tumbas.No nos preocupa la idea de la muerte, sino la idea de un cautiverio. Nohay espíritu allí, no hay providencia; todo es humano, ni aun humano;todo es francés.

Esta iglesia, añadí, es un templo sin Dios.

Aquel Panteon es un panteon sin sepulcros.

Pasan tres horas, que hemos empleado en comer, el brigadier en su fondade Bilbao, yo en el restaurant de las Columnas con mi compañera. Allípresenciamos una disputa de que daré cuenta otro dia. Antes de ir á lasColumnas, escribí tres cartas á mis buenos y excelentes amigos de Reus.Mis lectores ignoran, como no puedo menos de suceder, la grande yjustísima estimacion que profeso á esa ciudad, la cual ha sido uno delos pueblos de España que ha prestado una hospitalidad más generosa ámis pobres escritos, así políticos como literarios y filosóficos.Despues, en circunstancias muy difíciles para mí; en momentos detribulacion y de amargura; en esos momentos trabajosos en que el hombreconoce si tiene algun amigo, la ciudad de Reus, la noble, la honrada, lalaboriosa, la liberal ciudad de Reus, ha entrado siempre por las puertasde mi casa, trayéndome ánimo y consuelo. ¡Dios querrá que sea tan felizcomo lo merece por sus sacrificios, por sus deseos, por su cultura y porsus virtudes! Acepta, pueblo á quien amo sin haberte visto; acepta estesaludo que te envia un hombre humilde, como prenda de eterno cariño y delealísima gratitud.

Verificada la comida, volví á nuestra fonda con mí mujer, la dejé allíocupada en escribir á su familia, y yo me dirigí inmediatamente alboulevart de los Italianos, en donde está la fonda Bilbaina. Elbrigadier me esperaba ya, ocupando su puesto en la carretela, acompañadode otro amigo. Llego, monto, me siento, y el coche arranca. No habianpasado nueve minutos cuando nos encontramos, cerca de la barrera quecircuye á uno de los cafés cantantes de los Campos Elíseos. Entramos,nos apoderamos de una mesa, se agolpan los mozos (los mozos de los caféscantantes son linces), y pedimos cerveza con bizcochos, unos bizcochosparticulares que hacen en Paris. Principia á oscurecer, aunque hace ratoque se han encendido los faroles; miles de luces oscilan en todas partesá impulsos del viento; no hay árbol, ni arbusto, ni columna, ni espaciode barrera, en donde no aparezca un resplandor. En este momento seenciende, la elegante lucerna del teatro, entre cien mecheros de gas queya lucian, y entre cien guirlandas de flores que decoran el techo y lasparedes de la escena. Cualquiera diria que en aquel lugar iba áverificarse la representacion de algun prodigio, de algun encantamientoó cosa semejante. Parece que en ese teatro de mágia no debe ser actorotro personaje que un hechicero. Entretenidos en mirar aquella mímicabrillante, nadie tocaba á la cerveza ni á los bizcochos. Yo no quitabaojo al brigadier Rotalde, que tan pronto se echaba el sombrero hácia lafrente, como se lo dejaba caer hacia atrás, moviéndose casicontínuamente en la silla, en señal sin duda de impaciencia. Yo, quecalculaba en qué vendrian á parar aquellas misas, no podia menos dereirme en mi interior. En esto asoman los actores por una puerta lateralde la derecha, clama la muchedumbre que rodea la valla exterior, todo elmundo fija sus miradas en el reluciente teatro, los artistas saludan conuna profunda cortesía, permanecen un momento de pié, contemplando alpúblico, como si quisiesen tomar posesion anticipada de su benevolencia,y despues de esta pantomima seductora toman asiento en sus respectivossofás. Las hembras, vestidas de blanco, convertidas (por sus vestidos)en símbolos de la pureza y de la castidad, engalanan el sofá de laderecha, inmediato á la puerta de entrada, mientras que los varones vaná ocupar el otro sofá de la izquierda, frente por frente del sofá de lasdamas.

—¿Empezará ya el canto? preguntó el brigadier.

—No, señor, respondí.

—Pues ¿por qué salen?

—Porque así lo tienen estipulado en sus contratas. Esto es parte de lafuncion. Antes de empezar la tarea, tienen obligacion de exponerse alpúblico, á fin de entretenerle con esta novedad, hasta que llegue lahora convenida.

—¿Cual es esa hora?

—Creo que las ocho.

El brigadier sacó el reloj con mucha prisa, y vió que eran más de lassiete y media. Tomamos un sorbo de cerveza, miramos á nuestro alrededor,principiamos á contar las luces, aunque no pudimos terminar; cruzamosalgunas palabras sobre el viso dramático que los franceses saben daralas cosas, sobre esa habilidad fascinadora que sabe hacer bonito, muybonito, lo que es realmente feo, muy feo; sobre ese instintotrastornador que convierte la realidad en apariencia, y la aparienciaen realidad, ofuscándonos de tal modo, que casi llegamos á perder elconocimiento natural de lo que es bueno y de lo que es malo;discurríamos, vuelvo á decir, sobre el particular, cuando el clamoreoconfuso y prolongado de la multitud que circuye la barrera, vino ánoticiarnos que la hora del concierto se aproximaba. Dejamos de hablar,volvemos los ojos á la escena, el brigadier se levanta maquinalmente yvuelve á sentarse, como si quisiera tomar una posicion más segura, enseñal de que aguardaba algun portento; los artistas se ponen de pié,saludan como antes; se abre la puerta del fondo, los galanes

se sitúancortesmente á los lados de la puerta; pasan las

damas

; los galanes lassiguen, y la escena se queda sin nadie. Silencio profundo. Todo el café,por dentro y por fuera, aguarda resignado. La orquesta preludia, lamultitud grita, las sillas crugen, las mesas se chocan, los mozoscorren, los curiosos se arremolinan, todos se sientan, la puerta delfondo se abre, el carácter cómico

asoma…. ¡Carcajada general,unánime! ¡Ovacion completa!

—¿Qué es eso? me preguntó muy bajo el asombrado brigadier.

—Es que ha salido el gracioso, como si dijéramos el payaso.

El brigadier arrugó el entrecejo. Esta salida inesperada no fué muy desu gusto.

El

carácter cómico

anda de gatas, se pone en cuclillas, de bruces,canta, llora, chilla, gorgea, ladra, maya, ahulla, hace la gallina, haceel gallo….

El brigadier se siente dominado por un ímpetu de noble y generosaindignacion; se levanta con aire brusco; la mesa tambalea, los vasos sevierten, los bizcochos andan por el suelo, los mozos acuden, elbrigadier deja una moneda de cuatro duros: ¡esto es una poca vergüenza!exclama colérico, y todos tres abandonamos el café cantante.

Luego me dice el brigadier: el que no quiera ser injusto con la Francia,no debe venir á este infame y grotesco espectáculo. Si viene aquí,tiene que ser injusto por necesidad; tiene que creer que Francia es unahorda civilizada, porque no se concibe que tamaña degradacion de lossentimientos cristianos pueda caber en la conciencia de un gran pueblo.

Yo dije al digno y pundonoroso Brigadier: tiene usted razon. Lo queusted siente hoy, lo sentí yo del mismo moda cuando vi por primera vezesa degradante pantomima, y así lo tengo consignado en la obra queescribo.

—Hace usted bien, muy bien, contestó, y nos dirigimos silenciosamentehácia la Plaza de la Concordia.

Habiamos entrado ya en la Plaza, cuandotodavía duraba aquel silencio. No parecia sino que nos habia sucedidouna desgracia. Sí; óigalo el Sr. Alejandro Dumas; óigalo ese famosonovelista, que ha hecho tanto daño á este mundo, como la peste que másdaño haya hecho; óigalo esa celebridad que ha descompuesto tantosmatrimonios; que ha torcido tantas ideas; que ha enloquecido tantoscorazones; óigalo ese genio francés, cuyas novelas han dado veneno átantas jóvenes incautas, engañadas y seducidas por sus encantadorasfantasmagorías, óigalo el eminente novelista Dumas; óigalo esta Franciaque ha dado tanto oro, tanta fama, tanta honra, tanto aplauso, á loschismes y á las mentiras de ese novelista sin conciencia, de esevendedor de

falsas novedades

: oiga la Francia, esta culta, esta rica,esta poderosísima Francia, lo que voy á decir: tres españoles, trescafres de allende el Pirineo

, caminan tristes, están afligidos, porqueacaban de ver un espectáculo que desdora á esta gran nacion.

Trescafres de allende el Pirineo

caminan mudos y sienten dolor en su alma,al cumplir el deber cristiano que tienen de pronunciar esta justacensura.

—¿Qué Plaza es esta? pregunta el brigadier, medio amostazado todavíapor la aventura del café-concierto.

—Es la célebre Plaza de la Concordia.

—¿Y por qué es célebre?

—Por dos grandes bautismos de sangre. Aquí, cuando apenas estabaconcluida la Plaza, tuvieron lugar las fiestas públicas por elcasamiento de María Antonieta con el Delfín, y la multitud aplastó enun dia á ciento treinta y dos personas. Aquí, sobre este suelo quepisamos, rodaron en el trascurso de tres años no cumplidos, milquinientas cabezas de personajes célebres. Aquí se trasladó en elsangriento 23 de Agosto la guillotina, por órden del Consejo general dela Municipalidad de Paris, y esa guillotina, ese mónstruo bárbaro éinsaciable, devoró las cabezas de Luis XVI, de María Antonieta, deCarlota Corday, de la Princesa Isabel, de Madama Roland, de losGirondinos, de Barnave, de Hebert, de Danton y de Robespierre. Si todala sangre humana que aquí se ha derramado, brotase en este instante delas losas que pisan nuestras plantas, nos llegaria seguramente alcuello. Al decir yo esto, sucedió una cosa muy particular, que juré noechar en olvido al escribir este pasaje. La Plaza de la Concordia estáprofusamente iluminada, como que la alumbran ciento cuarenta y dosmecheros de gas; hacia luna, una luna muy clara, de modo que parecia quenos hallábamos al declinar la tarde. En el momento de pronunciar yo,

que si la sangre derramada en la Plaza de la Concordia brotara de laspiedras que pisábamos, nos ahogaría

, un caballero y una señora pasaronmuy cerca de nosotros, y al oir mis palabras la señora, se levantó eltraje y anduvo de puntillas algunos pasos, como si temiera mancharse lasbotas y el vestido. Se lo hice notar al brigadier y al otro compañero, ytodos celebramos la admirable ocurrencia de aquella señora, y laexquisita sensibilidad de la mujer. Debe presumirse que la señora encuestion era paisana nuestra, puesto que entendió lo que hablábamos, ynosotros hablábamos en español.

Volviendo á la historia terrible de la Plaza, dije al brigadier: lo malotiene la ventaja de que no es necesario que nadie lo extirpe: él tieneel encargo providencial de extirparse á sí mismo. La guillotina mató laguillotina; el terror mató al terror; la barbarie mató á sus hijos, comoel Saturno de la Fábula, y concluyó por matarse á sí propia.

—¿Qué es aquella columna?

—El obelisco de Lougsor, cerca del Cairo, que sirvió de ornamento alpalacio real de la famosa Tebas. Sus geroglíficos dicen que fuéprincipiado bajo Rhamsés II, mil quinientos cincuenta años antes de lavenida del Salvador, y concluido en el reinado de su hermano RhamsésIII, que la historia conoce bajo el nombre de Sesostris, que fué el reymás grande de todo Egipto, el rey más grande de toda el Asia. De modoque esa piedra tiene tres mil cuatrocientos trece años. Pesapróximamente…. ¿Cuánto dirán ustedes?

—¿Quién puede saberlo? contestaron al par mis interlocutores.

—Calculen ustedes poco más ó menos.

—¿Dos mil quinientos quintales? preguntó el compañero del brigadier.

—Más de cinco mil. Pesa muy cerca de veintitres mil arrobas.

—¿Y esa columna es de una sola pieza?

—Una sola pieza. De otra manera no seria obelisco.

—Pues señor, dijo el brigadier, difícilmente puede encontrarse unpersonaje de más peso y de más edad.

Dejé á mis compañeros en su fonda, y el carruaje me llevó á mi casa, endonde encontré á la amable familia americana, la misma que nos habiaconvidado á la tertulia de la calle de Lepelletier. Mi compañera estabaempeñada en que no habia de ir, y yo empeñado en que no se habia dequedar, y

¡gracias al cielo! esta vez no se cumplió el refran que dice: pídele á Dios que sea bajo!

Hago aquí mencion de este triunfo de unmarido, porque un hecho tan raro bien merece la pena de que se mencione.

—Es que yo no hablo una palabra en francés, ¿qué papel haré en latertulia? Todos se reirán de mí….

—Mira, dije á mi compañera, Paris tiene la presuncion de ser el pueblouniversal; España está dentro del universo, de modo que tú cumpleshablando en español.

A las once y cuarto estábamos en la tertulia. Muchas sonrisas, muchosgestos, muchas contorsiones, muchas luces, muebles magníficos, un gustorefinado en todas partes, una comedia deliciosamente ejecutada.

Encuanto al recibimiento que merecimos, nada puedo decir que no ceda enhonor de aquella bondadosa y liberal familia. Mi pobre mujer estaba allícomo raton en boca de gato, á despecho de su fecunda locuacidad. Unaseñora que estaba á su lado, la dirigió no sé qué pregunta en francés.Mi mujer contestó en castellano que no entendia; la otra la respondió enfrancés que no la comprendia tampoco, y despues de estas amigablesexplicaciones, ambas se miraron y movieron la cabeza, como si quedaranconvencidas, sin embargo de que no habian comprendido una palabra.

Se bailó muy bien; se cantó mejor; se tocó á las mil maravillas. Elarte, más severo nada hubiera podido objetar; pero no hallé otra cosa.He hecho propósito firme de no faltar á la verdad, ni aun porgalantería, ni aun por gratitud. No encontré ese ambiente embalsamado,esa atmósfera vaporosa, esa idealidad inspirada, esa naturaleza rica,esos instintos poderosos: no encontré esa aura indefinible, el geniosencillo con que nos embelesa la sociedad italiana. ¡Qué bella es Roma,cuando se la mira desde Paris! Voy á hacer mérito de la risibleextravagancia de una mujer de Batiñoles, que formaba parte de latertulia. Esto no es hablar de Paris, ni de Francia, porque ni Franciani Paris pueden tener culpa de que haya una vieja ridícula.

En segundo término del salon, como las últimas figuras de un cuadro,habia una señora con su hija, muchacha graciosísima que podria rayar enlos quince ó diez y seis años. Un caballero preguntó á la madre cuándose casaba la muchacha. La vieja se puso encarnada como un pavo.

—¡Casarse mi hija! exclamó con miedo y casi con cólera. ¡Qué delirio!Haga usted el favor de no hablar de amores y de casamientos á una niña,que no debe pensar en otra cosa que en vestir y desnudar muñecas.¡Casarse! ¿Cómo quiere usted que se case esta mocosa? No, señor; yo noquiero engañar á ningun hombre. Mi hija no se casará un dia antes de lostreinta años. Á los treinta años se casó su abuela, á los treinta añosme casé yo, y si mi hija piensa otra cosa, puede hacer cuenta que notiene madre.

Al decir esto, aproximaba su asiento al de la muchacha, como si temieraque alguno viniese á robársela.

Pero advertí que mientras que la madrehablaba, la hija se reia. La vieja lo notó, y la tiró desabridamente deltraje, y es muy probable que la sermoneara con algun pellizco, esospellizcos afectuosos que las madres dan á las hijas.

El caballero quiso replicar…. ¡Aquí fué Troya! La vieja no sabia cómoestar sentada; sudaba; se llevaba las manos a la cabeza; paladeabacontínuamente, porque sin duda se le secaba la saliva en la boca.

—¡Nada! ¡nada! exclamaba fuera de sí. Treinta años cumplidos, y sifalta un dia, no quiero. El caballero tuvo que mudar de conversacion, éhizo perfectamente, porque es seguro que si no deja el tema comenzado,hay en la tertulia un soponcio. Yo miraba á la vieja diciendo para mí:¡qué imbecilidad! Luego miraba á la muchacha, y decia: ¡qué lástima!

Los lectores me permitirán que diga dos palabras sobre una curiosidadmuy rara, sumamente rara, como teoría: muy comun, sumamente comun, comohecho. Quiero decir que está sucediendo á cada instante, y que tal vezno puede hallarse la razon de una experiencia tan repetida y tantrivial. Hé aquí la curiosidad de que hablo. Nadie ama á su hija comouna madre; no hay un carácter más digno de veneracion, que el santocarácter de la maternidad. Pero no digo bien; la maternidad es más quecarácter; es la virtud suprema, la suprema emocion de este mundo; es lagrande heroicidad de la vida. Una madre es el héroe de todos los héroes,el mártir de todos los mártires. El héroe da su vida al sentimiento dela gloria; el mártir da su vida al sentimiento de la fe; pero cuandollega la hora de morir, mueren con dolor. La madre que muere por sushijos, muere con placer. La madre mantendria á sus hijos con sus propiaslágrimas. La madre tirita cuando ve que sus hijos tienen frio. Una madremurió en un lecho hediondo, lleno de harapos. En aquel lecho habia conella dos criaturas. Cuando los vecinos entraron al dia siguiente,hallaron á la madre abrazada á sus hijos; los brazos helados de lamuerta, tenian á las dos criaturas encadenadas contra su pecho, mientrasque sus labios amoratados estaban tocando la frente de uno de los niños,porque sin duda alguna habia muerto arrojando el aliento sobre aquellafrente, para calentarla con el hálito de su boca y de su corazon. Losniños vivian. Para arrancárselos á la mujer que ocupaba el lecho, fuénecesario enderezar aquellos brazos rígidos, que tenia presas á las doscriaturas. Para arra