Viajes por Filipinas: De Manila á Tayabas by Juan Álvarez Guerra - HTML preview

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CHAPTER XI

CAPÍTULO XI.

Paseo á caballo.—El cocal de las _Angustias.—_La ermita.—Laesquila del santuario.—Una alborada en los trópicos.—La niña, elárbol y el crepúsculo.—Una misa en la ermita.—Oración que imploray curiosidad que investiga.—La madre del dolor.—Una cifra y unafecha.—Averiguaciones inútiles.—El matandá de la ermita.—La CasaReal de Cotta.—Las ruinas y la recámara de la muerte.—Estanciaen el barrio de Cotta.—

Tamayo y Belloc.—Recuerdos.—Horasfelices.—Salubridad y riqueza.

—Hermoso cocal es ese—dije á mi buen amigo A… con quien paseabaá caballo una tarde por el pintoresco y agreste camino que conduceal pueblo de Lucban.

—En efecto—me contestó mi amigo,—no encontrarás en toda laprovincia un cocal como este; observa su cerca, su tierra, su labor,sus árboles y verás que ni falta una piedra, ni crece una grama,ni fructifica una parásita, y, cosa rara, este cocal no tiene dueño,es de todos y de nadie, no hay vecino del pueblo que no lo atienda,que no lo cuide, que no lo mejore, y, sin embargo, su dueño no es deeste mundo.

Cuando el indio pasa por delante de sus flexibles palmasagobiadas por los compactos racimos de sus frutos, si se ha desmoronadouna piedra coloca otra, si se ha torcido un pono lo apuntala, si unaplanta exótica abraza un tronco la arranca, y cuando nada de esto haceporque nada falta, se quita el sombrero, lleva los dedos á la frente,hace la señal de la cruz y murmura una oración. Estamos en el cocalde las Angustias

y su propietaria es la imagen que se venera en laermita de aquel nombre.

—¡El cocal de las Angustias!—Ese título dije, seguramente debeencerrar un misterio sintetizando alguna histórica leyenda del país.

—No conozco la leyenda, solo sé que el producto del cocal se emplea enbeneficio de la ermita, y que de cuando en cuando se extrae cantidadbastante de aceite para que una lámpara continuamente alumbre á lasublime madre del dolor.

—¿Y nada más sabes?—repliqué con creciente impaciencia.

—Absolutamente nada más, mis ocupaciones, y más que todo mi pocaafición á escudriñar cosas que ni me van ni me vienen, han hecho que enlos años que llevo por estas comarcas practicase lo que he visto hacer,quitándome el sombrero cuando por aquí paso, por aquello de que adondequiera que fueres haz lo que vieres, sin que haya tratado de averiguarel cómo y el por qué la

que es dueña de todo desde el cielo vieneá ser propietaria aquí en el suelo de esas flexibles palmas.

Después de la anterior manifestación de mi amigo, continuamos elpaseo sin hablar más acerca de la ermita y el cocal de las Angustias.

Volvimos al pueblo, y al día siguiente muy de madrugada me encaminéá la ermita, encontrando en ella á un matrimonio indio que la cuidaba.

—Abre—dije en tagalo á la mujer que se había adelantado á mi llegada.

Las pesadas hojas de una puerta profusamente claveteada rechinaron ensus goznes, quedando á la vista el interior del santuario. Este locomponía un pequeño cláustro, un modesto presbiterio y la sacristíaque ocupaba un local á la derecha del presbiterio. Cuatro ventanas enlos muros provistas de conchas y cristales, el altar con la imagende la Dolorosa y una lámpara de plata que ardía frente á aquella,completaban el modesto templo á cuya puerta se levantaba una pequeñaesquila, cuyo bronce anunciaba todos los días la oración de la tarde,y un alegre repique los viernes, el sacrosanto sacrificio que desdetiempo inmemorial se celebraba en ese día, conmemorativo de losdolores de María.

Después de inspeccionarlo todo, me volví á mi casa sin haber podidoadquirir noticias referentes á la ermita.

Una hermosa y risueña alborada como lo son todas en laIndia, me despertó, oyendo los ecos del lejano volteo de lacampanita que convocaba á los creyentes á la misa del alba. Eraviernes. Apresuradamente me vestí, abrí las conchas de mi cuarto yme dispuse á asistir al más grande de los misterios del cristianismo.

Los últimos crespones de la noche fueron replegados por la tenue luzde un corto crepúsculo, y la claridad sustituyó á las sombras conesa potencia, esa vitalidad y esa gigantesca exuberancia con que hacela naturaleza en este país todas sus manifestaciones.

Aquí no hay crepúsculos, como tampoco hay juventud. El niño, pasa áser viejo sin haber sido joven, y la niña se da cuenta que ha dejadode jugar, cuando es madre. Al árbol lo rinden los años, sin que suañoso tronco ó su ligera palma hayan visto arremolinarse al pié de sucuna, ni el melancólico sudario de su dorado otoño, ni los descarnadosbrazos de su prematura vejez.

Aquí, una semilla es un árbol, una niña, una mujer, y un crepúsculo,una rapidísima penumbra de la vívida luz de los trópicos.

Preguntar á una india qué acaba de dar á luz y os dirá que ha parido,no un niño ó una niña, sino una babai

ó un

lalaqui

, es decir,un hombre ó una mujer. Plantar una simiente de las que en el viejomundo dan un arbusto, y aquí saldrá un árbol. Salir á la calle sinel payo, contando con el crepúsculo y más que á paso tendréis quevolveros con los sesos achicharrados.

Mas dejemos digresiones y entremos en la ermita, á cuya puerta seagolpaban gran número de fieles.

Me arrodillé al pié del presbiterio, y al levantarme después de oirpronunciar al sacerdote la última palabra del conmovedor evangeliodel día, alcé los ojos á los inmóviles de la imagen, no recuerdo,si con el fervor de la oración que implora ó de la curiosidad queinvestiga; mas el resultado fué que poco á poco, el fiel se convirtióen el artista, admirando la corrección de la talla, lo acabado desus detalles, lo valiente de sus líneas, y más que todo la profundaexpresión de sentimiento que el artífice había sabido impregnar enla Dolorosa Madre. Recorriendo mi vista todos los detalles de laescultura, con gran insistencia se fijaron en un objeto que estabaá sus piés y que poco á poco vine á convencerme era un bastón.

Concluída la misa, me dirigí á la sacristía y supliqué al sacerdoteme permitiera examinar aquel. Mi ruego fué atendido, teniendoocasión de observar un antiguo bastón de mando, en cuyo rico puño,toscamente cincelada se destacaba una cifra, la misma que según medijo el sacerdote, tenían el cáliz, propiedad de la ermita, y lalámpara. Examiné esta y aquella, y en efecto, en el oro del primeroy en la plata de la segunda, se encontraba la cifra y una inscripcióndebajo de ella que decía: 8 de Enero 1720.

Mientras hice mis investigaciones, el sacerdote concluyó su rezo degracias, y ambos nos dirigimos á la casa de mi amigo A…

Incidentalmente hice recaer la conversación acerca de la ermita y de loque á ella se refería. El misterioso cocal, siempre cuidado y atendido,la correcta escultura escondida tras los muros del modesto santuario,el antiguo bastón de mando á los pies de la imagen, el laconismo dela jeroglífica cifra, y más que todo, aquel 8

de Enero de

1720, encuya fecha seguramente se compendiaba alguna ofrenda conmemorativa depasados sucesos, embargaban fuertemente todo mi ser. Tras no pocasinsistentes preguntas y no menos vagas respuestas que mediaron,mientras tomamos chocolate, vine á perder la esperanza de lograrmi deseo.

Pasaron algunos días y una tarde en que con mi amigo respiraba lafresca brisa, sentados en la espaciosa azotea de su casa, pasópor la calle una procesión en la que todos los alumbrantes eranmuy viejos. Esto hizo que se hablara sobre los frecuentes casos delongevidad de Filipinas, y el que dijera á mi amigo que entre aquellosalumbrantes irían muchos de ochenta y noventa años, á lo que me replicóaquel, que conocía un antiguo veterano que llevaba más de cuarentaaños cobrando su retiro, siendo de advertir que al salir del ejércitoya tenía el máximun de tiempo, debiendo por lo tanto cifrar en másde cien años.

Encontrándonos en esta conversación, fué á hacernoscompañía un honrado comerciante español, casado con hija del país yradicado en aquel pueblo. Enterado de nuestra conversación nos dijo,que él sabía de un viejo de ciento dieciocho años, que se le conocíacon el nombre del matandá de la ermita

, el cual, hacía tiempo vivíaen el barrio de

Cotta

, distante dos leguas de Tayabas.

Al día siguiente al en que tuvimos la anterior conversación, caminabacon dirección á Cotta.

Tan luego desmonté del caballo, al pié de la escalera, de la quellaman Casa Real, indagué del castellano

que la habita, quién eray dónde vivía el

matandá de la ermita

, sabiendo por boca de aquely con gran desconsuelo mío, que hacía más de un año había muerto.

El castellano, pudo iluminar poco, ó nada, mis investigaciones,dando mis preguntas el único resultado de saber, que el matandá tuvouna especial predilección por unas ruinas que se descubrían en lamargen del río. Dichas ruinas, cubiertas en su mayoría de brozas,musgos y malezas, muestran en su antigua argamasa las señales de unincendio. Sobre algunos ahumados y dentados ladrillos, descansa untosco cañón de hierro de gran calibre. Su.

ánima

está destrozada,el herrumbre cubre su áspera superficie, y en su desportillada bocarelucen en las horas de sol los ojillos de los verdes lagartos,que buscan la vida, en la que fué recámara

de la muerte.

Sentado sobre aquel cañón, y rodeado de aquellos restos, supe pasabamuchas horas el matandá.

Las negruzcas ruinas del baluarte de Cotta, y su inválido cañón,claramente demostraban que por allí había pasado la tea incendiaria dela piratería morisca. Aquella muda, pero elocuente página de muertey destrucción, seguramente ocupaba un lugar importante en la leyendade la Virgen de las Angustias. ¿Cuál sería aquel? Hasta la fecha enque escribo no he podido averiguarlo. [13]

En los días que estuve en Cotta, tuve ocasión de ver y apreciar loagradable que es una estancia en aquel precioso y saludable barriolevantado al borde de dos ríos, cuyas aguas se confunden en un mismodesagüe antes de llegar á la barra, la que dista del embarcadero uncuarto de hora.

En Cotta he pasado días cuyo recuerdo será tan imperecedero en mimemoria, como lo es en mi alma el cariño que profeso á los que meacompañaron en aquellos. Mis amigos, mejor dicho, mis hermanos Tamayoy Belloc me han visto escribir en aquellas alegres soledades muchascuartillas de este libro. Un frondoso tamarindo nos resguardabade los rayos del sol mientras Belloc estudiaba, Tamayo disecaba,y yo escribía. Allí fuimos felices muchas horas, y ellos, lo mismoque yo, es imposible olviden aquellas tibias tardes, entre aquellanaturaleza, que tiene en su cielo toda clase de colores, en su suelotoda la variedad de plantas, y en su ambiente toda la diversidadde aromas que Dios alienta en los pulmones

de las flores. Cotta,como ya he dicho, es un barrio de Tayabas que necesariamente llegaráá ser pueblo.

[14] Su proximidad al Estrecho, lo caudaloso de su río,y la benignidad y salud que se respira en sus aires, hacen que supoblación aumente de día en día. Los vecinos de Tayabas buscan estebarrio como lugar de convalecencia y recreo.

La riqueza de Cotta consiste en sus cocales, que puede asegurarseson de los mejores y más productivos del Archipiélago. Los bayonesque tejen sus mujeres, la cera silvestre que producen las salvajesabejas de sus bosques, y la gran variedad de pescados que recogenlas mallas de la red, ó las entrelazadas celosías de los corrales,completan los productos de Cotta, que dista como ya hemos dicho,dos leguas y cuarto de la cabecera.