Zoobistias by Kevin M. Weller - HTML preview

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—Ah, sí, ya me acuerdo. Era la que te había vendido un diamante falso.

—Era zirconia y me la vendió como diamante. Daisy fue la que descubrió el gazapo al analizarla de cerca. Yo de piedras preciosas no sé nada.

El diálogo continuó durante los próximos minutos hasta que sonó la sirena de cambio de turno y todos los que habían estado ahí tuvieron que salir por la única puerta que había. La manada

atravesó la escalera y se dispersó como polvo en la calle. Cada uno tomó su ropa, se vistió y salió del club como si nada. La vicuña que les había dado la bienvenida los saludó y les deseó buena suerte.

El autobús había acabado de llegar, el lobo les dijo a todos que podían tomarlo para volver al hotel. Él y su pareja tenían pensado viajar en limosina hasta la mansión de los Anderssen. La loba se despidió de su amiga y se fue caminando. El coyote, la zorra, el gato, el tigre, el caracal, la nutria y el mapache se despidieron del lobo, se subieron al autobús, se acomodaron en sus asientos y se fueron. Todos ellos seguían en contacto por si llegase a haber otra oportunidad de rencontrarse.

Al ver cruzar al grupo del lobo, la cierva que estaba en la parte externa de la entrada observó con atención a la zorra albina y al coyote marrón que habían salido tomados de las manos. Recordó una fotografía que había visto de esos dos, ingresó al club, se dirigió al primer piso, se metió en la oficina principal y buscó el teléfono que había dejado cargando. Su hermano mayor le había com-partido una imagen del fugitivo al que había estado buscando desde hacía varios meses, le pidió encarecidamente que le informara de inmediato si lo veía a él o a su zorra en algún rincón de la ciudad.

Al chequear la foto de nuevo, se dio cuenta de que habían estado allí los criminales que su hermano había estado buscando, no

había duda de que eran ellos. Desconectó el cargador, llamó a su hermano, no pudo contactarse con él porque en ese momento se encontraba en una chingana con sus compañeros de trabajo. Entonces, le envió un mensaje diciéndole que había hallado a los caninos trásfugos y le pidió que fuera a Xanadu tan pronto como pudiese.

XVII. El detective de la manada – Un cérvido escrupuloso y concienzudo

El martes a primera hora, antes de que los libertinos despertaran, apareció un cliente en recepción y el mapache tuvo que apresurarse por ir a atenderlo. Vestido como un trotamundos, con ropaje colo-rinche y sombrero blanco que le protegía la cabeza desprovista de astas, se presentó el ciervo que había aparecido en el primer capítu-lo, el sicalíptico detective de gran astucia que todos los policías de la ciudad conocían como el cérvido más escrupuloso y concienzudo. Su equipaje estaba compuesto de dos maletas negras, una gri-sácea mochila de viaje y un morral blanco.

—Hay ocho habitaciones libres —respondió el mapache, sentado en su silla—. Las tres de la planta baja, las tres del primer piso y dos en el segundo piso.

El día viernes se habían desocupado seis habitaciones, el sábado la adinerada pareja de caninos se había ido y al día siguiente la fotógrafa de Hexagrama había decidido irse. El mapache se encargó de despedir a su querida nutria haciéndole el amor de la manera

más dulce posible en la habitación del hotel, dejándole un recuerdo inolvidable de su estadía en el Furtel 69.

—Bueno, no me gusta andar subiendo por las escaleras así que escogeré la tercera habitación.

—¿Me puede dar su documento? —Extendió la mano izquierda para que se lo entregara.

—Claro que sí. —Manoteó una maltratada billetera, sacó un documento falso y se lo entregó.

—¿Cuánto tiempo tiene pensado quedarse?

—Lo menos posible.

—Todos dicen eso.

Al ingresar los datos del ciervo en el sistema informático del hotel, no aparecía ningún habitante de la ciudad con ese nombre así que lo colocó como extranjero. El documento que le había en-tregado tenía escrito el nombre Rico Iglesias, la fecha de nacimiento cambiada y el estado civil figuraba como casado.

Una vez finalizado el proceso de registro y papeleo, el mapache tomó el teléfono y llamó al botones para que acompañara al novísimo huésped hasta la correspondiente habitación. El gato apareció enseguida, saludó al recién llegado, tomó la llave, cargó el equipaje y condujo al ciervo por el pasillo. Le dijo que contaban con un

servicio especial brindado por las mucamas y que podía pedirlo cuando quisiese. Como él era un sátiro, no podía decirle no a la oferta; es más, podía obtener información esencial de las conejitas que estaban a cargo de las tareas domésticas.

Una vez que el gato se fue y lo dejó solo, se apresuró por meterse en la habitación para chequear que no hubiese cámaras ni micrófonos ocultos en ningún rincón. Sin perder el tiempo, abrió las valijas, sacó las armas y las herramientas de trabajo, acomodó el morral en la cama, de la mochila sacó ropa, adminículos y cajas de cigarrillo. Lo primer que hizo fue fumarse un pitillo, luego se puso a ordenar sus pertenencias.

Sobre la mesilla de noche, apoyó un cuaderno de apuntes y escribió algunas cosas. Notó que al recepcionista no le importaba en absoluto que los clientes le otorgasen documentación espuria, y el botones fumaba marihuana a hurtadillas. La vista y el olfato eran dos sentidos que tenía agudísimos, nadie podía engañarlo en aspectos visuales y olfativos.

Estaba seguro de que el coyote y la zorra todavía estaban ahí, en alguna habitación del hotel al que había acabado de llegar. Por la ubicación del edificio y la manera en la que trabajaban los empleados del lugar, no cabía duda de que ese era un escondite ideal para malandras y forajidos. El gueto de los libertinos era más bien la

guarida de los criminales que buscaban aislarse de la manada por cuestiones obvias.

Armó un afiche con toda la información que tenía, pegó en la pared un montón de papeles y fotografías con frases cortas, señaló con un marcador rojo las relaciones existentes entre los diferentes huéspedes y los empleados del hotel. Intuyó la verdad de los hechos antes del mediodía, momento en el que sintió su estómago crujir de hambre. Salió de la habitación y se dirigió al bar para ver si podían darle el almuerzo.

Sin siquiera imaginarlo como factible, se topó con el malhechor que había estado buscando día y noche durante las últimas semanas. En la esquina había un obeso búfalo vestido de negro, el huésped de la décima habitación, comiendo un platillo vegetariano.

En el centro de la barra, sentado sobre una banqueta, estaba el coyote de sus pesadillas conversando con el encargado del bar.

Como era la oportunidad perfecta para acercarse al enemigo, se sentó al lado del coyote, saludó amablemente y pidió que le diesen una sopa de verduras, puré de garbanzos, una ensalada de repollo y una botella de jugo de naranja. A simple vista, el recién llegado parecía un ciudadano ordinario, de esos que visitaban burdeles de carretera los fines de semana y se gastaban una fortuna en juegos de azar.

—Tú debes ser nuevo aquí. Es la primera vez que te veo —el coyote inició la conversación.

—Llegué esta mañana. Necesitaba tomarme un descanso de mi trabajo. Los últimos días han sido terribles.

—¿A qué te dedicas?

—Estoy en el área de construcción, me rompo el culo trabajando como un esclavo y mis jefes me tratan como basura.

—Ah, eso seguro. —Se bebió el porrón de cerveza que había pedido—. Es un trabajo de mierda que yo jamás haría.

—¿Tú a qué te dedicas?

—No te lo puedo decir. Es un trabajo poco común.

—¿Es algo ilegal?

—No exactamente.

—¿Entonces por qué no quieres decírmelo? Espera, ya sé, eres un sabueso del fisco.

—¡¿Que!? No. Esos son todos unos parásitos sinvergüenzas.

—¿Entonces qué es lo que haces para ganarte la vida?

—Soy productor de películas para adultos.

—¡Vaya! Eso no me lo esperaba —fingió estar pasmado—.

¿Cómo te llamas? A lo mejor ya vi tu nombre en alguna parte y no te reconozco.

—Yo me llamo Jack, pero aquí casi todos me dicen Jackie.

—¿Jack cuánto?

—Jack Hock.

—¿Eres de por aquí o viniste de otra parte?

—Nací en esta ciudad.

—Ya veo. —Se cruzó de piernas y apoyó los brazos en la barra—. Mientras espero mi almuerzo, cuéntame un poco sobre ti.

No todos los días se puede conversar con un productor de películas para adultos.

—¿Acaso consumes pornografía?

—Soy adicto a la pornografía. Me gasto la mitad del sueldo en películas porno.

—Entonces eres uno de los míos —le dijo con una sonrisa. En ningún momento se le cruzó por la mente que ese sujeto era un ávido agente encubierto que le estaba sacando información a propósito para armar un afiche de pruebas—. Yo también soy un libertino desenfrenado.

—¿Tienes familia o estás solo?

—Estoy con mi pareja. Nos hospedamos en la habitación doce.

—¿Dónde está ella ahora?

—En la cama, durmiendo como un tronco.

—¿Trabaja hasta tarde?

—Trabaja como bailarina en el lupanar de la calle Wombat, el que está en el edificio de la exactriz Lisa Hooker.

—Estuve en ese sitio varias veces. Tienen unas bailarinas excelentes.

—Mi novia es una de las zorras más queridas del lugar. Los pajeros pagan fortunas por cogérsela.

—¿Y no te molesta que otros se la cojan?

—Para nada. Mientras pueda sacarles dinero, no habrá ningún problema —le dijo y cambió de posición para ponerse cómodo—.

Mis padres siempre me decían que buscara la mejor forma de arre-glármelas, ahora que lo conseguí ya nada me preocupa.

—¿Tus padres están de acuerdo con lo que haces?

—No lo creo, tampoco es que me importe. Hace mucho tiempo que no los veo.

—¿No los visitas seguido?

—Digamos que no me llevo muy bien con ellos.

—¿Acaso hiciste algo malo para que te odiaran?

—No me odian. Lo que pasa es que son muy quisquillosos.

Nunca están satisfechos con lo que hago.

—¿Ellos viven en la ciudad?

—Viven en un barrio poco seguro —suspiró y prosiguió—. A pocas cuadras de la casa, hay un sitio al que nunca me animé a entrar. Es un bar de segunda categoría en el que frecuentan las peleas territoriales, murciélagos y búhos se enfrentan en duelos sangrientos. En algunos casos, la policía tiene que intervenir porque no pueden parar las disputas.

—Nunca entendí por qué se odian tanto los murciélagos y los búhos.

—Un pandillero del grupo, Alas de plata, fue el que desató el conflicto por haberse infiltrado en terreno vedado. Por culpa de él, los búhos han estado persiguiendo a los murciélagos sin cesar desde hace varios años.

—Menos mal que el barrio en el que vivo es tranquilo.

—¿Vives en las afueras?

—Sí, a varios kilómetros del centro.

—¿Tienes parientes en la ciudad?

—Tengo una hermana que trabaja en Xanadu.

—¿Xanadu? Yo estuve ahí la semana pasada. —Quedó sor-prendido al escuchar eso.

—¿En serio?

—Fuimos con un amigo que tiene pase VIP. Éramos diez en total. Cogimos con un montón de extraños. Es más, hasta conse-guimos sus números para ponernos en contacto con ellos.

—Yo también estuve ahí unas cuantas veces. El único problema es que es muy costoso para mi bolsillo —admitió con vergüenza—. De vez en cuando hay que salir a divertirse.

El interminable diálogo continuó como cualquier conversación normal entre dos pervertidos que no tenían filtro. El ciervo obtuvo muchísima información del coyote, hasta se ganó su aprecio, todo para beneficio de la arcana pesquisa. Gracias a él, se enteró de que el huésped de la octava habitación era un vendedor de drogas ilegales que la policía había estado buscando desde hacía nueve años.

Pensó que podía encargarse de él y amilanar al canino para que saliera de su guarida.

Después del almuerzo, el ciervo se despidió de su enemigo, le dijo que tenía que ordenar su ropa y que no podía quedarse más tiempo en el bar. A paso ligero, se fue derechito a la habitación sin decir nada. Se cruzó con una de las mucamas y se volteó para mi-

rarla bien. Ese bello cuerpo de doncella lo cautivaba al punto de hacer que la deseara en su cama.

En ese ínterin, el huésped de la undécima habitación, un onagro bizco vestido con ropa gris, se aproximó a recepción para solventar los gastos de su estadía, rellenó el formulario de satisfacción y se marchó. Sólo quedaron cuatro habitaciones ocupadas: la tres, la ocho, la diez y la doce.

Esa misma tarde, el caracal recibió una llamada anónima. El agresor le dijo que lo tenía en la mira y que, si no salía de su escondite pronto, lo mataría ahí mismo, a lo cual él interpretó como una amenaza perpetrada por algún competidor del mercado negro. Era común que entre diferentes bandos se enfrentaran, él sabía muy bien que ese tipo de llamadas de advertencia no eran bromas de mal gusto. Sin otra opción a la cual recurrir, limpió la habitación, empacó sus cosas y se dirigió a recepción para avisar que se iría del hotel por un asunto urgente.

Al gato, al tigre y al mapache les produjo congoja el hecho de que había decidido irse tan pronto, él había estado casi nueve meses en el Furtel 69, era como un miembro de la familia para ellos.

Lo abrazaron entre todos y le desearon suerte. Él parecía tenso pues sabía que alguien peligroso lo estaba persiguiendo.

El caracal caminó casi un kilómetro hasta la parada de autobús, de allí viajó ocho kilómetros y medio hasta un barrio bajo de la periferia, al que pocos se animaban a entrar. Caminó con premura cargando sus maletas, se detuvo frente a un edificio abandonado que parecía estar a punto de caerse y sintió un escalofrío que lo dejó petrificado por un momento. Olfateó un fuerte aroma a perfume como esos que usaban los cadetes en las fuerzas armadas.

Miró hacia los costados y hacia atrás para cerciorarse de que nadie lo estuviera siguiendo.

A trescientos metros de distancia, sobre la azotea de un edificio antiguo, yacía recostado sobre el vientre el extorsionador que le había llamado esa misma tarde. Estaba vestido con ropa oscura y una capucha para mimetizarse con el color del edificio. Tenía el rifle listo y la mira en el lugar correcto, esperaba el momento preci-so para disparar. Cuando el reloj marcó las seis en punto, el caracal sintió que algo puntiagudo le atravesó el cuerpo, no pudo contener la respiración y se desplomó en el suelo. Una sorpresiva bala le había perforado el pulmón derecho, haciendo que se desangrara con rapidez.

El asesino se apresuró por marcharse cuanto antes. Guardó el arma en su maleta negra, bajó las escaleras a toda leche y se metió por un pasillo estrecho que conducía hacia una plaza en mal esta-

do. Tomó un taxi que lo llevó al centro de la ciudad, lejos de la escena del crimen.

XVIII. Un funeral inesperado – Remordimiento en aumento

El miércoles a la mañana, una inesperada noticia tomó por sorpresa al mapache mientras leía el diario que siempre compraba para mantenerse al tanto de los chismes sociales. En la parte de crímenes cabalísticos, resaltaba una nota de un supuesto arreglo de cuentas en un barrio peligroso de la zona oeste. Según los periodistas, un sujeto no identificado mató a un vendedor de drogas en plena luz del día porque era uno de sus rivales. En realidad, el caracal no tenía rivales, todo el mundo lo quería por lo simpático y generoso que era.

—Tiene que ser una broma —murmuró el mapache mientras caminaba por la vía pública, rumbo al trabajo.

Se puso más tenso que nunca, sacudió la cola y trotó hasta el hotel, debía dar parte de lo acaecido a sus compañeros de trabajo.

Al primero en contárselo fue al tigre y luego se lo contó al gato, quien se entristeció de golpe. Si uno de los huéspedes del hotel había sido asesinado, era una clara señal de que alguno de ellos sería el próximo en caer. Se reunieron con el coyote en el sótano

para discutir sobre la inesperada tragedia que los tomó mal parados.

—Los opinólogos del diario Hexagrama altercan sobre un posible ajuste de cuentas. Eso es una estupidez bárbara —dijo el mapache.

—Esperen un momento —interrumpió el coyote—. Antes que nada, tenemos que analizar la tesitura. Para descubrir quién estuvo detrás del canallesco crimen, debemos hacer un repaso general de lo que sucedió los últimos días.

—¿De qué sirve averiguar eso? —le preguntó el gato, con las orejas caídas y los ojos humedecidos—. Keith está muerto.

—Yo me encargaré de vengar su muerte —juró el coyote—.

Sea quien sea el hijo de puta que lo mató, se las verá conmigo.

—¿Acaso estás demente? —el tigre le preguntó—. ¿Estás dispuesto a hacerle frente a un asesino?

—Yo estuve ocho años en prisión, conocí asesinos seriales y animales sumamente peligrosos, me inmiscuí en sus confabulacio-nes, sé cómo piensan —le respondió con tono sentencioso—.

Puedo lidiar con este bastardo.

—Es riesgoso —dijo el mapache—. No sabemos si el asesino trabaja solo o si tiene secuaces infiltrados. Lo más probable es que sea un sicario profesional con aliados trabajando para él.

—Necesito que me ayuden con esto. Armaremos un plan para descubrir la identidad del asesino —dijo el coyote—. Tenemos que trabajar en grupo si queremos desenmascararlo.

—Keith no nos dijo por qué quería irse. Estoy seguro de que alguien lo habrá amenazado —dijo el tigre.

—Alguien que está metido en el mundo de las drogas recibe amenazas todo el tiempo —dijo el coyote—. Lo digo por experiencia propia.

—Él nunca recibía amenazas de nadie. Todo el mundo lo respetaba, incluso los maleantes de su barrio —adicionó el gato.

—El que lo mató es un francotirador —afirmó el tigre—. Tiene que ser alguien que haya estado en la fuerza, no cualquiera sabe manejar un arma.

—Los criminales saben hacerlo, pero dado que Keith no tenía enemigos de esa clase, descartaremos la opción por ahora —

analizó el coyote—. Pudo haber sido un policía resentido.

—Que yo sepa los policías no usan armas de largo calibre —

dijo el mapache—. Esas son las fuerzas especiales como los de El Grupo de Acero y los Cazadores Herméticos. Esos sí tienen permiso para portar armas de guerra.

—¿Cómo saben que fue un francotirador el que lo mató? —

preguntó el gato.

—Había cámaras en los postes de luz y ninguna registró la presencia de otro animal durante el disparo. El video que pasaron en el noticiero muestra cómo Keith cayó al suelo sin nadie alrededor.

Es obvio que le dispararon desde una gran distancia, y la única forma de hacerlo es con un arma de largo alcance —contestó el tigre.

El mapache echó un vistazo al teléfono, abrió el Furbook y leyó algunos artículos que habían acabado de publicar en el diario Jauría. Uno de los forenses halló una bala de doce milímetros de calibre a pocos metros de la escena del crimen, lo que significaba que le habían disparado con un fusil de francotirador. El hurón que había encontrado el cuerpo minutos después del mondo homicidio, declaró ante las cámaras que no había visto a nadie en las cercanías. No cabía duda de que el asesino era un experto en armas de cacería.

—Estamos de acuerdo entonces en que el asesino es un francotirador —dijo y guardó el teléfono—. Lo que nos resta por saber es quién es.

—Tiene que ser alguien que conocía a Keith, alguien que sabía a dónde se dirigía, alguien bien informado —dijo el coyote y se quedó pensando—. ¿Ha habido huéspedes nuevos últimamente?

—Yo sólo registré un ciervo con facha de jipi ayer a la mañana

—aseveró el mapache.

—Ayer estuve hablando con él durante el almuerzo, antes de que Keith se fuera —continuó el coyote—. No me extraña que él tenga algo que ver con el incidente. Es probable que sea un espía encubierto.

—¿Ese ciervo harapiento? —El tigre no podía aceptarlo como factible—. No tiene cara de ser un animal peligroso.

—Si hay algo que aprendí en la vida es que los mayores hijos de puta son aquellos que no tienen cara de hijos de puta. Recuerda que un espía es un experto camuflándose entre las manadas. De hecho, sospecho que sea algún investigador secreto. Me hizo de-masiadas preguntas, le respondí con el corazón en la mano porque me pareció un sujeto vulgar como nosotros. Es más, recuerdo que le conté que Keith tenía drogas y que podía recurrir a él si quería fliparse. Me dijo que era adicto a la pornografía y a las drogas.

—Creo que estás sacando conclusiones precipitadas muy pronto —el mapache le dijo.

—Además, me contó que su hermana trabajaba en Xanadu. La vicuña que nos atendió tomó nuestros datos, nuestros nombres y nuestras edades. Greg le dijo que nos resguardábamos en este hotel. ¿No les parece sospechoso que el hermano de una empleada de

ese club nudista apareciese de un día para otro en el hotel, haciéndose pasar por un lugareño de clase baja?

—Eso es muy complicado —el mapache negó con la cabeza en señal de rechazo—. Estás rizando el rizo más de lo necesario. Lo que necesitamos para sacar ese tipo de conclusiones es evidencia, no basarnos en meras suposiciones.

—Yo estoy de acuerdo con Jack —interrumpió el gato.

—Él desconfía de un tipo que acaba de llegar al hotel y ya lo es-tá tachando de sospechoso —dijo el mapache, señalando al autor de dicha acusación.

—¿El ciervo se encuentra en su habitación ahora? —preguntó el tigre.

—No lo sé —respondió el mapache.

—Si en verdad es adicto al porno como me lo dijo, podemos tenderle una trampa de la que no sospechará nunca —propuso el coyote.

—Escucha, Jack, si algo llega a salir mal y el señor Wilson se entera, a nosotros tres nos echarán de aquí de una patada en el culo. No busques complicarnos la vida —le advirtió el mapache.

—Si no nos arriesgamos, jamás lo descubriremos. Vamos, todos ustedes también son unos criminales así que no se vengan a hacer los inocentes ahora.

—Jack está en lo correcto, ninguno de nosotros es un santo —

el gato le dio la razón.

—¿Cuál es el plan entonces? —preguntó el tigre.

—Necesitaremos la ayuda de las mucamas para conseguir pruebas. Ellas tienen que meterse en su habitación y buscar indicios de que ese animal es el asesino o un cómplice del asesino.

—¿No podemos meternos nosotros en su habitación y averi-guarlo por cuenta propia? —preguntó el gato.

—Yo no recomiendo meterse sin permiso en la habitación de un sospechoso. Nunca se sabe qué trampa puede tener tendida detrás de la puerta.

—Confiaré en Jack porque ha estado en contacto con otros criminales —dijo el tigre—. Alguien que escapó de una prisión de máxima seguridad debe conocer mejor que nadie el mundo del crimen.

—Yo no confiaré en él hasta que encontremos pruebas fehacientes que demuestren que ese ciervo estuvo involucrado en el asesinato de nuestro amigo —dijo el mapache—. Pero pondré mi granito de arena para ayudar en lo que haga falta.

—¿Podemos ir al funeral de Keith? —preguntó el gato.

—Tratándose de un vendedor de drogas, las autoridades estarán ojo avizor y sospecharán de cualquiera que vaya a su entierro —

respondió el mapache.

—Los entierros no son gratis —dijo el coyote—. ¿Quién sol-ventará los gastos?

—Quizás Hugh lo haga —supuso el tigre—. Recuerda que él era amigo de Keith. Estoy seguro de que asistirá a la ceremonia de despedida.

—Nos tienen agarrados de los huevos —refunfuñó el mapache—. De ahora en más, tendremos que estar atentos a todo lo que suceda. Será mejor que finjamos que no nos enteramos de nada. Ninguno de nosotros conoce a Keith y nadie hablará de él.

—Me gustaría ir a dejarle flores a su tumba —dijo el gato—. Él era muy bueno conmigo.

—Me pondré en contacto con Hugh y le pediré que me informe acerca de cualquier irregularidad. Nosotros investigaremos dentro del hotel y él se encargará de investigar afuera. Si trabajamos entre todos, descubriremos al asesino tarde o temprano.

Se pusieron de acuerdo en trabajar en grupo con el fin de llevar a cabo una hazaña fuera de lo común. Para descubrir al asesino de Keith no sólo era necesario prestar mucha atención al entorno,

sino también simular que nada grave había ocurrido dentro del hotel. Cada uno siguió con su vida como si nada hubiera sucedido para no levantar sospechas.

En vez de meterle miedo al fugitivo, lo que había conseguido el detective era sembrar cizaña entre él y un reducido grupo de criminales que estaban armando una conspiración para atraparlo.

Llamar a la policía no era una opción viable siendo que todos ahí eran unos criminales encubiertos, debían trabajar sin la ayuda de las autoridades, como verdaderos criminales.

XIX. Un plan ideal para atrapar a un forajido – En aras del gran descubrimiento

El jueves a la mañana, las tres mucamas y el gato estaban reunidos en recepción junto al mapache, conversaban sobre cuestiones ad-ministrativas pertinentes a la economía local. El ciervo salió de la habitación, se aproximó al grupo, les avisó a las mucamas que necesitaba que pusieran más toallas en el baño porque ya no tenía con qué secarse. Las conejas fueron al fondo a buscar toallas limpias para ponerlas en el baño de la tercera habitación y retirar las que habían sido usadas.

Los empleados del hotel se juntaron de nuevo, hablaron en voz baja y se organizaron para pergeñar el plan de investigación. El tigre tomó una bolsa negra y se dirigió a la parte de afuera para echarla en uno de los botes de basura, el gato se escabulló por la escalera para echar un vistazo a los pasillos de arriba, el mapache se quedó en su lugar esperando una respuesta por parte del barman.

Antes de las nueve, el lobo se contactó con el coyote y le pidió que prestara mucha atención al entorno ya que había descubierto

indicios del supuesto asesino. Le contó que uno de los empleados que trabajaba en la mansión del señor Robert Hoof, filmó un video en el que un ciervo vestido con un sobretodo bajaba a toda velocidad de un edificio del barrio en el que vivía el caracal y luego se metió por un estrecho pasaje. Él estaba probando la definición de su nueva videocámara y se dio la casualidad de que fue minutos después del zoocidio.

Al enterarse de que un ciervo había estado involucrado, el coyote no dudó ni un instante en que el asesino era el nuevo huésped, aunque después se apercibió de que algo no cuadraba. En el momento del asesinato el detective se encontraba en un bar de la ciudad, por ende, no podía ser el culpable de haber asesinado a su amigo. Se preguntó si alguno de los antiguos huéspedes tuvo algo que ver con lo sucedido, analizó los datos de cada uno y llegó a la conclusión de que ninguno de ellos podía haber ayudado al sospechoso.

El huésped de la décima habitación había salido el día anterior y todavía no había regresado, tenía que volver en algún momento porque había dejado sus pertenencias en el hotel. Al mapache no le parecía extraño que no volviese, cuando en realidad sí debería preocuparle. No se le cruzó por la mente que todos los huéspedes del hotel estaban en la mira, incluso la nutria y la pareja de caninos.

Las mucamas se metieron a la tercera habitación, inspeccionaron el interior de la misma de forma discreta, cambiaron las toallas del baño, tendieron la cama y se fueron. No habían visto nada fuera de lo común que les pareciese relevante señalar.

El coyote bajó las escaleras corriendo, casi se chocó con el gato a mitad de camino, lo tomó de la mano y lo llevó hasta la planta baja. Se reunieron con el mapache y el tigre en el sótano para discutir sobre los últimos datos que habían aparecido. Intercambiaron información y se tomaron un tiempo para procesarla.

—Bien, vayamos despacio —inició el coyote—. Tenemos pruebas de que un ciervo desconocido estuvo en el barrio del oeste a la misma hora que Keith estuvo ahí. Tenemos un video que muestra que ese ciervo abandonó la zona, lo que no tenemos pruebas aún es sobre la identidad de ese animal.

—¿Entonces sí fue el ciervo? —el tigre le preguntó con los ojos bien abiertos.

—Lo estuve pensando seriamente y me temo que mis cálculos fallaron. Es imposible que el ciervo haya perseguido a Keith sin que él se diera cuenta. Lo que sucedió aquí fue una confabulación muy bien premeditada.

—¿Qué quieres decir con eso? —el mapache le preguntó.

—El ciervo que se hospeda en el hotel no es el asesino.

—¿Alguno de ustedes sabe cómo se llama? —preguntó el gato.

—Su documento decía Rico Iglesias —respondió el mapache.

—Ese es un nombre falso —aclaró el coyote—. Este ciervo es-tá usando los mismos trucos que usé cuando me fugué de prisión, está haciendo exactamente lo mismo que hice yo, se está haciendo pasar por otro animal para confundirnos.

—Pero entonces no sabemos su nombre ni a qué se dedica —

dijo el mapache.

—Llamé a uno de los asistentes de Lisa que conoce del tema, me dijo los nombres de todos los detectives que viven en Zuferrand. Sólo hay dos ciervos en la lista: el primero, como podrán imaginar, es un tipo que fue expulsado de la policía por incompetente hace más de dos años y ahora trabaja en obras de construcción; el segundo, para sorpresa de todos, es un detective activo que sabe hacer su trabajo mejor que cualquier policía. Según me dijeron, se llama Eric y es mucho más listo de lo que parece.

—No creo que sea tan listo si ya descubriste quién es —dijo el mapache.

—Pero escuchen esto, la hermana del detective fue a hablar con Lisa después del asesinato. Con la excusa de que quería averiguar algo importante, le dio permiso de ir a hablar con Kaylee. La loba luego le contó a Natasha que esa cierva la interrogó durante casi

media hora y la hizo sentirse incómoda de tantas cosas que le preguntó. Al parecer, estaba desesperada por descubrir información personal de mi novia y de mí.

—Ahora sólo falta que involucren al señor Wilson en este embrollo —masculló el gato.

—Me contacté con la hermana de uno de mis excompañeros de prisión y me contó que a este ciervo se le pidió trabajar en la investigación de mi fuga. Habló con mis padres, con mis vecinos y con algunos amigos de mi barrio. Me conoce mejor que nadie. Por suerte, tengo muchos contactos que me protegen la espalda en situaciones riesgosas.

—Si este ciervo sabe tanto sobre ti como tú dices, ¿por qué no llama a la policía para que te arresten y así se acaba todo? —

cuestionó el mapache.

—Supongo que su orgullo no se lo permite. Él no quiere que vuelva a prisión, lo que quiere es hacerme sufrir, y para ello cortará todos los lazos que tengo. Quiere quedarse con el crédito de haberme derrotado —explicó el coyote y carraspeó—. Esto no es una simple investigación, es una confrontación entre un criminal y un detective. Lo más probable es que lo asciendan a un puesto importante si me captura.

—¿Tú crees que sea tan tonto como para hacer todo eso por mero capricho? —el mapache le preguntó.

—Cuando eres una marioneta de la ley, tu imagen importa más que tu vida. A los policías ya nadie les tiene respeto, excepto a los que se lo ganan con honor. Estoy seguro de que el objetivo de este ciervo no es otro más que la conquista de su soberbia. Yo como criminal pasé por lo mismo y ahora lo veo desde otro punto de vista.

—¿Qué hacemos entonces con el ciervo? —preguntó el tigre—.

¿Dejamos que siga con su plan?

—Nos demostró que está dispuesto a matar a cualquiera que haya tenido contacto conmigo así que lo mejor será deshacernos de él cuanto antes.

—¿Estás sugiriendo que lo matemos entre nosotros? —el mapache le preguntó.

—Si no lo matamos, él nos matará a nosotros. No tenemos otra opción.

—Matar a un detective no será cosa fácil —comentó el tigre.

—Debe tener armas ocultas —supuso el mapache.

—Dudo que se deje tocar por un montón de debiluchos —

murmuró el gato.

—Si prefieren quedarse de brazos cruzados, está bien. Yo puedo encargarme del ciervo. Lo único que les pediré es que se desha-gan de él una vez que nuestro conflicto acabe.

—¿Acaso piensas enfrentarlo? —el mapache le preguntó.

—No soy un animal violento, pero cuando de hacerle frente al peligro se trata, soy capaz de cualquier locura.

—¿Vas a matarlo? —el gato le preguntó con un poco de preo-cupación en sus palabras.

—Si quieres que alguien deje de acosarte, lo mejor es eliminarlo.

En la cárcel, mis compañeros me enseñaron muchas formas de eliminar a un policía distraído. Si logro engatusarlo, lo mataré.

—¿Cuál es el plan entonces? —el tigre le preguntó.

—Fingir que llevamos una vida normal.

Tras las fuertes declaraciones del protagonista, los empleados del hotel le siguieron la corriente y fingieron que todo estaba bien para que el ciervo no los involucrase en la investigación. Cual fuese el resultado de la confrontación entre el forajido y el perseguidor, ellos tenían que ser parte del desenlace.

Al mediodía, cuando el detective regresó al hotel, todos estaban reunidos en el bar en espera del almuerzo. El tigre había decidido preparar un platillo exquisito para sus amigos mientras ellos con-

versaban sobre diversos temas. Al oír la voz del recién llegado, todos se voltearon para verlo de frente. El odio que le tenían no lo podían disimular.

—Veo que todos se juntaron —dijo el ciervo con las manos en la cintura y tomó asiento—. ¿Ya pensaron en algún plan tonto para deshacerse de mí o algo por el estilo?

El tigre le ofreció un vaso con agua mineral para que saciara su sed antes de pasar a la escena dramática que todos ansiaban presenciar.

»No le habrán puesto veneno al agua ¿verdad?

—Quiero negociar contigo —le dijo el coyote y giró la cabeza para mirarlo a los ojos.

—Sabes muy bien que no negocio con criminales, Travis. —

Giró la cabeza para verlo—. No creas que no me enteré de la investigación que hiciste. No podía esperar menos de un coyote astuto como tú. A decir verdad, me sorprende que aún sigas aquí.

—Escucha, Eric, te propondré lo siguiente para evitarte más problemas de los que ya tienes.

—Te escucho —le dijo y se bebió el agua que le habían servido.

—Tú ya conoces mi historial y el de Natasha así que dejaré que nos arrestes y que los policías nos metan a la cárcel siempre y cuando tú prometas no lastimar a ninguno de mis amigos.

—Yo no soy el que mata, de eso se encarga mi cuñado que es miembro de una tropa especial de francotiradores. Lo que pasó con ese caracal del que me hablaste fue sólo una advertencia de lo que soy capaz de hacer si me mienten en la cara.

Al mencionar el incidente, los demás sintieron un inmenso ren-cor en el interior del corazón, que se expandía por los vasos sanguíneos como si fuesen glóbulos rojos. El ciervo no sentía culpa alguna de haberle arrebatado la vida a un felino que no merecía morir de esa forma injusta.

—No quiero pelear contigo ni con ninguno de tus aliados, por eso te propongo esta idea.

—Ya conozco todos tus trucos, Travis. Estuve meses enteros recopilando información sobre ti y tu novia. Sea lo que sea que tengas en mente, no funcionará conmigo.

—Espósame y llévame a la comisaría. —Le enseñó las manos para que le pusiera las esposas.

—Eso hacen los demás detectives cuando encuentran a un sospechoso —suspiró y miró al techo—. Yo soy diferente.

—Ya entiendo. Vas a golpearme hasta hacerme sangrar porque la humillación de otros te complace.

—Para nosotros los libertinos no hay nada más sagrado que nuestros genitales, sin ellos no podríamos ser lo que somos. Si te despojo de tu orgullo, sufrirás el peor tormento y buscarás la forma de darle fin a tu vida. Si tú y tu zorra se quitan la vida por mi culpa, ya no serán una carga para la sociedad; en cambio, si los mato, dirán que soy un pésimo detective.

—¿Desde cuándo los policías hacen eso?

—Los policías actuales somos más truculentos que los genoci-das más sádicos de la historia. ¿Acaso nunca estuviste en un cala-bozo?

—Entonces tu plan es castrarme para que no pueda gozar y mandarme a la cárcel.

—No irás a la cárcel, irás a un lugar peor en el que no tendrás ni luz ni agua.

—¿Acaso piensas mandarme a la fosa en la que meten a los humanos para que se mueran de hambre?

La fosa era el nombre de un laberinto subterráneo en el que se metía a los individuos más peligrosos para que muriesen de la forma más cruel posible. Todas las ciudades contaban con fosas de

gran envergadura en las que metían a los humanos y a otros animales para hacer experimentos atroces con ellos.

—Es una fosa distinta, pero es igual de horrenda.

—De haber sabido que tenías eso en mente, me habría fugado de la ciudad.

—Tu fuga le arrebató semanas de investigación a mi vida y ese tiempo perdido no lo recuperaré. Lo único que puedo hacer ahora es hacerte sufrir como nunca has sufrido.

—Pues si quieres despojarme de mi dignidad, tendrás que en-frentarme. —Se puso de pie y lo miró con tirria—. Vamos, tengamos un encuentro cuerpo a cuerpo para ver quién es más fuerte.

—Pelear contigo es una pérdida de tiempo. Tus días de vida están contados.

—¿Acaso me tienes miedo? —Buscaba provocarlo para que lo enfrentara—. Vamos, pelea conmigo.

—No te comportas como el perro artero que todos conocen, pero ya que insistes. —Se puso de pie y se quitó el gabán, quedándose con un pantalón ajustado, una remera blanca y un par de zapatillas deportivas.

—Ya conoces las reglas del juego, nada de golpes bajos.

—Esto será pan comido para mí —bostezó en señal de aburrimiento.

El coyote se acercó, trató de meterle puñetazos y patadas, no consiguió tocarlo. El ciervo se limitó a verlo hacer el ridículo y lo redujo en un periquete, torciéndole el brazo izquierdo como si fuera un trozo de tela.

»¿Ya terminaste de hacerte el tonto o quieres seguir jugando a ser un fracasado?

—Hay algo que no sabes de mí aún, Eric, y es que me fascina la carne de ciervo.

—A todas las hembras les gusta, por eso siempre me la chupan.

—No me refería a eso.

El movimiento sorpresivo del coyote tomó por sorpresa a todos, le clavó las uñas al enemigo y le sujetó el brazo para hincarle el diente. Al morder la carne musculosa del detective, notó que su plan no serviría de nada.

—Sabía que ibas a hacer eso. Los carnívoros siempre son tan predecibles —se burló de él—. A todos los animales que comen carne deberían desollarlos y meterlos en la fosa para que aprendan a respetar el pellejo ajeno. —Se lo quitó de encima, le dio una fuerte patada en el esternón y lo dejó tirado en el suelo.

—Eso me dolió.

—Puedes morderme todo lo que quieras, mi carne no podrás perforarla.

Ante la desventajosa escena, los demás se sumaron al enfrentamiento sin previo aviso, se pusieron frente al coyote para proteger-lo. Natasha, Kaylee, Daisy y Hugh aparecieron justo a tiempo para evitar que las cosas se salieran de control. El lobo, al ser el más corajudo de todos, fue el que tomó la palabra.

—Conque usted es el detective que mandó matar a mi amigo

—le dijo con sus penetrantes ojos enfocados en la parte media de su rostro—. Cometió un gravísimo error.

—Era de esperar que esto sucediera. Los criminales nunca trabajan solos, son un montón de cobardes —dijo con tono petulante—. Vengan, puedo con todos ustedes.

—Ninguno de nosotros tiene pensado lastimarlo, detective.

Bueno, no a usted, pero sí a su hermana —le mostró su teléfono.

Al ver de cerca, notó la imagen de una cierva desnuda, atada a una silla en un cuarto oscuro, rodeada de osos negros que llevaban máscaras y ropa oscura. La víctima era idéntica a la cierva que trabajaba en Xanadu, por lo que no hubo tiempo para pensar si era una trampa de verdad o un engaño. Como su teléfono no tenía batería, no podía llamarla para cerciorarse de que estaba bien.

El altanero ciervo que se la pasaba subestimando a los demás, cambió de repente. Su despreciable mirada llena de orgullo pasó a ser una mirada preocupada y temerosa. El plan descabellado del coyote resultó peor de lo esperado. Sus compañeros de celda le habían enseñado que siempre debía contar con un plan B si se encontraba en una situación de riesgo.

—Escucha, Eric —el coyote se puso frente a él—. Tu hermana tiene cinco minutos de vida antes de que la maten. Te propongo lo siguiente: abandona el caso y déjanos en paz o ella morirá. Tú eliges.

—Antes que nada, quisiera saber una sola cosa —exigió antes de tomar una decisión definitiva—. ¿Quién fue el hijo de puta que capturó a mi hermana?

—Fueron aliados de Jack los que hicieron el trabajo sucio. Nosotros sólo somos sus amigos —le respondió el lobo.

—Ya veo. Siempre un paso adelante, señor Travis —se lo dijo de frente—. No podía esperar menos de un coyote que escapó de una prisión de máxima seguridad. Supongo que no me queda otra opción más que rendirme.

—Estás fingiendo, sé que no arrojarás la toalla tan fácilmente.

A mí no me engañas, Eric.

—La vida de mi hermana vale más que mi orgullo y lo sabes.

—La soberbia de un detective tiene límites, eso también lo sé.

Daremos por finalizado este conflicto entre tú y yo. —Estrechó su mano para demostrar que ya no había necesidad de seguir peleando—. Sin embargo, mataste a uno de los nuestros así que dejaré que Hugh tome la palabra.

—¿De qué estás hablando? —No comprendía qué era lo que pretendía.

—En las jaurías, los lobos tenemos una regla de oro: pagar de la misma forma con la que nos provocan. Como usted mató a un miembro de nuestra familia, nosotros tendremos que matar a uno de la suya. Le daré la opción de elegir: o sacrifica su vida o la de su hermana.

—Extorsionarme no servirá de nada. Tarde o temprano, todos ustedes morirán.

—Tiene treinta segundos para elegir, detective.

—Bien. Estoy a merced de todos ustedes. —Se puso de rodillas para que lo mataran—. Vengan y cómanme para saciar esa dulce venganza que planearon.

—¿Comerte? —el coyote le preguntó—. ¿Acaso nos viste cara de famélicos?

—Mátenme si quieren. Admito que me confié demasiado y no planifiqué bien las cosas. Si tengo que pagar el precio de ese error con mi vida, entonces que así sea.

—Cuando mencioné que me gustaba la carne de ciervo lo dije en sentido figurado.

—Eso no importa. Prefiero que me coman a mí a que lastimen a mi hermana.

—Perdón, detective, pero el tiempo ya se le agotó. Tendremos que matarla.

—Oye, ya me di por vencido.

—Lo siento.

Una tremenda furia se apoderó del ciervo encrespado, se puso de pie y trató de arremeter contra el lobo. El coyote no se lo permitió, lo tomó del costado y le clavó las uñas en la garganta. La fuerza de ataque fue distinta, al defender a su amigo su fiereza no era igual. La sangre comenzó a fluir como agua de una tubería rota, el canino no permitía que su presa escapara de él. En menos de veinte segundos, el detective feneció enfrente de todos.

—Me he convertido en un asesino —susurró el coyote y se pu-so de pie—. Jamás pensé que este día llegaría. —Cerró los ojos y se mantuvo en silencio por un instante.

—No quedaba otra opción. Hiciste lo correcto, Jack —la loba le dijo.

—Se lo tenía bien merecido por meterse con nosotros —dijo Natasha.

—Se supone que debería sentir culpa por haber matado a alguien, pero no estoy arrepentido.

—Somos libertinos, Jack —le recordó el lobo—. Nos cagamos en la ley, en la moral y en la vida de los demás. A fin de cuentas, matar animales es lo que hacían nuestros ancestros para sobrevivir.

Los empleados del hotel se pusieron de acuerdo en ocultar el cadáver del detective para llevarlo a un terreno baldío y quemarlo.

Todas las pertenencias del ciervo y su registro en el hotel tenían que ser borradas antes de que apareciese la policía. La cierva fue liberada antes de que los amigos de Terence, también aliados del coyote, la liquidaran.

XX. Hora de abandonar la ciudad – Un viaje hacia otro recinto

A causa del inmenso riesgo que corrían, los protagonistas se dispusieron a llevar a cabo el último plan de escape que servía para sal-varles el pellejo. Las autoridades no dudarían en intervenir en la desaparición del ciervo, por lo que abandonar la ciudad era la mejor opción. El aeropuerto de vuelos nacionales se había inaugurado hacía poco menos de un mes, podían fugarse por vía aérea sin que las fuerzas armadas los atosigasen.

Como la tesitura era incierta, el gato decidió irse con la pareja de caninos a otra ciudad en la que pudiera estar a salvo. El coyote era la mejor compañía que había y bajo su cuidado y protección no tenía de qué preocuparse. Lo malo era que tenía que dejar todas sus cosas atrás, a cargo del mapache para que las cuidara durante su ausencia. En algún momento, los protagonistas tenían pensado regresar a Zuferrand, todo dependía de factores económicos y laborales.

Esa misma tarde, se pusieron en contacto con los demás, debían avisarles que tenían que irse por cuestiones de negocios, hicie-

ron sus maletas y se reunieron en recepción. La morsa llegó a tiempo para la despedida de los huéspedes y la suspensión de uno de sus empleados. El coyote y la zorra solventaron todos los gastos de la estadía y le pusieron cinco estrellas a la encuesta de satisfacción. El Furtel 69 había sido el santuario del libertinaje más bello que habían visitado, no por su infraestructura ni por su ubicación, sino por los maravillosos amigos que habían hecho en el hotelucho.

—Qué lástima que tengan que irse tan pronto —se lamentaba el tigre—. Me gustaría que se quedasen más tiempo.

—A todos nos gustaría que se quedaran. Ellos son parte de nuestra familia —dijo el mapache.

Daisy y Kaylee abrazaron a Natasha y le desearon suerte en su viaje, Hugh hizo lo mismo con Jack y le dijo que seguiría en contacto con él para lo que necesitase. Johnny, Greg y el señor Wilson se despidieron de Tobby, iban a echarlo mucho de menos. Las mucamas también se sumaron a la ceremonia de despedida y les agradecieron a los huéspedes por haber visitado el hotel.

Los protagonistas llamaron un taxi, se subieron al vehículo tan pronto como llegó y se fueron. Durante el largo viaje hacia su destino, se cruzaron con varios autos de policía y supieron al instante que la cosa se pondría fea para los que se quedaron. Los oficiales

tenían que investigar dos casos, la misteriosa muerte de Keith y la desaparición del ciervo.

Como el artista favorito del gato se presentaba en Farfrand, los caninos escogieron esa ciudad como destino. Quedaba a más de mil kilómetros de distancia y era conocida por ser el territorio de las drogas, un sitio donde podían hacer montañas de dinero vendiendo sustancias ilegales. Asimismo, dicha ciudad era la tierra de los perros y los gatos dado que la mayoría de los que allí vivían eran caninos y felinos.

Cuando llegaron al aeropuerto, se apresuraron por tomar un avión lo más pronto posible. Tuvieron que esperar hasta las siete de la tarde para poder abordar el avión que los llevaría hasta un recinto alejado en el que podían estar a salvo de la ley. Pagaron con dinero que el lobo les había prestado y se metieron en el interior de un lujoso avión en el que servían comida exquisita y bebidas alcohólicas de toda clase.

Como el viaje tardaba casi dos horas desde una ciudad a la otra, aprovecharon el tiempo para pensar en todo lo que podían hacer en el nuevo hogar hasta que las cosas volviesen a la normalidad en Zuferrand.

Dondequiera que los protagonistas fuesen, hallarían problemas con los que tendrían que lidiar todos los días, vecinos que se gana-rían su odio, funcionarios públicos corruptos, habitantes en situación de calle, falta de comodidades, productos inaccesibles, servicios mediocres, escasez de lujos y muchas otras cosas más.

A pesar de la corta experiencia de vida, Tobby se sentía feliz de estar en compañía de dos libertinos como él que nada les preocupaba más que la satisfacción de su propio ego. El estrambótico triángulo amoroso que conformaban estaba fuera de los paráme-tros de lo aceptable según las leyes vigentes de emparejamiento y entrecruzamiento. A ninguno de ellos les importaba que el mundo no aprobase sus ideales; al final, sólo la naturaleza los podía juzgar por sus actos.

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Jack, Natasha y Tobby habían estado casi un mes dando vueltas y vueltas, buscando el lugar apropiado para resguardarse por tiempo indefinido. Los hoteluchos que visitaban no eran ni la mitad de lindos que los que había en Zuferrand, la ciudad entera era una mugre total, el tránsito era un caos día y noche, las peleas a muerte entre vecinos eran cosa de todos los días, los tiroteos y los asaltos a la madrugada eran frecuentes. Aquella ciudad estaba infestada de maleantes y libertinos, tanto así que Jack se sentía como un don nadie.

Los protagonistas habían hallado algo similar al hotel Katz, pe-ro el elevado precio y el ruido constante los hizo cambiar de parecer. No había hotel donde desearan refugiarse, ni motel donde pudieran hacer lo que más les gustaba hacer. La seguridad y la comodidad no abundaban en la periferia de la ciudad y mucho menos en los barrios bajos donde mandaban los líderes narcos.

Cuando por fin dieron con un sitio apropiado, tomaron la decisión de alquilar la vivienda. Se trataba de una covacha de ocho metros por ocho metros, con una sucia cocina, un maltratado comedor, un bañito miserable, un balconcito de morondanga, una sala horrenda, un techo con goteras, paredes rajadas, piso áspero y opaco, puertas metálicas llenas de óxido, picaportes despintados, grifería dañada, ventanas enrejadas con vidrios mugrientos, tejado roto y humedad por doquier.

La dueña que alquilaba esa casucha ubicada en el primer piso, encima de un local de comida barata, era una vieja amargada e iras-cible, una perra de raza akbash que tenía un metro y medio, pelaje blancuzco, cabellera rizada y ojos marrones. Era una viuda que vivía de la pensión de su difunto marido, quien había trabajado como empleado en una empresa de energía eléctrica. Cobraba doscientos pesos por mes de renta, sin incluir gastos de agua, luz e internet.

Ese caramanchel era un paraíso terrenal para Tobby que había pasado la mayor parte de su vida en un cambucho. A Natasha, pese a ser la perra Laika de la familia, no le agradaba tanta suciedad y abandono en el mismo sitio. En el caso de Jack, la mugre le valía tres hectáreas de verga, lo único que le interesaba era tener un buen colchón donde dormir.

XXI. Los arrabales de Farfrand – Entre perros y gatos

Como si se tratara de una ciudad cualquiera, las facciones irregulares de Farfrand volvían a la normalidad con la llegada del esplen-doroso sol sobre el grisáceo cielo. La pertinaz contaminación eóli-ca más la enorme cantidad de desechos tóxicos que emitía aquella fosa, dividida entre caninos y felinos, hacía del aire natural una sofocante humareda que les dificultaba la respiración a los asmáti-cos. Entre la ingente cantidad de basura y el descuidado entorno ambiental, lo que alguna vez había sido el umbral de un barrio bi-cúspide con perros por un lado y gatos por el otro, ahora se lo conocía como el basural de la región, o también como la madriguera del mundo, algo similar al hogar de los Niños Olvidados, donde lo más rancio de la sociedad proliferaba.

La mala fama de aquella ciudad no era producto de prejuicios, para nada, era resultado de años y años de constantes disputas territoriales entre bandas de felones y reos, rateros y malandras, timadores y estafadores, asesinos y sicarios, perros y gatos. No por nada los periódicos del exterior tenían un portavoz que siempre

ninguneaba a los ciudadanos farfrandeños, los desdeñaba tildándo-los como «los loquillos del viejo mundo», la lacra que toda sociedad animal no quería tener. Farfrand era la cuna de la inmoralidad, en la que la virtud era una entelequia, mas no la voluptuosidad.

Sí, así es, Farfrand era conocida por ser la Santa Sede del vicio y la corrupción carnal, paraíso de los animales más depravados y génesis de las cocinas de drogas más peligrosas. Por fuera y por dentro, la putrefacción era abismal, hablando en sentido literal y en sentido figurado. El libertinaje no era un capricho, era la condición psicosocial por excelencia del ciudadano promedio, el desenfreno y la adicción también.

Quizá la hipótesis más contundente era la vida del mismísimo fundador del pueblo, que luego se convirtió en el antro de los antros. Un engendro mitad perro mitad gato, una fusión que la bio-logía no podía explicar, había sembrado en tierra fértil las semillas de la desidia; dicho sea de paso, la fundación se dio, para sorpresa de los bienaventurados foráneos, a través de rituales exóticos y prácticas prohibidas. No es necesario entrar en detalles, lo único que vale la pena mencionar es la propagación del pecado como regla inviolable.

Pues cuando se hablaba de aquel engendro mitad perro mitad gato, siempre se citaba la pletórica frase: “No hay perro que viva en paz con gato, a menos que uno se someta a la voluntad del

otro”. Y sí, los perros y los gatos se llevaban como se llevaban por cuestiones que merece la pena explicar con uñas y dientes. Ambas especies siempre fueron territoriales, ambas especies siempre fueron celosas, ambas especies siempre fueron dominantes, ambas especies siempre fueron lascivas… Las similitudes forjaron lo que, en un momento determinado, el fundador de un pueblucho llamó

«asimilación ideológica» o «entrecruzamiento».

La segunda palabra tintineaba como campanilla en cuello de cachorrito. De no ser por aquel engendro pulgoso y maloliente, Farfrand seguiría siendo un campo de batalla como la Alemania del siglo XX, con la parte oriental y la parte occidental separadas por el muro de Berlín. Pero aquí el muro era ideológico; no había nada entre perros y gatos que produjera odio mutuo, salvo contiendas por alimento.

Doguenkaten, un híbrido enfermizo para sus contemporáneos, tuvo las agallas para darle fin a una rivalidad que llevaba miles de años de existencia, fue él quien tuvo la maravillosa idea de aceptar a los gatos en su pueblo a cambio de ciertos favores. La hambruna que había azotado Katentonia, un pueblo antiguo, obligó a los felinos a recurrir a los mandamases del perrogato. Doguenixi, otro pueblo antiguo, les abrió sus puertas a los gatos famélicos del otro lado, siempre y cuando éstos pagasen el debido tributo. Dadas las

condiciones de aquéllos, los perros los tomaron como esclavos, a quienes explotaron de manera cruenta por eones.

Doguenkaten, aun siendo un espécimen estéril, gozó del sexo con perros y gatos de todas las edades, y así descubrió placeres más allá de la norma moral. Como las dotes caninas superaban a las felinas, la sodomía pasó a ser la puerta de acceso (en sentido meta-fórico) para los gatos. Se dio un enamoramiento, en palabras del propio perrogato, entre las dos especies que habían estado enemis-tadas por quién sabe cuánto tiempo. Los gatos, ahora esclavos de los perros, vivían mejor que antes.

Pero Doguenkaten no estaba del todo satisfecho con que los perros violasen gatos a su antojo, para que la diversión fuese máxima debía haber más entrecruzamiento (en sentido literal). Así cantaba el perrogato: “Perros sucios y lascivos somos, fervientes y codiciosos nos queremos; nos olemos el culo y nos lamemos las bolas por puro fetiche. A los gatos nos cogemos día y noche, los sodomizamos, los violamos. Gozamos la compañía de los gatos como ellos gozan la penetración que les damos. Nos abotonamos, les perforamos el hoyo hasta que sangran, les damos de beber semen en vez de agua, les orinamos y les defecamos encima. Lo hacemos para complacerlos a ellos y a nosotros mismos”.

Así es, el perrogato era tremendo en todo sentido. El título de libertino le quedaba corto, lo que tenía de perverso era en demasía.

Sus fieles jaurías estaban más que contentas con él por haberles dado la oportunidad de tener gatos de esclavos. La explotación felina tenía un fin práctico e inmediato, y lo mejor de todo era que, a falta de opciones, los gatos decían que sí a todo lo que se les soli-citaba, sin chistar.

Sus coetáneos hablaban de él todo el tiempo, decían que tenía un enorme miembro felino con un nudo canino, y que con éste destrozaba los orificios que tocaba. Tenía un buen par de depósitos de carne que parecían estar siempre llenos, los descargaba cada vez que se unía a un gato. En rituales eméticos, deleitaba los placeres más perversos que había, a gatos de toda clase violaba, sin temor a contraer enfermedades venéreas.

Después de la muerte de aquel fundador de gustos peculiares, los perros y los gatos se pusieron de acuerdo en construir una nación juntos, pese a que los segundos seguían estando en un pelda-ño más abajo. Entonces, ambas especies, ahora más unidas que nunca, doguenkatenizaron la tierra que compartían y así nació lo que más adelante se llamó Farfeniafrandia, acortado luego a Farfrand. Doguenkaten era un modelo a seguir, un ser deiforme con cualidades que todos querían imitar.

Tras la abolición de la esclavitud en el siglo XIX, los gatos recuperaron un poco de libertad y fueron ganando derechos poco a poco. El trato social mejoró y las condiciones de vida también,

mas no el deseo por entrecruzarse. Perros y gatos seguían compar-tiendo la misma lascivia del pasado y se apareaban por pura diversión tantas veces como era posible, en cortos y largos periodos de tiempo. Las orgías públicas se volvieron comunes sólo a partir de determinadas horas de la noche; los casamientos entre diferentes especies no fueron legales hasta finales del siglo XX. Si el amor era como el agua, había que dejarlo fluir libremente.

El sueño de todo gato joven era hallar un perro o una perra con quien pudiera divertirse a como diera lugar. No había gato que odiara perro ni perro que odiara gato, lo que había era un enfermizo amor entre especies. El deseo y la lascivia eran los pilares de toda la sociedad perruna y gatuna al punto de adoptar una mala imagen por parte de los extranjeros.

El supuesto amor entre pares no era tan bonito como se lo pin-taba, había crímenes pasionales y delitos injustificados como en todas las ciudades del mundo. No todos los gatos eran amigables y no todos los perros eran bienquistos, había un poco de todo. Uno de los mayores males que azotó la región fue el uso de drogas ilegales, con ellas los perros y los gatos enloquecían y cometían crímenes sangrientos con el fin de obtenerlas.

De todas las cosas horrendas que podía haber, el surgimiento de clanes mafiosos fue de lo peor. Coyotes, zorros, lobos y chacales se habían unido en son de crear una organización sectaria que

tuviese el monopolio de las sustancias más nocivas. Como el que había tenido la idea era un zorro melanístico, dicha sociedad secreta pasó a llamarse clan Z, la fundación conocida por las autoridades como Zoobistias, que significaba «animales bestiales».

Si el libertinismo de Doguenkaten había sido el inicio de la esca-tológica sociedad canina-felina, el surgimiento del clan Z fue el desenlace de una sociedad más desigual. A hurtadillas, en los arrabales de Farfrand, perros salvajes se reunían para cocinar y vender las drogas más peligrosas y tóxicas del mundo a precios exorbitan-tes. Toneladas de dinero ganaban, ricos se hacían a costilla de los más vulnerables. El problema era que ese clan tenía competencia, y eso fue lo que complicó la situación todavía más. Su fundador, sucedido por un coyote llamado Travis Grey, había tratado de darle fin a la competencia, y hasta la fecha, no lo había logrado.

El clan Felumia (de Felumia fechare), cuyo significado era «felinos feladores», era la agrupación que se encontraba en las antípodas del clan Z. Gatos salvajes de gran tamaño, opositores por excelencia, eran los acérrimos enemigos de los mafiosos caninos. A ellos los tenían en la mira, los detestaban más que a los polizontes, los con-sideraban sus opositores. Contra ellos luchaban en las calles, con el objetivo de exterminarlos de una vez por todas.

XXII. El mercado negro de las valkirias – Hembraje oportunista y fetichista

Valkiria, palabra que había quedado haciendo eco en la mente de Natasha durante buen rato tras oír aquel nombre en la radio, le sonaba familiar, lo vinculaba con la mitología nórdica, presentía que se trataba de algo extraño con tintes esperpénticos. Escenas, a lo mucho pueriles, podían ser elucubradas por la zorra al momento de pensar en la trascendencia semántica de dicho nombre.

Una búsqueda por internet, en pleno silencio, la condujo hacia un sitio raro, algo así como el Red Room de la Dark Web, en donde, de manera anónima y con VPN, encontró un foro en el que se hablaban de temas interesantes: robo, secuestro, extorsión, venta ilegal de armas y prostitución. Como ella y su amante estaban en la mira de las fuerzas de seguridad, acceder a internet desde cualquier parte representaba un riesgo no menor, de modo que lo hacían casi siempre de forma anónima.

“¡A la mierda!”, exhaló en el momento en el que se enteró de algo interesante. Al parecer, una agrupación de féminas (lobas, tigresas, leonas y pumas) estaba planeando reunirse en Farfrand

con un grupo mafioso del que nadie hablaba por temor a ser oído.

Sí, se trataba de, nada más y nada menos, que el famosísimo clan Z.

En ese mismo instante, mientras el cuerpo tibio y acalorado de la zorra yacía sobre la cama, un sinfín de reminiscencias la tomó por sorpresa y se desconectó de la realidad por unos momentos.

Recordaba que sus padres una vez mencionaron aquella palabra prohibida, lo hizo la directora de su escuela y también un exconvicto que luego, por orden del juez de distrito, fue ejecutado. El clan Z no era poca cosa, era la mayor y más peligrosa organización criminal del mundo, superando por mucho a las sectas destructivas del pasado.

Las valkirias eran viudas negras (hembras estafadoras) con cierto apego por la ilegalidad y el carácter antisocial, quienes admiraban a machamartillo las actividades delictivas de los felones Z, o como los llamaban los agentes encubiertos, Zoobistias. Los integrantes de susodicho clan, aparte de ser psicópatas y extorsivos, eran adictos a los placeres carnales, eran legítimos libertinos. El representante del líder de la manada, como no podía ser de otra forma, era un morrocotudo lobo de sesenta y tantos años, bigotu-do, orejón, de pelaje oscuro; el hijo de éste, contrario a lo esperado, era un lobo amable y cortés, nada parecido a su progenitor.

Entre búsqueda y búsqueda, una bien extensa lista de nombres halló Natasha. En aquella lista, figuraban los nombres de los involucrados en el clan Z, así como los nombres de los animales que, de alguna forma u otra, habían tenido contacto estrecho con la agrupación. Y en ese ínterin, sin siquiera pensarlo, saltó a la vista un nombre que conocía muy bien: Travis Grey. No, no podía ser, no podía ser… ¿Acaso el coyote que tenía de pareja estuvo vinculado al clan Z? ¿Era posible que aquel encantador coyote fuese un criminal peligroso?

“Esto no puede ser cierto”, escupió el cúmulo de palabras seguido de exhalaciones tumultuosas. Se reacomodó sobre la cama, cambiando de lugar las piernas y los brazos, extendiendo el jopo hacia arriba y clavando el mentón en la almohada. “Si Jack en verdad estuvo metido ahí, eso significa que…”

El llavero sonó, la cerradura de la puerta se dejó penetrar por la llave correcta, el giro completo permitió la apertura de ésta. Vestido como un rufián, entre ropa holgada y botas gruesas, se hizo presente el animal en el que había estado pensando. Al mirarlo, lo reconoció, pero no como antes, lo vio distinto, lo estudió con la mirada y parpadeó ante la impensada palabrería de él. Farfulló un kilogramo de groserías porque estaba molesto con el carnicero por no haberle fiado. Tuvo que pagar un dineral por unos trozos de

carne humana que salían la mitad en cualquier mercado de Zuferrand.

—Amor, te compré dos muslos bien grasosos como a ti te gustan —se lo dijo y metió la bolsa con carne dentro del congela-dor—. Ese carnicero ijueputa me arrancó la cabeza. Nunca más le compro a ese bastardo malnacido. —Se apoyó sobre el borde de la cama para verla de cerca—. ¿Te apetece comer algo?

Ella se mostraba reacia a dar un simple sí como respuesta. Tenía sospechas de que Jack poseía un secretito que había mantenido oculto por mucho tiempo y que nunca tuvo el valor suficiente para sacarlo a la luz, quizá por temor a meterse en problemas o simplemente por capricho.

—Clan Z, el clan Zoobistias… o como sea que se pronuncie,

¿lo conoces?

—Me suena, pero… la verdad que no sé —titubeó—. ¿Por qué lo preguntas?

—Acabo de encontrar tu verdadero nombre en una de sus listas y me preguntaba si habías tenido contacto con ellos.

—¡¿Qué?! Con la mafia jamás tuve contacto. Soy un fugitivo, no un mafioso.

—¿Entonces por qué tu nombre figura en la lista de involucrados?

—¡Vaya a saberse por qué! —Al pensarlo, se acordó de algo que Tobby le había contado en el Furtel 69—. Un momento, ese tal Travis del que me hablas, ¿no es por las dudas un coyote como yo?

—Ni idea. Sólo sé que está metido en la mafia.

—Ahora que lo pienso… es probable que…

Al pensarlo con detenimiento, concluyó algo inusual pero probable. Ese tal Travis, un coyote del mismo color de pelaje que él, que había estado en Zuferrand meses atrás, podía ser uno de los temibles caninos del que le habían hablado en prisión. Terence le había contado que una vez, de casualidad, se cruzó con un coyote así en un callejón donde siempre pululaban los camellos y los drogadictos. Era idéntico a Jack en cuanto a contextura física y comportamiento, la única diferencia notable era la voz. El oso nada sabía sobre aquel canino cuando se lo cruzó, no le pareció extraño para nada.

Travis no solía andar con guardaespaldas, a menos que necesitase compañía. El único momento donde lo protegían perros grandotes era cuando se metía en zonas prohibidas, las regiones pertenecientes a los gatos. No, no era bienvenido por ningún felino, sin embargo, nadie se animaba a lastimarlo ni a insultarlo; cualquier ataque contra un mafioso conllevaba a una muerte segu-

ra. Jack intuía que su tocayo era alguien adinerado, alguien de mucho poder, alguien intocable.

Con la ayuda de la zorra, echaron un vistazo juntos a lo que ofrecía el motor de búsqueda. De aquel coyote misterioso muy poca información saltaba a la vista, ningún medio de información hablaba de él, ningún noticiero ni periodista. A lo mejor, supusie-ron, no era alguien tan famoso para ser mencionado en internet.

Jack estaba seguro de que la policía conocía bien a ese coyote y que, si mandaba preguntar por él, hallaría información confidencial.

»Sea quien sea ese coyote, en algún momento lo encontraremos.

—¿Por qué lo dices? —Natasha le preguntó.

—Sabiendo en las cosas que andamos metidos, lo más probable es que un tipo como él se nos arrime.

—No quiero que eso pase. Ya tenemos suficientes problemas.

—Tranquila. No dejaré que nadie te lastime.

Se acomodó en la cama junto a ella, la manoseó un poco, le ho-ciqueó, le peinó los flequillos con las uñas, le dio mordisquitos inofensivos en el cuello y le palpó las tetas como quien no quiere la cosa. Ella respondió al afecto recibido dándole besitos y lamidas en la cara, hurgó entre los pelos y tocó la suave piel de la cerviz. Acto seguido, se dejó apretujar, a fin de ir calentando motores, también

lo apapachó y meneó el jopo en señal de complacencia. Ella lo seguía amando como el primer día, a pesar de haber tenido sexo con decenas de animales. Él, por su parte, no podía dejar de pensar en Tobby, se preguntaba en dónde se había metido y a qué hora llegaría, tenía unos deseos tremendos de tirárselo por enésima vez.

XXIII. Vladimir, el amigo de Tobby – Un parafílico retraído

Por los antros y los tugurios más sucios Tobby había pasado, a muchos gatos vio, muchos tragos degustó y de lo lindo yantó. Con el poco dinero que le quedaba de sobra, pagó la entrada para acceder a un barsucho escondido entre la mugre. Se dirigió a dicho tabuco con el objetivo de pasar una noche inolvidable con otro gato de su edad, si es que lo hallaba.

Harapiento y sin nada más que hambre y sed, se adentró en lo que parecía un aposento a medio terminar, con techo dañado, paredes rajadas, piso agrietado, ventanas rotas, puertas rayadas, sillas y mesas plásticas llenas de grafiti, escasa luz, escenario pequeño, estantes entelarañados, pocas bebidas, mucho humo, música medio pelo, atención regular, baños hediondos, y ni hablar de la comida que parecía vomito mezclado con orina y materia fecal.

Eran eso de las once cuando arrancó el espectáculo, si se lo puede llamar así, y el encargado de distraer a los clientes se hizo presente. Eran como cincuenta gatos los que estaban ahí metidos, Tobby era el único que estaba sentado solo, los demás estaban en

grupos reducidos, entre cuatro y seis integrantes por mesa. Los cuatro reflectores iluminaron el cuerpo desnudo y delgado de un gato negro, conocido entre los libertinos como el “Michino Esca-tológico”, título honorífico que se había ganado debido a actuaciones asquerosas sobre el escenario. Tragaba desechos y se excitaba cuando lo bañaban con pis, semen, vómito o mierda.

Vladimir Roswell tenía ojos amarillos, orejas cortas, bigotes largos, dentadura blancuzca, pelaje hirsuto, cola bien peluda y siempre olía a zorrino muerto. Era la versión gatuna de Glenn Quagmi-re, no le hacía asco a nada, cualquier cosa le venía bien. En el pasado había tenido un ratón de compañero, que luego se lo terminó comiendo (en sentido literal). Desde jovencito había tenido una obsesión enfermiza por lo morboso, lo tabú. Se llevaba bien con los perros porque eran ellos los que más le pagaban por hacer cochinadas en público. Era sabido que a los perros les fascinaba comer mierda, en especial la mierda olorosa de los gatos. Había trabajado en la calle y en el teatro, haciendo lo que todo libertino desenfrenado haría para ganarse la vida.

De casualidad, Tobby se cruzó con una cara conocida, se quedó mudo, se amoldó a la silla para verlo mejor. Sí, estaba en lo correcto, aquel gato de pelaje oscuro era el mismo que creyó. La primera vez lo había visto con traje gris y corbata violeta. Todavía recordaba con claridad el día que se había hospedado en el Furtel 69. Con

él pasó una noche alocada, de esas que le encantaba mencionar cada vez que hablaba de sus pasatiempos favoritos.

Vladimir, como todo drogadicto, se había endeudado hasta el pescuezo y hacía hasta lo imposible con tal de pagar las deudas pendientes. El dinero que ganaba lo despilfarraba en drogas duras, de esas que provocaban daños irreparables en el cuerpo de la víctima. A él le valía tres hectáreas de verga, no tenía aspiración alguna en la vida, sólo quería drogarse y tener tanto sexo como pudiese en el menor tiempo posible. Si Tobby era un pervertido, Vladimir lo quintuplicaba, no había forma de superarlo, no se podía competir con un libertino de esa calaña.

De su familia poco y nada se sabía, era mejor ni mencionarla.

Sus padres, alejadísimos de la realidad, habían dejado a los trece michis, de diferentes camadas, a cargo de una supuesta cuidadora que los maltrataba y les hacía beber semen de perro en lugar de leche materna. Uno de sus hermanos mayores se encargó de darle fin a la malvada nodriza, la violó, la asesinó, la despedazó y con los restos de ella hizo un sabroso estofado que compartió con sus congéneres a plena luz del día. Vladimir describía aquella reminiscencia como el mayor alivio de todos. Matar a esa malnacida fue lo mejor que su hermano mayor hizo en la puta vida.

La gata que había tenido de madre, si es que se la puede llamar así, había tenido tantas parejas sexuales que era imposible contarlas

a todas. Como toda gata en celo, se cogía a todos los machos que hallaba en horario nocturno. Los gatitos que tenía siempre eran de distinto color y pelaje, a excepción de él que salió negro azabache.

Los demás hermanos y hermanas tenían muy mala referencia de la madre biológica, era preferible no hablar del pasado.

Todo tipo de recuerdos aparecieron en la cabeza de Tobby. Pa-ra cuando volvió a la realidad, el espectáculo ya había iniciado.

Vladimir bailaba desnudo sobre un escenario iluminado, al ritmo de los silbidos y requiebros que recibía de parte de la audiencia.

Con ese cuerpo afeminado que tenía, atraía a los machos calentones para que se aproximaran a él y dejaran dinero sobre un sombrero que tenía a pocos metros. Siempre había alguno que le dejaba un billete, aunque fuese de poco valor.

Desde la parte del fondo, unos gatos panzones y malhablados le gritaban que se tocara y que les enseñara el agujero. Vladimir hacía todo lo que le pedían, así era el trabajo que hacía. Se sacudía al compás de la música electrónica que ponían, se movía como un bailarín profesional aun sin serlo, se despatarraba sobre la pista de baile, alardeaba de su suerte, pues el destino le había otorgado no un par de bolas como a los demás machos, sino tres bolas peludas y colgantes que nadie podía resistirse a tocarlas. Tenía un arpón rosado de gran extensión, al menos para un gato común, que siempre hacía flamear ante la desquiciada clientela.

Tobby era el único que no se agitaba al verlo bailar, ya lo conocía y sabía que de nada servía gritarle. Él se lo podía coger en privado cuantas veces quisiese. Aquel morrongo había sido lo más cercano a un amante que había tenido, junto con el polizón de Jack. Él nunca se lo había contado a nadie, pero el gato negro era la compañía más cercana que había tenido. El único que se había dado cuenta de ello era Johnny, Greg nunca se había fijado.

Vladimir siguió danzando frente a los alcohólicos y borrachines que estaban sentados en las sillas de adelante. Algunos le lanzaban bolas de pelo, otros monedas de plata. Su papel como bailarín sensual sólo era un aperitivo para los clientes, tras finalizado el baile sugestivo, podían, si antes pagaban, cogérselo en un salón especial con amplio espacio. Esa noche, por desgracia, no fue fructífera para el bailarín encuerado, nadie se animó a cogérselo. Se preguntó a sí mismo si era mucho lo que cobraba o si los clientes eran muy pobres; la paradoja de Fry. Lo cierto era que muchos de ellos eran amarretes, se gastaban todo el salario en alcohol y drogas.

Cuando el reloj marcó las doce en punto, Vladimir se retiró sin pena ni gloria, tomó el sombrero, se metió por una de las puertas del fondo, se puso ropa holgada, descolorida y trapienta. Una voz familiar resonó detrás y se dio vuelta para ver. Vaya susto que se pegó cuando vio a Tobby. Estaba conmocionado, no, estaba estupefacto de verlo. Tantos años habían pasado que ni parecía.

—¿Cómo has estado, compa?

—¿Tobby? ¿En verdad eres tú?

—El mismo que viste y calza.

Sin decir nada, se abalanzó sobre él, lo abrazó con fuerza, y le susurró al oído que lo había extrañado un montón. Tobby era el amigo más valioso que había tenido, o al menos el más parecido en cuanto a gustos y fetichismos. Lo que había acaecido en el Furtel 69 le quedó grabado de por vida. Al mirarlo a los ojos se ruborizaba, se ponía colorado de vergüenza con tan sólo verlo.

»No te recordaba tan cariñoso ahora que lo pienso.

—Mi vida ha sido un desastre desde que volví a Farfrand. Ni sé para qué mierda regresé. He hecho de todo para ganar dinero y mírame. Me tengo que desnudar para que me tiren unas moneditas de mierda. —Le enseñó las monedas que había juntado del escenario.

—Para ti todo siempre ha sido una mierda, igual que para mí —

reconoció la misma perspectiva pesimista compartida—. Sabes que no es rentable bailar desnudo en un chiquero como este. Huele peor que mi alcoba.

—Bueno, a mí qué mierda me importa el olor si total no me baño nunca.

—Debes estar lleno de pulgas —le dijo y se rio.

—No te creas. Llegué a estar mucho más sucio que ahora.

Una gata blanquinegra, parecida a Félicette, se sumó a la conversación. Se llamaba Bianca Roswell. Llevaba ropa oscura, estaba abrigada como si estuviera en periodo invernal. Tobby no la reconocía para nada, nunca antes la había visto. Vladimir le contó que se trataba de una hermana, la única en la que confiaba. Ella vivía en el mismo edificio que él, en compañía de una solterona llamada Sarah, se llevaban bien, como Tuca con Bertie, pese a que cada una tenía una infinidad de problemas personales que atender. Ella, a diferencia de sus otras seis hermanas, era la versión gatuna de Brit-tany Wilson.

—¿A este bello gato de aquí ya te lo cogiste?

Tobby sólo se rio al escucharla decir eso. Le dijo que tenía mala suerte, que a él las hembras no le atraían en lo más mínimo. Y en verdad que era más gay que Jake Shears. Aun así, le agradeció por el piropo implícito, pocos le decían eso, la mayoría se limitaba a decirle cosas desagradables como: “Chúpame la verga o entrégame el culo”. Como todo femboy, a él no le molestaba ser tratado como hembra en celo.

—Claro que me lo cogí.

—¿Vives aquí? —ella le preguntó.

—Me escapé de la policía —le respondió—. Estoy viviendo con un coyote y una zorra al otro lado de la ciudad.

—¿Te mandaste una cagada muy grande? —Vladimir le preguntó.

Les contó las malandanzas de su vida como libertino, desde que aparecieron Jack y Natasha en el Furtel 69. Todo había sido normal hasta que aquel coyote lo corrompió y lo persuadió para que lo acompañara a Farfrand. Como la tesitura era delicada, no le quedó más remedio que irse con ellos. Eso no significaba que no echaba de menos a sus antiguos colegas; de hecho, los extrañaba más que nunca, los veía en sus sueños, cogía con ellos en plena ensoñación.

Johnny y Greg habían sido como hermanos para él, y el señor Wilson era el típico jefe de las películas porno.

Vladimir comprendía la situación negativa de Tobby pues a él tampoco le había ido bien. No había día que no puteara, que no maldijera. Odiaba todo y a todos por igual, quería mandar todo a la mierda, pero tampoco deseaba quitarse la vida; era pesimista, no suicida. El verlo de vuelta luego de tantos años le cambió la cara, ahora quería pasar más tiempo con él y olvidarse de su lúgubre existencia sin sentido.

—Imagínate. Esta conchuda hija de mil puta es lo mejor que hay de la familia. Ya sabrás por qué nunca te hablo de mis hermanos.

—Al menos tienes a alguien. Yo estoy solo. No he encontrado ningún gato con el que me pueda revolcar.

—Pues aquí tienes uno con el que puedes hacer lo que se te plazca.

El cálido diálogo entre los felinos se volvió eterno, no dejaban de hablar de las cosas que habían hecho y lo mucho que se habían extrañado. En rigor, ambos habían tenido una buena vida en comparación con otros animales que ni para comer tenían. Compartían el mismo sueño: participar en películas XXX. El tema era la falta de dinero y talento. Los actores porno eran todos hermosos y perfectos, desde los pies hasta la cabeza, no tenían ni un solo defecto físico. Ellos, por el contrario, eran unos gatos mugrosos y pul-guientos.

Vladimir y Tobby, como si fuesen Félix y Fritz, salieron del barsucho subterráneo, subieron por una escalera chamagosa, se adentraron en la espesa noche silenciosa y, tras despedirse de la gata, se encaminaron al departamento donde se encontraban el coyote y la zorra.

—¿Y de tu amigo Jerry qué onda? ¿Nunca te hicieron escándalo por habértelo comido?

—Fue hace tanto tiempo que ya nadie lo recuerda —le contestó con absoluta franqueza—. Si no me lo comía yo, algún perro lo habría hecho. Es que era gordito y mofletudo, daban ganas de co-mérselo a mordiscos. Tenía carrillos de trompetero.

—¿Y por eso fue que te lo comiste a dos carrillos?

El ratón de pelaje castaño que había tenido Vladimir había sido más hiperactivo que Hammy, más lascivo que un gato promedio y más obeso que un panda. Vladimir lo recordaba como alguien afable, de buen gusto y pocos defectos. No, no se lo había comido porque fuera rellenito, se lo había comido porque… pues porque los gatos se comen a los ratones. Sí, eso era un delito terrible que estaba prohibido en todas partes, como nunca se supo la verdad el caso no avanzó en ninguna dirección, y todo quedó en desaparición misteriosa.

La caminata, bajo plena noche de luna llena, se hizo interminable. Circularon como dos simples transeúntes por las oscuras calles de aquella ciudad mugrienta. Tenían que desviarse para evitar los pasajes con baches, las veredas rotas, las alcantarillas abiertas, los callejones abarrotados de basura, las hondadas repletas de deshechos corporales, los pozos con restos de comida podrida. Todo era

una mugre total, hasta parecía que los servicios públicos de limpieza ni siquiera existían.

Tobby lo tomó de la mano, lo miró a los ojos, le susurró que lo quería mucho y le pidió, en voz baja, que se preparara para lo que le esperaba, un coyote bien sucio iba a conocer pronto. El hecho de saber que tendría un encuentro amoroso con un canino era motivo suficiente para que Vladimir se empalmara y fantaseara cual adolescente fuera.

XXIV. Dos gatos y un coyote – Un trío teatral Eran casi las tres de la madrugada cuando los gatos llegaron, Jack estaba recostado en la cama, perdiendo el tiempo con el celular, viendo memes en las redes sociales. Natasha estaba en el baño, peinando su larga cabellera de zorruna, ya se había puesto un camisón blanco para irse a dormir, aunque no tenía mucho sueño aún.

Tobby entró sin hacer ruido y le dio permiso a Vladimir para que ingresara a la morada.

El interior de aquella covacha, comparado con otros sitios donde había vivido, era un palacio lujoso. No abundaba la mugre ni el mal olor como en su casa; sentía que había ingresado a otra dimensión. Al ver a los inquilinos en persona, se llevó una gran sorpresa.

Le transmitieron unas vibras desconocidas nunca antes percibidas.

La zorra poseía un pelaje blanco como el de Swifty, en cuanto a forma de ser se parecía más a Fitna; el coyote tenía la mirada inocente del pequeño Freddy Lupin en su versión animal, poseía el deseo competitivo de Cody Maverick y la mente perversa del mismísimo Dolmancé. Los saludó como si ya los conociera.

—Pensé que estaban durmiendo —introdujo Tobby y se desvistió—. ¿No cogieron en mi ausencia?

—No hicimos nada sucio —Jack le aseguró—. ¿Este gato que trajiste es alguna clase de gigoló o algo por el estilo?

—Este es mi amigo Vladimir —afirmó Tobby y lo tomó entre sus brazos—. Es el animal más sucio que puede haber. Le fascinan todas las parafilias que te puedas imaginar.

—Pues no está feo para estar hecho un charal —dijo Jack al momento que se aproximaba al recién llegado para estudiarlo con el olfato y la vista. Al olerlo, percibió en él el emético, e inconfundible, aroma de libertino; al verlo de cerca, observó cada detalle que tenía enfrente. Lo inspeccionó, lo examinó y lo analizó como si fuese un sabueso en busca de drogas—. ¿Cuántos años tienes?

—Tengo treinta y uno —le contestó Vladimir.

—Qué joven —murmuró Jack—. ¿Y qué te trae por estos lares, deseos de divertirte o sólo curiosidad gatuna?

—Bueno, Tobby me dijo que ustedes dos eran unos degenerados de mierda. Quisiera saber un poco más de ustedes, conocerlos un poco.

El verbo conocer estaba cargado con una semántica sexual. A Vladimir no le interesaba saber quiénes eran aquellos caninos, sólo quería asegurarse de que Tobby estuviese en buenas manos. El

coyote poseía un gran atractivo, lo hacía desear. Quería ver cuán viril era, si valía la pena cogérselo esa misma noche.

Jack estuvo de acuerdo en llevar a cabo una escena gay. Natasha, como no podía ser de otra manera, se dispuso a filmar con el celular la cogida que estaba a punto de empezar. Los harapos se quitaron, quedándose los machos en pelotas y con los deseos voluptuosos de tocarse sin vergüenza alguna. Los dos gatos, junto con el coyote, se subieron a la cama, se besuquearon, se lamieron, se mordisquearon, se hociquearon y se magrearon. En vísperas de un trío teatral, los tres machos cachondos iniciaron el proceso de precalentamiento, también llamado calistenia.

En cuanto se empalmaron, saborearon los placeres de la homo-sexualidad, los regocijos inigualables de la delectación carnal entre diferentes especies. Vladimir, siendo apenas un poco más alto que Tobby, enseñó la bendición extra que tenía entre las piernas, los tres escrotos funcionales cargados con fluidos masculinos, debajo del hermoso miembro picudo y espinoso que se erguía y se curva-ba a la vista de todos. Jack fue el primero en degustar los genitales del gato negro, lamió de aquí para allá y hurgó con la húmeda nariz la zona perianal. Aquel morrongo, para sorpresa del público libertino, se excitaba como nada, largaba fluido preseminal y resollaba a medida que su cuerpo respondía a los estímulos.

Tobby, que nunca podía esperar para inmiscuirse, acompañó a Jack en la exploración corporal. Lanzó lengüetazos y besitos a manta, lamió el hermoso miembro rosado y tieso hasta dejarlo ensalivado como una paleta helada. Ni bien pasaron cinco minutos, Vladimir avisó que estaba en el límite y que ya no podía resistir más, mencionó que su erección ya había dado una notificación de evacuación. Pero a pesar de la advertencia dada, el semen jamás apareció, sólo jugo prostático.

Viendo que ya estaba listo, Jack se reacomodó en la cama y dejó que los gatos le dieran una buena chupada. Ambos se relamieron y se encimaron, besaron la enorme pija canina ofrecida, manosearon las bolas peludas, chuparon desde el nudo hasta la protuberancia de la punta, exploraron con la boca cada rincón del paquete. La escena prosiguió con irrumación y humming, tanto Vladimir como Tobby fueron tomados como esclavos sexuales y sirvieron al coyote como los siervos inmundos que eran. Varios chorros de semen escupió el coyote sin siquiera haberlo planificado, tanta estimulación lo tomó desprevenido y se vino sin aviso previo. Vladimir recibió el semen en la boca y en el rostro, Tobby lo limpió a lengüetazos mientras le masturbaba.

El gato negro fue reacomodado sobre la cama, en cuatro patas y con el tren superior inclinado, dejó que los compañeros de juego hicieran de las suyas con la ventana trasera que ofrecía. Un intenso

anilingus hizo que gimiera y resollara por segunda vez, las babosas lenguas le metieron en el agujero y llenaron de saliva tanto la parte interna como la parte externa. El culo rosadito del gato estaba listo para ser explorado.

Fue entonces que Jack puso a Vladimir al borde de la cama, todavía en cuatro patas, y se la metió por atrás para ver cuán apreta-do estaba. Se llevó una gran sorpresa al introducirla. El gato largaba el espeso semen tan pronto como una verga aparecía en su culo.

Tobby aportó una gran idea: ofrecer fellatio in coitus. Mientras Vladimir era sodomizado y azotado por el coyote, él le ofrecía la más sabrosa mamada que podía catar. Los gemidos poco masculinos del gato negro no se hicieron esperar, salieron a la luz en cuestión de nada. Natasha, que estaba a sólo centímetros de la escena, admiraba la actitud sumisa del desconocido, le traía recuerdos de Kaylee, la loba masoquista que gozaba de los tratos más truculentos y brutales.

Lo mejor llegó recién cuando el poderoso nudo entró en el ano, fue el momento más excitante para Vladimir. Gritó como si lo estuvieran matando, luego soltó un maullido de lujuria que retumbó en toda la vivienda. El orgasmo más salvaje había acabado de presenciar, sintió que se le vaciaban las bolas en la boca de Tobby, al mismo tiempo que la verga de Jack le raspaba las hemorroides.

Como una bomba hidráulica, el durísimo nudo entraba y salía del culo, inundaba las tripas con apestosos fluidos espermáticos, haciendo que la agonía y la fruición se entremezclasen entre sí al punto de volverse indistinguible una de otra. Vladimir disfrutaba cada penetración y cada corrida como si fuese el último día de su vida, se corría como una fiera, gimoteaba y emitía ruidosos resuellos que parecían no tener fin. Atascado entre la tortura y el goce, experimentaba en carne propia el sublime regodeo del sexo salvaje.

Para callarlo, tuvieron que acomodarlo de nuevo. En posición de facesitting, el gato continuó la escena. Sentado encima de Tobby, que le chupaba la pija y le mordía las bolas, se inclinó para apode-rarse del corto miembro rosado que tenía a disposición. Lo feló de la misma forma que él lo felaba. Ambos eran expertos en el arte de la felación; no por nada los perros siempre gozaban con felinos feladores.

Jack, cada vez que retiraba la verga, largaba potentes chorros de semen sobre el lomo de Vladimir, y luego volvía a meterla adentro.

Tobby no hacía otra cosa más que tragarse el semen de su compañero cada vez que éste salía de la verga. Entre desenfrenadas eyaculaciones y estentóreos gemidos, el trío se extendió por más de una hora. Los tres machos estaban bien calientes y no pretendían detenerse hasta haber saciado el apetito sexual que tanto los fusti-gaba.

Los gatos quedaron despeinados, extasiados, satisfechos. Aquella experiencia, lejos de lo pensado, fue de lo más gratificante para los tres. Jack, quien todavía tenía energía de sobra, cambió de blanco, y en vez de fijarse en el gato negro, fue por Tobby. Lo tomó de la cola, lo puso en cuatro, se la metió por atrás y lo sostuvo con las dos manos. Vladimir no hizo más que besar al pasivo, introducirle la lengua en la boca. El tute de empujones sirvió para que Tobby se corriera una vez más y ensuciara la cama.

Encantada estaba Natasha tras ver que su pareja le había dado a los gatos la cogida de la vida, los dejó hechos mierda a los dos. Se aproximó a él, lo tomó de atrás, le clavó los colmillos en el pescuezo, le manoseó el vientre y le suplicó que siguiera con ella. La petición fue respondida con un rotundo sí. El camisón blanco tiró al suelo, se quitó la ropa interior, se recostó sobre el colchón y esperó a que él se pusiera en la posición del misionero. Tanto tiempo sin sexo había hecho que el coyote se convirtiera en una máquina de follar.

A despecho de haber acabado, los gatos seguían calientes y con deseos de tocarse. Entre ellos hubo intercambio de besos, lamidas y caricias, a la vez que el coyote le daba a la zorra un poco de amor. El trío de ese día pasaría a ser un valioso recuerdo, más que un recuerdo, una experiencia que demostraría algo interesante, un anhelo inenarrable por las pasiones más desordenadas.

Finalizado el periodo de contacto sexual, los cuatro integrantes de la nueva familia, una similar a la de Doguenkaten, se pusieron a hablar sobre planes para el futuro. Al ver lo sucio y lascivo que era Vladimir, a Jack se le ocurrió sumarlo a la lista de modelos que tenía armada. Con esos dos gatos sucios, podía hacer montañas de dinero. Lo mismo que hacía Natasha para ganar plata lo podían hacer ellos dos, sólo que tenían que buscar el mejor sitio donde ofrecer sus servicios.

Tuvieron que compartir la cama, se acurrucaron los gatos entre las piernas de los caninos, con ellos durmieron como buenos huéspedes que eran. Después de haber saciado la calentura, querían descansar bien. Una nueva aventura los esperaba al otro lado de la ciudad, lejos de todo lo que conocían.

XXV. Los nuevos integrantes del grupo – Ágiles pastores alemanes

La última semana había sido la más dificultosa, Jack había estado yendo y viniendo de un sitio a otro en busca de aliados estratégicos que lo mantuviesen a él, y a los demás, a salvo de la mafia. Ya fuera por motivos territoriales u otra razón, alguien que se parecía a un líder mafioso no podía andar por la vía pública así como así. Buscó entre basurales, villas, guetos, callejones, escondites, madrigueras, zulos y prostíbulos a los agraciados ayudantes.

Fue en el lugar menos esperado donde halló lo que había estado buscando. Se trataba de una especie de albergue, cuya extensión no superaba los veinte metros cuadrados, repleto de alcohólicos, fu-madores, drogadictos y ludópatas, donde se cruzó con tres pastores alemanes que trabajaban como míseros empleados de limpieza.

En ellos vio, sin hacer mucho esfuerzo, las cualidades que necesitaba. Los tres eran afables, responsables, puntuales, corteses y magnánimos. Tuvo el santo de cara, la suerte que tanto había deseado, luego de haber perdido valiosísimo tiempo buscando

mendrugos en cama de galgos. Estaba de enhorabuena porque al fin había hallado a los nuevos integrantes del grupo.

Los susodichos caninos, Charles, Christopher y Keller, eran de pelaje marrón claro, en las extremidades y el rabo; negro azabache, en el hocico, las orejas y la franja del lomo. Tenían ojos marrones, bigotes grises, músculos grandes, pelaje sedoso, colmillos fuertes y uñas sin filo. Era difícil distinguirlos a simple vista, tan parecidos eran que parecían hermanos. Usaban ropa cenicienta como todos los empleados de limpieza, aparte de gorra, botas de cuero y guantes de látex.

El encargado del albergue, de acuerdo con lo que le contaron en los pasillos, era un viejo bullmastif, de presencia intimidante debido al gran tamaño que tenía, pero en el fondo era miedoso como Boog. Tenía un medio hermano, quien tiraba más a boer-boel, que conocía a casi todos, si no a todos, los perros drogadictos de la ciudad. Gracias a los datos que le pasó, se enteró de muchas cosas interesantes. Jack, al tanto de los chismes, inquirió a los perros más vetustos y obtuvo de ellos información de primera mano.

En el depósito del fondo, donde se guardaban los materiales de limpieza, el coyote se reunió con los tres pastores alemanes y les propuso unirse a él como ayudantes, guardaespaldas ficticios, asistentes de negocios. Dado que tenía pensado meterse en negocios

turbios, contar con acompañantes era esencial, no quería arriesgar-se a andar por ahí, a la vista como stopper en góndola. El diálogo prosiguió así:

—¿Cómo piensa pagarnos por el trabajo? —Keller le preguntó.

—Les ofrezco tres opciones: una zorra en celo, drogas duras o dos gatos sucios —Jack respondió—. Ustedes elijan lo que quieran.

—¿Dos gatos sucios? —Charles preguntó.

—Son dos pasivos que hacen todo lo que les piden —le respondió—. Tengo planeado meterlos en un negocio bien cochino en el que serán usados como retretes.

—A nosotros nos encantan los gatos, sobre todo los más jovencitos. Dicen que son excelentes chupavergas —aseveró Christopher.

—Vladimir y Tobby son expertos en el arte del sexo, y si de soplar velas hablamos, lo hacen mejor que una puta.

Al pensarlo bien, los tres interesados llegaron a la conclusión de que podían unirse al coyote y actuar como guardaespaldas. El patrón que tenían, malhumorado como Gretel y narciso como Fluffy, les pagaba poco y nada, menos de un sueldo mínimo, teniendo en cuenta que el trabajo que llevaban a cabo no era exigente, cualquier

paleto podía hacerlo. Le dijeron que sí y se dispusieron a seguirlo como si fuese el nuevo dueño.

Los pastores se pusieron en contacto con el patrón, avisaron que habían decidido renunciar a ese trabajo de mierda, que no querían saber más nada de limpiar esa pocilga roñosa. Ahora, como aliados de Jack, tenían la posibilidad de recibir como pago cosas más valiosas que un par de billetes, drogas y sexo con gatos. El dinero faltante para subsistir lo podían conseguir de otra forma.

Los ciudadanos desempleados, o los que trabajaban en negro, tenían la posibilidad de cobrar una pensión por tiempo limitado. Es cierto que era una suma miserable, pero era mejor que nada. Asimismo, el nuevo patrón les podía tirar alguna migaja de vez en cuando.

Las experiencias del pasado con gatos homosexuales y bisexuales, había plantado en ellos un fortísimo apego que no podían pasar por alto. El inusitado contacto con felinos lujuriosos no disminuía, ni aplacaba, las ganas de volver a experimentar encuentros íntimos con ellos; al contrario, generaba mayor deseo. Vigorosos como eran, querían cogerse cuanto gato viesen, no les importaba, les valía madres, que fuese soltero o casado, sólo querían divertirse de la manera más sabrosa.

Jack y el trío de pastores, como D’artacán y los tres mosque-perros, salieron del albergue y se dirigieron al centro de la ciudad.

Caminaron a plena luz del día, sin llamar la atención, se sentaron en uno de los bancos de la plaza y charlaron sobre temas poco importantes. Al coyote no le importaba ceder más de lo necesario, quería que los perros estuviesen cómodos trabajando para él, y qué mejor forma de hacerlo que ofreciéndoles sexo y drogas. Ellos ansiaban conocer a Tobby y a Vladimir, los renombrados gatos sucios que hacían de todo en la cama, pero antes de hacerlo, debían ponerse al día respecto a la tesitura de los camellos locales. En cierto sentido, Jack quería volver al mundo de las drogas, sólo que esta vez planeaba hacerlo de manera distinta, quitándose de encima toda responsabilidad comprometedora que pusiese en peligro su vida y la de Natasha.

Pese a que la zorra no quería meterse en el mundo de lo ilegal, por cuestiones que no hace falta mencionar, el coyote lo veía como una excelente forma de hacer dinero fácil. A sabiendas de que Farfrand era un nido de ratas (en sentido figurado), lleno de drogadictos y libertinos, qué mejor manera de enriquecerse había que esa.

Vivir a costilla de los adictos siempre era buen negocio, los números cerraban y los contactos se mantenían en secreto. Con los gatos y la zorra trabajando para él como prostitutos temporales, se sentía como un celestino, no, como un proxeneta.

Varias fotografías que tenía guardadas en el celular Jack les mostró a los tres perros. Las fotos de Tobby desnudo los enloque-

cían, querían follárselo a lo bestia. Las fotos de Natasha no les generaban tanta calentura, ellos querían gatos, y de preferencia machos jóvenes y curiosos. Era sabido que los machos eran más libidinosos y más sucios que las hembras, a no ser que se tratase de gatas putas. Tobby y Vladimir eran perfectos para el trabajo que se les requería.

Jack se tiraba el moco aseverando que se había cogido a Tobby decenas de veces, y en todas las ocasiones, se corrió como una catarata. Lo describía como el gato perfecto para ser azotado con vergas tiesas, un genuino adicto al semen en toda la extensión de la palabra. De no ser por aquel morrongo enfermizo, su vida no sería igual de divertida. Cada vez que estaba cachondo, a él recurría, y vaya que lo disfrutaba.

Mientras los caninos intercambiaban palabras, un caminante pe-rruno y estrafalario se detuvo en la cercanía y se volteó para escucharlos. Al echar un vistazo, se apercibió de algo. El coyote que estaba ahí sentado era alguien que conocía, eso parecía, fue por él y le interrumpió justo cuando estaba a punto de hacer un chiste con doble sentido.

—¿Qué has estado haciendo todo este tiempo, rufián, escon-diéndote de la policía o sólo dando vueltas?

—Perdón, ¿te conozco? —lo miró extrañado, absorto quedó al mirarlo a los ojos.

—Travis Grey, del clan Z. Puedes disfrazarte de lo que quieras, pero en el fondo eres fácil de reconocer —le respondió, dejándolo más turulato que antes—. Hemos hecho negocios en varias ocasiones. Mi rostro no te parecerá conocido porque siempre nos encontrábamos de noche.

El hablante, escondido tras un sobretodo variopinto, era un mastín del Pirineo, obeso, alto, de pelaje espeso y blanco como la nieve, ojos rojos, cabellera encrespada, orejas cortas, hocico ancho, extremidades gruesas y uñas pequeñas. Conocía al clan Z mejor que la palma de su mano, había negociado con varios dealers en el pasado, les había comprado mercadería que luego revendió a precios elevados. El olor que tenía Jack y el que tenía Travis eran muy similares, casi indistinguibles. Como el mastín estaba medio res-friado, apenas podía hacer uso del olfato. Los ojos no le engaña-ban, aquel coyote tenía que ser Travis, no había otro que se le pareciese tanto.

Los pastores, sentados al lado de Jack, no podían creer lo que estaban oyendo. Si era verdad que ese era el mismísimo Travis Grey, cosa que de por sí no tenía ningún sentido, las posibilidades de volverse ricos eran altas, altísimas. Un canino tan importante merecía todo el elogio del mundo. Pensándolo bien, les convenía

que no fuese así puesto que eso implicaba ser parte de una agrupación criminal de gran prestigio, y, a su vez, un blanco perfecto para las autoridades.

—¿No me estarás confundiendo con otro coyote?

—Claro que no. A ti te conozco mejor que a mi madre —le respondió y metió la mano en un bolsillo del sobretodo—. A propósito, aquí tienes lo que me pediste —le dijo y le entregó un documento de identidad, una cédula con los datos personales—. Te hice una copia como me lo solicitaste. Es un favor, no necesito que me pagues nada. Ya has hecho suficiente por mí, compañero.

Al darse la oportunidad, que no se daría ni en un millón de años, Jack aceptó el carné y no dijo nada. El tener un documento como ese, valía más que todo el oro del planeta. Hacerse pasar por otro coyote, ¿por qué no? De todas formas, él ya estaba metido en cosas raras. Ahora, no era consciente del inconmensurable riesgo al que se exponía fingiendo ser un líder de la mafia canina. Llevaba el mismo nombre, tenía el mismo aspecto, la misma mentalidad y el mismo deseo que el líder del clan Z, ¿qué más podía pedir?

»La semana que viene será movida —adicionó al discurso—. El clan Felumia ansía tu visita. Te recomiendo que no vayas solo, ya sabes cómo se ponen los gatos del fondo cuando ven perros.

—¿Qué? ¿Yo? ¿Adónde? —Se le dispararon los ojos para todas partes al escucharlo decir eso. No estaba al tanto de nada.

—Bueno, es tu decisión si quieres ir o no. Yo si fuera tú, iría a ver. Quién sabe, a lo mejor esos gatos de porquería tienen pensado dar tregua. Desde que llegaron las valkirias, la situación se ha vuelto difícil. Ya no se puede confiar en nadie, y mucho menos cuando de drogas mortales se trata. En fin…

Tras la partida del extraño canino de pelaje blanco, Jack se quedó mudo, con la mirada fija y la respiración detenida. Aquel encuentro debió ser demoledor para alguien como él, que no sabía ni dónde ni cuándo tenía que presentarse ante los integrantes del clan Felumia. Estaba más perdido que turco en la niebla, más confundido que daltónico en el tráfico. Aun sin ser un experto en cinolo-gía, reconocía la raza de aquel perrazo de aspecto llamativo, y no le extrañaba que fuese un aliado de Zoobistias. De hecho, ese mastín era el Bugsy de la bandada, un metomentodo casi inaguantable.

No tenía ni puñetera idea de nada en ese entonces, ni siquiera sabía quién era el famoso felino a cargo del clan Felumia. Suponía, sin indicio alguno, que se trataba de un gato salvaje de gran tamaño, un importante líder, imponente como Zen-Aku y conminador como Hartley Hare. El problema era saber primero en qué parte se encontraba el tocayo, fácil no iba a ser hacerse pasar por él sin saber cuáles eran los planes que tenía en mente. Si hacía algo inde-

bido, si cometía una simple metedura de pata, lo más probable era que muriese a manos de los mafiosos. No había margen para ningún error, o arriesgaba el pellejo o nada.

Los pastores, quienes habían tenido contacto estrecho con otros perros drogadictos, le contaron un poco de lo que sabían. Le dijeron que el clan Felumia tenía un escondite secreto en uno de los hangares cerca de la costa, a pasos del río. Dicha zona era conocida como el área 54 (para las autoridades), y ese era, hasta donde sabían, el punto de encuentro más seguro en el que se veían mafiosos importantes. De las valkirias no sabían un carajo, sospechaban que eran hembras estafadoras que trabajaban para alguien.

El líder del clan Felumia, que el protagonista desconocía, era un enorme león que se llamaba Arnold Swingernever, conocido por haber interpretado un personaje ficticio en una película de ciencia ficción llamada “Gato metálico del futuro”, antes de meterse en el oscuro mundo de la mafia. Había sido el equivalente felino a Brad Pitbull, el gran Gatsby de Farfrand. Nadie hablaba de él, ni bien ni mal. El simple hecho de escuchar aquel nombre erizaba a cualquier felino de la ciudad. Por algo se cagaban en las patas al escuchar ese nombre.

Ese tal Arnold era nieto del fundador del clan, otrora el león más famoso de la ciudad. Tenía un tío político que se había muda-do a Zuferrand, y que, tras haber cometido reiterados crímenes,

incluyendo múltiples asesinatos, acabó en una cárcel de máxima seguridad, en la misma en la que había estado Jack años atrás.

Desde el momento que aquel león fue encerrado, la familia no volvió a tener contacto con él. Por temor a que descubriesen los orígenes de sus raíces consanguíneas, jamás habló de sus familiares, sólo se limitó a decir que de ellos no sabía nada, que había sido abandonado desde cachorro, que se crio en la calle. Si la policía llegaba a descubrir que era deudo de un grupo familiar tan peligroso, la ejecución sería inmediata, y la reputación de su familia se vendría a pique. Entre los mafiosos también había códigos de conducta, no mataban inocentes a menos que tuviesen una buena justificación para hacerlo. Eran criminales con dignidad.

—Ahora que lo pienso, lo mejor que podemos hacer es averiguar un poco más del clan Z —sugirió Jack, cruzado de piernas y con la mirada fija—. Si logro hacerme pasar por ese hijo de perra de Travis, podré hacer negocios con los líderes del clan Felumia.

¿Se imaginan la cantidad de dinero que podríamos ganar?

—Es riesgoso —adicionó Keller—. Si lo descubren, nos mata-rán a todos.

—Las autoridades están detrás de mí así que me da igual. Como decía mi padre: el que no se arriesga, en el camino se queda.

—¿Qué haremos nosotros entonces? —le preguntó Christopher.

—Tendremos que conseguir armas y chalecos antibalas. Yo tengo dinero suficiente para todo eso. Ustedes síganme la corriente y yo los guiaré.

Dicho eso, salieron los perros en pos del coyote, ahora auto-considerado el clon de un líder mafioso. No era pandillero ni mucho menos padrino, sólo deliraba con ser algo más de lo que siempre había sido. Natasha lo iba a matar si se enteraba del descabellado plan que se le había ocurrido, no podía decírselo. Ni Tobby ni Vladimir podían saberlo, no hasta que las cosas estuviesen en orden.

A un barrio bajo se dirigieron, en el fondo de un callejón se metieron. En una armería, medio pelo, buscaron lo que necesitaban.

Jack hizo uso del documento falsificado para que el encargado del local, un chamagoso perro vinagre, lo aquilatase. Al ver que se trataba de Travis Grey, el mafioso, bajó las orejas y casi se le paró el corazón. Le dijo que se podía llevar todas las armas que quisiera, con la condición de que no lastimase a ningún miembro de su familia. Jack, viendo que la oportunidad era ideal, aprovechó la situación y tomó tantas armas cuantos deseos tenía. Se hizo el malote, fingió ser un coyote malvado, cuando en realidad de malo no tenía nada.

Contento con el resultado, acomodó todas las armas en un bolso, que tomó prestado de la armería, y les dijo a los pastores que con todo eso bastaba para empezar. De seguro planeaba volver a hacer lo mismo en otra armería, total nadie le podía decir que no a alguien como Travis Grey. Se encaminaron rumbo al edificio, tenían muchas cosas que hacer; el tiempo apremiaba.

XXVI. Área 54 – El punto de encuentro del clan Felumia

Jack y los tres pastores alemanes habían visitado armerías y tiendas de ropa la misma semana. Se habían puesto de acuerdo en organi-zarse para salir a husmear entre la muchedumbre. Cualquier dato referente al clan Z les venía como anillo al dedo. Así fue como, de casualidad, se cruzaron con uno de los rottweilers que trabajaba como asistente para un camello que traficaba flakka en pastillas. Sí, esa poderosa droga de la que nadie hablaba por temor a que le cortasen la lengua. En Farfrand se la consumía en cualquier momento del día, a precios accesibles.

Un tortugo llamado Franklin conseguía drogas duras de otros países y las enviaba en barco hasta Farfrand. Ahí, se cocinaban los diferentes tipos de harina mágica, pasando por procesos que re-querían de alta complejidad tecnológica, y creaban pastillas de colores que parecían inofensivas a los ojos de cualquiera. Empero, aquellas pastillas triangulares que lucían como golosinas eran armas letales, capaces de arrebatarles la vida a los consumidores. No por

nada se desaconsejaba ingerirlas, hacerlo conllevaba a la peor agonía.

El mismo rottweiler les pasó información confidencial acerca del clan Felumia, cosa que fue más que bienvenida para los supuestos mafiosos. Jack, una especie de Sing coyotizado, se hacía pasar por alguien importante del crimen organizado, cuando en realidad estaba parsecs de ser un verdadero canino mafioso. A lo sumo podía aspirar a ser el Volodia de la Venda Sexy, aun sin ser pastor alemán. Armas de fuego no sabía manipular y tampoco estaba dispuesto a matar inocentes porque sí.

Al parecer, el líder del clan Felumia tenía pensado reunirse, una vez más, con el líder del clan Zoobistias, aunque Travis no sabía si presentarse o no, cansado estaba de ver a Arnold, le caía gordo, no lo respetaba. Había rumores, que se expandían como virus patóge-nos en metrópolis, de que Travis, o alguien afín a él, planeaba deshacerse de Arnold. Claro está que eso sería un delirio total. Arrebatarle la vida a un gato cualquiera era una cosa, arrebatársela a un líder de renombre era otra.

Hubo una oportunidad en la que se había metido, sin permiso, un gato gamberro en el territorio del clan Z, como ya estaba viejo y enfermo, a nadie le apetecía acceder a sus servicios por dinero. Por orden de Travis, fue condenado a morir con dignidad. Varios perros se juntaron en el callejón inmundo, al pedigüeño morrongo

asesinaron a mordiscos, lo destriparon, le orinaron y le cagaron encima, se masturbaron y se corrieron sobre el fiambre ensangren-tado. Terminada la gozadera, retomaron los puestos que le correspondía a cada uno.

Asesinar a un gato importante, como si de un magnicidio se tratase, era el peor error que podía cometer un perro, sea cual fuese su raza o estatus. Si ni siquiera Travis se animaba a hacerlo, con más razón ningún otro canino lo haría. El que quería librarse de Arnold era, hasta cierto punto, verdad. De ahí a que quisiese matarlo había una brecha muy grande. Pero… ¿qué pasaría si alguien que se hiciese pasar por Travis acabase dándole muerte a Arnold?

Jack pensó en ello, lo hizo varias veces, concluyó que era una estupidez que no estaba dispuesto a cometer.

Jack Hock, nombrado Travis Grey de nacimiento, no quería que la relación entre perros y gatos siguiese siendo mala; al contrario, deseaba que entre los dos hubiese armonía al mismo estilo maniqueo que había propuesto Doguenkaten: los caninos debían ser los dominantes por excelencia; los felinos debían ser los sumisos por conveniencia. Le convenía acabar con ese absurdo macar-tismo que sólo acrecentaba la grieta entre una especie y la otra, le resultaba mejor que entre perros y gatos no hubiese odio.

Al ponerse a pensar mejor en lo que podía llegar a suceder si firmaba tratados de paz con Arnold, quizás el clan Felumia dejaría

de estar en las antípodas del clan Z, por lo menos en cuestiones referentes a monopolios de sustancias ilegales. Él no se quería arriesgar metiéndose en campos minados, reclutas inexpertos podían reemplazarlo y trabajar para él como distribuidores. En Zuferrand, había hecho él mismo el trabajo sucio, y esa exposición pública hizo que la policía lo capturara. Si bien nunca fue juzgado por revender drogas, sí fue juzgado por enriquecimiento ilegítimo, fal-sificación de documentos y evasión impositiva.

No torcía las narices ante la propuesta de los pastores, la de volverse un pseudolíder de la mafia, un aliado de los perros y gatos más adinerados de la ciudad. El tema era el siguiente: ¿qué tanto dinero podía hacer sin que nadie lo descubriera? ¿La policía no le echaría a perder los planes? ¿Natasha y Tobby estarían a salvo si se metía en un lodazal? Si seguía los consejos de Keith, podía incluso crear narcóticos aún más poderosos y más adictivos, algo así como la baca, con efectos increíblemente nocivos para la salud de los consumidores.

El problema era que Jack, lejos de parecerse al espantatiburo-nes, era un coyote demasiado bueno y amable para hacerse pasar por un líder de la mafia. Había estado en prisión, sí, pero eso no le cambió nada, no salió peor como sucedía con muchos otros. Los exconvictos, o salían convertidos en religiosos hipócritas o salían hechos unos malandras resentidos. La condena que había cumpli-

do en presidio ni siquiera llegó a término, se fugó antes de ser libe-rado. Lo más grave que había hecho hasta la fecha fue darle muerte a un ciervo impostor que lo ridiculizó ante los empleados del hotel.

Lo que él no sabía, ni nadie más del grupo, era que le había da-do muerte al ciervo equivocado, no al detective que había mandado asesinar al caracal. El señor Eric aún estaba con vida y seguía investigando acerca del paradero del coyote, desde todos los puntos estratégicos que conocía. A partir de minuciosas pesquisas, iba descubriendo día a día cosas nuevas del fugitivo. Jack se había confiado, creía que había acabado con todos sus problemas al deshacerse de un ciervo metiche. ¡Qué equivocado estaba al pensar eso!

Se caminó de un rincón a otro de la ciudad en busca de datos e información confidencial. Entre agrupaciones de dudosa procedencia anduvo, en reuniones ilícitas se metió, en charlas privadas se entrometió, todo con el único fin de saber más del clan Z. Una vez que obtuvo suficientes novedades, tomó la sabia decisión (nó-tese el sarcasmo implícito) de llevar a cabo el plan maestro. Se atrevió a correr el mayor riesgo de la vida: hacerse pasar por un criminal peligrosísimo.

Según le contaron, el líder de Zoobistias se había enfermado recientemente y tenía que guardar cama por órdenes del doctor. Había pescado una gripe bien fuerte que lo dejó tumbado, con dificul-

tades para respirar, dolor muscular y pérdida parcial del olfato y el gusto. Sus propios familiares se hacían cargo de él cuando estaba enfermo, se lo aislaba y se lo mantenía lejos de todo peligro y responsabilidad que lo comprometiese.

El día menos esperado, sin que Natasha ni Tobby lo supieran, decidió emprender el recorrido hasta el supuesto recinto privativo, acompañado, por supuesto, por los tres pastores alemanes que, armados hasta los dientes, actuaban como guardaespaldas. Con la ayuda de un GPS, un mapa a color y varias anotaciones en una agenda, el falso Travis llegó al área 54, donde había letreros y carteles que decían: “NO SE PERMITEN PERROS”; una estrategia barata de marketing útil para ahuyentar a los caninos foráneos, no para los líderes de la mafia canina, quienes hacían lo que querían.

Al sumergirse de lleno en el área perteneciente a los gatos, se sentía como Hank en Kakamucho, le daba mala espina, lo ponía nervioso.

Tuvo que esperar un buen rato hasta que aparecieron los susodichos felinos. Eran casi las nueve de la noche cuando se hizo presente, con ropa holgada y de marca, la figura rechoncha y corta de un tigón, un híbrido mitad tigre mitad león, con claras características de enanismo, sobrepeso y dificultad para desplazarse. Raras veces usaba una silla de ruedas, casi siempre se lo veía con un bastón negro que le servía para caminar bien. Bañado con un perfume

francés y emperifollado con la más fina seda, se aproximó a los caninos recién llegados y les dijo que estaba contento de verlos de vuelta, cosa que dejó perplejo al protagonista.

Ese tigón, comprometido como el asistente de Jimmy Crystal, era el secretario personal de Arnold, o sea, el felino más importante del clan después de él, el que le agendaba las citas y tomaba nota de todo lo que acontecía en las reuniones y juntas. No era alguien peligroso, como algunos suponían, sí era meticuloso y concienzudo, a veces en demasía. Siempre recibía a los visitantes que querían entablar conversación con Arnold, los saludaba y los inspeccionaba con el objetivo de cerciorarse ante cualquier problema.

La última vez que el verdadero Travis se había presentado, había llevado consigo a tres pastores alemanes, que no eran guardaespaldas, sino ayudantes que trabajaban en la mansión donde residía. Por cuestiones del azaroso destino, aquellos pastores eran idénticos a los que tenía Jack. La inexcusable visita fue bien recibida a pesar de los carteles de los alrededores. Sin embargo, una interrupción inesperada detuvo al chaparro tigón que no medía más de un metro, algo le resultó extraño y echó un vistazo. El olor de Travis no era el mismo, similar pero no el mismo, lucía un poco más joven, y no presentaba la cicatriz que siempre lo había distinguido de los demás coyotes, aquella que había mencionado Tobby en una ocasión anterior.

Ocho panteros robustos y vestidos como sicarios, aparecieron y se sumaron al encuentro. Tenían la mirada intimidante y oscura de un demonio, la dentadura reluciente y limpia, la cara intacta, las extremidades bien desarrolladas, las colas tiesas, las garras afiladas y el pelaje suave. Cargaban armas de guerra, de esas que se usaban en el ejército, tiras con balas de gran calibre, chalecos antibalas, granadas aturdidoras y navajas especiales. Daban más miedo ellos que los mismísimos líderes mafiosos. El olfato que tenían, no tan agudo como el de un canino, no les contradijo, creyeron que el verdadero Travis estaba frente a ellos. Entre tanto perfume oloroso no era fácil identificar de quién era el olor.

El padrino Arnold no tardó en aparecer en escena. Estaba vestido con la misma ropa de siempre, traje y corbata negra, zapatos italianos, colonia francesa, un reloj de pulsera, el cabello atado y un puro en la mano izquierda. Fumaba de vez en cuando, el tabaco era la única adicción que tenía, las demás drogas no probada. Tenía ojos marrones, cabello lacio y extenso, melena espesa, bigotes doblados, extremidades gruesas, barriga abultada, cuello rollizo y un pelaje poco tupido. No lucía sensual como cuando era joven, había engordado mucho los últimos tiempos, perdió la beldad masculina que lo distinguía, no la virilidad.

El abrazo y el apretón de manos, fingido a más no poder, siempre se daba cuando los capos se encontraban. El hecho de que

fuesen enemigos naturales no evitaba que se comportaran con cortesía y actuaran como animales civilizados. Se suponía que eran adultos maduros y sabían cómo portarse en toda circunstancia. Las palmaditas en los hombros eran típicas de Arnold, el meneo de cola y la mirada fija también. Así como trataba a los demás era como quería ser tratado, no aceptaba una respuesta incivil.

Tomó la palabra el coyote antes de que lo juzgaran de ante-mano, se limitó a decir que quería negociar con los gatos, no pe-learse a lo tonto, llegar a un acuerdo para que ya no hubiese conflictos territoriales como en tiempos pretéritos. Les contó que contaba con dos gatos sucios que trabajaban para él como esclavos sexuales, y que les pagaba con drogas. Acompañado de una sonrisa falsa y ademanes poco convincentes, Jack se quiso hacer el buena onda. El lenguaje corporal no era su especialidad.

Arnold, firme como una estatua, se posó frente a los demás gatos, y se dispuso a escuchar al coyote. Le preguntó sobre los gatos que había mencionado, quiénes eran y en dónde los había conocido. Cuando Jack mencionó que había conocido a Tobby de casualidad en el Furtel 69 y a Vladimir en una covacha, supuso que le estaba diciendo la verdad. Es más, siendo el absurdo de la coinci-dencia, el verdadero Travis le había contado algo sobre Tobby una vez, y de una gata llamada Bianca, a cuyo hermano conoció en persona cuando se encontraba bajo los efectos de la marihuana, en

una leonera. Se había dado el olivo antes de tiempo y nunca supo más nada de esos dos michinos. No hace falta decir que se los cogió a los dos.

Vladimir y Bianca eran como míseros sirvientes, con los deseos de recorrer el mundo de la misma manera que Ollie y Moon, sólo que no tenían dinero con qué pagar los viajes. Ni yéndose en barco podían cumplir aquel sueño de bohemio. Se habían encontrado de casualidad con Arnold sin siquiera saber quién era. Esa noche había sido confusa para ellos, que estaban enceguecidos por la droga, ni notaron que estuvieron cerca del león más peligroso de todos.

Con él se divirtieron y sus sicalípticos deseos cumplieron a cambio de un fajo de billetes.

Las leoneras eran una especie de escondrijo en donde se llevaban a cabo toda clase de rituales, desde orgías entre diferentes especies hasta juntas de drogadictos y concursos de borrachines.

Todas ellas yacían en la parte subterránea de la ciudad, a la misma altura que las alcantarillas. Allá, donde la ley no penetraba ni de coña, leones adinerados recurrían para pasar una noche alocada, a la manera de GG Allin, gozando con las parafilias más asquerosas y las prácticas más ilegales.

A pesar de no lucir igual, tener la voz más suave, poseer un aroma distinto y no contar con la cicatriz, Jack fue tratado como si en verdad fuese Travis. Accedió al oscuro mundo de la clandesti-

nidad gracias a los datos que le pasó Arnold. Para sorpresa de todos, la conversación entre ellos resultó mucho más amena y cálida que de costumbre. Caerle bien era el objetivo, así lo convencería de trabajar juntos y deshacerse de los fastidiosos camellos que le qui-taban clientes.

Arnold se acercó un poco más, le susurró al oído que tenía planeado hacer negocios con un comisario corrupto, uno al que todos conocían como el perro del hortelano debido a lo cascarrabias, desaforado y desabrido que era. No podía acercarse a él por cuestiones que no hace falta explicar, necesitaba que un canino lo hiciera, alguien fiable que fuera de su parte y lo convenciera para unirse al nuevo grupo de trabajo. Si Arnold conseguía persuadir al comisario para que se uniera, la fuerza policial ya no sería un inconveniente para los mafiosos ni para los narcotraficantes. Aquel sabueso de pocas pulgas era el más importante y el que estaba a cargo de todas las misiones de inspección. No podía matarlo, sí extorsionarlo para que bajara la guardia.

Policías corruptos había por doquier, eso lo sabía todo mundo.

Lo que era más difícil de hallar era comisarios de alto rango que fuesen tan desalmados y viles como para permitir que la droga circulase sin restricciones por la ciudad. Si los oficiales de policía no recibían órdenes de arriba, nada podían hacer contra los traficantes de drogas. Hecho el acuerdo definitivo, sólo era cuestión de

tiempo para que Farfrand estuviese bajo el dominio absoluto de los clanes mafiosos.

Jack insistía en que él, a diferencia de otros caninos, quería mucho a los gatos, ellos le daban las mejores chupadas de pija. En cierto sentido, eso era verdad. Los felinos, y más los originarios de Farfrand, eran feladores expertos. No quería que hubiese discrimi-nación entre especies, quería que tanto perros como gatos viviesen en armonía, tal y como había propuesto Doguenkaten, que el sexo los uniera y que la droga los complaciera, todo lo posible con tal de llevarse bien.

A Arnold no le parecía una mala idea el tener la oportunidad de recurrir a caninos para satisfacer su lascivia. Las perras y las zorras eran igual de sucias que las gatas que se cogía todas las semanas, tirárselas era divertido en la misma medida. Se autodeclaraba hetero curioso (un bisexual de clóset) que gustaba tanto de machos como de hembras. Si daba el visto bueno, podía hacer que los dos sectores que dividían la ciudad, volviesen a estar unidos. De esa manera, los carteles serían removidos y los gatos mafiosos ya no serían agresivos con los perros, ni viceversa.

Habiendo conseguido la aprobación de Arnold, Jack ya podía negociar con otros gatos. Aparte de tener a Tobby y a Vladimir de ayudantes, ahora podía contar con el aporte de otros felinos sin tener que rogar por ningún beneplácito. Teniendo al clan Felumia

de su lado, era intocable, al menos en términos ilegales. Todavía seguía estando en la mira de las autoridades de Zuferrand por haberse fugado de prisión, sobre todo en la mirada de un detective que, hasta que no lo capturase, no iba a bajar los brazos.

Jack y Tobby, cual si fuesen Stardog y Turbocat, se creían personajes de la alta sociedad, superhéroes dispuestos a salvar la ciudad de los malvados mafiosos. Como la patrulla canina los tenía agarrados de las bolas, no podían dar a conocer sus nombres, de modo que, para el público general, preferían presentarse a sí mismos como el señor Jackie y el señor Tob.

XXVII. Kaylee y Hugh – La dupla lobuna Por sugerencia de otros lobos, Hugh había tomado a Kaylee como pareja temporal. Lo mejor de todo era que la loba, por más maltrato que recibiese de su parte, nunca se quejaba, era una hembra sumisa y manejable, todo lo contrario a una feminista con los ova-rios bien puestos. Bajo el dominio del lobo sensual, dejó de lado la pasta base y empezó a consumir xilacina, speedball y Superman. Daisy la había convencido para que se volviese una drogona sin escrúpulos, al igual que ella. Alocadas las hembras, cogían frente a los demás como parte de un reto.

Hugh se la cogía a Kaylee todos los fines de semana, le reventa-ba los orificios, la llenaba de crema como a un pastel, le mordisqueaba el cuerpo hasta hacerla sangrar, le daba todo lo que tenía para darle. El dolor físico, la automutilación y la humillación pública hacían que la loba se extasiara y alcanzara orgasmos inalcanza-bles. Al fin y al cabo, el síndrome de Renfield y la algolagnia eran partes del alma animal de la agraciada hembra.

Daisy, allende ser una vulpeja jocosa y lúbrica, descubrió que podía aprovecharse de la inocencia de Kaylee para atormentarla en

la cama. Hacia ella dirigía las amenazas más bizarras y la forzaba a actuar como su esclava sexual. Con el apoyo de otros caninos feroces, le hacían cosquillas en los pies con una pluma, la exponían a bailes sugestivos en cueros, le derramaban todo tipo de fluidos corporales encima, la zaherían por cualquier tontería, se la tiraban entre todos, le hacían sufrir los peores castigos físicos.

La loba masoquista, por más que recibiese el peor trato del mundo, agachaba la cabeza y se arrodillaba ante sus amos. La enfermedad mental que tenía imposibilitaba la reacción, el diferenciar entre lo moral y lo inmoral, lo inofensivo y lo truculento. Su caso, muy bien estudiado por los psiquiatras, no tenía cura, la única forma de llevar una vida normal era fingiendo ser una perdida, cosa que, como ya se vio en el libro anterior, no resultó nunca una buena idea para ella. El suplicio y la perversión debían existir en su vida para que pudiese alcanzar la felicidad más plena. Estaba zum-bada de la tetera.

Hubo una oportunidad en la que, por deseo de Daisy, se filmó una escena de sexo con Kaylee. Hugh se dispuso a llevar a cabo un ménage à trois, de esos que a todo macho fascinaba, le otorgó a la loba eso que tanto anhelaba saborear: la brutalidad del sexo animal.

A continuación, con plenitud de detalles, la escena fue narrada por Daisy, que, en contacto con Natasha, la puso al tanto de lo vivido mediante mensajería privada:

“Pusimos a la puta sobre la cama, la despojamos de sus andrajos, tomamos lubricante (uno de no sé qué marca, de esos que tienen efecto calor), y se lo untamos por todo el cuerpo. Una enorme pija de caballo le metimos por la concha, la hicimos gritar como perra alzada. Oh, sí. A todo volumen”.

»Se la metimos, se la metimos, se la metimos… ¡Uf! Le dejamos la concha hecha una caverna, le quedó dilatada como el cráter de un volcán. Largó como diez litros de jugo rancio sobre la sábana.

Se mojó más que un pañal de elefantito. Se la metimos hasta que nos hartamos de hacerlo. No dejamos que se quejara, le pusimos un bozal para que sufriera más aún.

»Le mordisqueamos las axilas con Hugh, le chupamos las tetas y le rasguñamos la panza a lo loco. ¿Qué si le gustó? ¡Qué puta! Le encantó la forma en la que se lo hicimos. Hicimos de todo. Hicimos desde lo más tranki hasta lo más jarcor. La hija de puta lloraba de placer y resollaba. Los pezones se los terminamos rebanando de un mordisco. Lloró. Lloró. Lloró. Sangró como un sorete humano cuando lo degüellan. ¡Uf! ¡Ni hablar de lo que se chorreó! Hasta Hugh se sorprendió. Me dijo: «Fijaos cómo chorrea el coño de esta perra. Se corre más que nosotros dos. Es la puta hostia». Y no te miento, hasta yo me sorprendí.

»Continuamos con una sesión de maltrato, algo jodidamente jodido. Con unas navajas bien afiladas, la flagelamos, le hicimos

cien mil cortes en el cuerpo, la hicimos sangrar como nunca, la dejamos bañada en sangre, la pusimos roja como un tomate. Sangró tanto que acabó desmayándose. Urgente la tuvimos que llevar al hospital para que la llenasen de sangre de vuelta. Estuvo a nada de morir desangrada. ¡Qué suerte tuvimos de que no murió! Así podremos volver a hacerlo de nuevo.

Al leer todo eso, Natasha quedó horrorizada y también contenta, sabía que ese tipo de suplicios eran el elixir preferido de Kaylee.

Aquella loba hija de puta desconocía la moralidad, amaba el dolor, de él se alimentaba, les daba pábulo a sus perversas pasiones desordenadas, todo lo que fuese doloroso y zaheridor la llenaba de delectación.

Pasó lo siguiente, Hugh no se sentía feliz de haberla hecho sufrir tanto, prometió que sería la última vez que se pasaba de la raya.

En vez de someterla a la mutilación, se empeñaría sólo en pene-trarla y nalguearla. Así, se evitaría problemas como las hemorragias que podían arrebatarle la vida. Puta o enferma, esa loba era lo que Hugh siempre había querido tener cerca. Fue entonces que, sin pensarlo, decidió emparejarse. A partir de ese momento, Kaylee sería la agraciada loba de sus sueños, la que le brindaría los mismos placeres que todas sus exesposas, sólo que sin quejarse de nada.

La dupla lobuna, como la llamaban los demás, no era otra cosa más que una pareja de enfermos mentales, libertinos desenfrena-

dos, adictos al sexo y a los fetichismos, aspirantes a psicópatas.

Daisy era la segunda dama, la que proveía de encanto el ambiente con consejos y sugerencias, la que otorgaba un poco de salacidad a fin de que Hugh no se aburriese.

Kaylee estaba más que agradecida de tener a alguien como Hugh a su disposición, lo mismo acontecía con Daisy. Sin embargo, la loba maniática echaba de menos a Natasha. La contactaba con cierta regularidad para decirle que la extrañaba mucho, y que cada vez que se masturbaba, fantaseaba con ella hasta alcanzar el orgasmo. De hecho, fue gracias a Natasha que ella pudo quedarse con Hugh. Daisy, sabiendo que la loba era una legítima orate, una súcubo hecha de carne y hueso, poco le preocupaba la intervención de la tercera discordia. Una celestina, como máximo, era lo que podía acabar siendo.

Con el correr del tiempo, Hugh fue adoptando una actitud más abierta y sensible para con Kaylee. La convirtió en su compañera de honor, a quien consideraba la ramera de la casa, hizo de ella un orgullo de hembra, una escultura de carne. El lobo, sin quererlo, se fue encariñando más y más con ella. Cuando se dio cuenta de lo sucedido, ya estaba chalado. No era un tonto. Como ya había fracasado en el connubio, no quería volver a casarse, sólo quería una hembra con la que pudiese revolcarse tantas veces como fuese posible.

Lo raro fue que Hugh nunca se olvidó de Natasha, la seguía re-cordando como una amiga de confianza, una compañera íntima con la que había gozado a lo grande. Y fue por eso que le envió dinero a su cuenta online, le depositó casi medio millón de pesos, como forma de pagar tributo por haberle otorgado tanta felicidad durante todos esos oscuros años en los que Jack había estado encerrado.

La pareja de lobos y la zorra, todos ellos, estaban ansiosos por rencontrarse con Jack y con Natasha. La experiencia vivida en el Furtel 69, aquella orgía indescriptible, y ese viajecito hasta Xanadu, eran recuerdos que habían quedado en la lista de los más valiosos, si no los imborrables. Kaylee quería volver a tener un encuentro cercano con Natasha; Daisy quería volver a tener un encuentro cercano con Jack; Hugh, heterosexual con todas las letras, quería volver a tener un encuentro cercano con Tobby.

La hermosa amistad forjada en el pasado, como no podría ser de otra manera, era algo que todo animal añoraba con serenidad.

Los amigos, y más los que cogían por pura diversión, se querían tanto que terminaban amándose como pareja, incluso sin serlo.

Ninguno quería terminar en la friendzone, de modo que, o se unía al grupo y cogía, o se esfumaba para siempre. Cosas de libertinos.

XXVIII. La Caja de Arena – El club prohibido Una eternidad había transcurrido hasta que al fin se halló el sitio indicado para ir a trabajar. Jack se enteró, por medio de chismes que iban de hocico en hocico, de un cabaret en el que se prosti-tuían gatos jóvenes y perros que pagaban fortunas por follárselos.

Los dueños de susodicho antro eran samoyedos, unos rockabillies con la actitud de los motorratones de Marte, con pasta de sobra. A diferencia de Lisa que sometía a estrictas pruebas a las golfas, ellos aceptaban cualquier macho sano que quisiese ofrecer la carne a cambio de dinero, siempre y cuando fuese mayor de edad y no tuviese ningún defecto físico; cobraban una mínima comisión por el uso de sus instalaciones. El nombre de aquel club prohibido era, para sorpresa del público lector, la Caja de Arena.

Los dueños del local también tenían una página web que funcionaba como agencia de escorts y acompañantes, en el que trabajaban mininos lúbricos y cochinos. Los gatos que contrataba eran sumisos y dóciles, amantes de los más rijosos fetichismos y las más repugnantes parafilias que podía haber. Había desde taxiboys, go-goboys, prepagos, terapistas, hasta turistas sexuales con un currículum

amplio en experiencias íntimas con extraños. Los femboys eran el plato favorito de los perros libidinosos.

El día que Jack les pasó el dato a los gatos, éstos estallaron de alegría, por fin tendrían la oportunidad de desenvolverse como prostitutos profesionales. Tanto dinero en juego no era poca cosa, un felino experimentado cobraba un buen toco de guita por noche, todo dependía, desde luego, del tipo de servicio que ofrecía, los peligros a los que se sometía, y los involucrados que se sumaban a la escena. De esa forma, un trío o una orgía tenía un valor mucho más elevado, y si se le adicionaban prácticas parafílicas, el precio se duplicaba.

Los perros más jóvenes tenían gustos extravagantes, les fascinaba la mierda de gato, y si estaba blanda, mejor todavía. Algunos se tomaban laxantes y diuréticos para ofrecer mayor cantidad de desechos. La micción asquerosa y el excremento nauseabundo eran dos cosas que sólo los gatos podían ofrecer. Dentro de la amplia gama de fetichismos, resaltaba uno: la autonepiofilia. Ver gatos en pañales, refregándose unos con otros, besuqueándose, acicalándo-se, cagándose y meándose encima, o simplemente bailando al compás de la música, ponía la pija de los perros en la cúspide de la montaña. Cuanto más asquerosa la actuación de los morrongos, más cachondos se ponían los chuchos.

Por otra parte, estaban los no paráfilos, los que gozaban del erotismo sin sexo, o sea, los que se inclinaban por prácticas como la sitofilia, el feederismo, la podofilia, la clismafilia, la elefilia, la estigmatofilia, entre otras. En pocas palabras, los aficionados a prácticas eróticas que dejaban fuera los genitales.

Natasha se tomó la molestia de buscar información al respecto, encontró cosas tan repugnantes y depravadas que es preferible no detallarlo demasiado. En el pasado, antes de que la ley tuviese peso alguno sobre la vida de los farfrandeños, se usaban gatitos como medio de pago. Los caninos, creyéndose moralmente superiores a los felinos, violaban a las crías, degustaban sus desechos, los ator-mentaban de la forma más salvaje posible y, al final, se los comían a mordiscos. En aquella época, ni la pederastia, ni la necrofilia, ni la zoofilia eran mal vistas, todo se valía.

Por sugerencia de los pastores alemanes, la comunicación con uno de los secretarios del club se hizo. Jack hizo una videollamada, se presentó como Travis Grey, pidió que se le otorgara un horario para llevar a dos gatos salaces a debutar en el cabaret. Al verlo a través de la pantalla del teléfono, el secretario no dudó ni un instante en informárselo a los patrones. Esa misma tarde, se hicieron los arreglos para que los gatos fuesen a echar un vistazo, para luego hacer de las suyas.

Vladimir y Tobby, desde ese momento en adelante, pasarían a ser los aliados estratégicos del falso Travis Grey, sin siquiera saberlo. Tobby y Vladimir estaban dispuestos a quitarles el sentido a los perros; Jack estaba dispuesto a coger a los dueños en la loseta. Los dos gatos chaperos estaban listos para lo que les esperaba.

Con el nuevo peinado, Tobby se parecía a Smoky; Vladimir, pe-se a ser escuchimizado como Angus Scattergood, lucía súper sensual para los clientes. Los perros jóvenes que asistían a los encuentros nocturnos eran más hiperactivos que Hammy. Gatos cinofíli-cos y perros ailurofílicos era lo que más había en aquel sitio. Dinerales pagaban los perros con tal de cogerse a un gato. Es como dicen: “Por dinero baila el perro”.

Se pusieron la mejor ropa que tenían, salieron del departamento, caminaron hasta una calle amplia, con una app consiguieron transporte, viajaron en taxi hasta la otra punta de la ciudad, frente a una famosa avenida se detuvieron, bajaron del vehículo, apreciaron de cerca un gran edificio con luces y publicidades de arriba abajo, lo suficientemente grande como para albergar a la décima parte de la población gatuna de Farfrand. Unos tigres albinos, de esmoquin y zapato, que trabajaban como guardias de seguridad, los condujeron a la parte interna.

Un gato, más orejón que Klonoa, más cachetudo que Gaturro y con el mismo color de pelaje que Skylar, los recibió. Era Kevin

Stitch, uno de los representantes del club, encargado de promocio-nar a los artistas (prostitutos) para las funciones nocturnas. Se vestía con ropa holgada de primera marca: camisa de seda, pantalón de gabardina, zapatos de tacón, calcetines finos, chaqueta de lino, bóxer de poliéster. Sus ojos cerúleos y su cabello teñido de azul hacían que se viera como un youtuber; no era un perdedor, peculio tenía hasta para limpiarse el orto. Las cadenas de plata y los brazaletes de platino con frecuencia le adornaban el pescuezo y las muñecas.

Ni bien se presentaron ante él, dejó salir una sonrisa, torció las orejas, le estrechó la mano a cada uno, les explicó cómo funcionaban las cosas allí dentro y cuánto dinero podían obtener desempe-ñándose como artistas sexuales. En sí, el trabajo no era exigente, lo único que tenían que hacer era calentar a los clientes, nada de otro mundo, y como los perros eran más calentones que los humanos, empalmarlos era pan comido.

Tobby estaba distraído viendo la parte interna del cabaret, las voluminosas paredes con ladrillo a la vista, las refulgentes luces LED, las limpias mesas redondas, los cortos taburetes, el piso liso tipo pista de baile de los años ochenta, los radiantes detalles del contexto. Trabajar en un sitio como ese era un sueño hecho realidad, no podía pedir más que eso.

Vladimir no se fijaba en el entorno, estaba quietecito, se le había pegado el estribillo de una canción de Electric Dragon, no dejaba de tararearla y cantarla en su mente:

♫♪♫♪♫♪♫♪♫♪♫

EAT SOME SHIT!

Suck my cock,

Your guitars are fucked

All your drums are whack!

You are fucking idiots!

♫♪♫♪♫♪♫♪♫♪♫

Kevin los llevó por un costado, cruzaron la barra, las mesas del fondo, el prolijo escenario. Caminaron por un pasillo que se bifur-caba en la parte de los baños y la cocina. Por una escalera se metieron, hasta el primer piso llegaron, de ahí siguieron moviendo las patas hasta toparse con un cuarto especial donde se maquillaban y se vestían los bailarines. Parecía el camarín de un famoso.

El fuerte olor a gato se entremezclaba con hierbas aromáticas, lavandina, humo de cigarro, alcohol etílico y desodorante de ambiente. El piso se limpiaba todas las semanas, se llenaba de pelo animal de un segundo a otro. Por más paradójico que suene, el baño era el cuarto que mejor olía.

—¿Qué les parece el edificio, señores?

—Para nosotros está bien —asintió Tobby e intercambió una ligera mirada con Vladimir—. ¿No te parece?

—Seh, yo creo que sí —contestó de mala gana.

—Ah, por cierto —interrumpió el representante, con el rabo metido entre las piernas y las orejas gachas—¿su apoderado no pidió otra cosa además de su… em… de su participación como artistas?

—No que yo sepa —le respondió Tobby—. Espera, sí, creo que sí. Si mal no recuerdo, había pedido que nos pagasen el 100%

de las ganancias. Si nos llegan a robar aunque sea un centavo…

—No, no discutiré —interrumpió, con la voz entrecortada y alterada—. Si el señor Travis así lo pidió, así será. Sean ustedes bienvenidos y por favor siéntanse cómodos. Llamaré a un asistente para que los atienda —dijo y se retiró.

Tan cagado en las patas estaba el representante que no se animaba a llevarle la contraria a los recién llegados. Si llegaba a hacer algo que a Travis no le gustaba, de él no quedaría ni un pelo. Todos ahí sabían lo peligrosos que eran los mafiosos, no satisfacerles los caprichos era sinónimo de jugar con la muerte. Si los prostitutos querían cobrar un sentido por su trabajo, había que agachar la cabeza y decir que sí.

El asistente se presentó a los pocos minutos. Era un gato blanco con orejas marrones y ojos verdes, de un metro y medio, cara de maniático como la de Hajime Tanaka, los mismos gustos de Harry Lambert, voz chillona y cola corta. Llevaba puesta ropa de estilista de vestuario, cuyos colores oscuros se mimetizaban en la oscuridad, no dejaban nada al descubierto. La insignia con su nombre resaltaba bajo un broche de metal que decía: Norman Pet-terson. Ese era el encargado de dar el visto bueno al momento de preparar a los artistas destinados a lucirse ante todos.

Les sugirió, antes que nada, que se presentasen ante los perros en el escenario pasadas las diez de la noche, momento en el que finalizaba el horario de entretenimiento ATP y daba inicio la parte sucia del show. Al ser nuevos integrantes, aparte de no tener publicidad en ningún lado, les sería difícil ganarse el corazón de la audiencia. Entonces, por consejo de alguien que ya llevaba más de diez años en ese mundillo, tomaron la decisión de dar una mini-presentación antes de ponerse a actuar.

Se habían puesto de acuerdo en retener las heces y la orina cuanto tiempo fuese posible para darles a los perros lascivos lo que tanto anhelaban. Finalizada la breve presentación, tenían planeado acercarse a una de las mesas y, ahí mismo, quitarse todo lo que tenían con el objeto de ofrecerse. Siendo que ambos eran cochi-

nos, lo que sucedería esa misma noche dejaría encantado al público.

Antes de concluir los roles, Kevin retornó con una lapicera y una hoja de papel, anotó los nombres de los novísimos artistas, tomó nota de lo que tenían planeado hacer y les dijo que les echaría una mano en la presentación, pues así sería más fácil para ellos.

Los clientes eran exigentes, no había que defraudarlos por nada del mundo. Se retiró enseguida.

Tobby, como era de esperar, se le insinuó a Norman, le dijo que también podía sumarse a la presentación. El estilista, lejos de lo pensado, no tenía ni el talento ni las ganas de llevar a cabo tamaña hazaña, sólo los más aptos podían brillar como una estrella. Lo que pasaba era que Tobby lo veía con buenos ojos, ideal para incluirlo en un trío felino. Por cuestiones de reglamento, ni Norman ni nadie de los que trabajaba en la Caja de Arena podía hacer eso. Los empleados sólo facturaban, no participaban.

Entretanto, bebieron agua y comieron croquetas de pescado al buen tuntún. Faltaban pocas horas para que se sumergieran en el nuevo mundo. Mientras intercambiaban palabras y datos, Norman les preguntó cosas sobre su vida íntima, ellos no tuvieron problema en contarles lo que hacían a escondidas, no les daba asco ni vergüenza, hasta lo disfrutaban. Vladimir, que ya tenía algo de ex-

periencia como bailarín nudista, sabía cómo arreglárselas; Tobby, en cambio, carecía del encanto necesario para resaltar.

La ansiedad y el nerviosismo pronto se hicieron sentir. Tobby le confesó a Vladimir que estaba alterado, que no sabía qué hacer para calmarse. Tenía la vejiga hinchada y ganas de vaciar la tripería.

Debía ser paciente y esperar un poco más, no faltaba nada para que comenzase la parte que tanto esperaban. Si llegaba a cagarse o a mearse encima, no sería problema, a los perros les encantaba ver ese tipo de cosas en el escenario.

Cuando por fin el reloj en la pared marcó la hora, Norman les hizo la señal para que salieran despacito. Kevin los condujo por un pasaje oculto detrás de los vestuarios, los llevó hasta el escenario, ante un montón de luces enceguecedoras los acomodó, en medio de la tarima los dejó de pie, un micrófono tomó, dijo lo que siempre decía, fuerte y claro:

—Amigos míos, como siempre acostumbramos hacer en la Ca-ja de Arena, les tenemos un platillo especial con el que podrán gozar todo lo que quieran. Se trata de dos nuevos artistas, Vladimir y Tobby, dos adictos al sexo, a los fetiches, a las inmundicias, y, por si fuera poco, vienen equipados con lo mejor que les puede ofrecer un cabaret —hizo una breve pausa antes de seguir—. No los subestimen por sus cuerpos, son tan sucios como todos los demás artistas: no se bañan nunca, comen toda clase de porquerías

y, algo importante que no puedo omitir, es que les fascina, pero les fascina tener sexo con perros —enfatizó la última parte—. Véanlos ustedes mismos en acción y júzguenlos. Harán todo lo que ustedes les pidan. No se apresuren por empezar, dejen que los conquisten de a poco. Esta noche debutarán como artistas. Si todo sale bien, estarán de vuelta la semana que viene. Tengan ustedes una magnífica noche y háganse un festín.

El sitio, contrario a lo que pensaban, estaba saturado de perros de todas las razas, tamaños, clases y edades. Había tantos que era imposible contarlos. Tobby estaba tan ansioso que quería desnu-darse sin más rodeos, Vladimir le susurró que se tranquilizara, que primero había que sacudir un poco la cadera.

Cuando Kevin se fue se dirigió al habitáculo del costado, se sentó en una silla de madera, tomó la notebook, se puso a escribir los precios de la oferta, conectó el cable HDMI a un proyector encendido que daba justo encima del escenario, los clientes lo veían con claridad. Lo presentado mostraba los precios correspondientes a los servicios ofrecidos:

Sexo anal y oral (simple) = $12,000

Trío (simple y doble) = $26,000

Orgía completa = $48,000

+ Lluvia dorada = $X2

+ Pastel de chocolate = $X2

+ Baño de leche = $X2

+ Mermelada de fresa = $X2

+ Otras cochinadas = $35,000

“Trío simple” se refería a que sólo podía ser un cliente con los dos artistas; “trío doble” se refería a que el cliente podía compartir los dos artistas con tres amigos; “orgía completa” se refería a un número ilimitado de invitados que el cliente podía sumar; “lluvia dorada” se refería a la urofilia; “pastel de chocolate” se refería a la coprofilia; “baño de leche” se refería al bucake; “mermelada de fresa” se refería al vampirismo; “otras cochinadas” se refería a cualquier otro fetichismo o práctica sexual distinta a las menciona-das.

Los gatos tomaron el micrófono, tuvieron un corto diálogo con el público, les dijeron que se estaban haciendo encima y que necesitaban, con urgencia, un retrete. Acto seguido, les dijeron que tenían muchísimas ganas de experimentar las prácticas más asquerosas que existían. No les daba asco nada, le entraban a todo. Finalizado el diálogo, se manosearon en público y se besuquearon.

Tobby le quitó la ropa a su compañero, lo dejó desnudo, le lamió los pelos del cuerpo, lo magreó sin timidez, le mordisqueó lo cachetes, le ronroneó, le rascó las nalgas con las uñas, husmeó en cada rincón de su cuerpo. Vladimir bailó siguiendo el ritmo de la música electrónica, como siempre sucedía, hizo lo que tenía que

hacer. Cuando se cansó, despojó a Tobby de sus prendas, lo dejó en porretas, se arrodilló ante él, le comió las bolas, le lamió el prepucio, la rascó los muslos, expuso su rosado orificio anal que su-plicaba en voz alta que lo llenaran de semen. Estaban excitándose tanto que se les aceleraba el corazón como a un colibrí.

La primera luz de adelante fue girada hacia una de las mesas de atrás, a varios metros de ahí, en la pantalla proyectada arriba mostraba lo que habían escogido los perros de allá. Pidieron lo siguiente: orgía completa, lluvia dorada y pastel de chocolate. Era una imponente jauría de pitbulls, uno más bravo que el otro, el grupete que contrató el servicio ofrecido. Los caninos de pelaje marrón parduzco y ojos cafés ya tenían todo preparado para iniciar, sólo les faltaba el platillo.

Tobby y Vladimir bajaron del escenario, se dirigieron a la mesa del fondo, sobre ella se posaron y saludaron a los perros calentones que se los comían con los ojos. Estaban a nada de vivir una noche extraordinaria. Eran diez perrazos fibrosos y bien dotados, a Tobby se le caía la baba con el somero hecho de verlos, le traían recuerdos del pasado cuando se prostituía en el Furtel 69.

—Ustedes sólo dígannos qué quieren y nosotros se lo daremos

—les dijo Vladimir, quien ya conocía un poco el tema.

Los perros tenían sed y también hambre, querían desechos corporales. Lo primero que hicieron fue acuclillarlos frente a ellos, los tomaron de la cola, les apretujaron el abdomen, los obligaron a que les defecaran en la boca, saborearon la apestosa mierda de gato como si fuese un pastel de chocolate. El olor pútrido y repulsivo, que le revolvía el estómago a cualquiera, para ellos era un manjar.

A continuación, les metieron la lengua en el culo, les limpiaron las tripas por dentro; era más rico que un beso negro. Ni bien los hi-gienizaron a lengüetazos, los acostaron de espaldas sobre la mesa, se apoderaron de sus vergas, se las lamieron, los empalmaron, ejer-cieron presión sobre la vejiga, y al toque, obtuvieron la lluvia dorada que tanto deseaban. Se bebieron el pis como si fuese jugo de naranja.

Una vez que los gatos se quedaron sin desechos para compartir, los pusieron en cuatro, los tomaron de las orejas y les ofrecieron, qué otra cosa, sus enormes vergas enrojecidas y venosas con unos nudos rígidos en la base. La mamada inició rápido, cinco perros tomaron a Tobby y los otros cinco tomaron a Vladimir. Los felinos feladores iban de verga en verga, chupando y lamiendo con ímpetu. Un sitio con tantas vergas disponibles era el sueño húmedo de todo mariconazo. La leche de perro brotó como de un manantial, litros y litros de semen bañaron a los gatos insaciables.

La lascivia insuperable de los pitbulls prosiguió con sodomía. Se la metieron a los dos con la brutalidad más atroz que podía existir, así consiguieron no sólo el orgasmo más intenso, sino también las corridas más deliciosas. El bucake, tal y como lo habían pedido, lo gozaron a calzón quitado. El pelaje tupido y suave de los gatos se volvió una pelambre enmarañada, que apestaba a jugo testicular y fluidos prostáticos.

Un segundo grupo pidió la presencia de los dos mininos gorri-nos. A pocos metros de distancia, una mesa de la izquierda exigió la presentación de los artistas. Alrededor de aquella mesa redonda, esperaban con ansias un terranova, un gran danés, un alano, un leonberger, un bóxer, un labrador y un chow chow. Los siete canes estaban más calientes que braza en parrilla, querían poner a prueba a los gatos sucios. Tobby y Vladimir se relamieron, se despidieron de los pitbulls con besitos y fueron por ellos.

Ya en la segunda mesa, se les pidió que danzaran un poco, que se toquetearan y que mostraran afecto mutuo. Recibieron, bajo petición previa, un baño de vómito, mordidas dolorosas y semen en abundancia. Sumisos como gatitas en celo, los morrongos fueron follados sin piedad, en lo que parecía un ritual feroz en el que competían por ver quién de todos los hacía vociferar más fuerte.

Los maullidos y el ronroneo sólo arrechaban a los perros.

La sesión de amor salvaje, si se le puede llamar así, continuó hasta la madrugada. Tobby y Vladimir, al final, quedaron con el culo en la miseria, la pancita llena de fluidos, y el pelaje hecho una braga. Recibieron el trato que se buscaron, no sin antes ser felicita-dos por los perros que se los cogieron. Cobraron el dinero que les correspondía, y con nada más que una sonrisa socarrona y un ademán, se despidieron de Kevin y se fueron caminando. En casa los esperaban tres pastores calentones para gozarlos.

XXIX. Una carta proveniente de Zuferrand – El detective está de regreso

La dueña de la covacha en la que vivían los protagonistas, recibió una carta anónima con las iniciales E H al pie de página. Supuso que era para los recientes inquilinos, les avisó que tenían correo y fueron a buscar el trozo de papel que estaba dentro del sobre. Era una epístola común y corriente, escrita en computadora, con una advertencia en el contenido y una firma al final. La vieja les dijo que algún retrasado mental le pifió la dirección y se la dejó a ella por error.

De regreso a casa, Natasha y Jack, junto con Vladimir y Tobby, inspeccionaron aquella carta de origen desconocido, creían que era dinero enviado por Hugh o alguna invitación de parte de sus amigos de Zuferrand. Qué equivocados estaban. Al leer en voz alta el contenido escrito, se apercibieron de que no era lo que esperaban ver.

“Estimados animales, Jack Hock y Natasha Linger, fugitivos encubiertos, evasores de impuestos, vendedores de drogas, zooci-das… Les cuento que ya sé dónde se encuentran y les prometo que

iré a visitarlos pronto. No traten de hacer nada indebido mientras tanto, peor será para ustedes si se resisten. Tengo autorización para matarlos. No se preocupen por sus camaradas, ellos también los acompañarán en su travesía al más allá. Disfruten lo poco que les queda de vida, en pocos días haré de ustedes una lista de asesinos borrados. Sepan disculpar la tardanza. Los saluda atentamente un animal astado”.

Sobre la cama todos estaban sentados, formaban un círculo entre los cuatro, prestaban atención a las palabras grabadas sobre el papel, inspeccionaban de cerca el significado oculto en aquella carta proveniente de otro lado. Jack, el más despierto, sostuvo la idea de que algún policía los estaba buscando, cosa que no tenía mucho sentido siendo que nadie sabía nada de ellos, o, mejor dicho, los pocos que sabían de ellos, ni pío decían. Sospechaba de Terence y de Victor, pensaba que lo habían mandado al frente por la fuerza, cosa que tampoco tenía sentido siendo que, ni el oso ni el topo, sabían qué había sido de él.

Natasha suponía que algún empleado del Furtel 69 los había delatado, que por eso alguien había enviado esa carta proveniente de Zuferrand. Pensó y repensó, llegó a la conclusión de que un detective encubierto los había hallado, no sabía quién podría haber abierto la boca y soltado la lengua a cara descubierta.

Tobby se acordó del detective que habían asesinado tiempo atrás, les dijo que, a lo mejor, aquel ciervo nunca estiró la pata, que todavía vivía, que había fingido tanatosis como una zarigüeya. Las letras al final de la carta lo delataban, pero no tenía sentido que estuviese vivo después de lo acontecido. O bien jamás feneció, o bien metieron la pata y el dieron muerte al cérvido incorrecto.

—¡Qué verga! Ahora resulta que los persigue la ley —se quejó Vladimir y se rascó la cabeza—. ¿Qué estuvieron haciendo allá en Zuferrand ustedes?

—Ya te lo dijimos. Somos fugitivos —Natasha le recordó—.

Jack escapó de prisión y se sonó a un ciervucho.

—Gran cosa —acompañó el murmuro con tono irónico—. Yo me la pasé falsificando billetes y nunca me hicieron nada. Y eso que aquí los sabuesos de la ley son jodidos.

—Ciervo… ciervo… —musitaba Jack mientras daba vueltas alrededor de la cama, se detuvo recién cuando se le encendió la lam-parita—. Ah, sí, ya recuerdo. Cómo olvidarlo. Aquel hijo de puta de Eric fue el que se metió en el hotel para fastidiarnos.

—Pero tú lo asesinaste, mi amor. ¿Acaso lo olvidaste?

—Eso es lo que pensábamos —le dijo e intercambió una mirada ligera con ella. Giró la cabeza para enfocarse en Tobby—. ¿Recuerdas el nombre con el que Greg lo registró?

—Rico Iglesias… si no me falla la memoria —respondió el exbotones, ahora prostituto de clase alta—. ¿Qué tiene de raro?

Jack sabía por experiencia que ese tal Eric no tenía ni un pelo de tonto, cualquier cosa estaba dispuesto a hacer con tal de resolver un crimen. Si el ciervo que había matado en el hotel no era Eric, bien podría haber sido un doble pagado para hacerse pasar por él. A fin de cuentas, concluyó que Eric lo había engatusado de la misma forma que él engatusó a las autoridades, al hacerse pasar por otro.

—Ustedes andan metidos en cosas raras, ¿no cierto? Así claro que los van a andar buscando.

—Vladimir, no seas ingenuo —Tobby le pidió—. Esto nos puede traer graves problemas. No es para tomárselo a la ligera.

—A mí no me involucren en sus fechorías. Yo seré lo que sea, pero no pienso chupar pijas gratis —comentó—. En la cárcel te la meten hasta por la nariz y no te pagan una mierda.

—Ese detective nos está amenazando de muerte —le dijo Natasha, quien sabía más de derecho que todos los demás—. Ninguno de nosotros irá a prisión. No tienen pruebas fehacientes para encarcelarnos. A lo sumo nos pueden interrogar.

—Pero si Eric es un detective privado, dudo que le importe aplicar la ley —comentó Tobby—. Lo más probable es que venga por nosotros él solo.

A Jack le costaba creer que Eric todavía siguiese vivo, ¿cómo era posible que viviese después de todo lo ocurrido en el hotel?

Ahora bien, cabía la posibilidad, por más pequeña que fuese, de que alguien más se estuviese haciendo pasar por Eric con el objetivo de amedrantar al protagonista, a la deuteragonista y al tritago-nista. Era algo rebuscado, muy rebuscado, pero tenía sentido con-siderando lo astuto que eran los detectives privados. ¿Y su hermana? Ella también había estado involucrada en el asunto, aparte del cuñado que, teniéndolo todo planeado, había disparado la bala que le arrebató la vida a Keith. Si Rico Iglesias se hizo pasar por Eric, a lo mejor el plan de sabotaje sí sirvió. ¿Acaso era el asesino miembro de los Cazadores Herméticos? Quién sabe.

Pensándolo bien, aquel encuentro esporádico con Donald Truck, el mastín corpulento que le otorgó un documento falsificado, la aceptación inmediata de Kevin, la llegada impensada de las valkirias, la charla con Arnold en territorio enemigo, la afiliación de los pastores alemanes, todo eso era rarísimo de que sucediese co-mo sucedió. Es más, la probabilidad de que se diesen tantas casualidades juntas era sospechoso. Fue así como en Jack germinó la semilla de la hesitación, la que desarrolló en él el síndrome del im-

postor. Ya ningún rostro le resultaba fiable, todos podían ser aliados de Eric, fuese quien fuese.

Los datos se le iban acomodando en la mente como piezas en un rompecabezas. Eric no había muerto, el que había muerto era Rico Iglesias haciéndose pasar por Eric. El cuñado de Eric, George Walls, pudo haber sido el asesino del caracal bajo pedido. La hermana de Eric, Catherine Hallmark, aún vivía en Zuferrand, de ella no había vuelto a saber más nada. La agrupación de ciervos le había jugado una mala pasada, pues se habían salido con la suya después de todo. El perro artero estaba en estado de confusión. ¿Era Eric, en verdad, tan obsesivo como para contratar a tantos aliados, con la única meta de atrapar a un mísero fugitivo, a quien no conocía ni el loro? Vueltas y vueltas le daba al asunto, a nada llegaba.

Vladimir, con lo poco que sabía de pesquisas, no se tomaba las cosas en serio, creía que alguien quería meterles las cabras en el corral porque sí, sin ningún motivo. No era consciente del peligro que corría estando cerca de un fugitivo y sus dos aliados, no los veía como rufianes, más bien como simples mortales de gustos excéntricos. Estando con ellos era un aliado más del grupo, un blanco más para las fuerzas armadas.

Natasha llamó por teléfono a Hugh y le pidió que se pusiera a trabajar en el caso que tanto le preocupaba. En pocos días, con mucho esfuerzo y artimaña, se enterarían de todo lo que había

acaecido tras la muerte del falso detective en el Furtel 69. Si todo salía bien y se descubría la verdadera identidad del fallecido, Jack se pondría a trabajar en un plan C, un plan para deshacerse, de manera definitiva, del fastidioso ciervo que los perseguía. El tema ahora era más complicado, tenía otra contra, un tocayo muy poderoso, el líder de Zoobistias.

XXX. Travis versus Jack – Dos coyotes en un duelo

Ni bien se repuso Travis, salió de la mansión para rencontrarse con uno de sus compañeros de trabajo, un zorruelo de pelaje castaño y ojos verdes. Se trataba de un zorro encapotado, que se parecía a Zorori, no fumaba ni bebía, sólo comía carne de primera clase y tomaba cerveza sin alcohol. Para el líder del clan era como un hermano no reconocido, alguien en quien confiaba siempre. Todos los mafiosos lo conocían por su apodo y epíteto: Zetuko, el eunu-co mameluco. No estaba castrado, le decían así por lo poco varonil que era.

Al parecer, Arnold había estado haciendo acuerdos con caninos de la mafia, puesto que, según él, los dos bandos polarizados se habían puesto de acuerdo en trabajar a la par de la demanda co-mercial, cada uno con sus respectivas mercancías. Los gatos estre-chaban la mano de los perros, así contaban los camellos de los alrededores. Al fin se había obtenido paz. Obvio que el líder de Zoobistias, al enterarse de que alguien se había hecho pasar por él, se puso fúrico.

Todo el mundo sabía que cuando Travis se enfadaba, se ponía bravo como Ling-Ling. Era un capo mafioso como Marion Anthony D’Amico, no tenía ningún inconveniente en matar a otros si la situación así lo pedía. Cualesquiera fuesen las provocaciones, él siempre respondía como todo criminal peligroso.

Uno de los sicarios que tenía a cargo se parecía a Doggie Krug-ger, sólo que, en vez de color azul, éste tenía el pelo grisáceo y era menos barbudo. Tenía la actitud prepotente de Don Karnage. Había iniciado su carrera de la misma manera que Luka Magnotta, prosiguió como asesino encubierto, enfrentó cargos por zoocidio, profanación de tumbas y pederastia, empero debido al estrecho contacto con los perros más poderosos, nunca recibió una condena fija. Las pocas veces que había estado en la cárcel fueron periodos cortos. Era algo así como Kay, el asesino de gatos.

En la otra punta, al otro lado del ring, se encontraba el gato ase-sinaperros. Se trataba de un espécimen mutante, como el pollolie-bre, con cuerpo de conejo y garras de felino. Algunos aseveraban que se trataba de un gato alienígena como Ultra Nyan, que había tomado cuerpo de conejo para engatusar a los demás félidos y así poder mimetizarse entre ellos. Lo conocían bien, asesinaba a todo perro que le encargaban, lo hacía rápido, sin temor, sin lástima.

Después de matar un can a sangre fría, se bebía su sangre y reía como desquiciado.

El modus delicti del gansterismo no era algo que se pudiese com-batir con facilidad, ni siquiera los mejores oficiales de policía podían ponerles fin a las maniobras criminales más ingeniosas del mundo. Incluso estando en desventaja, los mafiosos siempre se salían con la suya, compraban comisarios, jueces, fiscales, aboga-dos, políticos, periodistas, etcétera. Aún no se había logrado erra-dicar el crimen organizado, era el cáncer de la sociedad animal.

Travis mandó que hicieran una búsqueda exhaustiva de todos los coyotes del país, uno por uno, nombre por nombre, cabeza por cabeza. Para desgracia del protagonista, hallaron un coyote con el mismo nombre que él, proveniente de Zuferrand. Desentrañaron su árbol genealógico, investigaron todo sobre él, dónde había nacido, a que escuela había ido, con quién se había emparejado, dónde había trabajado, en qué lugar vivía, cuánto tiempo había estado en prisión, todo sobre su vida privada.

Fue entonces que, entre los chismes de las valkirias, salió a relucir el nombre de una zorra, una tal Natasha Linger que había estado con él. Creyeron que, si lograban capturarla, ella les otorgaría información relevante. No sabían en dónde se encontraba ni cómo hallarla, para ello dieron parte a las hembras más astutas de la ciudad. En cuestión de días, descubrirían el paradero de la zorra.

Ahora bien, Jack se había refugiado en el Furtel 69, según contó uno de los exhuéspedes que ahí había estado. Travis ya conocía

aquel hotelucho, sabía quiénes eran los que trabajaban allí, cuánto ganaban, incluso las cosas que hacían en privado. La poca información que tenía a mano le servía para iniciar una investigación a fondo.

La cosa no cambió mucho, no hasta cierto día en el que hubo una invitación de parte de Donald, un viejo amigo de negocios. La peor parte fue cuando se enteró de que le había dado un documento al impostor, uno que debería habérselo dado a él. No se enfadó con su cuate, lo único que hizo fue solicitarle detalles del otro coyote. Al acceder a esa información, Travis supuso que era un patán que anhelaba hacerse la América a costilla ajena, alguien que sólo buscaba descualquierarse a como diera lugar.

Donald se contactó con Travis, ante tanta tensión sufrida lo invitó a pasar una noche alocada en la Caja de Arena. Travis se negó al principio, le parecía que aquel antro no era apto para un tipo de su estirpe. No obstante, al enterarse de que ahí trabajaban dos gatos que, supuestamente, habían sido contratados por él, cambió de parecer. Estuvo de acuerdo en sumarse al encuentro. No habló con los dueños del club, prefirió hacer como que no sabía nada.

La noche menos esperada, antes de que Tobby y Vladimir in-gresaran al escenario para presentarse de nuevo, Travis y Donald aparecieron en el camerino. Kevin y Norman ni enterados estaban de la llegada de aquellos rufianes, cada uno estaba ocupado en lo

suyo. Ambos llevaban puesto sobretodos, sombreros, gafas oscuras, botas, guantes y, desde luego, un revólver en la cintura por si las moscas.

—Ah, deben ser clientes VIP —murmuró Vladimir al verlos ingresar juntos—. Lo siento, todavía no empezamos. Espérennos que nos vistamos.

Los gatos estaban con la ropa que habían llegado, tenían que cambiarse y ponerse lencería provocativa para dar una función especial esa noche. La ropa de cuero negro, la que usaban los masoquistas, era ideal para darse a conocer ante el público canino.

Una escena de baile y tortura genital sobre el escenario era un buen aperitivo antes de la cogida magistral de siempre.

—¿No son ustedes amigos de Jack Hock? —Donald sacó un cigarrillo, lo prendió con un fósforo, se lo acomodó en la boca, aspiró el tabaco, largó el humo y les clavó la mirada—: ¿Tobby Hammock y Vladimir Roswell?

—Ah, ya nos conocen. —Tobby se aproximó a ellos y se los quedó mirando sin saber que estaba parado frente a dos asesinos seriales—. ¿Ya nos vieron en alguna función?

Travis se quitó un poco de ropa, dejó expuesto su rostro, sus manos y su cabeza. Se sentó sobre un sillón aterciopelado, les enseñó el arma que llevaba consigo, les pidió que se quedaran quietos

y que le respondieran todas las preguntas que iba a hacerles. Si le mentían, por supuesto, los mataría en ese mismo instante. Ambos le hicieron caso y acataron sus órdenes sin chistar.

—Díganme una cosa, antes que nada quiero saber quién carajo los envió a este club y por qué.

Tobby fue quien le respondió, lo hizo de manera resumida y sencilla, no exageró ni tergiversó nada, se lo contó mondo y liron-do. Ante la respuesta dada, Travis prosiguió así:

»Ah, ya veo. Entonces ese coyote que se hace pasar por mí es el mismo que Eric había estado buscando. Quién diría que nuestros caminos volverían a cruzarse. Ese malnacido todavía me debe dinero.

—Espera, compañero —le pidió Donald—. No pensarás ir por él ahora mismo, ¿no?

—¿Para qué? Prefiero que él venga a buscarme. Sé perfecta-mente cómo hacerlo.

—¿Vas a llamarlo?

—Mejor aún. Llevaré conmigo a sus dos aliados. Serán ellos nuestros nuevos espías encubiertos. Tú sabes qué hacer una vez que todo este embrollo termine.

—¿Acaso piensas matarlos? Pero si ellos no hicieron nada malo.

—Matar es parte de nuestro trabajo —le recordó—. Si ese coyote hijo de puta quiere recuperar a sus gatitos, tendrá que venir a buscarme. No olvides que el imbécil de Eric también lo anda buscando. Esta será mi oportunidad para ajustar cuentas con los dos.

—¿Eric era el ciervo al que le prestaste dinero cuando estuviste en Zuferrand?

—Así es. Y como no me ha devuelto lo que le di, buscaré la forma de extorsionarlo. Este tipo de oportunidades se da una sola vez en la vida así que no hay que desaprovecharla.

Tobby, que no quería sufrir las consecuencias de algo que no había hecho, le suplicó que no les hicieran daño. Le prometió que le daría cariño y que no se lo cobraría. Vladimir se sumó a la propuesta, les dijo que ellos ni siquiera sabían del plan de Jack. Travis los miró a los ojos, en aquellos espejos vidriosos descubrió que no le estaban mintiendo, ambos decían la verdad. Por insistencia, y por consejo de Donald, cambió de idea, prefirió no matarlos esa noche, con cogérselos era más que suficiente.

Como el sitio estaba repleto de perros y gatos, cual si fuese un bacanal de Doguenkaten, tomaron la decisión de marcharse con los prostitutos. Arrumbaron el edificio por una puerta trasera, salieron del club antes de que iniciara la performance homoerótica de felinos roñosos. Por un estrecho pasaje se metieron, entre las ti-

nieblas caminaron, hacia un barrio medio pelo se dirigieron. En uno de esos callejones intransitables de películas porno se detuvieron. Era uno de los recintos donde frecuentaban las parejas los fines de semana, donde se violaban gatos a escondidas, donde perros ladinos fumaban hierba. En ese mismo lugar, Travis y Donald desenfundaron sus espadas y se las ofrecieron a los michis para que las estimularan a lengüetazos. Para Tobby y para Vladimir, chupar una pija era cien veces mejor que ser lastimado. Con tal de dejar contentos a los mafiosos, estaban dispuestos a tragarse todos sus jugos.

Una vez entumecidos los miembros viriles, les bajaron los pantalones, los acomodaron contra la pared y se los follaron como quien no quiere la cosa. La idea de Travis era pegarles una follada que los dejaría temblando, a gusto con la carne ofrecida. Ambos gatos gozaron la penetración, como no podría ser de otra manera, y gimieron a son del movimiento de empuje que provocaba un sonido similar a correr con las chanclas mojadas.

—Rebota, rebota, y en tu culo explota —le dijo Donald a Vladimir y se derritió de fruición en su trasero, se corrió como en los viejos tiempos.

La sodomía fue bastante rápida, en menos de media hora acabaron. Los mininos habían quedado excitados y con ganas de más

acción. Travis y Donald ya habían tenido suficiente diversión por el día, era tiempo de retirarse antes de que alguien apareciera.

Travis se apercibió de que aquellos gatos sucios valían la pena, decidió hacer uso de sus habilidades antes de eliminarlos. Eran la carnada perfecta para que Jack fuera a buscarlos, y también para que Eric cayera en la trampa. Por el momento, iban a hacer como que aquel encuentro jamás existió, ninguno sabía nada de nadie.

Una vez satisfechos los caninos, llevaron a los gatos de regreso al club, los dejaron en paz, no sin antes advertirles que volverían a verlos y que, a la próxima, no tendrían tanta piedad. Para Tobby y para Vladimir aquella cogida había sido una más del montón, no esperaban que esos dos extraños les hicieran daño, se fiaban de ellos. Eso sí, a Jack ya no lo veían con los mismos ojos, les parecía inaceptable que no les dijera nada sobre sus negociaciones clandestinas. Aquello, tal y como había dicho Natasha, les podía traer serios problemas. Dicho y hecho.

XXXI. Datos perturbadores – Los aliados de un criminal

Hugh estuvo la semana entera ocupado en la investigación que Natasha le había pedido que hiciera, a muchos sitios fue, a muchas conclusiones llegó, pero lo mejor de todo fue que pudo hallar lo que buscaba. Una autopsia dio con los resultados hipotetizados. El cadáver del falso detective, como era de imaginar, no era el de Eric Hallmark, sino el de Rico Iglesias. Al saber eso, el lobo se dispuso a ir más allá de la frontera, a buscar al desgraciado ciervo.

Felicity y Deborah se habían encontrado en un bar durante un fin de semana, se sentaron en uno de los laterales del local, se pusieron a hablar sobre chimentos y amoríos. Fue ahí mismo donde se cruzaron con la hermana de Eric. La nutria había participado en una editorial sobre el asesinato de Keith unos meses atrás, a través de la plataforma online de un medio de comunicación, junto a dos periodistas especializados en crimen. Tras finalizar la merienda, fueron tras ella, a hurtadillas caminaron en pos de la cierva.

Después de aquel secuestro perpetrado por Hugh, en simbiosis con los aliados de Terence, la cierva se sentía insegura en todo

momento. Por petición de su hermano mayor, dejó que la llevaran hasta un búnker en donde la obligaron a confesar todo lo que había hecho. El plan absurdo, peligroso a más no poder, de Eric casi le costó la vida, por eso Rico se dio por vencido antes de que la liquidaran los plagiarios. Si había algo que les sobraba a los ciervos, era la astucia; debajo de la cornamenta tenían un buen par de neuronas funcionales.

Llegó un momento en que la nutria y la liebre perdieron de vista a la cierva, que ya se había metido por un túnel subterráneo que conectaba un refugio de vagabundos antisociales con una armería clandestina. Como Felicity sabía defensa personal no tenía miedo de que algún degenerado la tomara por sorpresa, estaba dispuesta a hacerle frente a cualquier animal. Justo entonces una voz familiar resonó y la nutria musitó: “Es Greg”.

La presencia del meticuloso mapache hizo que la tensión dismi-nuyera un poco. Como Deborah no lo reconocía, nunca antes lo había visto, Felicity le contó quién era. Al ponerla al tanto, respiró tranquila, pues se trataba de alguien incapaz de lastimarlas. Greg tomó la iniciativa de desenmascarar a la cierva de Xanadu, conocer sus paraderos, idas y vueltas. Algo le decía que no era de trigo limpio, no se fiaba de ella. Incluso el propio Anthony andaba metido en la cuestión. En verdad que Jack tenía aliados por acá y por allá; Eric sólo tenía a su hermana y a su cuñado.

—¿Estás haciéndole un favor a Jack? —Felicity le preguntó al mapache vestido de negro de pies a cabeza. Ella y su acompañante llevaban ropa de gimnasia, de esa que deja ver hasta los pezones—.

Imagino que por algo estás aquí…

—No te voy a mentir. Hugh me pidió que vigilara a Caroline.

—¿Quién es Caroline? —le preguntó la liebre.

—Caroline Hallmark, hermana menor de Eric Hallmark, detective matriculado, especialista en crimen organizado. Todo el mundo lo conoce entre las fuerzas federales, basta con preguntar por él en cualquier comisaría.

—¿La has estado siguiendo? —Felicity le preguntó.

—Algo así. Digamos que estuve analizando sus huellas.

—¿Es por lo ocurrido con Keith?

—Como matamos al ciervo equivocado, la policía nos tiene en la mira. Ahora Eric anda detrás de nosotros. En cualquier momento aparecerá para jodernos la vida.

—¿Tú crees que trate de matarnos?

—Por lo que me contaron, no es un sujeto que juega limpio. Ha matado a varios animales, se las ha ingeniado para salir ileso de los juicios, ha sobornado jueces y fiscales por igual. Incluso se rumo-rea que ha tenido contacto estrecho con el líder del clan Z.

—Mira que hay que ser hijo de puta para mandar al muere a un inocente sólo para obtener información —dijo Felicity y suspiró—

. De un sujeto como ese nada me extraña.

—¿Y ustedes qué estaban haciendo por estos lares?

—Bueno, nosotras pensamos que quizá podríamos seguir el rastro de la cierva. A lo mejor descubrimos algo de ella.

—No les recomiendo que se entrometan. Eric tiene aliados y no son, precisamente, policías encubiertos.

—Hugh dijo que nos mantendrá al tanto de todo.

—Aguarden que ahí viene alguien.

Los tres entrometidos se dispersaron como perdigones entre la oscura zona repleta de máquinas oxidadas, trapos sucios, basura maloliente y papeles tirados. Greg se puso unas gafas oscuras, to-mó un bastón blanco, se puso la capucha, fingió estar desorienta-do, colocó un trozo de goma de mascar en el suelo con un minúsculo chip GPS en su interior y se quedó esperando a ver qué sucedía. Felicity y Deborah se escondieron dentro de unas cajas viejas y se quedaron en silencio.

A los pocos segundos, salieron juntos Caroline y George, intercambiaban palabras como si se conocieran de toda la vida, se llevaban bien, aunque en los últimos tiempos la relación ya no era tan fogosa como al principio. Las ideas descabelladas de Eric no eran

de agrado para George, sólo le seguía la corriente porque sabía que podía confiar en él. Debido a los últimos sucesos, le prometió que estaría distanciado del mercado negro por cuestiones que no hace falta explicar.

Greg tropezó y se dio un costalazo, dejó caer su bastón y fingió estar en la inopia. Mantenía los ojos cerrados por si acaso. George se aproximó a él y lo ayudó a ponerse de pie. Era la primera vez que lo veía así que no imaginaba que le estuviera jugando una broma. Caroline se lo quedó mirando sin saber qué decir. Sin darse cuenta, George había pisado el chicle y éste se le aferró a la suela del calzado como si fuese pegamento. Greg le agradeció por haberle ayudado a levantarse. El fuerte olor a marihuana impregnado en la ropa lo delataba: era un drogadicto que se metía a fumar en sitios oscuros para que la policía no lo pescase con las manos en la masa. Al menos eso parecía con la ropa de Tobby.

Cuando la pareja de cérvidos abandonó el escondite del subsuelo, la nutria y la liebre salieron de la caja y se acercaron a Greg, sorprendidas por lo que había hecho sin siquiera saber el peligro que corría. Sabían que George andaba siempre con un arma bajo el cinturón y que no le preocupaba dispararle al menos afortunado.

Aquella maniobra fue arriesgada, pero como a Greg poco le importaba su vida lo hizo de todas maneras.

—¿Qué fue lo que hiciste exactamente? —Felicity le preguntó.

—Observa —le enseñó un dispositivo electrónico que funcionaba con dos baterías de 1,5 voltios—: la pantalla de este aparatito muestra la ubicación exacta de George. Ya lo tenemos donde lo queremos.

Como un mísero insecto atrapado en una telaraña, el novio de Caroline tenía los días contados. Estaban a nada de eliminarlo para así poder consumar la venganza por el asesinato del caracal. Felicity lo felicitó por tamaño logro y por haber arriesgado el pellejo cuando bien podría haberse arrepentido para siempre. Le dijo que se merecía una buena chupada por ello. Con Deborah, estuvo de acuerdo en hacer un trío en el Furtel 69, en el mismo sótano donde habían tenido sexo aquella vez que grabaron una película XXX

entre todos.

XXXII. La dulce venganza – En nombre de la familia Hallmark

El día que Hugh se enteró del paradero de George, el presunto asesino de Keith, recurrió al servicio de un sicario, un coyolobo recién salido de prisión, de la misma prisión de máxima seguridad en la que había estado Jack. Al contarle lo que había acontecido en el Furtel 69, lo persuadió para que pusiera manos a la obra. Accedió a la petición por la suma de cincuenta mil pesos, prometió que sería cauteloso y que no haría nada deshonesto.

Hugh y Jack, socios como Rowf y Snitter, estaban al tanto de la delicada tesitura, de lo difícil que era salir de aquella prisión de hesitación y reticencias en la que se hallaban inmersos. Para sorpresa del lobo multimillonario, la búsqueda no fue complicada, con la mano que le dio Greg obtuvo la ubicación precisa del ciervo, aunque suponía que no debía fiarse de él ni de su pareja.

La vicuña que atendía en Xanadu se cruzó con George durante un paseo vespertino el día sábado que justo cayó feriado. Al pasar a pocos centímetros de él, estiró el brazo y le otorgó un sobre con una fotografía, bastante nítida, de un supuesto agresor que lo an-

daba buscando. Los rumores de un sicario al acecho eran normales luego del asesinato de un mercader de drogas. Cada uno siguió su camino como si nada hubiera ocurrido.

En ese ínterin, el doppelgänger de Jack estaba planeando una reunión privada con Arnold para que se acordaran cuestiones territoriales de una vez por todas, no para hacer negocios redondos.

Travis no estaba de humor para seguir perdiendo el tiempo, tenía el presentimiento de que, si no se ponía a trabajar en el asunto pronto, las cosas acabarían empeorando para el clan Z. Como todo líder, tenía que cerciorarse de que los gatos, perspicaces como eran, no se pasaran de listos e hicieran de las suyas a sus espaldas.

George habló por teléfono con Caroline, le dijo que permane-cería lejos de ella por unos días, mientras estuviese bajo la mira del sicario que lo perseguía. Ahora, la pregunta del millón: ¿cómo se había enterado de que una sombra lo tenía bajo vigilancia? Obser-vaciones hechas por espías encubiertos lo llevaron a la conclusión de que algún bastardo lo estaba buscando para matarlo. Como tenía a Eric de respaldo, no temía por su seguridad; en cambio, le resultaba más riesgoso salir solo en horario nocturno, motivo por que contrató protectores temporales.

Una docena de ciervos de gran tamaño y musculatura se reunió enfrente de su casa esa misma noche, allá en un barrio residencial donde las cámaras de seguridad registraban a todo aquel que cruza-

ra por las amplias calles. Meterse a fisgonear entre doce guardaespaldas armados hasta los dientes era un suicidio con todas las letras.

George se metió en el sótano de su morada, amoblada de rincón a rincón con la mejor madera del mercado, embellecida con la más pura fragancia de sahumerios, protegida con paredes de hor-migón, ventanales de vidrio reforzado, puertas pesadas con pasa-dores y trabas metálicas, detectores piroeléctricos con una potente lente de Fresnel y un contador de pulsos, un costoso sistema de alarmas con sirenas de interior, sensores de microondas en las in-mediaciones de la casa, cámaras de seguridad con IP dinámico para evitar jaqueos, muros con alambrado de púas en la parte de arriba para evitar entraderas y un portón electrificado para que ningún ratero se metiera de sopetón.

Violar el domicilio de George era imposible con semejante grado de seguridad perimetral, tanto electrónica como físicamente.

Para poder ingresar a la vivienda del ciervo había que tener un plan muy bien elaborado, o lanzarse a lo kamikaze. En el caso del sicario contratado por Hugh, no había sistema de seguridad, sea cual fuese, capaz de frenarlo. Cuando se disponía a entrar en acción lo hacía como fuese. Tenía dos posibilidades de meterse: por arriba o por abajo.

El primer truco del sicario fue cortar el suministro de energía de la cuadra, seccionando los cables que alimentaban las líneas mono-fásicas de la zona, a través de la anulación de un transformador reductor. Una vez despejadas las bobinas del aparato, prosiguió con la eliminación de los morsetos que servían para conectar los cables de los postes eléctricos con los pilares de luz de cada domicilio.

La tecnología de seguridad instalada en la casa constaba de un sistema de alimentación ininterrumpida, es decir, funcionaba mediante baterías que se encendían cuando no había corriente eléctrica, por lo tanto, la exposición a un siniestro seguía siendo ínfima.

Desde una torre cercana, el sicario se lanzó con un ala delta, aterrizó sobre la morada indicada sin que nadie lo viera y sin hacer ruido. Buscó las cámaras de los laterales, las cubrió con pintura en aerosol, dejó la visión panorámica ennegrecida. Se metió por la chimenea, por la que apenas cupo, ingresó a gatas al interior de la vivienda, llenó de gas refrigerante toda la sala, se agazapó como un felino, se escabulló entre los láseres infrarrojos de una punta a la otra, ni las cámaras interiores ni las alarmas lo detectaron cuando se metió.

George salía del sótano para ir a ver qué ocurría con la energía eléctrica cuando de repente sintió una estocada imprevista en la espalda, una lanza puntiaguda le perforó el corazón de lado a lado,

le arrebató la vida en un instante. Cumplido su objetivo, el sicario retiró las baterías del sistema de seguridad, se deshizo de todos los radares que lo atosigaban, escapó por el ventiluz del baño, salió corriendo a la velocidad de la luz, trepó uno de los muros, con un alicate afilado cortó los alambres, se perdió en la espesura de la noche sin que nadie lo viera. Había actuado con la misma prolijidad que el protagonista de “Léon: The Professional”.

Para cuando el personal de la empresa de suministro eléctrico estabilizó la situación, los guardias de seguridad ingresaron al domicilio de George, luego de haber intentado comunicarse con él por vía telefónica, y se encontraron con que habían asesinado al dueño. Todo el gas refrigerante se había esparcido como humo en un incendio, el frío era notable y el silencio era absoluto. El sicario se había salido con la suya a fin de cuentas.

Lo único que hallaron del asesino fue una garrafa vacía, un ala delta y una lanza ensangrentada, todo lo demás estaba intacto. No cabía la menor duda de que alguien había contratado a ese sujeto para que matara a George, ninguna otra cosa había robado. Uno de los guardias dio parte a las autoridades, mientras que otro se lo hizo saber a Caroline, quien rompió en llanto tan pronto como se enteró del suceso.

Cuando Eric cayó en la cuenta del asesinato a sangre fría de su cuñado, supo al instante que estaba ligado, a quién más, al perro

artero. Era obvio que Jack había mandado matar a George para que no interfiriera en sus planes. Estaba dispuesto a dar todo con tal de atrapar al fugitivo asesino y proxeneta de Jack Hock. La venganza era la única forma de saciar la bronca. Ahora sí era personal.

XXXIII. Un secuestro inaudito – La otra cara de la mafia canina

Tras una fuerte discusión por celular con Arnold, Travis se cansó de perder el tiempo, mandó todos los planes a la verga, ya no le interesaba seguir perdiendo ganancias en favor de un leoncito jac-tancioso. Se dispuso a deshacerse de los michis de Jack. Mandó a sus gamberros xoloitzcuintles a que los capturaran para llevarlos hasta el hangar donde se reunían los integrantes del clan Z en tiempos de discordia.

Por supuesto que Arnold quedó molesto por el tono de voz con el que le había hablado y por las cosas feas que le había dicho, no estaba dispuesto a dejar que se saliera con la suya tan fácilmente. Se dispuso a hacer los preparativos a fin de que los perros expe-rimentasen en carne propia la mayor humillación de todas. El líder del clan Felumia conocía la historia de Doguenkaten y le parecía repugnante el hecho de que un híbrido les arrebatase el honor a los felinos. Era tiempo de invertir la situación.

Travis llamó a Donald y le dijo que planeaba sacar provecho del caso de Jack, extorsionaría a los gatos para que hablasen, para que

confesaran todas las cosas malas que habían estado haciendo a espaldas de él y del clan del que algunos ingenuos creían que formaban parte.

Antes de que Vladimir y Tobby llegaran a la Caja de Arena, una lujosa miniván estacionó detrás de ellos, salieron unos perros cal-vos, con la típica ropa de Chómpiras, y los metieron al interior del vehículo por la fuerza. Uno de los guardias de seguridad dio aviso del delito y Kevin se puso en contacto con Jack para informárselo.

Lejos de parecerse a Petrópolis, Farfrand era un verdadero campo de batalla y un terreno fértil para los maleantes y felones, más que nada durante las noches de plenilunio. Bandos antagóni-cos se enfrentaban en sangrientas reyertas por irredentismo y geo-política. Ni la policía ni la gendarmería podían terciar entre las grescas de los grupos mafiosos, el peligro al que se exponían tras-pasaba los límites.

Meterse con el clan Z o con el clan Felumia era igual de peligroso para cualquier animal, ambas agrupaciones eran conocidas por ser los abismos infernales del crimen organizado. Por experiencia, Jack sabía que se enfrentaba a dos de las bandas más influyentes y poderosas del mundo, si no las más truculentas. Por eso, tuvo que decirle la verdad a Natasha pese a que no quería. Al enterarse de lo complicada que era la cosa, la zorra no sólo estalló de rabia, también se sintió frustrada por haber confiado en él.

Fue en esa discusión acalorada que aparecieron todo tipo de comentarios y groserías. Natasha estaba tan cabreada que sentía que el coño se le iba a rajar hasta el ombligo, tenía ganas de rom-perle la cabeza a Jack. Estaba enojadísima con él por el patibulario embrollo en el que se había metido, le resultaba inconcebible aceptar la realidad tal y como era.

No obstante, la situación empeoró más cuando Daisy llamó desesperada al teléfono de Natasha. Le contó que la policía los estaba buscando y que pronto los detendrían por haberse vinculado a un crimen perpetrado por un fugitivo. Hugh y Kaylee planearon una fuga, primero se reunieron en el Furtel 69 para avisarles a los demás que las autoridades estaban de regreso y que esta vez sí no escaparían. Temían que los enjuiciasen por haber ayudado a Jack a deshacerse del falso detective. Tal parecía que los valiosos aliados del coyote también corrían peligro.

Por si no fuera suficiente con eso, Eric ya había abandonado Zuferrand y estaba a nada de encontrarse con ellos. Junto con su hermana, planeaban matar a Jack y a Natasha lo más pronto posible. Llevaban las de perder, el tiempo lo tenían contado y también las chances de huir. Ahora más que nunca, era el momento de tomar una decisión urgente y sacar pecho por el honor criminal.

Por súplica de Jack se tuvo que calmar, por consejo de Daisy se tuvo que controlar. De todas formas, ya estaban en el interior del

pozo, nada podían hacer para salir, habían tocado fondo. Lo único que podían hacer era ir a buscar a los gatos. A Travis sólo le interesaba Jack, no le importaba lo que hiciera ella ni los demás. Aun cuando toda la culpa fuese de su novio, se negaba a dejarlo a la deriva, no quería verlo morir ante sus ojos.

Como si fuesen Bernardo y Bianca en busca de Penny, Jack y Natasha se propusieron ir por Tobby, hallarlo costase lo que costase. Tomaron los chalecos antibalas, los zapatos de trabajo, las granadas aturdidoras, los revólveres, los localizadores, los guantes y la vestimenta oscura típica de villano. Los pastores alemanes prome-tieron darles una mano en todo lo que hiciese falta para recuperar a sus queridos aliados.

Jack se reunió con ellos en un desarmadero y les pidió que buscasen en cada rincón de la ciudad la guarida de Zoobistias, una vez hallada la ubicación de Tobby y Vladimir, pondrían manos a la obra. Por lo pronto, lo único que podían hacer era esfumarse de la covacha antes de que Eric llegara. Se tuvieron que refugiar en los peores basurales por culpa del detective que ya sabía dónde se encontraban. Sospechaban que la casera, esa perra de mierda que detestaban con todo el corazón, los había delatado, suficientes razones tenían para sospecharlo.

Keller fue por Bianca y le contó que su hermano había sido se-cuestrado por el clan Z, a lo que ella respondió con desinterés que

no era la primera vez que le pasaba eso. Creía que se trataba de alguna sorpresa por su cumpleaños, no pensaba que en verdad su hermano estaba en peligro. La gata blanquinegra le enseñó un sobre con dinero que le había dejado una vecina, una supuesta mé-dium que hacía de campana en los saqueos, y que con eso podía vivir sin los aportes de Vladimir por un buen tiempo.

Como Kevin y Norman no estaban informados de lo acontecido, Zetuko fue a visitarlos al club y les contó con plenitud de detalles lo que había pasado en el clan Z. Al saber que ninguno de ellos estaba bajo amenaza, se tranquilizaron. Condenaron a Tobby y a Vladimir por haberlos engatusado y haberse llevado todo el dinero.

Antes de que el emisario saliera del club, aparecieron dos leones de pelaje oscuro y le pidieron que los acompañara. Al negarse a la petición, le enseñaron las pistolas que tenían guardadas bajo la ropa. El zorruelo, confiado en que nadie lo lastimaría, se quiso pasar de listo y los abucheó sin más. Le dispararon a quemarropa, lo mataron en un parpadeo, se dieron media vuelta y abandonaron el edificio antes de que la policía llegara.

Los gatos eran todos aliados, se habían puesto de acuerdo en no dar a conocer el reciente incidente ocurrido en la Caja de Arena.

Por órdenes de Arnold, nadie podía ni debía sacar a relucir la verdad. Bajo amenaza de muerte, los empleados del club estaban dispuestos a guardar silencio.

Tras un rencuentro en la periferia de la ciudad, los tres pastores alemanes fueron interceptados por un vehículo de origen desconocido, de color gris y llantas brillosas. Hacia ellos si dirigieron unos mastines tibetanos, los inspeccionaron para asegurarse de que eran los perros indicados, acordaron una buena suma de dinero para que cooperasen, con la condición de que, ante cualquier intento de perfidia, lo que les deparaba era una horrenda castración sin anes-tesia y una larga sesión de tortura con máquinas mecánicas. Los persuadieron por medio del cohecho, delito común entre los mafiosos.

Christopher, Keller y Charles querían y respetaban mucho a Jack y a Natasha por haberles otorgado la gratificante oportunidad de pasarla bien con unos mininos putitos, pero el dinero era el dinero y no podían decirle que no a semejante oferta de parte de Travis. Al final, resultaron siendo aliados del clan Z. Por algo dicen que los perros siempre son fieles a sus amos, quienes les dan de comer.

XXXIV. El último adiós a un amigo muy querido –